Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de octubre de 2018

FRED VARGAS. CUANDO SALE LA RECLUSA

Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que hoy os trae, como cada semana, una nueva propuesta de lectura. Mi recomendación de hoy es ciertamente especial por tres motivos: el primero, que se trata de una sugerencia plural, pues no os hablaré de un único libro sino de la obra entera de su autora, de la cual -más de una veintena de volúmenes- quiero reseñar cinco referencias en particular; el segundo, que podríamos llamar “intrínseco” a dichos textos, tiene que ver con la extraordinaria calidad de la literatura de la no tan popular pero excelente escritora (aunque en los últimos años su repercusión va, poco a poco, aumentando en nuestro país, sin alcanzar su éxito, no obstante, las arrolladoras dimensiones que presenta en su Francia natal); el tercer motivo de la presencia aquí esta tarde de Fred Vargas -pues ella es la protagonista del espacio- es que el pasado mayo un jurado formado por Xosé Ballesteros, Blanca Berasátegui, Luis Alberto de Cuenca, Lola Larumbe, Antonio Lucas, Ángeles Mora, Leonardo Padura, Laura Revuelta, Carmen Riera, Fernando Rodríguez Lafuente, Ana Santos, Sergio Vila-Sanjuán y Juan Villoro, presidido por Darío Villanueva y con José Luis García Delgado como secretario, le concedió, como ya es conocido para la mayor parte de nuestros oyentes, el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2018, un galardón que le fue entregado -en ausencia- el pasado 19 de octubre, razón última de que haya querido “invitarla” ahora a Todos los libros un libro para aconsejaros con vehemencia, coincidiendo con su presencia en España, la lectura de cualquiera de sus interesantes novelas.

Antes de adentrarme en mis comentarios sobre los títulos que os propongo esta semana, quiero detenerme, siquiera sea de modo sucinto, en la biografía de su autora, por ser ciertamente insólita -o al menos inusual- en una escritora y porque algunas de las circunstancias de su vida tienen una influencia indudable en su literatura. Frédérique Audoin-Rouzeau -ese es el verdadero nombre de Fred Vargas- nació en París en 1957. Su formación de base está vinculada a la Arqueología y la Historia, de la que es doctora con una tesis sobre la peste en la Edad Media. Arqueozoóloga y medievalista, ha trabajado como investigadora en el Centro Nacional de Investigación Científica (el reputado CNRS, por sus siglas en francés) y en el Instituto Pasteur, participando en diversas excavaciones arqueológicas en el país galo. Procede de una familia vinculada al arte y la cultura, pues es hija del escritor Philippe Audoin -un surrealista, amigo de André Breton-, tiene una hermana gemela pintora, Joëlle -Jo- Vargas, y su hermano es el historiador Stéphane Audoin-Rouzeau.

Fred Vargas es Fred por Frédérique y Vargas por el seudónimo que su hermana se “adjudicó” a partir del personaje interpretado por Ava Gardner en La condesa descalza. Desde muy pequeña empezó a interesarse por la literatura en general y la novela negra en particular. A los veintiocho años escribió su primera narración policiaca y desde entonces ha ido completando una obra, centrada sobre todo, como digo, en el género policial, formada por una veintena de novelas, además de algunos ensayos, un par de cómics y, ya con su verdadero nombre, sin seudónimo, otras publicaciones científicas en ámbitos pertenecientes a su dominio profesional. En su país, tal y como he señalado -y progresivamente también fuera de Francia, pues ha sido, está siendo, traducida con profusión- proliferan las excelentes valoraciones críticas sobre su obra, que han venido acompañadas de indudable prestigio e incluso considerable fama, habiendo obtenido numerosos premios específicos de novela negra, entre otros el Landerneau en 2015, en tres ocasiones consecutivas el Premio International Dagger a la mejor novela policiaca internacional, que concede The Crime Writer’s Association, el Premio Mystère de la Critique en 1996 y 2000, el Gran Premio de Novela Negra del Festival de Cognac en 1999, el Premio de las Librerías Francesas, el Trofeo 813 a la mejor novela en francés o el Giallo Grinzane en 2013.

