Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 5 de septiembre de 2018

GARY SHTEYNGART. PEQUEÑO FRACASO

Un año después de licenciarme trabajé en la parte baja de Manhattan, bajo las sombras gigantescas del World Trade Center, y en mi relajada pausa del almuerzo, que duraba cuatro horas, comía y bebía entre esos dos gigantes, subiendo por Broadway o bajando por Fulton Street, y me iba a la sucursal de la librería Strand. En 1996 la gente aún leía libros y la ciudad podía permitirse tener una sucursal de la legendaria librería Strand en el Distrito Financiero, lo cual significaba que en aquellos años se suponía que los agentes de bolsa, las secretarias y los funcionarios del gobierno —en una palabra, todo el mundo— tenían algo de vida interior.

El año anterior había intentado ser pasante en un despacho de abogados especializado en derechos civiles, pero aquello no funcionó. El trabajo me exigía centrarme en un sinfín de detalles, y eso era demasiado para un joven nervioso que llevaba coleta, había tenido un pequeño problema por consumo de sustancias prohibidas y lucía una insignia con una hoja de marihuana en su corbata de quita y pon. Ese trabajo fue lo más cerca que estuve de alcanzar el sueño de mis padres de que me hiciera abogado. Como muchos judíos soviéticos, y como muchos inmigrantes llegados de los países comunistas, mis padres eran muy conservadores y nunca se tomaron muy en serio los cuatro años que pasé en mi colegio universitario de artes liberales, el Oberlin College, en el que estudié marxismo y escritura creativa. El día que visitó Oberlin por vez primera, mi padre se detuvo sobre una gigantesca vagina pintada en el suelo del patio central por el grupo de gais, bisexuales y lesbianas del campus, y sin prestar atención a los gestos y a la pronunciación amanerada de la gente que se iba congregando a su alrededor, empezó a explicarme las diferencias entre los cartuchos láser y los de inyección por tinta, centrándose sobre todo en los distintos precios de los cartuchos. Si no me equivoco, mi padre creía haberse detenido sobre un melocotón.

Me licencié con honores summa cum laude, y eso mejoró mi reputación ante mamá y papá, pero cada vez que hablaba con ellos me hacían saber que les había decepcionado. Cuando era niño (y también ahora que soy adulto), solía estar enfermo con frecuencia y me resfriaba a menudo, así que mi padre me llamaba Soplyak, es decir, Mocoso. Mi madre, por su parte, había ido creando una curiosa fusión del inglés y del ruso y se inventó el término Failurchka, o lo que es lo mismo, Pequeño Fracaso. Un día, aquel término surgió de sus labios y fue a posarse sobre el voluminoso manuscrito de la novela que yo estaba escribiendo en mi tiempo libre, y cuyo capítulo inicial estaba a punto de ser rechazado por el famoso departamento de Escritura Creativa de la Universidad de Iowa. Así fue como me enteré de que mis padres no eran las únicas personas que me consideraban un desastre.


Hola, buenas tardes. Así, con las primeras palabras de Pequeño fracaso, la autobiografía novelada -si es que puede hablarse en estos términos- de Gary Shteyngart, empieza esta tarde -y este curso- Todos los libros un libro, el espacio semanal de recomendaciones de lectura en la parrilla de Radio Universidad de Salamanca. Hoy abrimos una breve serie, que se prolongará a lo largo de este mes de septiembre, en la que todas mis propuestas se moverán en este algo indefinido ámbito de la literatura testimonial, y pongo el acento en los dos términos: “testimonial”, por cuanto los libros que voy a ofreceros en la presente emisión y en las de los miércoles venideros se presentan bajo la forma, más o menos indisimulada, de memorias, de confesiones, de recuerdos de una vida. Pero, a la vez, hablo de “literatura”, pues en todos los casos, sin excepción, el tratamiento de la información, el modo de presentarla, la estructura de la obra, la expresión, el modo de narrar, la voluntad de estilo, responden a un criterio alejado de la mera crónica periodística, del austero ensayo divulgativo o del aséptico documento biográfico, siendo por el contrario los propios de las obras de ficción de mayor enjundia. En otras palabras, no esperéis, pues, en mis consejos de lectura de estas próximas semanas el convencional relato con el que el cantante de turno cuenta su vida o el del personaje de actualidad que aprovecha su fama para infligirnos la historia de su por otro lado insulsa existencia o la recopilación de anécdotas supuestamente interesantes vividas por el adusto político que se recrea en enumerar sus encuentros con celebridades internacionales tras una larga vida de desprendida entrega a su patria. No, por el contrario, en los libros a cuya lectura quiero invitaros a lo largo de este mes, será la calidad literaria la que prime, son libros -novelas, testimonios, memorias- que narran la vida de sus autores, sí, pero que al margen de esa información, desconociendo ese carácter autobiográfico, resultarían igualmente estimables, sobresalientes por sus cualidades en tanto literatura, por su capacidad de presentar -de un modo creativo, poético, artístico, literario- la vida de unos personajes que no son enteramente ficticios y sí “reales” y coincidentes en sus trayectorias existenciales con las de los propios autores.

