Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de septiembre de 2018

ISRAEL YEHOSHUA SINGER. LOS HERMANOS ASHKENAZI. LA FAMILIA KARNOWSKY

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo un par de novelas de un escritor no demasiado conocido, Israel Yehoshua Singer, nacido en Polonia a finales del siglo XIX y muerto en 1944 en Nueva York, en donde se había instalado una década antes. Hasta adentrarme, hace pocos meses, en los dos libros de los que hoy voy a hablaros yo desconocía la existencia de “este” Singer, pero no la de su hermano, Isaac Bashevis Singer, Premio Nobel de Literatura en 1978 y a quien yo leí bastante a mis veinte años. Israel, casi diez años mayor que su hermano, fue siempre un referente para éste, hasta el punto de agradecerle su influencia literaria en su discurso de aceptación del galardón. 

Aunque la editorial Acantilado, responsable en ambos casos de la edición, no ha respetado el criterio cronológico en las fechas de su publicación en España, yo sí he acomodado mi lectura al orden de aparición de los originales. Así, leí en primer lugar Los hermanos Ashkenazi, escrito en 1937 y presentado en nuestro país en 2017, y a continuación La familia Karnowsky, que aunque se escribió en 1943 vio la luz en nuestra lengua en 2015. Las dos novelas han sido traducidas -del yiddish primigenio- por Rhoda Henelde Abecasís y Jacob Abecasís Hachuel. 

Quiero centrar mi reseña en esta segunda novela, no sin antes dejaros un breve comentario sobre Los hermanos Ashkenazi aunque solo sea porque hay una suerte de continuidad entre las dos, toda vez que en la primera la historia narra la vida de varias generaciones de una familia judía con el fondo histórico de la Polonia -y por extensión la Europa- que va desde la Revolución industrial hasta la Gran Guerra, mientras que en la segunda se reitera el relato generacional y familiar -sin que los personajes se repitan-, extendiendo la “fotografía” del Viejo continente hasta la Segunda Guerra Mundial en un marco que se desenvuelve ahora -siempre en el entorno de la comunidad judía- en Berlín y Nueva York. 

Los hermanos Ashkenazi son Simja y Yánkev, dos gemelos de personalidades, caracteres y planteamientos vitales absolutamente opuestos. Uno, Simja, es poco agraciado físicamente pero ambicioso, inteligente, decidido, un “macho alfa”; el otro, Yánkev, más atractivo pero también más débil, más sensible y menos dotado intelectualmente, está poco interesado en el poder y la influencia que su hermano ansía y persigue. Nacen y viven la mayor parte de sus vidas en una familia de la clase dominante, prósperos empresarios, en Łódź, cuyas calles se constituyen así en el tercer gran protagonista del libro, pues la historia de las vidas divergentes, e incluso enfrentadas por el odio, de los hermanos -con algunos, escasos, momentos de coincidencia- se desarrolla en paralelo a la evolución de la ciudad, capital de la industria textil polaca y gran urbe fabril de todo el imperio ruso en general, primera en instalar las máquinas de vapor en su ámbito, centro y ejemplo emblemático de los grandes conflictos del siglo: el crecimiento industrial y la evolución del capitalismo, la prosperidad económica de la burguesía -sobre todo judía-, la despoblación del campo y la inmigración a las ciudades, el movimiento obrero y la lucha de clases, las ansias de expansión de los imperios, el desmembramiento de dos de ellos, el austro-húngaro y el ruso, la revolución soviética, los enfrentamientos étnicos y raciales entre colectividades divididas, la persecución a los judíos en Europa, el caldo de cultivo, en fin, de la Primera Guerra Mundial. 

Todo este escenario histórico, que pasa ante nuestros ojos de manera verosímil, fidedigna y precisa, se recrea no solo con el enfrentamiento entre los hermanos, sino también a través de otra pareja de protagonistas -estos secundarios, aunque también relevantes-, Nissan y Tevye, que, pertenecientes a otro estrato social, desclasado hijo de un rabino uno de ellos y sencillo tejedor el segundo, dan voz en el libro a las aspiraciones sociales y reivindicaciones laborales de los proletarios, de los pobres hombres explotados en las fábricas, esclavizados en sus indignas condiciones de vida y trabajo. 

A lo largo de casi setecientas páginas, que se leen en un arrebatado suspiro, Singer nos traslada a un momento esencial de la historia de la humanidad y, con su mirada, nos permite conocerlo e identificar en él algunas de las claves que explicarán la barbarie del siglo XX, quizá el más brutal de nuestra existencia como especie supuestamente civilizada. 