Ahora, el jurado del Princesa de Asturias ha valorado en su obra narrativa “la originalidad de sus tramas, la ironía con la que describe a sus personajes, la profunda carga cultural y la desbordante imaginación, que abre al lector horizontes literarios inéditos”. Igualmente, destaca el acta que “su escritura combina la intriga, la acción y la reflexión con un ritmo que recuerda la musicalidad característica de la buena prosa en francés. En cada una de sus novelas la Historia surge como metáfora de un presente desconcertante. El vaivén del tiempo, la revelación del Mal se conjugan en una sólida arquitectura literaria, con un fondo inquietante que, para goce del lector, siempre se resuelve como un desafío a la lógica”. Afirmaciones tan descriptivas y esclarecedoras que convierten en redundante cualquier comentario posterior sobre su obra.

Las novelas negras de Fred Vargas, que son las que yo he leído, publicadas en España por Siruela, pueden agruparse en tres frentes distintos aunque en más de un caso imbricados entre sí, de cada uno de los cuales quiero dejaros un breve comentario: hay alguna novela “autónoma”, que se presenta aislada, sin conexión con ninguna otra, como es el caso de Los que van a morir te saludan, que vio la luz en 1994 (en nuestro país en 2008); está también la breve serie -una trilogía- que se presenta agrupada bajo la rúbrica de Los tres evangelistas y que incluye los libros Que se levanten los muertos, Más allá, a la derecha y Sin hogar ni lugar, escritos en 1995, 1996 y 1997, respectivamente, publicados por separado diez años después en España y conjuntamente en un solo tomo -con el título aglutinador mencionado- el pasado 2014; y destaca, por último, la más larga serie protagonizada por el comisario Adamsberg, con diez novelas ya en su edición española, en la última de las cuales, Cuando sale la reclusa, de 2017, quiero centrarme también ahora en esta aproximación de síntesis casi imposible.

Los que van a morir te saludan, traducido por la escritora Blanca Riestra (en una de las pocas objeciones que puede hacerse a la, por otra parte, impecable labor editorial de Siruela, la diversidad de traductores de las distintas novelas de la francesa: Blanca Riestra en esta ocasión, pero Helena del Amo en la primera entrega de la trilogía citada anteriormente, Manuel Serrat Crespo en la segunda y Anne-Hélène Suárez Girard que traduce la tercera y parece haberse asentado, por fortuna, en los últimos títulos de la serie de Adamsberg, cuyas primeras entregas fueron trasladadas a nuestro idioma por otros distintos traductores) tiene como personajes principales a tres jóvenes franceses, estudiantes en Roma. Claudio, Tiberio y Nerón, como se hacen llamar a sí mismos -Claudio es el único nombre real-, constituyen una tríada singular, son amigos, divertidos, brillantes. Sus vidas, sus plácidas vidas de estudiantes relativamente acomodados, se ven alteradas por la repentina e inexplicada muerte, bajo los efectos de la ingestión de altas dosis de cicuta, de Henry Valhubert, padre de Claudio, en una algo esotérica fiesta ante el palacio Farnese romano. Monsieur Valhubert se dedicaba al coleccionismo de arte y sus negocios no eran siempre todo lo claros que exigían su posición y su prestigio. Además, su joven mujer, Laura, encubre un pasado oculto que encierra un relativo secreto comprometedor para su marido, así como unas peligrosas relaciones con oscuras mafias italianas. Por otro lado, los tres amigos están vinculados, en una especie de tutela cuasi parental, con monseñor Lorenzo Vitelli, un obispo algo enigmático que se mueve con soltura en las salas de la Biblioteca Vaticana, de donde han desaparecido algunos dibujos, especialmente uno muy valioso, de Miguel Ángel. Para complicar la trama que, no obstante, es narrada de modo muy nítido y claro, el presumiblemente asesinado Henry Valhubert, era hermano del ministro del Interior francés, el cual hace desplazar a Roma a Richard Valence, un jurista reconocido, serio y grave, duro e impenetrable, para esclarecer los hechos. A partir de aquí se desarrolla la novela, que pasa por los avatares habituales del género aunque con ciertos rasgos específicos que contribuyen a apuntalar la caracterización de Fred Vargas como una destacada singularidad en el extraordinariamente frecuentado camino de la literatura policiaca. Aparecen ya, por ejemplo, entre estas notas distintivas de su obra, la escasa importancia que la autora concede a los aspectos técnicos de la historia (aunque en sus últimos títulos se detiene, incluso con minuciosidad, en la a veces compleja “intendencia” de los crímenes): detesto hablar, dice, del calibre del proyectil, hacer el análisis del arma del delito; lo que para mí es importante es quién ha disparado y por qué. También, la profundización en los personajes, casi siempre formidables, mucho más, a mi juicio, que las tramas, que muchas veces se adelgazan hasta lo esencial, aunque muchas más se enrevesan y abren en infinidad de derivaciones. Asimismo, son significativas las numerosas referencias cultas, las menciones a la Historia, la erudición. Igualmente, la huida consciente de los estereotipos, que tan habitualmente nos topamos en la literatura negra: detectives oscuros y perdedores que se pasean en gabardinas cochambrosas por callejones siniestros envueltos en nubes de humo, o acertijos seudo intelectuales plagados de pistas falsas, para mayor gloria del sesudo investigador que los desentraña desde su despacho sin inmutarse, o retratos ideologizados de jóvenes marginales que asesinan sin recato, supuestas víctimas inocentes de injustas situaciones sociales. Ninguno de estos tópicos se encuentra en las novelas de Fred Vargas. Y sí, en cambio, un sutilísimo sentido del humor, personajes poco convencionales y fascinantes y una atmósfera algo misteriosa pero muy sugestiva.