En el caso de mi sugerencia de hoy, Pequeño fracaso, el libro del norteamericano de origen ruso Gary Shteyngart, que publicó, en traducción de Eduardo Jordá, la Editorial Libros del Asteroide en 2015, el autor/protagonista evoca los primeros siete años de vida en la Unión Soviética (así se llamaba aún, en 1972, fecha de nacimiento de Shteyngart, la actual Rusia), su posterior traslado a Estados Unidos con su familia, su adolescencia como inmigrante en el ”enemigo” tradicional de su país de origen, su juventud y su iniciación como escritor, una vocación que había despuntado en él desde muy joven, para detenerse en 2011, ya en su madurez, en que cierra el ciclo con un viaje a Rusia con sus padres, que regresan después de veinte y treinta años -madre y padre, respectivamente- al entorno en el que pasaron la mitad de su vida. El libro se nutre, como no puede ser de otra manera dado su carácter, de los recuerdos de su autor, pero también de conversaciones retrospectivas con sus progenitores, presentándose el relato a partir de un hilo conductor naturalmente cronológico -por más que haya en el texto algunas vueltas atrás y adelante- y organizándose cada capítulo en torno a una idea principal que se ilustra con una fotografía -retratos de niño, estampas familiares, fotos de juventud- que lo encabeza y que, en cierto modo, representa el núcleo de su propuesta.

La vida “rusa” del niño Igor -el posterior cambio a Gary es, obviamente, fruto de la estancia en Norteamérica- nos permite conocer todos los lugares comunes de la sociedad de la URSS en las décadas de la más opresiva y rígida cerrazón soviética. En un apartamento mínimo, de austera decoración, con el explosivo televisor Signal en blanco y negro, el destartalado “Sofá Cultural”, la escalerilla de madera que llega hasta el techo y que el padre manda construir para que el niño pierda el miedo a las alturas, como precarios elementos significativos, que nos trasladan al más consabido y depauperado “estilo” del realismo socialista, viven el chico y su familia. La madre, que tiene veintiséis años cuando Gary nace, da clases de piano en un jardín de infancia, y representa la vertiente responsable del matrimonio, entregada incansable al trabajo, envuelta siempre en cálculos incesantes, en presentimientos, en preocupaciones, acechada por el temor a equivocarse, por el miedo a la autoridad, por el cuidado y la inquietud por quienes están a su cargo, rasgos que, en su mayoría, heredará el hijo. El padre, con treinta y tres años al tener a su hijo, es ingeniero mecánico y ofrece, en cambio, una visión hastiada de la vida, repleta de bromas, de sarcasmo, pero también de dureza y rigor (te llamo hijito pero te estoy pegando, tienes que aguantar los golpes, piensa el niño). Están, además, las entrañables abuelas, Polia y Galia, las hermanas de la madre, la guapa prima Victoria… La familia es judía, y los rituales, las costumbres, los signos distintivos de esa religión impregnan también la vida de esos primeros años. La narración, en alguno de estos capítulos iniciales, se retrotrae -El pasado me persigue, leemos en la novela- a los orígenes familiares (abuelos y hasta bisabuelos), con las distintas pautas y las diferentes clases sociales de cada rama familiar, pero todos con una común condición de víctimas del exterminio, en sus diversas formas: el paso por los campos de concentración, la guerra, el cerco de Leningrado… Conforme hago avanzar a mis familiares sobre las páginas de este libro, recuerden por favor que también los estoy haciendo avanzar hacia sus tumbas, y que la mayoría de ellos van a morir de la peor manera imaginable, escribe.

