Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 3 de octubre de 2018

JOAQUÍN PÉREZ AZAÚSTRE. CORAZONES EN LA OSCURIDAD

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana, en la que por fin se reanudan las emisiones radiadas de nuestro espacio (podéis encontrar el podcast del programa al término de esta reseña. Aviso para navegantes: por desgracia, en esta ocasión la grabación es técnicamente lamentable), os traigo una espléndida novela, de un autor joven pero, a tenor de sus logros, muy prometedor. Se trata de Corazones en la oscuridad, la segunda novela de Joaquín Pérez Azaústre, publicada por la editorial Anagrama a principios de 2016, una obra más que estimable y que estoy seguro que os va a interesar. 

La historia que narra de manera central el libro tiene por protagonista a Águeda, una anciana que, a causa de un fuerte golpe tras una caída en el baño, ve cómo se acelera el proceso de deterioro cognitivo del que ya había sufrido algún síntoma previo, para hundirse, desde entonces, en el terrible abismo de la demencia senil y la enfermedad de Alzheimer (un tema, al que ya hemos dedicado alguna otra emisión en Todos los libros un libro, que se presenta con una relativa actualidad al haberse celebrado, el 21 de septiembre pasado, su Día internacional). La mujer permanece postrada en una cama, sin manifestar signo alguno de conexión consciente con el mundo, hasta el punto de no reconocer siquiera a sus dos hijas, Susana y Nora. Poco antes del suceso, Águeda parecía decidida a contarles a ambas algún importante secreto de su vida, una confidencia que, por culpa del imprevisto incidente, no podrá producirse. Las hijas, mientras ordenan las pertenencias de su madre y revisan sus objetos personales con el fin de organizar la intendencia para la nueva etapa a la que la devastadora dolencia la condena, encuentran entre ellos distintos documentos, cartas, álbumes, fotos, cuadros, que contienen indicios que parecen apuntar a ese relevante acontecimiento del pasado que la madre apenas tuvo ocasión de anunciar y, ni mucho menos, explicar o detallar. El esqueleto argumental de Corazones en la oscuridad se estructura en torno a la indagación -casi detectivesca- que llevan a cabo las hijas en el pasado de su madre, y en su intención de encontrar en él, quizás, la clave escondida de una etapa ignorada de su vida. Sin embargo este resumen apresurado de la trama o el hilo conductor de la narración es groseramente reduccionista, pues en el transcurso de esa personal investigación de la que da cuenta el libro, el relato se abre en muchas otras direcciones, centradas, fundamentalmente, en el retrato -de una honda complejidad psicológica- de un puñado de personajes memorables. 

Está, en primer lugar, la hija menor, Nora, una mujer de cuarenta y pocos años, en el pasado practicante profesional de taekwondo y actualmente encargada de la vigilancia nocturna de un garaje, que vive apartada del mundo -escondida de la vida-, en un aislamiento, también físico pero sobre todo emocional, en el que subsiste -no cabe otro verbo- desde que, diez años atrás, enviudó de Paul, un buen hombre con el que mantuvo un gratificante matrimonio. Nora, que nos es presentada en el primer capítulo de la novela en un inicio -una turbia escena de ambientación “moderna”, nocturna y urbana, en un oscuro episodio de alcohol y violencia sexual- que resulta algo engañoso y confunde inicialmente al lector, pues poco tiene que ver con el “clima” que envolverá al resto de la obra, abandonará su trabajo para cuidar de su madre en su obligado encierro domiciliario en el hogar de la otra hija, Susana, que acogerá a ambas tras el fatal accidente. 

Por otro lado, Susana es una profesora universitaria, especialista en Historia del Arte, diecisiete años mayor que su hermana y, como ella, también sola, después de que su marido, Ernesto, la abandonara tras largo tiempo de enojosos desencuentros. Tiene una hija, Ode, que vive en Bruselas, en donde empieza su carrera profesional como arquitecta. Susana, que siempre ha vivido en la misma ciudad costera que su madre -el mar tiene una sutil aunque importante significación en la novela- y que ha tenido un contacto más fluido con ella -Nora reside en otra ciudad, en el interior, y hasta el agravamiento de la degeneración neuronal de Águeda apenas hablaba con ella por teléfono-, será la que tome la iniciativa en la pesquisa sobre el pasado de su madre. 