Todos estos elementos y algunos otros también relevantes que luego indicaré comparecen en Los tres evangelistas, serie en la que nos encontramos a tres jóvenes -no lo son tanto- que por los azares de la vida y por razones de oportunidad -están en paro y apenas cuentan con ingresos económicos- conviven en un destartalado caserón en un barrio parisino. Historiadores -y esa condición será una de las “vías” que permitirá que en las novelas aflore la formación de su creadora-, cultivan de modo algo estéril su pasión mientras transitan de uno a otro empleo “alimenticio” y malviven en un relativo fracaso vital (Somos tres hombres de treinta y cinco años que viven juntos en un caserón medio en ruinas). Lucien Devernois es historiador “contemporaneísta”, perpetuamente sumido en el estudio de los entresijos de la Primera Guerra Mundial. Mathias Delamarre es prehistoriador, un ser primitivo que se pasea descalzo y desnudo (si ha de vestirse por necesidad social lo hace, claro, aunque sin ropa interior), indiferente y más bien hostil respecto a todo lo que había podido pasar después del año 10000 antes de Jesucristo. Por último, Marc Vandoosler, medievalista, se abisma de modo apasionado en los aparentemente áridos asuntos del comercio en el campo y los excedentes de la producción rural en los siglos XI y XII. Solitario (los tres lo son) y romántico (solo le interesaban la Edad Media y los amores desesperados, se dice de él), será quien descubra la mansión casi en ruinas y propicie el encuentro y convivencia de los tres compañeros, a quienes recluta y que se instalarán en el desvencijado caserón respetando la “escala cronológica”: en la planta baja, lo desconocido, el misterio del origen, los instintos primarios, las estancias comunes que comparten, pues; en el primer piso, se abandona poco a poco el caos, comienza el lenguaje, el hombre desnudo se yergue, ergo allí habita el “prehistórico” Mathias; en el siguiente nivel queda atrás la Antigüedad y da inicio el glorioso segundo milenio, los contrastes, las audacias y las penas medievales: es el territorio de Marc; encima, en el tercer plano, la decadencia, la degradación, la Historia contemporánea y en particular la Gran Guerra, con Lucien como representante. Más arriba aún, culminando en la buhardilla el “orden del Tiempo”, con ellos vive también Vandoosler el Viejo, padrino de Marc, un expolicía ya mayor, con una trayectoria profesional bastante turbia y con algún episodio oscuro que acabó con su carrera, que recala en la vivienda para deambular -por la casa y por la vida- sin prisas y de vuelta de todo, aunque sin perder, no obstante, su olfato detectivesco ni sus relaciones con antiguos colegas de profesión, circunstancias que tendrán repercusión en las tramas. Es este Vandoosler, inteligente y cáustico, el que aprovecha los nombres de sus compañeros, Lucien, Mathieu y Marc, para “santificarlos” -San Lucas, San Mateo y San Marcos- y referirse a ellos como “los evangelistas”. A estos cuatro hombres medio ahogados en el fracaso económico, con el improbable objetivo de unir sus esfuerzos para intentar salir bien librados, se les unirá en la segunda y tercera novelas de la serie Louis Kehlweiler, apodado el Alemán, otro antiguo policía que permanece, un tanto clandestinamente, en el mundo de la investigación, por el que se adentra con la sola compañía de su sapo Bufo, al que lleva consigo en el bolsillo, en un rasgo más de su excéntrica figura.

