Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de octubre de 2018

TANA FRENCH. INTRUSIÓN

Hola, buenas tardes. Un miércoles más os damos la bienvenida a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura. Hoy os traigo una novela de una escritora que yo no conocía antes de haber leído su libro, pese a que, con anterioridad a este Intrusión que ahora quiero recomendaros ya había publicado otros cinco, todos en RBA, la editorial catalana especializada en el género negro. Y es que Tana French, la norteamericana afincada en Irlanda que protagoniza nuestro programa esta tarde, lleva una década larga centrada en la novela policíaca, de la que Intrusión, editada en 2017 por Alianza Editorial en su colección Alianza de Novelas con la traducción de Julia Osuna Aguilar, es un exponente brillantísimo. Tanto como para que, aún bajo el influjo de su apasionante lectura, me disponga a hacerme con el resto de sus obras. (El "estropicio" técnico que convierte habitualmente el espacio radiado en una lamentable sucesión de insoportables fallos de sonido provoca, esta semana, la suspensión de la emisión radiofónica del programa. Confiemos en que en ediciones posteriores podamos volver a retomar la fórmula retransmitida. En fin...).

La detective Antoinette Conway y su compañero Steve Moran, de la Brigada de Homicidios dublinesa, reciben de su jefe el encargo de investigar la muerte de una guapa joven, Aislinn Murray, que ha aparecido en su hogar con el rostro deformado, en apariencia a causa de un puñetazo, y el cráneo hundido por un golpe provocado por la caída subsiguiente. Una llamada anónima de madrugada ha alertado del suceso. Cuando los investigadores llegan al lugar encuentran a la mujer en un charco de sangre, vestida con sus mejores galas, la mesa preparada para una cena romántica, la vivienda en impecable estado y la puerta de la casa cerrada sin llave y con la cerradura sin forzar. Un somero registro del móvil de la víctima confirma la existencia de una cita de la chica, pocas horas antes, con su reciente novio, Rory Fallon, al que todas las pistas señalan como autor, en una nueva aparente muestra de violencia de género. Las más de quinientas adictivas páginas que se abren a partir de este hecho inicial permitirán al lector seguir minuto a minuto -y la expresión es casi literal- la carrera de los agentes por resolver las muchas incógnitas del caso y descubrir al responsable del asesinato. 

Con lo dicho hasta aquí, Intrusión aparece como una más de las habituales intrigas detectivescas propias de la serie negra; sin embargo hay algunos elementos distintivos frente a otras obras similares que convierten la novela en una creación literaria singular, muy estimable e incluso sobresaliente, hasta el punto de haberla hecho merecedora de numerosos galardones, algunos de ellos muy relevantes: el BGE Irish Book Award 2016, al mejor thriller del año en Irlanda, y los premios a la mejor novela negra de 2016 otorgados por dos diarios de tanto prestigio como el Time y el Washington Post. 

En primer lugar, quiero resaltar que yo nunca había leído una novela policiaca que me transportara con tal verosimilitud a los ambientes policiales ocupados de la persecución del delito como lo hace la obra de Tana French. La descripción del entorno policial es magnífica, precisa, minuciosa y detallista. Avanzamos en la lectura y seguimos a los protagonistas por las distintas dependencias, las oficinas, los despachos, las salas de reuniones o los locales de interrogatorio, “vivimos” con ellos la atmósfera de las comisarías, conocemos los diversos personajes que intervienen en las investigaciones (comisarios, inspectores, detectives, agentes de refuerzo, administrativos), llegamos, incluso, a formar parte de la cotidianidad a medio camino entre la vulgaridad burocrática y la alta intensidad de las pesquisas criminales: el papeleo, los expedientes, los documentos, el mobiliario, los falsos espejos, las mesas de trabajo repletas de notas y escritos, las carpetas, los cuadernos, los bolígrafos, la “infraestructura” técnica (cámaras de vídeo, grabadoras, ordenadores), los cafés, los bocadillos, las rencillas, las bromas, las rivalidades profesionales, la lucha por el poder en el grupo. La “inmersión” en las interioridades de las rutinas policiales lleva incluso al conocimiento de los procedimientos, las estrategias, los protocolos del día a día de los representantes de la ley, que se nos ofrecen con sencillez y naturalidad, sin especial énfasis pero aun así con exactitud y todo lujo de detalles. 