En paralelo a las mujeres de la familia, sobresale la presencia de Claudio y Josefina, una pareja de ancianos actores cuya trayectoria artística apenas alcanzó relevancia más allá de su protagonismo en una serie televisiva de poca entidad que les dio, hace ya algunos años, una cierta fama. La pareja, amiga de Águeda desde hace sesenta años, cuando los tres formaban parte de un grupo de teatro universitario y coincidieron en una gira en Bruselas, acaba de abandonar la vida de errancia asociada a la farándula para pasar sus últimos días retirada en una desoladora urbanización, nacida con ilusionantes pretensiones capaces de despertar los sueños de quienes pensaban en ella como un apacible refugio para la jubilación, pero convertida ahora en una deprimente realidad de edificios semivacíos, locales abandonados y calles solitarias (un mundo cerrado, sin apenas habitantes, del que resulta imposible escapar, una especie de islote rodeado por corrientes de arena), al paralizarse el proyecto a causa de la crisis económica. 

Y en torno a todos ellos, y desbordándolos con su irresistible magnetismo, con la irradiación de su poderosa fuerza, con su intensa energía natural, con su fascinante personalidad, la propia Águeda, ahora languideciente y casi vegetal, pero arrebatadora y vitalista, atractiva y carismática en los recuerdos de sus hijas, en la evocación de sus amigos, en la recreación de un pasado, hace seis décadas, que aflora en las fotografías y en las cartas halladas; una mujer espléndida, inteligente y decidida, bellísima, de la que se enamoran todos los que la conocen -hombres y mujeres-, capaz de generar su propio culto; un ser deslumbrante, viva imagen de la actriz María Félix, en aquellos tiempos con un impacto universal, y también -radiante con su frondosa melena rojiza- de la espléndida Rita Hayworth. 

Salvo el citado Claudio, una creación literaria presentada con empaque y solidez, con profundidad y carácter bien delineados, las presencias masculinas en el libro son, en realidad, ausencias: el marido de Águeda, Sixto, un hombre anodino, sin entidad, una sombra; el misterioso Jérôme, de decisiva trascendencia en la vida de Águeda pero de paso fugaz por la novela; el abuelo arquitecto, Eladio Halffter, que, sin embargo, se perfila, en su cariñosa relación con su hija, con algo más de entidad. 

Pero, insisto, serán las mujeres las que llenarán esta historia triste pero hermosísima, capaz de despertar las emociones del lector y de hacerle reflexionar, también, sobre algunos de los grandes temas la existencia humana: la ancianidad y el paso del tiempo, el deterioro y la enfermedad, la memoria y los recuerdos, los secretos, la esperanza y los sueños (No se reconoce en sus recuerdos de aquellos días, cuando pensaban que cualquier existencia podía decidirse, porque era el eco de su puesta en escena: entonces todavía se sentían dueños de una sustancia tan indeterminada como definitiva, tan imaginada como real, que les hacía sobreponerse a cualquier limitación y creer que su tiempo les pertenecía), el esplendor y la miseria, la irrefutable verdad de la belleza, la soledad, las oportunidades malogradas, los ideales perdidos (Trata de recordar sus propios ideales. Fueran los que fuesen, los perdió hace mucho), el azar y el destino, el amor y la muerte. 