La familia, y en particular la figura del padre, con su doble condición de vínculo protector que acoge y conforta y de férreo corsé que limita, será uno de los ejes del libro, que aparece salpicado de continuo de referencias a esa realidad: Para mí, el sentimiento de vivir en familia consiste en llorar mientras se trama la venganza. La atracción/rechazo hacia el padre (Mis personajes suelen ser hijos en busca de un padre), la tristeza y la culpa por defraudar a los progenitores (al no cumplir sus sueños -de ellos- de llegar a ser abogado), son algunos de esos elementos clave a los que me refiero.

En esos días infantiles vemos también los rasgos definitorios de la personalidad del niño que luego aflorarán en su juventud y adultez y que marcarán su vida. Gary es un niño muy inteligente, con curiosidad natural, que se interesa -sus intentos, frustrados- por tocar el violín y la balalaika. Es problemático, tierno, bajito, feúcho, con complejos; hay en él ya antecedentes del raro, el marginal, el chico apesadumbrado y doliente, con vida interior convulsa (Por fuera soy un niño tranquilo y pensativo, y también parlanchín y divertido, pero… [también hay en mí] rabia, crispación, violencia) que será en su adolescencia y juventud. Es delicado y sensible, tiene miedo a todo, al teléfono, al frío, al calor, al fotógrafo, al ventilador, a las alturas (‘¿Por qué le tenía miedo a todo?’, preguntará cuarenta años después. Porque naciste judío, responde categórica su madre). Enamoradizo (Tengo cinco años y ya estoy completamente enamorado), arrastrará su “desgracia” hasta la universidad, cuando llegará a afirmar: Me enamoro indiscriminada y abiertamente.

La huida a Estados Unidos (propiciada por acuerdos oficiales entre la administración soviética y la Norteamérica de Jimmy Carter, que permitió la salida de judíos rusos a cambio de ayudas comerciales), supone el “desmantelamiento” de la ficción vivida en la infancia: Todo era mentira, escribe, para a continuación detallar todos los referentes, esas ciegas creencias de sus primeros años de vida que se resquebrajan: El comunismo, el Konsomol, los pioneros, la estatua de Lenin, el Canal Uno, el glorioso Ejército soviético, los bolcheviques, la perrita Laika y la falsa conquista de la luna por los soviéticos, hasta el jamón con demasiada grasa y la visión de un Estados Unidos paupérrimo en el que la gente sufre padecimientos y carencias, citando elementos reales, tangibles, y otros metafóricos. Estamos en el mundo maniqueo de los dos bloques, de la guerra fría. El padre llega a su nueva patria cargando con los apriorismos de su pasado -el republicanismo acérrimo, el fanatismo de extrema derecha, los prejuicios raciales-, que transmitirá a su hijo (otra pesada losa de la que deberá liberarse cuando crezca). Hay, a la vez, nostalgia de Rusia, de su cultura -la cultura de una superpotencia que fue arrojada al estercolero de la Historia- y, sobre todo, de los recuerdos -felices pese a la falta de libertad y las condiciones materiales precarias- de la primera infancia.

En Queens, donde residirá la familia, se produce el mágico descubrimiento de un mundo soñado, la libertad, el colorido del consumo, los supermercados llenos, los ojos rojos de ver tanta televisión, el encantamiento de las series -La isla de Gilligan, Star Trek-, los primeros juegos en los muy limitados ordenadores de la época, la revelación que supone conocer Manhattan y su permanente exhibición de emoción desinhibida.

