Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de noviembre de 2018

ÉRIC VUILLARD. EL ORDEN DEL DÍA

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, sale a vuestro encuentro un miércoles más con una propuesta de extraordinaria calidad literaria, un libro, El orden del día, del francés Éric Vuillard, que se presenta en el seno de la editorial Tusquets, con traducción de Javier Albiñana, con el aval -nada menor- del prestigioso premio Goncourt, que obtuvo en 2017. Su publicación en nuestro país y su alumbramiento en el vecino, han coincidido, casi simultáneamente, con los de otro libro, con el que El orden del día guarda un cierto paralelismo, la obra de Olivier Guez La desaparición de Joseph Mengele, Premio Renaudot en 2017 y objeto también de reseña en nuestro espacio dentro de algunas semanas.

Los libros de Éric Vuillard, media docena ya, de la que sólo dos, incluyendo el que ahora os comento, han visto la luz en España, parecen guiarse por un mismo propósito y seguir una misma pauta en su estructura. El escritor, también cineasta y dramaturgo, pone su atención en un momento histórico, deteniéndose para su examen de los grandes acontecimientos que definieron una época o marcaron el mundo no en el análisis de los sucesos notables y consabidos, de los discursos grandilocuentes, de las decisiones relevantes, sino, por el contrario, analizando hechos menores -la letra pequeña de la Historia- que han pasado inadvertidos o, más a menudo, que han sido relegados o minusvalorados o preteridos u olvidados por el estudioso o el historiador. Fijándose en esos detalles escondidos -apenas apreciables- en documentos y datos estadísticos, en informes y noticiarios, en crónicas y declaraciones, que a veces dicen lo contrario de lo que la Historia oficial -sus protagonistas, sus actores, sus intérpretes- quiere decir, con una lectura muy aguda y perspicaz, muy atenta e inteligente, que penetra “por debajo” de la apariencia supuestamente evidente, Vuillard acaba por descubrir -y mostrarnos- lo esencial, lo que en ocasiones esa interesada Historia quiere ocultar, pues pese a su supuesta nimiedad, tras la lúcida mirada del autor, esos hechos se manifiestan como extraordinariamente reveladores, muy significativos de la “verdad” de unos sucesos históricos que aparecen así iluminados por una luz muchas veces más esclarecedora y decisiva que la que aportan los ensayos académicos convencionales. Así ocurre, sin duda, con este El orden del día que hoy os recomiendo, tal y como luego comentaré. Así también con otra de sus obras que he podido leer, Tristeza de la tierra. La otra historia de Buffalo Bill, que con traducción de Regina López Muñoz presentó Errata Naturae en 2015, y en donde la figura del legendario personaje del Oeste sirve de excusa para el estudio del cruento nacimiento de los Estados Unidos y de su actual cultura del espectáculo. Y así parecen ser también los casos de 14 juillet, con la toma de la Bastilla como telón de fondo de una investigación que cuenta con el protagonismo de las mujeres; La bataille d’Occident, que repasa la primera guerra mundial a partir de los cementerios en los que están enterrados sus caídos; Conquistadors, con el “descubrimiento” de América como desencadenante; o Congo, en el que la conferencia para la división de África por las potencias europeas centra el discurrir del texto. Hay que señalar que muchos de estos libros han sido premiados en Francia con distintos galardones literarios. Confiemos en que este hecho junto con el actual éxito en nuestro país de El orden del día, que ha sido muy leído desde su presentación en marzo de 2018 y cuenta ya con numerosas reediciones, anime a sus editores a ofrecernos el resto de su, a priori, muy interesante obra.