Pero como tantas otras veces hemos resaltado en Todos los libros un libro, lo fundamental en un buen libro -y la novela de Azaústre sin duda lo es: excepcional literatura- es que no se agota ni en el interés de la trama, ni en la solvencia en la construcción de los personajes, ni siquiera en la hondura o la oportunidad de los temas tratados, sino que es el estilo de un escritor lo que convierte la conjunción de todos esos elementos -valiosos en sí- en una unidad de mayor valor. Así ocurre también en el caso de este Corazones en la oscuridad en el que la condición de poeta del autor se aprecia en cada párrafo, repletos todos de inspirados fogonazos líricos, de imágenes de alta potencia simbólica, de hallazgos metafóricos de una lucidez resplandeciente. Dicho lo cual, y valorando sobremanera esta cualidad poética del libro, es también cierto que en más de una ocasión, la riqueza léxica, la brillantez formal, la profusión y la originalidad de las metáforas, la voluntad de estilo de Azaústre, le hacen menguar su potencia expresiva, y el lector tiene la impresión de perderse en un texto que en ocasiones se oscurece hasta dificultar o incluso impedir la captación del significado. En todo momento se perciben, como digo, la precisión, la agudeza y el refinamiento propios de la mejor poesía, y, en este sentido, la sonoridad, el ritmo, la musicalidad, son sin duda valores estimables en la novela. Pero en ese elegido -y hasta subrayado- aliento lírico hay algo también -al menos a mi juicio- de engolamiento, de afectación, de fuego de artificio, de esteticismo rimbombante e impostado -y por lo tanto inauténtico y vacío-; algo que, y no quiero desviar el objeto de mi comentario, recuerda -así me ha ocurrido de continuo durante la lectura- a la habitual forma de expresión -tanto en el ámbito literario como en el personal- de un entregado valedor de Azaústre, un poeta que, más allá de su “parece” que indiscutible valía objetiva, a mí me desagrada profundamente en ambos planos, como escritor y como ser humano: José Manuel Caballero Bonald. Aunque es bien cierto que en el joven cordobés yo no aprecio los irritantes rasgos de orgullo, suficiencia y desprecio, de superioridad y mesianismo que impregnan la obra y la vida del gaditano -leed sus, por otro lado, excelentes memorias, La novela de la memoria. (Y, escrito el párrafo precedente, reconsidero el calificativo de “entregado”. Me resulta difícil creer que una personalidad tan ensoberbecida y autocomplaciente como la de Caballero Bonald -con Juan Goytisolo, dos de los egos más insoportables de un universo, el de los escritores, tan bien nutrido de ellos- pueda olvidarse ni un momento de sí para admirar a otro). 

Fuera ya de mi extemporáneo desahogo, no me resisto a ofreceros un par de ejemplos -de los muchos que inundan el texto- de este efecto -un cierto esteticismo intransitivo y superfluo- que más de una vez convierte en “inextricable” el discurso narrativo: 

Tampoco puede ocultarse que, incluso sabiendo que era bastante improbable, tras inclinarse sobre ella y ponerle la instantánea delante de sus ojos, ha esperado alguna reacción en su madre, aunque fuera mínima: un leve parpadeo, el ligero escorzo de una ceja saliendo del letargo de su frente dormida. Cuando volvió a la tienda, el muchacho no disimuló su orgullo por el trabajo bien hecho, con esa delicadeza del nuevo cromatismo desprendiendo una vivacidad atractiva y vibrante, aunque sin hacerle perder su veracidad: porque a pesar de esos sesenta años transcurridos no parece coloreada, y sigue apreciando una estación total en el dinamismo de los cuerpos, con su recuperado volumen, concentran la inclinación de los actores en su propia secuencia, hacia una nueva hondura más difuminada en la ensoñación del escenario, con una turbiedad de légamo creciente al fondo del primer plano. 

Absorta en el vaivén de la cinta transportadora, con ese traqueteo simultáneo de láminas seriadas, Susana se va adentrando en la profundidad del sonido llegado del subsuelo, como largas cadenas de montaje desde un abismo con accidentados montículos de maletas enormes, bolsas y paquetes embalados, aguardando a la expulsión del primer bulto a la luz halógena desde la sala de recogida de equipajes, igual que una palabra que pudiera ofrecer su timbre más allá del pozo, toda una expresión desde su hondura artificial, en la que permanece sepultada, porque se congeló cuando debiera haberse pronunciado y ahora, al reclamarse, solo podrá volver a remontar la vida arrancada del tubo digestivo, saliendo del esófago a jirones abiertos por el alambre cortado de su voz