El paso por la escuela judía estadounidense nos muestra de nuevo al “distinto”, al marginado, al chico que busca sin éxito la atención de las chicas. Los niños le pegan -en unos entornos por ruso, en otros por judío, en todos por raro-, no se integra, ni se siente interesado por los rituales religiosos. Un friki odioso, dice de sí mismo. Deja la escuela hebrea y -alumno inteligente y dotado- pasa a un instituto más “abierto” con exigente nota de corte, en el que coexisten chicos de orígenes diversos: la provincia china de Fujian, el estado indio de Kerala y el distrito de Leningrado se hallan situados en tres rincones distintos de la misma masa terrestre. El chico más brillante del Instituto proviene de una familia palestina trasplantada a Sudáfrica, la chica más guapa es de Puerto Rico, las “masas” que lo acompañan a clase no son blancas. El racismo que hay en mí agoniza, dice, iniciando tímidamente la renuncia al mundo paterno.

Relativamente anónimo, vive la indiferencia hacia de él de sus compañeros como una estimable forma de felicidad. Sin embargo, en las fiestas escolares, observa con envidia a las familias norteamericanas perfectas, integradas, conformes y aparentemente felices en su adecuado “lugar en el mundo”. A nosotros, los judíos soviéticos, nos invitaron a la fiesta equivocada. Y siempre estuvimos demasiado atemorizados por nuestra nueva situación para abandonar el colegio. Porque no sabíamos quiénes éramos. En este libro intento explicar quiénes éramos. Uno más entre tantos “expatriados”, su pasado se borra (Descubro que en realidad ya no soy ruso) y su presente no adquiere consistencia (La tristeza de quien no es capaz de comunicarse con los demás), pese a sus intentos de llamar la atención, siempre ingenioso, siempre brillante (Un mamífero que no tiene rival a la hora de calcular los efectos de sus palabras para atraer la atención de los demás).

El paso por la Universidad reproduce las mismas pautas de comportamiento. Llora porque su crecimiento le aleja del pasado familiar, la rusicidad, llora por el desconcierto ante el nuevo mundo, porque no sabe crecer y hacerse adulto, porque tampoco encaja en los valores dominantes en la Facultad, el marxismo, lo alternativo, porque no acaba de encontrar su sitio (Allí [en la escuela hebrea]- se burlaban de mí porque no era un americano auténtico, pero ahora [en su literatura] se me acusa de no ser un ruso auténtico, para añadir: esta paradoja es el tema primordial de toda la literatura escrita por inmigrantes). Llora por su falta de aceptación por las chicas -la primera novia a los veinte años-, siempre llorando porque me muero de ganas de que alguien me quiera por el fondo más profundo que hay en mí. Y vuelve a catalogarse, sin piedad: Soy rarito.

Recordad el fragmento inicial, recordad que Pequeño fracaso es el título del libro. Y esa idea -insertada desde la muy primera infancia en su cerebro- impregna la existencia del muchacho, tanto en el ámbito personal (Sigo operando con la base teórica de que voy a fracasar en todo lo que haga), en el que sus excesos con la marihuana y el alcohol lo hunden cada vez más en una patética autoconmiseración (Cada medio litro de alcohol me va arrastrando más y más lejos de los sueños que ya no soy capaz de cumplir), como en el plano colectivo (En aquellos tiempos todos estábamos conectados por los fracasos, y de hecho toda la Unión Soviética estaba fundiéndose en negro). El panorama final es el de alguien desgraciado que se lamenta constantemente de su propia frustración: Si pudiera evocar todo el amor no correspondido de estos últimos veinte años, es posible que llegara a alcanzar algo parecido al arte. O también: Lo que yo he sido toda mi vida: una persona desdichada que intenta pasarlo lo mejor posible.