El interés de Vuillard por el relato histórico puede explicar también otra característica esencial de sus libros -hablo, insisto de nuevo, a partir de los dos que yo he leído-, que es la muy clara opción del escritor por la verdad frente a la ficción, por la historia frente a la novela. La novela, sostiene, es, hoy día, insuficiente para dar cuenta de la realidad convulsa, de las desigualdades y las injusticias de nuestros tiempos. Ávido de realidad, como se define, militante de izquierdas -dato que, creo, hay que tener en cuenta a la hora de entender su singular opción estilística-, considera que la ficción es escapista, omite, embellece, y, por tanto, miente. La literatura en general, y con ella la historia, tiene por vocación principal, al contrario de lo que se puede pensar, no contarnos historias, es decir, mentiras, sino más bien desilusionarnos y ponernos en contacto con la realidad. En lugar de querer dormirnos con las historias, como hacemos con los niños, la literatura sirve para despertar, ha manifestado en declaraciones recientes. Aboga, pues, por una literatura que cuente hechos reales -en El orden del día, como veremos, nada hay ficticio, todos los diálogos son auténticos, los hechos ocurrieron verdaderamente-, limitando el artificio literario, la intervención del autor (más allá de la indagación y exposición de esos hechos), exclusivamente a la elección de la estructura narrativa, la selección y ordenación de los materiales y los vínculos inconscientes que pueden establecerse entre ellos, la composición, el montaje, también la voz. Sólo la mirada del autor y su particular “traslación” al papel de lo observado es lo que resulta singular, inventado, por decirlo así.

Hay, por último, antes de entrar en El orden del día, otro elemento común a las dos novelas (¿lo son?, ¿o son ensayos?, ¿o investigaciones históricas?... Ciertamente lo son, a pesar del enfoque “antificción” de su autor, aunque sólo sea porque aparecen en colecciones de novelas en sus respectivas editoriales, ganan premios de novela y como tales se critican en los suplementos literarios) y probablemente también a las demás no conocidas por mí: la elección de un esquema fragmentario y una extensión muy breve para sus obras; rasgos quizá deudores de una época acelerada en la que todo es muy rápido y fugaz, y apuesta también de Vuillard por un didactismo conectado a su posición ideológica. Tanto El orden del día como Tristeza de la tierra se componen a partir de cortos capítulos en los que se recogen escenas minimalistas, por así llamarlas: anécdotas, episodios aislados, momentos decisivos, personajes “laterales”, unos dibujos, algunas fotografías, la mención de una película, la transcripción de una carta… para a través de ellos, de estos “retales”, ir hilando los argumentos que darán coherencia a la pieza final completa.

Pero vayamos ya con El orden del día, un libro magistral. El 20 de febrero de 1933, en el palacio del presidente del Reichstag -el Parlamento alemán-, veinticuatro grandes empresarios asisten a una reunión a la que han sido convocados por Hermann Göring, en la que, en presencia de un Hitler como siempre bufonesco (Vuillard alude con frecuencia a la muy exacta caricatura que de él hará Chaplin en El gran dictador), se les “solicitará” que financien al partido nazi. El meollo del asunto se resumía en lo siguiente: había que acabar con un régimen débil, alejar la amenaza comunista, suprimir los sindicatos y permitir a cada patrono ser un Führer en su empresa. La finalidad oculta, sin embargo, era -como ya entonces resultaba evidente- que los empresarios “pasaran por caja” para sostener con sus fondos el proyecto nacionalsocialista de destrucción de orden constitucional vigente y el consiguiente acabamiento de la República de Weimar. Si el partido nazi alcanza la mayoría, les dice Göring, fuertemente “persuasivo”, estas elecciones serán las últimas durante los próximos cien años.

Vuillard transcribe la lista entera de los presentes: Gustav Krupp, Wilhelm von Opel, Albert Vögler, Wolf-Dietrich von Witzleben, Günther Quandt, Friedrich Flick, Ernest Tengelmann, Fritz Springorum, August Rosterg, Goerg von Schnitzler, Erich Fickler, Hans von Loewenstein zu Loewenstein, entre los más destacados, detrás de cuyos nombres -desconocidos en general- están un puñado de empresas, BASF, Bayer, Opel, Siemens, Agfa, Allianz, Telefunken, IG Farben, que, por el contrario, sí son fácilmente identificables para cualquier ciudadano del mundo que no haya permanecido aislado de él en los últimos setenta años. Escribe el autor: Con esos nombres sí los conocemos. Es más, los conocemos muy bien. Están ahí, entre nosotros. Son nuestros coches, nuestras lavadoras, nuestros artículos de limpieza, nuestras radios despertadores, el seguro de nuestra casa, la pila de nuestro reloj. Están ahí, en todas partes, bajo la forma de cosas. Nuestra vida cotidiana es la suya. Cuidan de nosotros, nos visten, nos iluminan, nos transportan por las carreteras del mundo, nos arrullan.

