Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 19 de septiembre de 2018

J.R. MOEHRINGER. EL BAR DE LAS GRANDES ESPERANZAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, que como cada miércoles sale al aire en la frecuencia de Radio Universidad de Salamanca para ofreceros una recomendación de lectura que pueda resultaros “apetecible”. Estoy seguro de que así va a ser sin duda en esta ocasión, porque esta tarde os traigo un libro espléndido, emotivo y conmovedor, que alcanzó hace un par de años un éxito extraordinario en todo el mundo. Se trata de El bar de las grandes esperanzas, primera novela -aunque una vez más, como tantas otras en este espacio, no sé si es correcta la atribución de género, como luego veremos- del periodista J.R. Moehringer, que presentó su obra en 2005, tras haber obtenido el Premio Pulitzer por un reportaje publicado en Los Angeles Times sobre las familias descendientes de esclavos que, muchos años después, seguían viviendo en los mismos lugares, cercanos a las plantaciones, en que sus antepasados habían trabajado sometidos a los “amos” blancos. Más tarde, en 2008, Moehringer puso su sapiencia literaria para dar forma a los recuerdos de André Agassi, el extenista norteamericano. Open, que así se tituló esa autobiografía a dos manos, acabó convirtiéndose en un fenómeno mundial, y su excepcional acogida llevó a su editorial en España, Duomo, a publicar en nuestro país, diez años después de su redacción originaria, este El bar de las grandes esperanzas, en traducción de Juanjo Estrella. (Por cierto, un breve comentario acerca de la edición. La editorial subraya reiteradamente su compromiso con el medio ambiente, la procedencia del papel de bosques gestionados de manera sostenible, la impresión hecha con la energía del sol y la ausencia absoluta de carbón en el proceso, pero… las erratas son cuantiosas, hay algunos fallos léxicos y ortográficos (como -entre otros, no quiero resultar pesado- un tentativamente no reconocido por la Academia) y, en general, el libro en tanto objeto es -al menos el ejemplar que yo he adquirido- más bien precario y de una calidad formal cercana a las más endebles ediciones de bolsillo). 

En más de una entrevista con el autor, sus interlocutores, periodistas culturales en todos los casos, le preguntaban, a propósito de este libro, por sus “memorias”, cuestión sobre la que Moehringer no planteaba, en sus respuestas, objeción alguna. Y es que El bar de las grandes esperanzas es, en efecto -y el escritor, por si cupieran dudas a lo largo del texto, lo pone de manifiesto abiertamente en los Agradecimientos finales de su libro-, el relato autobiográfico de sus entonces -en el momento de la escritura- cortos cuarenta años. Y sin embargo, si desconociéramos que el protagonista se llama como el autor, sus familiares y amigos son los “auténticos” familiares y amigos del periodista, las peripecias y el espacio físico en que se desarrolla su existencia idénticos a los del propio Moehringer, el libro podría pasar perfectamente -sin sospecha alguna ni siquiera en el más avezado lector- por una magnífica ficción novelesca, una poderosa y formidable construcción literaria, hasta tal punto son difusas, en numerosas ocasiones, las fronteras entre realidad e invención, entre “verdad” documentada y fantasía “construida”. 

Y así, la historia empieza en 1972, cuando JR tiene solo siete años (por cierto, esta algo extraña denominación -JR- es uno de los elementos claves del libro, pues, siendo el nombre auténtico del chico John Joseph, como su padre ausente, su madre, que no quiere soportar en la vida de ambos ni el menor rastro de la presencia de su exmarido, decide llamarle JR, por Junior; a lo largo de su vida profesional el periodista se verá obligado a introducir los puntos -J.R.- que denotan unas supuestas e inexistentes iniciales. En cualquier caso, la falta del padre, circunstancia esencial en la vida del niño -y aun del adulto- queda así subrayada -inscrita- en su propio nombre). JR vive en Manhasset, un pequeño pueblo relativamente cercano a Nueva York. Su madre, que intenta sobrevivir y sacar adelante a su hijo en una desasosegante sucesión de empleos precarios, se ve obligada a volver de continuo -cuando las deudas se hacen insoportables- al hogar familiar, una destartalada casa (la Casa Mierda) en donde viven sus padres -los algo estrafalarios abuelos del niño-, su hermano -el inefable tío Charlie, del que luego hablaré-, y otra de sus hermanas, la tía Ruth, que también se ve en la necesidad de escapar de las agresiones de su marido recluyéndose con sus hijos -de todos ellos, el primo McGraw será el mejor amigo de JR- en la casa paterna. 