En el mismo sentido, otro aspecto a mi juicio novedoso del libro lo constituye el hecho de que el avance de las investigaciones no solo se produce, como en tantas otras obras del género, a partir de la visita a los lugares del crimen, el análisis de las pruebas o la búsqueda y aparición de evidencias, pese a que todos estos elementos, como ya he dicho, se reflejan también aquí con sorprendente autenticidad. En Intrusión la trama se va desarrollando, los enigmas desenredándose, la información fluyendo y la acción progresando sobre todo a través de los interrogatorios de sospechosos y testigos, que ocupan buena parte de la novela y cuya recreación literaria es, además de muy creíble, absolutamente genial. Estas dos vías de acceso a la resolución del asesinato se recogen -con un balance final a favor de la segunda- en este significativo texto: Antes íbamos tendiendo redes y cribando lo que nos llegaba con la esperanza de haber pescado algo bueno. Ahora vamos de caza. Tenemos la presa en el objetivo y estamos cerrado el cerco, y todo lo que hacemos es con miras al momento en que podamos arrinconarlo para el tiro de gloria. Y ese “arrinconamiento” se produce, en general, mediante unos interrogatorios cuyas tácticas nos transmite la narradora -la propia detective Conway- en este largo pero revelador fragmento: 

Tenemos tantas armas… Vas cosechándolas de ver a otros detectives, las cribas de historias de la sala de la brigada, te inventas las tuyas propias y las pones en práctica; y vas almacenándolas todas en un lugar seguro para tiempos de necesidad. Cuando consigues entrar en Homicidios, ya posees todo un arsenal con el que podrías pulverizar la ciudad. 

Apareces en un interrogatorio con una montaña de cinco kilos de papeles para que el sospechoso crea que tienes todo eso contra él. Plantas una cinta de vídeo encima, para que piense que son pruebas grabadas. Hojeas los papeles, bajas un dedo y empiezas a decir algo. Te paras –“Ah, no, eso mejor lo dejamos para luego”- y sigues, para que se agobie pensando en qué estás dejando para luego. Sacas una grabadora –“Tengo una letra horrible, ¿le importa si utilizo esto?”- para que después, cuando la apagues y te inclines en confianza, se crea que le hablas extraoficialmente, y ni se acordará de las grabadoras de la propia sala, que estarán funcionando con su runrún. Lees textos imaginarios en el teléfono e intercambias con tus compañeros comentarios crípticos (“Por fin, los buscadores han tenido suerte”). Haces el falso test del detector de mentiras, hoy en día con una aplicación del móvil: le cuentas al tipo una patraña sobre campos electromagnéticos y que si tiene que presionar el pulgar sobre la pantalla del móvil cada vez que responda, y cuando llegas a la pregunta en la que miente, mueves tu dedo y se disparan unas rayas rojas en el visor y un MENTIRA MENTIRA MENTIRA. Le dices que la víctima viva está muerta y ya no puede contradecirle, o que la muerta está viva y hablando. Le cuentas que no puedes dejarlo marchar hasta que entre los dos lo solucionéis, pero que si te dice lo que pasó, puede estar de vuelta en el sofá de su casa con una taza de té a tiempo para ver Downtown Abbey. Le dices que no fue culpa suya, que la víctima se lo había buscado, que cualquiera habría hecho lo mismo. Le cuentas que hay testigos que lo oyeron hablar sobre lo mucho que le gustaba el porno infantil, que el forense dice que se lo hizo con el cadáver hasta desnucarlo, lo machacas con la mierda más enfermiza que se te ocurra hasta que no puede evitar gritarte que es todo mentira, que no fue así como pasó; y luego arqueas una ceja y dices: “¿Ah, sí? Entonces ¿cómo pasó?”, y ya solo tienes que cruzarte de brazos mientras te lo cuenta. 

Pero a veces no vale ninguna de estas armas, y entonces entran en juego la pericia de los investigadores, el juego de roles entre ellos, los diálogos solo en apariencia improvisados en una sintonía intuitiva entre los policías que semeja una acción orquestada, muy exactamente afinada para desarbolar al testigo o al sospechoso. La propia autora confiesa que hizo que un detective amigo, un hombre de natural apacible y encantador, la interrogase “profesionalmente” y pudo entonces comprobar cómo la personalidad de su “oponente” se transformaba por completo, acorralándola y poniéndola contra las cuerdas. Esta experiencia se traslada a la novela en algunos pasajes que son de lo mejor del libro. 