Del mismo modo, y por resaltar, ya al término de esta reseña que se ha extendido demasiado, otra deficiencia del libro -siempre según mi particular criterio- que, en ningún caso, disminuye mi muy positiva valoración general, no resultan demasiado convincentes los artificios en los que el autor debe incurrir para resaltar el carácter cíclico que quiere dar a su historia: las constantes referencias a los cuadros de Magritte, en los que la continuidad de tiempos y espacios, del día y la noche, de lo onírico y lo real, tiene un correlato en el texto, en el que también se mezclan planos y corrientes de pensamiento; la omnipresencia de Ibsen, que comparece a través de su obra El pato salvaje -cuyas claves explican algunas de las de la novela-, una pieza que representaban Águeda, Claudio y Josefina en su gira de juventud por Francia y Bélgica, y que reaparece cuando la urbanización que habitarán los ancianos se llamará -casualidad demasiado forzada- ¡¡El pato salvaje!!; la coincidencia en Bruselas como escenario de los significativos hechos del pasado, revividos por la actual presencia de Ode en la capital belga; la Taberna Greenwich que “renace”; el restaurante mexicano y el retrato de María Félix; los azares en la aparición de cuadros y cuadernos reveladores; el insólito y altamente improbable episodio de la galería de arte; las cartas del padre… todos estos detalles van aflorando en el libro de manera un tanto impostada, como si obedecieran a la necesidad de forzar la historia para que se cierren ciclos y se consumen paralelismos, para que todo encaje en una estructura de la que -de esta manera- acaban por verse los hilos. 

Lo mejor del libro son, pues, los aspectos menos “intervencionistas”, en los que el autor no enfatiza su voluntad de hacerse notar, en los que no se hace demasiado presente su condición de escritor, sus recursos “profesionales”, su “necesidad” de exhibir su evidente y sobresaliente dominio del lenguaje, de mostrar la arquitectura de la obra, de hacer patente su cultura o su amplio bagaje de referencias. Es la emotiva humanidad de sus personajes y no la indudable pericia técnica lo que hace de Corazones en la oscuridad una novela inolvidable: la triste historia de las mujeres, de sus soledades y sus miedos, de su desvalimiento y, a la vez, de su entereza; el conmovedor tratamiento de la vejez y el deterioro; la delicadeza con que se narra el amoroso cuidado con el que las hijas atienden a su madre y que podréis apreciar en el breve fragmento con el que cierro la reseña; la compasiva mirada sobre la soledad de la pareja de ancianos… 

En fin, leed esta bellísima Corazones en la oscuridad. Estoy seguro de que os entusiasmará. Como acompañamiento musical a mi comentario de hoy os dejo con El jinete, la canción, interpretada por Jorge Negrete en la película del mismo título, que tararea Claudio en uno de los muchos momentos del libro en que evoca nostálgico la belleza de Águeda y su parecido con María Félix, actriz también de la cinta. 


La enfermera ha traído el preparado de la farmacia. Se lo dan por la sonda y Nora la desviste. Extiende las manos por el cuerpo, aparentemente calmado, mientras su madre la mira con una hondura casi nebulosa, como si pudiera abismarse en los ojos de su hija y mirarse a sí misma, mientras Nora le lava los pechos por primera vez, con la piel esparcida bajo los pezones hundidos, entre las estrías y las arrugas, y levanta la llave dorada, que mantiene cogida unos segundos, levantándola del cuello, más brillante al contacto con el sol a través del cristal, para pasarle la esponja, ya escurrida. Susana asiente, en silencio, ante sus movimientos. Sabía de su delicadeza, pero no esperaba esa naturalidad. En el rostro de Águeda aparece un atisbo de sonrisa cuando Nora le enjabona el vientre, en pasadas circulares, y de pronto tiene la impresión de que su madre la está mirando con atención, alertándola de una importancia grave, instantánea, presentada con más intensidad cuando la ven levantar la ceja izquierda. A Nora siempre le han gustado sus cejas, tan expresivas, de un tono más caoba que el cabello, con una extensa gama postural de sorpresa o cariño, de indignación o gusto, de súbito rechazo o comprensión. Lleva tanto tiempo sin alzar, siquiera mínimamente, ninguna de las dos, que cuando Susana la descubre no puede evitar hablarle: Mamá, le dice. Nora vuelve a coger la llave minúscula, tan pequeña que podría ocultarla entre los dedos, y la pone al alcance de su vista, por si puede repetir el estímulo. Pero Águeda relaja el gesto y pierde la mirada por el espacio vacío entre las dos, en sus ligeras partículas de polvo.
 

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