Sin un referente masculino a su lado, el joven Moehringer, siempre muy sensato y consciente, sensible y responsable, crece y avanza en la vida superando dificultades, busca esa figura paterna que le ha sido hurtada, encuentra desde muy pequeño en el bar del título ese espacio de acogimiento y protección, de formación y refugio que le falta, y cultiva, concienzudamente, su vocación de escritor. El libro que leemos es la apasionante narración -en la que cada capítulo gira sobre un personaje relevante en su desenvolvimiento personal- de esa intensa existencia, con, a mi juicio, esos cuatro ejes mencionados como elementos más significativos. 

La descripción de la vida -y especialmente de la infancia- de JR es el retrato, melancólico y tierno (el título original del libro es The Tender Bar), de su lucha -y sobre todo la de su madre- por prosperar y alcanzar un futuro mejor, que en los sueños de ambos se vislumbra bajo la forma del acceso del muchacho a la Universidad de Yale para convertirse en abogado (y poder pagar entonces la frustrada carrera universitaria de su progenitora). Hay un fragmento del libro muy relevante, que da cuenta de este afán de madre e hijo por mantener una vida normal en unas circunstancias muy difíciles o incluso hostiles: Cuando un cactus empieza a inclinarse hacia un lado -me explicó-, le crece un brazo en el otro lado, para equilibrarse. Entonces, cuando empieza a decantarse hacia ese otro lado, le crece otro en el lado contrario. Y así sucesivamente. Por eso vemos algunos con dieciocho brazos. Los cactus siempre intentan mantenerse derechos. Y cualquier cosa que se esfuerza tanto por mantener el equilibrio es digna de admiración. Para apostillar más adelante: Llegué a la conclusión de que aquello era lo que estábamos haciendo mi madre y yo. Ojalá dejaran de caérsenos los brazos

La figura de la madre es, en este sentido, esencial, con su fuerza, con su tacto, con su valentía, con su comprensión y su sutileza en el trato con el hijo, que escribe de ella: ¿Cómo lo conseguía? Sin educación, sin dinero, sin perspectivas, ¿cómo conseguía mi madre parecer tan valiente? Acababa de sobrevivir a mi padre, que le había puesto una almohada en la cara y había apretado hasta que no podía respirar, mientras la amenazaban con una navaja de afeitar, y aunque debía de sentirse aliviada por haber podido huir, también debía de ser consciente del futuro que le aguardaba: soledad, problemas económicos, la Casa Mierda. Pero al mirarla no se lo notabas. Era una mentirosa extraordinaria, una mentirosa brillante, y también conseguía mentirse a sí misma, lo que me llevaba a percibirla bajo una luz totalmente nueva. Entendí que debemos mentirnos a nosotros mismos de vez en cuando, decirnos a nosotros mismos que somos capaces y fuertes, que la vida es buena y que el trabajo trae recompensas, y que después debemos intentar que nuestras mentiras se hagan realidad. Ésa es nuestra misión, nuestra salvación, y ese vínculo entre mentir e intentar era uno de los muchos regalos que me había hecho mi madre, la verdad que siempre asomaba bajo sus mentiras