Y la “salvación”, llamémosla así, llegará de la mano de la escritura y del humor. Desde muy pequeño lee con fruición (Me estoy convirtiendo en un lector patológico, afirma, con muy pocos años). Por feliz iniciativa de su abuela Galia (¿por qué no escribes tú mismo una novela?, le dice; y él añade: Y así empieza todo) e iluminado por la lectura de un libro deslumbrante e iniciático: El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de la primera mujer premio Nobel, la sueca Selma Lagerlöf, empieza a escribir un relato infantil, Lenin y el ganso mágico (un delirio -pero el chaval tiene cinco años- en el que se entremezclan el libro de Nils, los cuentos que inventaba su padre para él, lo que ve en las calles, las no del todo entendidas conversaciones de los adultos). Algo después -sigue siendo un niño- escribe también su primera novela: El desafío, un remedo de Star Trek pasado por la experiencia judía y los radicales prejuicios racistas del padre, admirador de Ronald Reagan, con apuntes del pasado comunista, en un batido desternillante. Escribo para mi abuela, dice, con un único mensaje: Abuela, por favor, quiéreme.

Y así será también en los años de su adolescencia y juventud: escribir para ser querido. Lenin no funcionó; ingresar en la organización juvenil del Konsomol no funcionó; ni tampoco funciona mi familia (mi padre me pega) ni la religión (mis compañeros de clase me pegan), dice, pero las historias que inventa y que lee a sus compañeros y tienen éxito entre ellos, acaban por darle un cierto estatus, una cierta -leve- sensación de pertenencia, de reconocimiento. Estoy haciendo que los niños olviden mi rusicidad y me asocien con la narración de historias. Y para no perder esa estima se obliga a escribir todos los días. Y al final, llegarán la profesionalización, el éxito (también las novias, dicho sea entre paréntesis), el Gary Shteingart que ahora leemos, capaz de transformar la experiencia del dolor (el infligido a sus padres, insatisfechos con la imagen que de ellos aparece en sus novelas, y el suyo propio, el chico desubicado y permanentemente afligido) en literatura (Un escritor o cualquier ser sufriente que quiera ser artista es un instrumento excesivamente bien sintonizado a la condición humana).

El hecho de que en esta reseña que se encamina ya a su fin yo haya puesto un cierto énfasis en estos aspectos pesarosos o melancólicos de la obra, podría llevaros a pensar que Pequeño fracaso es un libro que se desenvuelve en un tono quejumbroso, lastimero, dolorido y lacrimoso, un libro oscuro y pesimista, amargo y desesperanzado… pero nada más lejos de la realidad. Sus más de cuatrocientas páginas rezuman ironía inteligente, ingenio y gracia, humor genial. La aparentemente sombría visión de la existencia de nuestro protagonista se resuelve casi siempre -más allá de las lágrimas, reales o metafóricas, que se vierten en la novela- en agudísimos chistes, en comentarios sarcásticos, en chispeantes salidas, en ocurrencias disparatadas y cómicas que relativizan el sufrimiento y ayudan a sobrellevarlo. Soy una especie de broma ambulante, afirma de sí mismo, y así es en realidad, sin que haya revés o contratiempo, calamidad o percance, motivo de dolor o desgracia -en la vida y en el libro- que no tenga su inmediata vuelta de tuerca hilarante. El espíritu de Woody Allen flota por la obra, esa tradición judía que hace a los miembros de ese “pueblo” especialmente dotados para reírse de las propias desgracias, del propio sufrimiento, de la propia mediocridad, esos rasgos de desenfadada lucidez que tantas veces hemos visto en el cine, la literatura o la televisión (pienso también ahora en Seinfeld, otro personaje divertido y brillante ante la existencia vulgar, con el que cabe también un ligero paralelismo). El humor es el último recurso del judío acosado, escribe, de modo certero, el narrador, avanzando una explicación del tono desternillante de su texto.

Un libro, este Pequeño fracaso de Gary Shteingart, que os recomiendo con entusiasmo y que no deberíais dejar de leer. De entre las muchísimas referencias musicales que lo surcan y que ilustran las diferentes etapas por las que pasa su protagonista, una banda sonora en la que están grandes canciones de esas décadas, os dejo ahora con Road to nowhere, el clásico de los Talking Heads, con un cierto valor metafórico en el libro.

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