Idéntico contexto, aunque tratado desde otra perspectiva, subyace en La familia Karnowsky. La condición judía, de siempre compleja definición y difusa identidad (¿raza?, ¿religión?, ¿tradición?, ¿ideología?, ¿nación?, ¿pueblo?), sus conflictos y padecimientos, su doloroso deambular por la Historia, en particular a lo largo del siglo pasado, vuelven a estar en la base de esta otra novela de Singer. En esta ocasión el hilo conductor lo constituye la trayectoria de tres generaciones de una familia, la que da título al libro, “fotografiada” en un segmento temporal que abarca aproximadamente los cincuenta años que preceden al estallido de la Segunda Guerra mundial. El libro se articula en tres capítulos cada uno de cuales gira en torno a uno de los miembros del linaje Karnowsky, David, Georg y Yegor, respectivamente abuelo, hijo y nieto. 

Los Karnowsky de la Gran Polonia eran conocidos como hombres obstinados y polemistas, aunque también estudiosos y cultivados, sin duda unas mentes de hierro. Así empieza el primer capítulo de la novela, de título David, en el que vemos al “primer” Karnowsky en Melnitz, en su Polonia natal, en donde se desenvuelve con éxito como comerciante en el sector de la madera, ascendiendo imparable en la escala social tras el matrimonio con Lea Milner, hija de otro próspero empresario maderero. Muy culto, estudioso de las tradiciones y las escrituras hebreas, su terquedad y rigor intelectuales lo llevan a enfrentarse con la comunidad judía de su localidad, anclada en una visión tenebrosa y oscurantista de la religión, el jasidismo, muy alejada de la concepción “científica” del judaísmo que él defiende. No permaneceré ni un día más entre estos salvajes e ignorantes, profiere tras un desagradable incidente en la sinagoga y, contra la voluntad de su familia, decide abandonar esa Polonia “oriental” y atrasada (atrasada “por” oriental, a su juicio), sumergida en la oscuridad, símbolo de las tinieblas, de la cerrazón y la ignorancia, para instalarse en Berlín, en una Alemania que, a sus ojos, era el país de donde procedía todo lo bueno, lo luminoso y lo inteligente; una Alemania que era Occidente, la luz, la Ilustración, la cultura. En Berlín, David seguirá progresando como empresario y, en cierto modo ajeno a la vida social pese a estar casi totalmente integrado en su nación adoptiva, cultivará su pasión por el estudio, profundizando en el conocimiento de la Torá. Erudito y elitista, su obstinación y su exigencia se cebarán en Georg, su primogénito, al que intentará convertir en un alemán perfecto, indistinguible de sus conciudadanos, borrado -al menos en público- cualquier rastro de la pobreza e ignorancia que asocia a sus orígenes polacos y a ese judaísmo tradicional y anticuado del que ha huido. Su propósito, que exigirá con severidad y dureza, será conseguir que su hijo crezca siendo judío en casa y alemán en la calle. La infancia y la primera juventud de Georg, las discrepancias con el padre, cada vez más inflexible en sus ideas, su rebeldía, sus inicialmente descuidados estudios y sus amores marcarán el hilo conductor de esta primera sección de libro que llega a su término con el joven, recién licenciado en Medicina, movilizado en la Primera Guerra mundial. 

En el segundo capítulo, titulado Georg, éste, de vuelta a Berlín, protagoniza la narración. Es ya un médico reputado, un ginecólogo con prestigio y éxito social, y mantiene su independencia frente a los planteamientos y la visión del mundo, siempre rígidos y anquilosados, de su padre. Casado en contra de los criterios familiares con Teresa Holbek, una joven católica, de la que tendrá un hijito, Yegor, de naturaleza débil, difícil carácter y acomplejada personalidad, su vida transcurriría por los consabidos derroteros de la normalidad si no fuera por los problemas que suscita el indisciplinado y problemático crecimiento del hijo y, sobre todo, las primeras manifestaciones -aún larvadas pero ya ominosas- de la locura nazi. En cuanto las amenazas contra los judíos empiezan a hacerse patentes y las perspectivas económicas, profesionales y hasta personales se oscurecen, los Karnowsky lograrán embarcarse hacia Nueva York dejando atrás todo su pasado y gran parte de su patrimonio. 