En este escenario de dificultades, e imbuido de una visión del mundo como la que acabo de mostraros, en la que el esfuerzo y el trabajo resultan primordiales, JR no deja de tener inquietudes ni ceja en su empeño de formarse. Desde pequeño encuentra en los libros un espacio de equilibrio y orden en el caos de su vida. Yo buscaba algo que fuera más verdadero que la verdad, afirma, y en seguida se familiariza -se apasiona, en realidad- con algunos títulos: David Copperfield y Grandes esperanzas, de Dickens (así, Dickens, se llamará, en una primera fase, el bar de referencia, protagonista principal de la obra), El libro de la selva de Kipling, una antología, Biografías relámpago, de breves semblanzas de grandes personajes de la historia, Las aventuras de Huckleberry Finn, El guardián entre el centeno y, algo más mayor, los cuentos de John Cheever, cuyos relatos parecían ambientados en Manhasset -y uno, efectivamente, lo estaba- o El Gran Gatsby, que también se desarrolla en la zona. Muchos de los libros del sótano eran demasiado avanzados para mi nivel, pero a mí no me importaba. Me conformaba reverenciándolos antes de poder leerlos, dice, animoso. En este universo libresco hay dos personajes, los entrañables Bill y Budd, de muy fugaz aparición en el texto, pero de importancia decisiva en la vida del muchacho, cuyo fervor lector estimularán con reflexiones como esta: Cada libro es un milagro (…). Cada libro representa un momento en el que alguien se sentó en silencio (y ese silencio forma parte del milagro, no te engañes) e intentó contarnos a los demás una historia. O este otro comentario, también muy revelador: Decía que no era casualidad que un libro se abriera igual que una puerta. Además, decía, intuyendo una de mis neurosis, los libros podían usarse para poner orden al caos. A mis catorce años, era más vulnerable que nunca al caos. Mi cuerpo estaba creciendo, le salía pelo por todas partes, se agitaba con unos deseos que yo no comprendía. Y el mundo, más allá de mi cuerpo, parecía igualmente volátil y caprichoso. Mis días estaban controlados por profesores, mi futuro estaba en manos de la herencia de mi sangre y la suerte. Sin embargo, Bill y Bud me prometían que mi cerebro era mío y que siempre lo sería. Decían que al optar por los libros, por los libros adecuados, y al leerlos despacio, cuidadosamente, siempre podría mantener, al menos, el control de aquello

Pero en donde JR encontrará su “espacio” vital, el lugar en el que su personalidad se irá desarrollando es en el bar, el bar Dickens o Publicans, como se llamará después. A los ocho años empecé a soñar con ir al Dickens como otros sueñan con ir a Disneylandia, dice, a partir de sus primeras experiencias con su tío Charlie, un personaje entrañable, que lo lleva por primera vez a ese lugar que llegará a alcanzar, para el solitario sobrino, aún un niño pequeño, una dimensión casi mítica. El Dickens es el típico bar de Estados Unidos que hemos visto tantas veces representado en el cine o en las series de aquel país (la primera imagen que nos acude a la mente, y que lo ejemplifica de manera espléndida, es el entrañable Cheers televisivo, inolvidable éxito de los ochenta), con una clientela fija mayoritariamente constituida por hombres solitarios, que acuden al bar cada día para encontrar en él amistad, comprensión, bromas y risas, camaradería, pacientes interlocutores para las confesiones, remedio para la soledad, fugaz paliativo para la tristeza y, sobre todo, cantidades ingentes de alcohol. El chico se obsesiona con el bar y lo “encuentra” en todas partes: en los noctámbulos personajes del Nighthawks de Edward Hopper, en los versos de Yeats (Un borracho está muerto, y todos los muertos son borrachos) o de Lorca (La muerte entra y sale, y sale y entra la muerte de la taberna) -¿Era casual -piensa- que mis dos poetas favoritos representaran la muerte como una clienta habitual de un bar?-, en sus lecturas infantiles (La euforia que sentía era la misma que había experimentado cuando leía la Ilíada. De hecho, el bar y el poema se complementaban mutuamente, como anexos. Los dos rezumaban verdades atemporales sobre los hombres), en el cine (desde que ve, muy niño, Casablanca, piensa que el Dickens es el Rick’s Café, y su tío Humphrey Bogart), en los cuadros de los museos (Muchas veces me pasaba todo un día en los museos de Yale, sobre todo en el Centro de Arte Británico, donde me sentaba y me dedicaba a contemplar los retratos que John Singleton Copley había hecho a la gente de la América colonial. Sus rostros, iluminados por cierta inocencia, cierta pureza, pero también llenos de malicia, me recordaban a las caras que poblaban el Publicans. No podía ser casualidad, pensaba yo, que Copley pintara a algunos de sus modelos en tabernas, o eso me parecía. Me quedaba sentado mucho rato frente a un cuadro de Hogarth del siglo XVIII, Una conversación moderna de medianoche, en la que aparecía la mesa de una cervecería y un grupo de bebedores que reían, hacían piruetas y se caían al suelo). 