El orden del día nos cuenta, a partir de ese revelador episodio inaugural, cómo se produjo esa servil colaboración con el nazismo, cómo esa connivencia fue extraordinariamente rentable para esos individuos y, sobre todo, para sus poderosos grupos empresariales -también para el régimen nazi, obviamente-, y, por último, cómo en la actualidad, las mismas firmas que en los años treinta y cuarenta del siglo pasado contribuyeron al triunfo de la locura hitleriana y propiciaron y hasta alentaron sus devastadoras consecuencias, siguen ocupando una posición relevante en la industria y la economía alemana, europea y mundial, sin haber asumido su culpa ni apenas haber reparado los daños causados.

Este hilo conductor del libro -que se manifiesta en dos “hitos” destacados a su inicio y su final- se completa, en un discurso en paralelo que se imbrica con el principal, con el relato de la ignorancia, la indiferencia, la cobardía o la desfachatez de una serie de gobernantes que con su negligencia -o con su estupidez- consintieron el avance de un peligroso fenómeno -la locura del Reich, ejemplificada en su primera gran operación siniestra y violenta, el Anschluss, la anexión por la fuerza de Austria en la que pone el foco la obra- cuya condición delirante y agresiva, brutal y asesina, tuvieron ocasiones suficientes para conocer y -de haberse atrevido- frenar. Cita Vuillard significativos antecedentes (sin que nadie hiciera nada) de ese decisivo acontecimiento: el incendio del Reichstag, el 27 de febrero de 1933; la apertura de Dachau ese mismo año; la esterilización de los enfermos mentales, también en 1933; la Noche de los Cuchillos Largos, un año después; las leyes para la salvaguarda de la sangre y del honor alemán y el censo de las características raciales, en 1935; la degradante exposición “El judío eterno” en 1937, pocas semanas antes de la invasión. Nadie podía ignorar los planes de los nazis, sus brutales intenciones, afirma, categórico y acertado, Vuillard.

El relato de estos hechos se hace en un estilo directo y sencillo a través del cual el autor se “relaciona” con el lector, hablándole, dirigiéndose a él, interpelándolo en primera persona, opinando incluso de lo que está contando (No estoy tan seguro de eso, llega a decir, a propósito de una de sus afirmaciones). Además, y como ya se ha señalado al resaltar los rasgos dominantes de su obra, la narración se hace privilegiando ciertos episodios singulares y significativos, algunos momentos escogidos, determinados personajes, no siempre los más previsibles, en los que se concentrarían las claves de los procesos -de mayor intensidad y magnitud- que han pasado, desgraciadamente en este caso, a la Historia.

El 5 de noviembre de 1937 Hitler comunica a los jefes de sus ejércitos que proyectaba ocupar a la fuerza una parte de Europa. El Anschluss, la siniestra operación llevada por fin a cabo, meses después de ese propósito originario, el 12 de marzo de 1938, será el núcleo y objeto principal del análisis en que consiste el libro, que se inicia con la mención -ligera, como de pasada- al continuum intelectual en el que se inscribe la anexión (los delirios de Herder, el discurso de Fitche, el espíritu de un pueblo celebrado por Hegel, el sueño de Schelling en torno a una comunión de corazones, y ahora, el espacio vital, la “legítima” ampliación de las fronteras del Imperio germánico para dar cabida al fruto de la “natural” supremacía de la raza aria), para pasar a continuación con la presentación de sus protagonistas esenciales, “congelados” en ciertos instantes reveladores de su espíritu, de su moral y su conciencia (o de la falta de ellas).