Este algo estrambótico conglomerado de personalidades poco conciliables, se adentrará, al principio por azar, en la indagación de algunos extraños casos criminales: los dos “profesionales” movidos por sus “pulsiones” naturales y alentados por sus contactos y su cualificación previa; los jóvenes historiadores más o menos “advenedizos” serán “captados” para las labores detectivescas porque, como afirma Vandoosler el Viejo, tres investigadores capaces de bucear en el tiempo para sacar a flote un pasado sumergido, deberían estar preparados para abordar la época actual.

Así, en Que se levanten los muertos, la aparición repentina, de la noche a la mañana, de un árbol, un haya, plantado en un jardín vecino al caserón, llevará al grupo a indagar en las causas de la desaparición de una cantante de ópera, Sophia Siméonidis, y en otros enrevesados sucesos vinculados a su ausencia. El segundo título de la trilogía, Más allá, a la derecha, es una buena muestra de la presencia de la condición de arqueozoóloga de Fred Vargas: entre las deposiciones de un perro en un parque parisino, Kehlweiler encuentra un pequeño objeto en el que cree ver un resto humano. Constatado que, en efecto, se trata de una falange de uno los dedos del pie de una mujer, la correspondiente investigación lo lleva, junto con algunos de los evangelistas, hasta Bretaña. Por último, en Sin hogar ni lugar, de la que os dejo un significativo fragmento como cierre a esta reseña, los siniestros asesinatos de algunas mujeres, también en París, parecen vincularse con un joven discapacitado, tutelado en su triste infancia por Marthe, una ya anciana prostituta, amiga de El Alemán. Las tres novelas -en total, más de seiscientas páginas de apasionante prosa- avanzan entre infinidad de referencias literarias -otra marca distintiva del estilo Vargas-, como Moby Dick o un poema de Gérard de Nerval que “explicará” los asesinatos del tercer libro, o culturales, sobre todo las muchas calas en el objeto de los estudios históricos de los tres amigos.

Algunos de estos personajes irrumpen de vez en cuando en la serie del inspector Jean-Baptiste Adamsberg que cuenta con una decena de títulos publicados de los cuales yo he leído todos, desde los primeros, Huye rápido, vete lejos y El hombre de los círculos azules, hasta los últimos, el espléndido Tiempos de hielo y este Cuando sale la reclusa que constituye la por ahora postrera aportación de la desbordante inteligencia de Fred Vargas (quizá su característica más acentuada, a mi juicio) al universo de la literatura policial.