Pero el principal atractivo del Dickens/Publicans son, sobre todo, sus pobladores (Allí había todo tipo de personas —agentes de Bolsa y ladrones de bancos, atletas e inválidos, madres y supermodelos—, pero todos éramos uno. A cada uno le había herido algo, o alguien, y todos acudíamos al Publicans porque a la tristeza le gusta la compañía, pero lo que busca, realmente, es el gentío), una acogedora “fauna” de buenas gentes -algunas no tanto- como el dueño Steve y su permanente sonrisa de gato de Cheshire; el tío Charlie -ese personaje memorable- y su enigmática hiperactividad; el cariñoso Joey D. hablando en susurros, como si se dirigiera a un ratón que llevara en el cuello de su camisa; Cager y su inseparable visera; Fast Eddie y su peculiar manera de dejarse caer sobre un taburete, como si llevara paracaídas; el Poli Bob, marcado por un dramático incidente en su carrera profesional; y el ininteligible Fuckembabe y Colt y Bobo y el General Grant y Smelly y tantos otros. 

Hombres casi todos, como he dicho, niños en realidad, con sus juegos infantiles, sus locuras de adultos-adolescentes: el pulso a vida o muerte entre dos parroquianos (a vida o muerte: el que pierde tiene que llevar la gorra del equipo contrario en cancha ajena durante todo un partido: Ya no sabremos nada más del tipo ese); el robo de un camión de una panadería y la posterior y desenfrenada guerra de tartas entre clientes; las competiciones con coches trucados cargados de hormigón y con las puertas soldadas para no poder salir. 

Y, por encima de todo, las historias. El Publicans estaba lleno de narradores, afirma JR, y, en efecto, desde que se traspasa la puerta todo el mundo cuenta, dice, habla, relata, refiere, expone, narra. Steve era un hombre de palabras. Se notaba en el cuidado que había puesto al elegir un nombre para su bar, y un apodo para cada uno de nosotros, y en el tipo de público que su bar congregaba: cuentacuentos con pico de oro, maestros de la labia, floridos narradores. Ese reducto mágico atrae al niño porque, entre otros factores a los que luego me referiré, la charla chispeante podía pasar de las carreras de caballos a la política, de la política a la moda, de la moda a la astrología, de la astrología al béisbol, del béisbol a las grandes historias de amor de la Historia, y todo en lo que tardaba en consumirse una cerveza, y así, entre infinidad de historias, se educa y se forma y crece y se hace adulto. 

Por todo ello, JR encuentra en el Dickens/Publicans el perfecto cobijo para su infancia desamparada. El bar es un refugio (Yo siempre me había aferrado a la idea romántica de que en el Publicans nos refugiábamos de la vida), un confesonario, una vía de escape (Siempre había visto el bar de Steve metafóricamente, como un río, un mar, una balsa, un barco, un tren que me llevaba a alguna ciudad lejana), un espacio cómplice de hábitos compartidos (El bar entero era un sistema intrincado de esos gestos y rituales), un lugar para la distracción (Me contó que el bar le había ayudado a salir de muchos malos momentos de su vida, que había sido especialmente importante para él hacía unos años, después de su divorcio, cuando la distracción era la mejor barrera contra la depresión), un ámbito de acogedora seguridad (Tras los atentados del 11 de septiembre, sentía una inmensa gratitud por todos y cada uno de los minutos que había pasado en el bar, incluso por los que lamentaba. Sabía que era una contradicción, pero no por ello era menos cierto. Los atentados complicaban mis ya contradictorios recuerdos del Publicans. Como los lugares públicos se habían convertido de pronto en blancos sensibles, yo no sentía más que cariño por un bar que se había creado con la idea, ya anticuada, de que uno se siente más seguro rodeado de otra gente), un apoyo frente a las dificultades de la existencia (¿Que estaba solo y tenía hambre el día de Acción de Gracias? En el Publicans me daban de comer. ¿Qué me sentía deprimido por ser Mr. Salty? El Publicans me distraía. Siempre había pensado en el Publicans como en un refugio, pero ahora creía que era otra cosa totalmente distinta), llegando hasta tal punto su adicción al lugar (A veces el bar me parecía el mejor sitio del mundo, y otras creía que era el mundo entero) que en algún momento de su vida llega a afirmar: Me hundí en el bar, me atrincheré en él, me convertí en un mueble más del bar, como la jukebox, como Fuckembabe. Comía en el Publicans, pagaba mis facturas en el Publicans, llamaba por teléfono desde el Publicans, celebraba mis días de fiesta en el Publicans, leía y escribía y veía la tele en el Publicans. En las cartas, a veces, anotaba la dirección del Publicans en el remitente. Lo hacía en broma, pero no era mentira