Así, comparecen, con distinta importancia, el tibio Albert Lebrun, presidente de la República Francesa, firmando “distraído” el 11 de marzo de 1938 -¡¡un solo día antes!!- un decreto sobre una denominación de origen de unos vinos, mientras se están produciendo los gravísimos incidentes precursores de la guerra mundial; Halifax, lord presidente del Consejo Británico, acudiendo a Berlín a una reunión en la que se entrevistará con Hitler (de nuevo un bufón caricaturesco, confundido por el exquisito y elitista aristócrata británico con un sirviente, por su vulgar desaliño), en la que, con una disposición entregada y servil, sostiene la cínica “política de apaciguamiento”, pensando en el Reich como común aliado frente al comunismo -El nacionalismo y el racismo son fuerzas pujantes, escribirá dando cuenta del encuentro, ¡pero no las considero ni contra natura ni inmorales!- e impidiendo, con su connivencia culpable y la de su país, parar su maquinaria destructiva antes de que, lamentablemente, llegara a manifestar su carácter letal; Kurt von Schuschnigg, el despótico canciller austríaco, invitado también por Hitler (una vez más, en su risible versión chaplinesca), con quien se entrevista en su despacho, en lo que resulta ser una grotesca -si no fuera siniestra- sucesión de humillaciones y desplantes, de provocaciones y amenazas, de intimidaciones y exigencias, de las que derivará la casi incondicional entrega de Austria, puesta en manos, indefensa y sin el menor respeto por la legalidad internacional y las normas constitucionales vigentes, del nazismo expansivo y depredador; el desconocido Louis Sutter, un anciano recluido en un asilo francés desde hace años que, hundiendo en pintura sus dedos, dibuja en manteles, trozos de papel, sobres usados, sus pinturas apocalípticas, fantasmales, agónicas, que resultan anticipadoras, un clarividente presagio del horror que inundará Europa; Seyss-Inquart, principal factótum de la anexión, que será designado ministro ¡de Austria! por Hitler, y que en su lastimosa trayectoria (Vuillard es benevolente al adjetivar), que finalizará con su condena y ejecución en Núremberg, será el responsable de la muerte de unos cien mil judíos holandeses; John C. Woods, el forzado verdugo en ese mismo proceso, que ya había prestado idénticos servicios para el Reich y que tuvo que ser reclutado por los norteamericanos para efectuar un trabajo que no contaba con demasiados candidatos; el culto y refinado Ribbentrop -que también será condenado a muerte en Núremberg-, embajador de Alemania en Gran Bretaña, que se nos muestra, melifluo y taimado, avieso y calculador, en el almuerzo de despedida en Downing Street que le ofrece el gobierno británico, cuando la invasión ya está decidida y los tanques han pasado la frontera y se dirigen a Viena; Günther Stern, judío alemán, un intelectual que emigrado a Estados Unidos se ganará malamente la vida ejerciendo oficios varios para acabar ocupándose -¡paradojas del destino!- de los uniformes nazis, en su trabajo de atrezzista en Hollywood; el ya mencionado Hermann Göring, presidente en su momento del Reichstag, y luego Ministro del Aire, comandante en jefe de la Luftwaffe, ministro del Reich de los Bosques y la Caza, creador de la Gestapo, todo un currículum, mostrando la intimidación mafiosa, la conminación, las amenazas, el tono imperioso, el desprecio, en sus conversaciones con sus “súbditos” austriacos a los que dicta las instrucciones con las que se perpetrará la infamia: Y hora tras hora, Göring dicta su orden del día (en frase que explica el título del libro); Édouard Daladier, primer ministro francés, que después de firmar con Hitler, Chamberlain y Mussolini en la conferencia de Munich, el 29 de septiembre de 1938, la venta de Checoslovaquia a precio de saldo, habla en público de haber salvado a Europa y traído la paz, mientras en privado murmura: ¡Ay, pobres gilipollas, si supieran la verdad!, una verdad que, poco tiempo después, sumirá al mundo en la Segunda Guerra Mundial.