Llama la atención también otro aspecto que, pese a ser suficientemente conocido a poco que se piense en ello, no deja de sorprender al verlo expuesto de un modo tan nítido en una obra literaria. Y es lo que tiene de tentativa toda investigación: la policía -salvo casos obvios de delitos flagrantes- desconoce casi todo de los hechos a examinar y, más allá de los recursos de los que dispone, de los medios tecnológicos que hoy día tanto facilitan las indagaciones, de las prácticas rutinarias que permiten eliminar elementos superfluos, de, en definitiva, las posibilidades que aporta la “técnica” policial, bracea en un mar desconocido, viéndose obligada a formular hipótesis, esto es, a “inventar” historias sin parar, relatos plausibles que puedan explicar las cuestiones a aclarar hasta que encajen -versión y realidad- y no quepan cabos sueltos. Antoinette y Steve “construyen” de continuo posibles interpretaciones de lo sucedido (como hace la madre de la detective -contar cuentos- para explicar la ausencia del padre, tal y como se lee en el prólogo de la obra, que os dejo como cierre a esta reseña), las exploran hasta el final, las adornan con todo tipo de detalles, las creen verosímiles y actúan en consecuencia, hasta que un nuevo giro argumental las desmorona, viéndose entonces obligados a formular una nueva teoría, una nueva versión de los hechos, igualmente creíble y probable… hasta que acaban por dar, al fin, con ¿la última y definitiva? Cuadra, y tanto que cuadra, dice la protagonista a propósito de una de estas “conclusiones provisionales”. Igual que la historia de McCann, la de Rory y la de Lucy. Tantas historias… Las noto zumbar por las esquinas del techo como avispones del tamaño de puños, describiendo círculos ociosos, ahorrando energías. Me dan ganas de sacar la pistola y matarlas una a una, poco a poco, vaporizarlas hasta convertirlas en espirales de polvo negro que caigan en picado y desaparezcan en contacto con el suelo. En esto la pesquisa policial se asemeja al acto de creación literaria: en ambos casos, intentos de acceder a la verdad a través de la elaboración de ficciones. 

Un último rasgo destacado de la novela es la construcción del personaje principal, Antoinette, una mujer muy fuerte, decidida, sin complejos, de personalidad marcada por la ausencia del padre (circunstancia que se recoge en el prólogo de la obra, ya mencionado), una policía joven (treinta y dos años), novata en la Brigada de Homicidios, en la que es la única detective y en la que es objeto de todo tipo de bromas de mal gusto, ofensivas y hasta siniestras (constitutivas de un auténtico acoso laboral) por algunos de sus compañeros. Es, pese a ello -o quizá por ello-, muy dura, muy franca, directa, lenguaraz y borde, impasible externamente ante el qué dirán (Yo vivo dentro de mi propia piel; todo lo que pasa fuera no cambia quién soy), capaz de no arredrarse y enfrentarse y luchar contra el machismo implícito -y muchas veces expreso- de su entorno. Su paranoia (Abordas todas tus interacciones como si la otra persona fuera tu enemigo, le dice un superior), más que justificada en ocasiones, dadas las constantes zancadillas y provocaciones de sus colegas, la convierten en una profesional problemática (Nadie quiere a una detective que da problemas), lo que en ocasiones repercute en su labor policial, aunque ella se mantiene incólume, sin que este escenario hostil la disminuya (Llevo treinta y dos años pasando como de la mierda de lo que digan los demás). 

Quiero hacer una mención postrera al escenario urbano en el que se desarrolla la trama novelesca, un Dublín que, aunque no es demasiado notorio pues lo sustancial del libro se desarrolla en las oficinas policiales, aparece cuando lo hace descrito con elegancia y significatividad. Esa ciudad siempre sombría, de días oscuros, niebla espesa, ventanas a cualquier hora iluminadas, farolas mortecinas. Esa ciudad algo difusa, con su luz gris plomizo, con el frío que se cuela entre las ropas, con la lluvia persistente, que tan bien ha reflejado en sus novelas Benjamin Black, ya glosadas aquí. 