Pero, por encima de todo, el bar es el privilegiado reducto en el que la masculinidad campa a sus anchas, y eso, la figura del hombre, del padre, es lo que busca el niño sensible que es JR. El padre -locutor en diferentes emisoras de radio- desaparece siendo el chico muy pequeño, dejando unos cuantos discos de Sinatra, el rastro intangible de su voz -La Voz- en las ondas, y el hueco de su vacío en la vida del muchacho, que a partir de esa desaparición se obstina en encontrar las huellas de su ausencia, sintonizando obsesivamente la radio hasta localizar La Voz (yo sentía La Voz como mi única conexión con el mundo masculino […] era el antídoto contra toda la discordancia que me rodeaba), lanzando al mundo sus lastimeros reclamos en procura de una figura protectora. Cuando entre por primera vez en el Dickens, trasladará a sus parroquianos, a todos aquellos hombres desenfadados y muy cariñosos con él, esa función paterna que aquellos ejercerán “in absentia”, por así decirlo. Iba convirtiendo a los hombres en mis mentores, afirma, siendo en particular el tío Charlie -que cultiva su parecido con el idolatrado Bogart, otro hombre “de verdad”- el que finalmente sustituya (La masculinidad es mímesis, como también sostiene) la figura del padre ausente. De todos ellos recibe consejos y enseñanzas de vida (Tienes que hacer todo lo que te asuste, JR. Todo. No digo que pongas en peligro tu vida, pero todo lo demás, sí. Piensa en el miedo, decide ahora mismo cómo vas a enfrentarte al miedo, porque el miedo va a ser la gran cuestión de tu vida, eso te lo aseguro. El miedo será el combustible de todos tus éxitos, y la raíz de todos tus fracasos, y el dilema subyacente de todas las historias que te cuentes a ti mismo sobre ti mismo. ¿Y cuál es la única posibilidad que tienes de vencer el miedo? Ir con él. Pilotar a su lado. No pienses en el miedo como en el malo de la película. Piensa en el miedo como en tu guía, en tu explorador de caminos), afecto y autoafirmación, orientación (La gente no entiende que se necesitan muchos hombres para crear a un hombre bueno. La próxima vez que vayas a Manhattan y veas que construyen uno de esos poderosos rascacielos, fíjate en cuántos hombres hay implicados en la operación. Pues el mismo número se necesita para construir un hombre sólido que para construir una torre) y respeto. Pero la nostalgia del padre no admite paliativos del todo eficaces, y el niño arrastrará esa añoranza casi toda su vida, para acabar descubriendo en su adultez que todas las virtudes que yo asociaba a la masculinidad —dureza, persistencia, determinación, fiabilidad, honestidad, integridad, agallas— las ejemplificaba mi madre

El melancólico poso de la falta del padre, la temprana atracción por la lectura, su extrema sensibilidad, el extraordinario impacto de las narraciones del Dickens llevan al niño a interesarse desde muy pronto por la escritura. Toma notas de continuo en su libreta sobre los relatos de los habituales del bar (Estoy intentando adquirir el hábito de escribir las cosas que me dicen las personas inteligentes) mientras fragua en su interior la voluntad de ser escritor. Fascinado por las historias (¿Sabes por qué Dios inventó a los escritores? Porque le encantan las buenas historias) y consciente de la trascendental función de los libros (No soporto que la gente pregunte de qué va un libro. La gente que lee buscando una trama, la gente que chupa las historias como si fueran la nata de una galleta Oreo, debería quedarse con los cómics y las telenovelas. ¿Que de qué va? Todos los libros que merecen la pena van de emociones y de amor y de muerte y de dolor. Va de palabras. Va de un hombre que se enfrenta a la vida. ¿Te vale así?), concibe en su juventud escribir una novela sobre el bar, y encantado con la metáfora de Aladino y la lámpara maravillosa (—El Publicans es la lámpara de Aladino de Long Island —dije—. Pides un deseo, frotas un poco el bar, y listos. Aladino, alias el Publicans, provee) piensa que tal vez Aladino pudiera ser la clave de mi novela sobre el Publicans, y que la titularía Mil y una noches en el Publicans. Y ese libro, ese magnífico libro, es el que ahora, décadas después, tiene el lector entre sus manos. 