Y con el protagonismo, en primer plano o en una posición más discreta o incluso accesoria o lateral, de este elenco excepcional, afloran en el libro datos, anécdotas, pequeños sucesos que constituyen, como ya se ha dicho, la otra cara de la Historia en esos momentos trascendentales. El supuesto prestigio de la maquinaria bélica alemana y la chapucera realidad de la blitzkrieg, la guerra relámpago, con los tanques varados en mitad de la carretera provocando la irritación de Hitler, en la fatídica jornada del 12 de marzo; las sinuosas maniobras de ingeniería financiera por parte de las empresas mencionadas para burlar la prohibición de fabricar armas; el voto del 99.75% de los austriacos a favor de la incorporación al Reich, y el hecho complementario, probablemente relacionado, de los mil setecientos suicidios registrados sólo en una primera semana justo antes de la invasión (una cuestión, la de los suicidios, que ejemplifica de manera notable la pertinencia del “método Vuillard”, la esencial verdad que se encierra en los detalles, en la reveladora lectura de la “pequeña historia”, tal y como podréis comprobar en el emotivo fragmento que os dejo como cierre a esta reseña); el escalofriante y exhaustivo repaso al inmoral aprovechamiento, por parte de todas las firmas empresariales presentes en la reunión que abrió el libro, de los miles de prisioneros en decenas de campos, auténticos esclavos industriales (Todo el mundo se había abalanzado sobre una mano de obra tan barata, resalta el autor… y también su posterior corolario natural: Tras las pasiones criminales y las gesticulaciones políticas, sus intereses obtenían provecho. La guerra había resultado rentable), carne de cañón en una explotación inhumana (De seiscientos deportados que llegaron en 1943 a las fábricas Krupp, un año después sólo quedaban veinte); la prosperidad actual de las familias responsables, de los “veinticuatro” protagonistas (Esos nombres siguen existiendo. Poseen inmensas fortunas. Sus sociedades se han fusionado en alguna ocasión y forman todopoderosos conglomerados), cuyas empresas recogen sin vergüenza en sus páginas web, en sus pronunciamientos institucionales, en sus lemas corporativos, en el repaso de su ancestral historia de “contribución” sincera a los logros de su país, consignas de flexibilidad y transparencia, pero sin la más mínima noticia de su oscuro pasado, sin un reconocimiento de culpas, sin una petición de perdón; la ridiculez de las reparaciones, tras la guerra, a las víctimas, a los perjudicados, la hipócrita compensación a los judíos perseguidos, a las familias de los exterminados (Los judíos habían salido muy caros, llegan a decir, con una ligereza insultante, los responsables del consorcio de Krupp).

Aparte de todos los temas ya mencionados, hay uno, a mi juicio quizá el de mayor actualidad en nuestros días, que no quiero dejar de comentar antes de cerrar esta reseña ya muy extensa. Es el del uso de las ostensibles mentiras, las falsedades, los engaños, encubiertos sin embargo, disimulados, disfrazados, presentados como irrebatibles verdades por parte del poder -de los poderes- como arma para “infectar conciencias” y, en consecuencia, alcanzar “democráticamente” -una ficción, un remedo de democracia, una mera apariencia- sus siniestros objetivos. En estos tiempos de fake news, de posverdades, la lectura del libro de Vuillard resulta indispensable e higiénica, un aviso para navegantes, una prudente advertencia, un lúcido recordatorio de a dónde nos puede llevar la aceptación acrítica de los “relatos” dominantes, supuestamente liberadores pero, en el fondo, carcasas vacías que encubren espurios intereses ocultos, voluntad de sometimiento, manipulación e injusticia. El fenómeno Trump, el proceso del Brexit, los mitos en torno a la inmigración, las fabulaciones de la ultraderecha europea y, sobre todo -al menos en mi caso, en el que acepto una preocupación desmesurada, rayana en la obsesión, por el peligro de los nacionalismos-, Cataluña, han irrumpido en mi mente de continuo al leer determinados pasajes de El orden del día. Así, en el aprovechamiento culpable de los excesos y arbitrariedades del “régimen” por parte de un determinado sector de la sociedad -políticos, periodistas y empresarios, intelectuales y artistas, autónomos y profesionales liberales afines a la ideología dominante- que se beneficia económica y socialmente, en la Cataluña del procès, de su connivencia con el poder, hay un evidente reflejo, por fortuna sin -por ahora- las connotaciones criminales del nazismo, de la situación narrada por Vuillard y el protagonismo de los veinticuatro privilegiados y de los miles de alemanes que medraron -en sus negocios, en sus patrimonios, en sus profesiones- por su adhesión a los indignos postulados del Reich que bajo un relato supuestamente emancipador conllevaban la persecución y el exterminio judío. La descarada violación de las leyes por parte del Govern y las autoridades independentistas, sus reiterados desacatos, su constante transgresión de las normas, nacionales e internacionales -incluso las propias de su autonomía-, coinciden punto por punto (vuelvo a insistir: sin, por ahora, incluir un propósito asesino entre sus fines) con las prácticas de Hitler -el inaudito triunfo de la desfachatez- que se describen en el libro. Léase, por ejemplo, en “clave” catalana este muy oportuno párrafo: Al cuerno el derecho, al cuerno las cartas magnas, las constituciones y los tratados, al cuerno las leyes, esas pequeñas escorias normativas y abstractas, generales e impersonales, las concubinas de Hammurabi, que son, como dicen, las mismas para todos, ¡esas pelanduscas! ¿Acaso el hecho consumado no es el más consistente de todos los derechos? Invadiremos Austria [Nos independizaremos de España] sin pedir permiso a nadie, y lo haremos por amor [de manera amable y sin violencia]. La borreguil aceptación que, no sólo entre sus correligionarios sino en determinados ambientes ilustrados, sobre todo de izquierda -periodistas, políticos, historiadores, profesores, intelectuales-, aunque también furibundos y reaccionarios ultraderechistas, tienen algunas de las más evidentes mentiras del también antediluviano independentismo, está apuntada en la novela: El mundo se rinde ante el bluff. Incluso el mundo más serio, más rígido, incluso el viejo orden, aunque nunca cede cuando se exige justicia, aunque nunca se doblega ante el pueblo que se subleva, sí se doblega ante el bluff. La magistral -cuesta emplear el adjetivo cuando los fines son tan siniestros, pero así es, por desgracia, lo que ha ocurrido y está ocurriendo- utilización de los recursos de la publicidad y la mercadotecnia por parte del poder, la construcción de un “relato” que oficialice la mentira, que la cubra de una capa de legitimidad y la difunda persistentemente, sin dar tregua, una lluvia fina -a veces gruesa y burda- que repita sin parar esa ficción para -por efecto de la insistencia y de la aviesa construcción del discurso, reduccionista y emotivo- convencer y persuadir a las gentes, conmoverlas y movilizarlas y enardecerlas y fanatizarlas, son comunes en la Cataluña de Puigdemont y Torra, con las escuelas e institutos adoctrinando y los ayuntamientos emitiendo consignas desde el campanario, con los lazos amarillos, con los carteles y los gritos de “independencia” en el Camp Nou en el minuto 17.14… y en la Alemania de Hitler, con Goebbels dirigiendo la eficaz máquina de propaganda del nazismo: La guerra mundial y su preámbulo son arrastrados a esa película infinita en la que no se distingue lo verdadero de lo falso. Y comoquiera que el Reich ha contratado a más cineastas, montadores, cámaras, técnicos de sonido, directores cinematográficos que cualquier otro protagonista de ese drama, cabe decir que, hasta la entrada en conflicto de rusos y norteamericanos, las imágenes que poseemos de la guerra las dirigió hasta la eternidad Joseph Goebbels. Y ahí está TV3, claro, como ejemplo paradigmático: Los noticiarios alemanes se convierten en el modelo de la ficción. Piénsese también, como rotundo ejemplo de descaro a la hora de perpetrar mentiras que se pretenden verdades, en la torticera traducción de las palabras del juez Llarena en la delirante querella contra él interpuesta por un indecente nacionalismo.

No hay tiempo ya para comentar Tristeza de la tierra. La otra historia de Buffalo Bill, una magnífica novela, elaborada con las mismas pautas estilísticas y una estructura y una organización interna similares a las de El orden del día, en la que, a partir del Wild West Show, el espectáculo con el que Buffalo Bill recorrió el mundo contando la “verdadera” historia de su país, se muestra como tomó realmente forma la cultura norteamericana: entre el mito y la realidad, entre la explotación y la ocultación, entre la sangre y el dólar, como señala la propia editorial. Con especial atención a episodios como el de Little Big Horn, tantas veces recreado en el cine, o la batalla/masacre (un nuevo ejemplo de cómo las palabras sirven para descubrir u ocultar la realidad, según cómo se usen) de Wounded Knee o personajes como el legendario jefe indio Toro Sentado, Vuillard nos muestra la cara oculta de “la conquista del Oeste”, desvelando asimismo, de un modo poético y muy bello, los sangrientos fundamentos sobre los que se alzó la construcción de los Estados Unidos de Norteamérica: la masacre, el expolio, el dinero, el espectáculo.

Dos libros, pues, altamente recomendables que no deberíais dejar pasar. Os dejo con un tema de Benny Goodman, músico que se cita en El orden del día, como ejemplo del swing -en general, del jazz- prohibido por el régimen nazi. La espléndida versión de St. Louis Blues está extraída del álbum Benny Goodman On the Air, 1937-1938 (años coincidentes con los que centran el desarrollo del libro).


Justo antes del Anschluss, se produjeron más de mil setecientos suicidios en una semana. Muy pronto, anunciar un suicidio en la prensa se convertirá en un acto de resistencia. Algún periodista osará aún escribir “súbito fallecimiento”; las represalias no tardarán en hacerlos enmudecer. Se buscan otras fórmulas usuales, sin consecuencia. Y así, el número de personas que pusieron fin a sus días sigue siendo desconocido y sus nombres ignorados. Al día siguiente de la anexión, aún pudieron leerse en la Neue Freie Presse cuatro necrológicas: “La mañana del 12 de marzo, Alma Biro, funcionaria, de 40 años, se cortó las venas con una navaja de afeitar, antes de abrir el gas. En el mismo momento, el escritor Karl Schelesinger, de 49 años, se disparó un tiro en la sien. Un ama de casa, Helene Kuhner, de 69 años, se suicidó también. Por la tarde, Leopold Bien, funcionario, de 36 años, se arrojó por la ventana. Se desconocen las causas de su acto”. Esa pequeña apostilla trivial nos llena de vergüenza. Porque, el 13 de marzo, nadie puede desconocer los móviles de todos ellos. Nadie. Además, no debe hablarse de móviles, sino de una sola y misma causa. 

Puede que Alma, Karl, Leopold o Helene divisaran, desde su ventana, a aquellos judíos a los que se llevaban a rastras por las calles. Para comprender lo que ocurría les bastó con entrever a aquellos a quienes rasuraron la cabeza. Les bastó con entrever a aquel hombre sobre cuyo occipucio pintaron los transeúntes una cruz de tau, la de los cruzados, la que ostentaba aún, una hora antes, el canciller Schuschnigg en la solapa de la chaqueta. Incluso bastó con que otros se lo contarán, o con que lo adivinaran, lo dedujeran, imaginándolo antes incluso de que sucediese. 

Y tanto da que aquella mañana Helen viera o no viera, entre la multitud vociferante, a los judíos en cuclillas, a cuatro patas, obligados a limpiar las aceras ante la mirada divertida de los viandantes. Tanto da que hubiera presenciado o no aquellas abyectas escenas en las que les obligaban a comerse la hierba. Su muerte refleja únicamente lo que sintió, la enorme tribulación, la repulsiva realidad, su asco hacia un mundo que vio desplegarse en su desnudez asesina. Porque, en el fondo, el crimen estaba ya allí, en las banderitas, en las sonrisas de las muchachas, en toda aquella primavera pervertida. Incluso en las risas, en ese fervor desencantado, debió de advertir Helene Kuhner el odio y el regocijo. Debió de entrever -en un rapto aterrador-, tras aquellos miles de siluetas y de rostros, a millones de condenados a trabajos forzados. Y adivinó, tras el pavoroso júbilo, la cantera de granito de Mauthausen. Entonces se vio morir. En la sonrisa de las muchachas de Viena, el 12 de marzo de 1938, en medio de los gritos de la multitud, en el olor fresco de las nomeolvides, en el corazón de aquella extraña alegría, de todo aquel fervor, debió de asaltarla una negra aflicción. 

Serpentinas, confetis, banderines. ¿Qué fue de aquellas muchachas locas de entusiasmo, qué fue de su sonrisa?, ¿de su despreocupación? ¡De su rostro tan sincero, tan alegre! ¿De todo aquel júbilo de marzo de 1938? Si una de ellas se reconociera actualmente en la pantalla, ¿en qué pensaría? El pensamiento verdadero es siempre secreto, desde el origen del mundo. Pensamos por apócope, en estado de apnea. Debajo, la vida fluye como la savia, lenta, subterránea. Pero ahora que las arrugas han corroído su boca, irisado sus párpados, apagado su voz -la mirada errando por la superficie de las cosas, entre el televisor que escupe sus imágenes de archivo y el yogur, mientras la enfermera se afana a su alrededor ajena a todo, a años luz de la guerra mundial, pues las generaciones se suceden igual que se relevan los centinelas en la noche oscura-, ¿cómo separar la juventud que se ha vivido, el olor a fruta, esa subida de savia que corta el aliento, del horror? No lo sé. Y en su residencia de ancianos, entre el olor dulzón del éter y de la tintura de yodo, con su fragilidad de pájaro, ¿acaso la anciana niña arrugada que se reconoce en el noticiario, enmarcada en el frío rectángulo del televisor, ella que sigue viva, tras la guerra, las ruinas, la ocupación estadounidense o rusa, sus sandalias gimiendo en el linóleo, sus manos tibias cubiertas de manchas cayendo lentamente de los apoyabrazos de ratán cuando la enfermera abre la puerta, acaso suspira de vez en cuando, mientras extrae los recuerdos ingratos de su formol? 

Alma Biro, Karl Schlesinger, Leopold Bien y Helene Kuhner no vivieron tanto. Antes de arrojarse por la ventana, el 12 de marzo de 1938, Leopold hubo de enfrentarse varias veces a la verdad, y luego a la vergüenza. ¿No era él también austriaco? ¿Y no tuvo que soportar durante años las bufonadas grotescas del nacionalcatolicismo? Cuando por la mañana dos nazis austriacos llamaron a su puerta, el rostro del joven pareció de pronto viejísimo. Desde hacía algún tiempo buscaba palabras nuevas, ajenas a la autoridad y a su violencia: no encontraba ya ninguna. Vagaba días enteros por las calles, con miedo a toparse con un vecino malévolo, con un excompañero que apartara la mirada. La vida que amaba había dejado de existir. No quedaba nada de ella: ni las meticulosidades del trabajo, donde a veces disfrutaba haciendo las cosas bien, ni el frugal almuerzo de mediodía, un tentempié sentado en los escalones de un viejo edificio mientras miraba pasar a los transeúntes. Así pues, aquella mañana del 12 de marzo, cuando sonó el timbre, sus pensamientos lo envolvieron en una bruma, oyó por un instante esa voz interior que escapa siempre de las largas intoxicaciones del alma; abrió la ventana y saltó.

 

Éric Vuillard. El orden del día

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