En fin, no os perdáis Intrusión, esta excelente novela negra de Tana French que presenta Alianza Editorial. Estoy seguro de que aparte de interesaros y de proporcionaros una cuantas horas de placentera lectura va a despertar en vosotros, como lo ha hecho en mí, el ansia de leer el resto de las obras de la escritora estadounidense radicada en Irlanda. 

Con unos protagonistas no demasiado refinados musicalmente, que mientras investigan escuchan o cantan a Kate Perry o populares temas de Los Miserables, os dejo con una canción espléndida, Magic moments, en la versión, citada en el libro, de Perry Como. 


Mi madre solía contarme historias sobre mi padre. En la primera que recuerdo, era un príncipe egipcio que quiso casarse con ella y quedarse en Irlanda para siempre, pero su familia lo obligó a volver a su país para desposar a una princesa árabe. Mi madre sabía contar historias. Anillos de amatistas en sus largos dedos, ellos dos bailando bajo luces parpadeantes, su olor a especias y pino. Y yo, tendida en cruz bajo la colcha, cubierta de sudor como si me hubieran mojado en algo —era invierno, pero el Ayuntamiento regulaba la calefacción para el bloque entero y las ventanas de las plantas altas no se abrían—, me guardé la historia lo más hondo que pude y allí la atesoré. Era muy pequeña. Aquello me mantuvo con la cabeza bien alta durante unos años, hasta que a los ocho se lo conté a Lisa, mi mejor amiga, que se partió el culo de risa. 

Una tarde meses después, cuando el escozor se hubo disipado, entré decidida en la cocina, me planté con los brazos en jarras ante mi madre y exigí la verdad. Ella ni se lo pensó: estrujó el bote de Fairy y me contó que mi padre era un estudiante de medicina de Arabia Saudí. Lo había conocido cuando ella estaba en la escuela de enfermería… y ahí siguieron todo tipo de detalles: las guardias interminables, las risas agotadas y ambos salvando a un chiquillo al que había atropellado un coche. Para cuando descubrió que yo estaba en camino, él ya había regresado a su país sin dejar ni una dirección. Y mi madre tuvo que abandonar los estudios de enfermería para criarme. 

Esa historia me valió durante otra temporada. Me gustaba; incluso empecé a hacer planes secretos para ser la primera del colegio en llegar a médico: para algo lo llevaba en la sangre y esas cosas. Me duró hasta los doce, cuando me castigaron por no sé qué y tuve que aguantar la bronca de mi madre diciéndome que no pensaba dejar que acabase como ella, sin graduado ni esperanzas de aspirar a algo que no fuera trabajar de limpiadora por el salario mínimo durante el resto de mi vida. Había oído esa monserga cientos de veces, pero hasta ese día no había caído en la cuenta de que para estudiar enfermería se necesita el graduado escolar. 

El día de mi décimo tercer cumpleaños, la tarta en la mesa entre mi madre y yo, le dije que esa vez hablaba en serio: quería saberlo. Con un suspiro, reconoció que ya tenía edad para oír la verdad y pasó a contarme que mi padre era un guitarrista brasileño con el que estuvo saliendo unos meses hasta que, una noche en su piso, él le dio una paliza de muerte. En cuanto se durmió, mi madre le robó las llaves del coche y volvió a casa como alma que lleva el diablo, las carreteras sin luces, lloviendo, vacías, y el ojo dolorido latiéndole al compás de los limpiaparabrisas. Cuando él la llamó llorando y disculpándose, podría haberlo perdonado —tenía veinte años—, pero para entonces ya sabía que estaba en estado. Le colgó. 

Ese día decidí que me haría policía en cuanto terminara el instituto. Y no porque quisiera dármelas de Catwoman con todos los maltratadores sueltos, sino porque mi madre no sabe conducir. La academia de policía estaba en el sur del país: era la manera más rápida de largarme de casa de mi madre sin pasar por el callejón sin salida del trabajo de limpiadora. 

En mi certificado de nacimiento pone desconocido, pero siempre hay formas: amigos del pasado, ADN, bases de datos… Y también podría haber seguido presionando a mi madre, subiendo cada vez más la tensión, hasta sacarle algo que se pareciera siquiera remotamente a la verdad, un mínimo punto de partida. 

No volví a preguntarle. Con trece años, porque la odiaba con toda mi alma por el tiempo que me había hecho perder moldeando mi vida en torno a sus mentiras. De mayor, cuando entré en la academia, porque creía saber lo que había hecho y supe que no se había equivocado. 

 

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