El comisario Adamsberg es un personaje excepcional, una construcción literaria de primer orden. Al frente de un grupo de veintisiete agentes de la Brigada Criminal del distrito 13 de París, su figura es todo menos “heroica” en el sentido prototípico que se asocia en el género al detective; ni siquiera encaja en la del antihéroe: se trata de un tipo común, delgado y bajito, sin especial atractivo físico aunque, eso sí, de admirable -fascinante incluso- personalidad. Reflexivo y de naturaleza infranerviosa, sin alterarse casi nunca (hacía años que el comisario no se sobresaltaba), su modus operandi profesional sigue métodos erráticos que se oponen frontalmente a las pulsiones cartesianas de su equipo, cuyos miembros lo juzgaban a menudo soñador y utópico obstinado, para bien y para mal (…) Sin entender que, sencillamente, el comisario veía entre las brumas. Y es que la mayor parte de sus hallazgos surgen a partir de pálpitos, de intuiciones indefinibles, de las burbujas gaseosas que habitan en su cerebro, difusos protopensamientos, esto es: pensamientos antes de los pensamientos, embriones que se pasean y se toman su tiempo, aparecen y desaparecen, que vivirán o que morirán. Ese poderoso instinto, su olfato, sus sensaciones, en ocasiones ancladas en algún suceso relevante de su pasado (las interpretaciones psicoanalíticas están muy presentes en la obra de Fred Vargas, en cuyas novelas aparece, a menudo, un psiquiatra), le harán dudar de las apariencias que ofrece la razón lógica llevándole al enfrentamiento con sus subordinados. La mayor parte de estos son también, por otro lado, caracteres muy bien dibujados, con verosimilitud y hondura, mostrando aristas y contradicciones, sentimientos y vida más allá de su funcionalidad como personajes de novela. Destacan, por resumir, la mente enciclopédica del comandante Danglard, con su erudición invasora y su vida personal destartalada; el teniente Veyrenc, íntimo amigo del comisario, procedentes ambos de los Pirineos, y que en su adolescencia recibió catorce puñaladas en el cráneo por lo que el pelo le crece en franjas de distintos colores -atigrado- desde entonces; Voisenet y sus revistas de ictiología (como siempre en las tramas Vargas -en una ostensible deformación profesional- los animales ocupan un lugar destacado); Mercadet, cuya hipersomnia le obliga a dormir cada tres horas, por lo que se habilita una cama en la comisaría para no abandonar la tarea; la informática Froissy, extraordinariamente eficiente, con su armario lleno de reservas alimentarias, de las que se nutre la brigada (y unos mirlos recién nacidos que aparecen en el patio); la pasión por los cuentos de hadas de Mordent; el sexismo y la homofobia de Noël; la enérgica y siempre disponible Violette Retancourt; el joven Estalère, que se limita -por si acaso: carece de otro ámbito de excelencia, según sus compañeros- a servir los cafés; y tantos otros… (incluido -aunque no es un investigador stricto sensu, como es obvio- el Bola, el gato gordo y blanco que holgazanea al calorcito de la fotocopiadora de la brigada).

En Cuando sale la reclusa, entre alguna subtrama paralela (algo muy común también en la literatura de Vargas), el equipo debe investigar las muertes de unos ancianos, provocadas, al parecer, por sendas picaduras de la araña reclusa, la Loxosceles rufescens. La indagación, apasionante (una investigación que se adentra tanto en las entrañas del pasado como en las de la mente), se abre a infinidad de interpretaciones, avanzando por muchas vías, exigiendo pruebas y pesquisas varias, provocando la elaboración de múltiples hipótesis que se confirman primero para descartarse después, entre giros, equívocos, sorpresas e iniciativas fallidas, en un relato subyugante, que se lee de manera compulsiva y que deja al lector deslumbrado por la maestría de la autora, por su profunda inteligencia, por su amplia cultura, por, en suma, la originalidad de su propuesta que nada tiene que ver con ningún otro autor de serie negra (casi ni siquiera con ella misma, pues el núcleo temático sobre el que se construye cada novela es, siempre, sorprendente y novedoso, muy distinto al de las demás). Porque, como es habitual en los libros de la francesa, las historias relatadas -impecables desde el punto de vista de la más convencional “eficacia” narrativa- presentan, además, una serie de conexiones culturales, históricas, filosóficas y literarias sin parangón -al menos en mi experiencia lectora- ni en el género negro ni, en general -me atrevería a decir-, en gran parte de la literatura actual.