El tercer y último capítulo se centra en Yegor, que ya en Norteamérica sigue dando muestras de su torturada forma de ser, debatiéndose entre sus raíces judías, que aborrece, y su entusiasmo -arraigado ya en Alemania- por el ideal ario que defiende el cada vez más agresivo nacionalsocialismo. En un marco magníficamente descrito, el de la Nueva York de finales de los años 30, tan recreado en la literatura y el cine, la ciudad de aluvión, acogedora y plural, un fecundo melting pot de razas, orígenes, lenguas y religiones, una nueva sociedad llena de vida y energía, rezumando libertad (una libertad que se evoca en el fragmento que os dejo al cierre de este comentario, en el que vemos los primeros pasos de la familia en la gran urbe, recién desembarcados), asistiremos a las, pese a todo ello, atormentadas vivencias del último de los Karnowsky. 

Más allá de la trama argumental, a través de la cual Singer compone una narración formidable, una novela-río repleta de historias, de sucesos, de experiencias, de acontecimientos, en una magnífica representación de la vida humana, destaca la soberbia construcción de personajes (aparte de los tres principales, son espléndidos los retratos de Lea Milner y Teresa Holbeck, los del humanitario doctor Landau y su luchadora hija Elsa, el del comerciante Salomón Burak, el del fanático Hugo Holbeck, y tantos otros), seres, presentados con hondura psicológica, complejos, llenos de contradicciones, que se equivocan, que rectifican, pero muy humanos, con sus profundidades, sus emociones, sus dudas, sus ilusiones, sus fracasos, sus miedos. Y quiero resaltar también el estilo, con una escritura bellísima, atractiva en sí misma al margen de la historia, los personajes o el fondo histórico del libro. 

En fin, os recomiendo con entusiasmo estos dos espléndidos libros que seguro os proporcionarán horas de lectura apasionante. Os dejo, como complemento musical a mi reseña, con Alles Schwindel, una canción de cabaret popular en el Berlín de los años 30. Su intérprete, cómo no, la genial Ute Lemper. 


Un sol implacable abrasaba el puerto de Nueva York, del que emanaban acres olores a pescado, a alquitrán derretido y a frutas en descomposición. 

Las cimas de los rascacielos brillaban en la plateada bóveda celeste. Los trabajadores negros del puerto se habían quitado la camisa, y en los músculos refulgían las gotas de sudor. El asfalto vibraba bajo la carga de los enormes camiones que atronaban el aire con sus tubos de escape y escenificaban una especie de frenético estallido de cólera, dispersando nubes de humo y vapores de gasóleo. Desde lejos se oía el sordo ruido de los trenes elevados del metropolitano, interrumpido por el penetrante chirrido de las ruedas que, al entrar velozmente en una curva, mordían los raíles. El estruendo que producían los trenes al pasar sobre los puentes resonaba en los oídos. Porteadores, viajeros, marineros, policías, funcionarios del puerto, mensajeros de la compañía Western Union y conductores de taxis iban y venían, entrechocaban, sudaban, discutían y arrojaban fardos y maletas. De pronto, desde la sucia orilla, comenzó a soplar una inesperada y leve brisa que removía el asfixiante aire y levantaba polvo y trazos de papel contra los rostros; luego, igual que había llegado, desapareció. La humedad envolvía a las personas como una pegajosa toalla y se infiltraba en cada pliegue y hendidura de los cansados cuerpos, hasta convertir la respiración y el caminar en un denodado esfuerzo. La familia Karnowsky, después de soportar diez días el frío aire del océano, desembarcó en el abarrotado y tumultuoso bullicio del puerto de Nueva York y se encontró inmersa en esa ola de calor tórrido y húmedo. Las verdes tarjetas de desembarque se convirtieron en húmedos trapos en sus manos. 

Lo primero que hizo el cabeza de familia, David Karnowsky, en la abrasadora tierra fue lavarse las manos en una fuente y pronunciar la bendición Shehejeyanu, para agradecer al Creador haberles traído hasta el nuevo país. El doctor Georg Karnowsky, tras quitarse el sombrero, recorrió lentamente, con la intensa mirada de sus ojos negros, el panorama de la nueva ciudad, desde las agudas cimas de los rascacielos hasta el asfalto fundido a sus pies. Con el talón del zapato golpeó repetidamente el suelo, como para comprobar su firmeza y estabilidad. Sin saber por qué, tomó del brazo a Teresa para dar un corto paseo con ella de un lado a otro del muelle, algo que al otro lado del océano evitaba hacer desde hacía mucho tiempo. A nadie se le ocurría mirar al hombre moreno de cabello negro y la mujer rubia que lo acompañaba. Sólo el pensamiento de que aquí pudiera pasear con su mujer sin temor a ser acosado por unos vándalos lo llenó de desbordante satisfacción. 
 

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