Os recomiendo vivamente este El bar de las grandes esperanzas; su primera mitad, la que se centra en la infancia del niño (No cumplas más. Hagas lo que hagas, no pases de los once. No crezcas) roza la genialidad. Os dejo como cierre una canción de Frank Sinatra, Guess i’ll hang my tears out to dry, que suena, entre otras muchas en el libro. Sinatra es otra poderosa metáfora en la obra, quizá su emblema, el núcleo central de la intención narrativa de Moehringer, pues es un claro prototipo de la masculinidad (La voz de Sinatra, le dije, es la voz que la mayoría de hombres oye en el interior de su cabeza. Es el paradigma de la masculinidad. Tiene el poder al que los hombres aspiramos, y la confianza. Y, aun así, cuando Sinatra está herido, afectado, su voz cambia. No es que desaparezca la confianza, pero por debajo aparece un atisbo de inseguridad, y oyes los dos impulsos guerreando por su alma, oyes toda esa confianza y esa inseguridad en cada nota porque Sinatra te deja que las oigas, se expone desnudo, algo que los hombres rara vez hacen), es, él también, La Voz, sus discos son el único legado del padre al hijo y, además, su carrera se desarrolló -cómo no- en los bares: Los bares, las salas de fiesta, los salones, eran el lugar de nacimiento de su voz, dijo. Aquellos salones eran la pista de despegue de su identidad. A aquellos salones lo llevaba su madre cuando era niño y lo sentaba en la barra para que les cantara a todos los hombres. Miré a mi alrededor. ¿Aquella gente entendía lo que les estaba diciendo? ¡Frank Sinatra se había criado en un bar! Nadie parecía demasiado sorprendido, pero yo me golpeaba el muslo con el puño




Íbamos para todo lo que necesitábamos. Cuando teníamos sed, claro, y cuando teníamos hambre, y cuando estábamos muertos de cansancio. Íbamos cuando estábamos contentos, a celebrar, y cuando estábamos tristes, a quedarnos callados. Íbamos después de una boda, de un funeral, en busca de algo que nos calmara los nervios, y siempre antes, para armarnos de valor tomando un trago. Íbamos cuando no sabíamos qué necesitábamos, con la esperanza de que alguien nos lo dijera. Íbamos a buscar amor, o sexo, o líos, o a alguien que estuviera desaparecido, porque tarde o temprano todo el mundo se pasaba por allí. Íbamos, sobre todo, cuando queríamos que nos encontraran. 

En mi caso, mi lista de necesidades era larga. Hijo único, abandonado por mi padre, necesitaba una familia, un hogar. Y hombres. Sobre todo hombres. Los necesitaba para que me sirvieran de mentores, de héroes, de modelos, y como una especie de contrapeso masculino de mi madre, mi abuela, mi tía y las cinco primas con las que vivía. El bar me proporcionaba a todos los hombres que necesitaba, más dos o tres que no me hacían ninguna falta. 

Mucho antes de servirme copas, el bar me sirvió la salvación. Me devolvió la fe cuando era niño, cuidó de mí de adolescente, y me acogió cuando me convertí en un hombre joven. Aunque me temo que nos sentimos atraídos por aquello que nos abandona, y por lo que parece más probable que vaya a abandonarnos, finalmente creo que nos define lo que nos acoge. Yo, naturalmente, correspondí al bar y lo acogí también, hasta que una noche el bar me rechazó y, con ese acto de abandono final, el bar me salvó la vida. 

Siempre había habido un bar en esa esquina, con un nombre u otro, desde el principio de los tiempos, o desde el final de la Prohibición, lo que en mi pueblo —Manhasset, Long Island—, en el que tanto se bebía, era lo mismo. En la década de 1930, el bar era una escala para las estrellas de cine que iban camino de sus clubes náuticos y sus urbanizaciones exclusivas frente al mar. En la de 1940, el bar era un refugio para los soldados que regresaban de las guerras. En la de 1950, un lugar de encuentro para chicos engominados y novias con falda de capa. Pero el bar no se convirtió en referente, en terreno sagrado, hasta 1970, cuando Steve compró el local, le cambió el nombre y le puso Dickens. Sobre la puerta, Steve colgó la silueta del escritor, y debajo el nombre, escrito con caracteres de inglés antiguo: Dickens. Tan descarada profesión de anglofilia no sentó bien a todos los Kevin Flynn y todos los Michael Gallagher de Manhasset. Si se lo pasaron por alto fue sólo porque, en cambio, consideraron acertadísima la Regla de Oro del Bar: la tercera copa corre a cuenta de la casa. También ayudó que Steve contratara a siete u ocho miembros del clan O’Malley para atender las mesas, y que hiciera todo lo que estaba en su mano para que pareciera que el Dickens había sido trasladado piedra a piedra hasta allí desde el condado de Donegal. 

Steve pretendía que su bar tuviera el aspecto de un pub europeo pero que, a la vez, encarnara la quintaesencia de América, una auténtica casa para el público. Su público. En el corazón de Manhasset, suburbio campestre de ocho mil habitantes situado a veintisiete kilómetros de Manhattan. La intención de Steve era crear un refugio en el que sus vecinos, sus amigos y otros bebedores, y sobre todo sus compañeros de instituto que regresaban de Vietnam, pudieran saborear cierta sensación de seguridad, de retorno. En todos los proyectos que emprendía, Steve se mostraba seguro del éxito; aquella confianza era su cualidad más atractiva, y su defecto más trágico. En cualquier caso, el Dickens había superado con creces sus más grandes esperanzas. Manhasset no tardó en considerar el Dickens como El Bar. Así como decimos, simplemente, la Ciudad para referirnos a Nueva York, y la Calle cuando hablamos de Wall Street, siempre decíamos el Bar, por defecto, y nunca había confusión posible sobre a cuál de ellos nos referíamos. Y después, de manera imperceptible, el Dickens se convirtió en algo más que en el Bar. Pasó a ser el Sitio, el refugio preferido frente a todas las tormentas de la vida. En 1979, cuando el reactor nuclear de Three Mile Island se fundió y el temor a un apocalipsis barrió el noreste del país, muchos habitantes de Manhasset telefonearon a Steve para reservar sitio en el sótano estanco construido bajo su bar. En todas las casas había sótano, por supuesto. Pero el Dickens tenía algo. Cuando el Día del Juicio acechaba, la gente pensaba primero en él. 

Además de proporcionar un refugio, Steve impartía, todas las noches, lecciones sobre democracia, o sobre esa pluralidad especial que propicia el alcohol. De pie, desde el centro del local, veías a hombres y mujeres de todos los estratos de la sociedad educándose unos a otros, maltratándose. Oías al hombre más pobre del pueblo conversar sobre la «volatilidad de los mercados» con el presidente de la Bolsa de Nueva York, o al bibliotecario local darle una clase a uno de los mejores beisbolistas de los New York Yankees sobre la conveniencia de agarrar el bate desde más arriba. Oías a un porteador de escasas luces decir algo tan descabellado y a la vez tan sensato que el profesor universitario de filosofía se lo apuntaba en una servilleta y se metía esta en el bolsillo. Oías a camareros que, mientras cerraban apuestas y preparaban cócteles, hablaban como reyes filósofos. 

Steve creía que la barra de un bar era el punto de encuentro más igualitario de todos los que existían en América, y sabía que los americanos siempre habían venerado sus bares, sus salones, sus tabernas y sus «gin mills», una de sus expresiones favoritas. Sabía que los americanos dotan a sus bares de significado y que acuden a ellos para todo, en busca de glamur y de auxilio y, sobre todo, para hallar alivio contra el azote de la vida moderna: la soledad. No sabía que los puritanos, a su llegada al Nuevo Mundo, construyeron un bar antes incluso que una iglesia. No sabía que los bares americanos eran descendientes directos de las posadas inglesas que aparecen en los Cuentos de Canterbury de Chaucer, que a su vez descendían de las casas de cerveza sajonas, que a su vez descendían de las tabernae que poblaban las calzadas de la antigua Roma. El bar de Steve podía remontarse hasta las cuevas pintadas de la Europa occidental, donde los más viejos de la Edad de Piedra iniciaban a los muchachos y las muchachas en las costumbres de la tribu hace quince mil años. Aunque Steve no sabía esas cosas, las notaba en la sangre, y las representaba en todo lo que hacía. Más que muchos otros, Steve valoraba la importancia de los lugares, y sobre la piedra angular de aquel principio logró crear un bar tan raro, tan inteligente, tan querido, tan en sintonía con sus clientes, que llegó a ser conocido mucho más allá de Manhasset.

 

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