En el caso concreto de Cuando sale la reclusa, las arañas así llamadas son un elemento capital de la trama, pero tienen también un valor metafórico que entronca con realidades -que no quiero referir para no desvelar la intriga del libro- cuyos antecedentes están en la Edad Media, momento histórico bien conocido por la autora, a propósito del cual escribe: Nuestra época (…) ¿Civilizada? ¿Racional? ¿Tranquila? Nuestra época es nuestra prehistoria, es nuestra Edad Media. El hombre no ha cambiado ni un ápice. Y menos aún en sus pensamientos primarios. Y así, por el libro discurren -aparte de reflexiones específicas sobre las “reclusas” (esta vez entre comillas; y cuando leáis el libro sabréis por qué)- la expedición de Magallanes y su aventura meridional, una derivación sobre San Roque que permite a la escritora hablar de la peste negra, citas de Corneille y Voltaire, de Nietzsche, reflexiones sobre Sócrates y su mayéutica, versos de La Fontaine y hasta un cuento de Alphonse Daudet que explica un elemento principal de la investigación. Y todo ello entre digresiones inteligentes (una vez más, imposible resistirse al término), guiños autorreferenciales (en la fase final del libro aparece Matthieu, uno de los evangelistas ya reseñados), alusiones, juegos etimológicos, claves vinculadas al significado oculto de las palabras, dobles sentidos, “pistas” psicoanalíticas y tantas otras insólitas manifestaciones del singular talento de esta excepcional escritora que es Fred Vargas y que de ninguna manera, por las innumerables razones que ya os he ofrecido en esta ya muy larga reseña que ahora termina, deberíais dejar de leer.

La chanson de Craonne, una canción de texto anónimo, cantada, sobre una música preexistente, en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y convertida en un himno antimilitarista, cierra hoy nuestra emisión. Marc Vandoosler la canta en la segunda de las novelas de los evangelistas. Aquí suena en la voz de Maxime Martelot y el acordeón de Aude Giuliano. 


El asesino deja su segunda víctima en París. Página 6. 

Luis Kehlweiler lanzó el diario sobre la mesa. Ya había visto bastante y no tenía intención de abalanzarse sobre la página seis. Más tarde, quizá, cuando todo el asunto se hubiera enfriado, recortaría el artículo y lo archivaría. 

Fue a la cocina y se abrió una cerveza. Era la penúltima de la reserva. Se escribió una C mayúscula a bolígrafo en el dorso de la mano. En plena canícula de julio era inevitable que aumentara notablemente el consumo. Por la noche, leería las últimas noticias sobre los cambios ministeriales, la huelga de ferroviarios y los melones tirados en la carretera. Y se saltaría tranquilamente la página seis. 

Camisa abierta y botella en mano, Louis se puso de nuevo manos a la obra. Estaba traduciendo una voluminosa biografía de Bismarck. Pagaban bien, y tenía intención de vivir varios meses a costa del canciller del Imperio. Avanzó una página y se interrumpió, con las manos suspendidas sobre el teclado. Su pensamiento había abandonado a Bismarck para ocuparse de una caja de guardar zapatos, con tapa, que daría apariencia de orden al armario. 

Un tanto irritado, echó la silla hacia atrás, dio unas zancadas por la habitación, se pasó la mano por el pelo. Caía la lluvia en el tejado de zinc, la traducción avanzaba bien, no había razón para preocuparse. Pensativo, deslizó un dedo por el lomo de su sapo, que dormía encima de su mesa de trabajo, instalado en la cesta de los lápices. Se inclinó y leyó en voz baja, en la pantalla, la frase que estaba traduciendo: “Es poco probable que Bismarck concibiera ya a principios de ese mes de mayo…”. Y su mirada se posó sobre el periódico doblado encima de la mesa. 

El asesino deja su segunda víctima en París. Página 6. Muy bien, pasando. No era asunto suyo. Volvió a la pantalla, donde lo esperaba el canciller del Imperio. No tenía por qué ocuparse de la página seis. Simplemente, no era su trabajo. Ahora su trabajo consistía en traducir cosas del alemán al francés y decir lo mejor posible por qué Bismarck no había podido concebir a saber qué a principios de ese mes de mayo. Una actividad tranquila, alimenticia e instructiva. 

Louis tecleó unas veinte líneas. Iba por “pues nada indica, efectivamente, que aquello lo ofendiera entonces”, cuando se interrumpió de nuevo. Su pensamiento había vuelto a picotear en el asunto de la caja y trataba obstinadamente de resolver el tema del montón de zapatos. 

Se levantó, sacó la última cerveza de la nevera y bebió a morro, a tragos cortos, de pie. Para qué engañarse. El que sus pensamientos se empecinaran en idear soluciones domésticas era una señal que debía tener en cuenta. A decir verdad, la conocía bien, era señal de debacle. Debacle de los proyectos, retirada de las ideas, discreta zozobra mental. No era tanto el hecho de que pensara en su montón de zapatos lo que le preocupaba. Cualquier hombre puede verse en la tesitura de pensar en ello de pasada, sin que sea dramático. No, era el hecho de que pudiera disfrutar con ello. 

Louis tomó dos tragos. Las camisas también, había planeado ordenar las camisas no hacía ni una semana. 

No cabía duda, era la debacle. Solo los tipos que no saben qué coño hacer con sus vidas se ocupan de reorganizar a fondo su armario, a falta de poder arreglar el mundo. Dejó la botella en el bar y fue a examinar el periódico. Porque al fin y al cabo, si se encontraba al borde de la calamidad doméstica, de la reorganización de toda la casa, de arriba abajo, era por esos asesinatos. No por Bismarck, no. No tenía grandes problemas con ese tipo que le daba de qué vivir. No era esa la cuestión. 

La cuestión eran esos puñeteros asesinatos. Dos mujeres muertas en dos semanas, de las que hablaba todo el país, y en las que pensaba intensamente, como si tuviera derecho de pensamiento sobre ellas y su asesino, cuando en realidad no era asunto suyo en absoluto. 

Después del caso del perro en la reja de un árbol, había tomado la decisión de no volver a inmiscuirse en los crímenes de este mundo, porque le parecía ridículo iniciar una carrera de criminalista sin sueldo con la excusa de haber adquirido malas costumbres en sus veinticinco años de investigaciones en Interior. Mientras estuvo contratado, consideró lícito su trabajo. Ahora que ya solo dependía de su humor, le parecía que estaba tomando un sospechoso cariz de buscador de mierda y de cazador de cabelleras. Huronear por su cuenta en el crimen, sin que nadie se lo hubiera pedido, abalanzarse sobre los periódicos, amontonar artículos, ¿en qué se estaba convirtiendo sino en una escabrosa distracción y una dudosa razón para vivir? 

Así fue como Kehlweiler, un hombre más dado a sospechar de sí mismo que de los demás, había dado la espalda a ese voluntariado del crimen, que de repente le parecía oscilar entre la perversión y lo grotesco, y hacia el que tenía visos de tender la parte sospechosa de sí mismo. Pero ahora, estoicamente abocado a tener a Bismarck como única compañía, sorprendía a su pensamiento regodeándose en el dédalo de la futilidad doméstica. Se empieza con cajas de plástico y no se sabe cómo acaba la cosa. 

Louis tiró la botella vacía a la basura. Echó una ojeada a su mesa de trabajo, donde reposaba amenazante el periódico doblado. El sapo Bufo había salido provisionalmente de su sueño para ir a instalarse encima. Louis lo levantó con suavidad. Consideraba que su sapo era un impostor. Simulaba hibernar, y encima en pleno verano, pero era una farsa, se movía en cuanto uno dejaba de mirarlo. A decir verdad, al pasar a la condición de animal doméstico, Bufo había perdido todo su saber acerca de la hibernación, pero se negaba a reconocerlo porque era orgulloso. 

-Eres un purista imbécil -le dijo Louis volviendo a dejarlo en la cesta de los lápices-. Tu hibernación de pacotilla no impresiona a nadie, a ver qué te crees. Tú haz lo que sepas hacer y punto. 

Con mano lenta, deslizó el periódico hacia sí. 

Vaciló un instante y lo abrió en la página seis. El asesino deja su segunda víctima en París.


Fred Vargas. Cuando sale la reclusa

No hay comentarios: