Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 1 de mayo de 2019

ELIZABETH GASKELL. MARY BARTON. NORTE Y SUR

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro llega a vuestras casas, una semana más, con una recomendación de lectura que pueda ser de vuestro agrado. En el caso de hoy, nuestra propuesta está vinculada a una efeméride de actualidad en estos días. Y es que con ocasión de la celebración del Primero de mayo, el Día internacional de los trabajadores, el espacio se va a adentrar en los entresijos de un par de libros de temática social -aunque no solo-, ambos considerados clásicos -pese a no ser especialmente conocidos, pues no lo son de primer orden, por así decirlo-, de cuya publicación se cumplieron los ciento setenta años, el pasado 2018, en el caso del primero, y los ciento sesenta y cinco, este 2019, en el del segundo. Se trata de Mary Barton y Norte y Sur, obras ambas de la británica Elizabeth Gaskell. Mary Barton, el muy logrado debut literario de su autora, vio la luz, como os digo, en 1848, aunque conoció varias reediciones casi inmediatas, que supusieron revisiones del texto hasta su edición más o menos definitiva en 1854. Es precisamente esa postrera versión la que ha servido de base para la traducción española de Miguel Temprano García que presentó nuestra muy querida Alba Editorial en su insuperable colección Alba Clásica. También en la misma colección y traducida esta vez por Ángela Pérez, aparece Norte y Sur, publicada originariamente por entregas, entre 1854 y 1855, en la revista Household Words, dirigida por Charles Dickens. 

Elizabeth Cleghorn Stevenson nació en Londres en 1810, hija de un pastor de la Iglesia unitaria inglesa. A los veintidós años contrajo matrimonio con William Gaskell, también ministro de esa Iglesia, tomando desde entonces el apellido de su marido. La influencia del padre y el esposo y las labores de implicación con la comunidad propias de la mujer de un religioso, afinaron su sensibilidad ante las cuestiones sociales y conformaron en ella una mentalidad -y una sentimentalidad- inspirada en las doctrinas de la Biblia, aspectos ambos que, como veremos, tendrán un notable reflejo en las novelas comentadas. El matrimonio se instaló en Manchester, una ciudad que en ese tiempo era una urbe superpoblada y de enorme conflictividad social, uno de los núcleos urbanos protagonistas de la Revolución Industrial, lo cual, como se ha dicho, tendrá también una repercusión importante en el primero de los libros que ahora os presento (también en el segundo, aunque en él la ciudad de las manufacturas algodoneras aparecerá en la ficción bajo el nombre de Milton). Su carrera literaria, de iniciación tardía -la escritura de Mary Barton, publicada cuando contaba treinta y ocho años, se debió, al parecer, a su voluntad de sobreponerse a la depresión causada por la muerte del único hijo varón que aún le quedaba-, cuenta con media docena de novelas y algunas colecciones de relatos y novelas breves. 

A partir de la vida de dos familias, los Barton y los Wilson, Elizabeth Gaskell describe en Mary Barton las deplorables condiciones de vida de los trabajadores de las fábricas textiles en la Inglaterra de la Revolución industrial, en una novela que interesa no sólo, como luego veremos, por esa ya mencionada dimensión “sociológica”, sino también por la profundidad en el retrato de sus personajes, por la convincente ambientación en el Manchester de la época, y también, en planos relevantes pero de una menor enjundia, por la emotiva y algo melodramática historia sentimental que nos narra, de la que la Mary Barton del título es protagonista principal, con sus dudas adolescentes entre dos pretendientes, sencillo y pobre el uno, frívolo y muy rico el otro, e incluso por las leves dosis de misterio que encierra su trama, con un asesinato cuya autoría deberá resolverse en un juicio que llegará casi al término de la obra. 

En el prólogo a su libro Elizabeth Gaskell confiesa cómo, cuando decidió encarar la redacción de una obra de ficción, pensó en narrar las vidas de las gentes con quienes se cruzaba a diario en las populosas calles de la ciudad donde residía. La dureza en la que se desenvolvían sus precarias realidades, injusta e inexorablemente condenados a entregar por entero su existencia al inhumano trabajo que imponía la naciente sociedad industrial, su casi siempre impotente lucha frente a la adversidad y el funesto destino, despertaron en Elizabeth una natural simpatía y la hicieron centrar la atención en ellos, los desfavorecidos de la fortuna, como protagonistas de su naciente aventura literaria. Además, como ya se ha sugerido, sus propias creencias espirituales -y también su activismo religioso- la predisponían a favor de las pobres víctimas de esa explotación a la que eran sometidos muchos de sus conciudadanos por parte de patrones sin escrúpulos o, cuando menos, inconscientes de los padecimientos sufridos por aquellos sobre cuyas dolientes espaldas se sostenían las fortunas que amasaban. Partiendo de esta cercanía sentimental a la causa de los obreros, de los pobres, de los oprimidos y humillados, de las víctimas inocentes de la forzosa industrialización, en su novela se da voz a sus quejas y sus lamentos, escuchamos sus denuncias y sus reivindicaciones, percibimos su rencor e irritación contra los ricos -la dicotomía riqueza/pobreza constituye uno de los ejes nucleares del libro, como puede verse en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña-, aunque desde un planteamiento nada crispado ni agresivo, nada beligerante o airado y sí comprensivo y benévolo, sí sincero, sensible y compasivo. Su posición ideológica de principio, su indulgente religiosidad la llevan a comprender -aunque no a justificar- la falta de resignación -expresada con violencia en ocasiones- de sus desdichados semejantes (mi impresión, escribe, es que han dejado a los obreros en un estado en que las lamentaciones y las lágrimas se dejan de lado por inútiles, y en que los labios se aprietan para maldecir y los puños se cierran dispuestos a golpear), y a reclamar el derecho de todas estas pobres gentes al acceso a una vida digna, y a abogar por unas reformas legales -¡¡hace casi doscientos años!!- que suavicen la crueldad que envuelve sus desesperados días. Nada sé de economía política o de teorías de comercio, afirma, para, a continuación, desde esa humildad intelectual y sobre la base de su bondad y sencillez, describir con precisión el tenebroso panorama al que se ven abocados la mayor parte de quienes viven y mueren en las fábricas. 

Todo ello está -engarzado, como es obvio, en un relato novelesco, Mary Barton no es ni un ensayo sociológico ni un panfleto de denuncia- en la novela, ejemplificado sobre todo en la figura de John Barton, el padre de la “heroína”, un obrero textil que va pasando del conformismo y la sumisión al “activismo” a medida que avanza la trama del libro. Por sus páginas discurren algunos de los más relevantes temas que acabarán por dar origen, en esas décadas, al Derecho laboral: las jornadas de trabajo desmesuradas y extenuantes, el trabajo infantil (una mujer se queja de la entonces reciente prohibición de la incorporación de los menores de trece años a las fábricas, pues, en sus míseras condiciones de vida, la familia no puede prescindir de una fuente de ingresos, aunque fuera ínfima), la explotación salarial, la hostilidad de los obreros en relación a las máquinas, con las llamadas a su destrucción (en el libro se menciona la terrible hiladora Jenny, creada en 1765, capaz de hilar con ocho carretes a la vez, una “figura” clave en la Revolución Industrial, responsable de infinidad de despidos, en una situación que -con los evidentes cambios de época- podemos reconocer en estos días actuales de incorporación masiva de la tecnología y la robótica a la producción de las empresas; ¿el fin, quizá, del trabajo?), la penosidad y la insalubridad laborales, los constantes accidentes (La mayoría de los que ingresaban era por accidentes ocurridos en las dos últimas horas de trabajo, cuando la gente está cansada y se vuelve más descuidada), las enfermedades causadas por el trabajo, las mujeres que pierden la vista cosiendo e hilando -tal y como ocurre a la pobre Margaret, un entrañable personaje del libro, amiga de Mary-, el nacimiento de una incipiente actividad sindical. 

Pero, más allá de la descripción de las penalidades laborales, la novela es un excepcional y dramático fresco de la vida en el Manchester de ese tiempo (Un relato de la vida de Manchester es el subtítulo del libro), marcada por el inclemente escenario industrial. Las terribles condiciones en las que se desarrollaban los partos, con la muy frecuente muerte de las madres en ellos; los nacimientos “logrados” envueltos en paupérrimas circunstancias de higiene, con los recién nacidos yaciendo helados en el frío suelo, entre la suciedad generalizada; la pobreza extendida por doquier; las terribles privaciones y el hambre de niños y adultos; la gente que muere tirada por las calles, víctima de las plagas y del frío, de la pestilencia y la hambruna; el humo irrespirable; el atroz sufrimiento, a la postre, de una parte importante de la sociedad. Simultáneamente, en el libro vemos reflejados el egoísmo o la indiferencia de los ricos: Nunca he visto a los patronos adelgazar ni quedarse famélicos por falta de comida; apenas alteran su forma de vida, aunque no me cabe duda de que deben hacerlo cuando las cosas van realmente mal. Pero economizan en cosas superfluas, mientras que nosotros tenemos que hacerlo con cosas esenciales, dirá, combativo, el infortunado John Barton, que se quejará, progresivamente radicalizado, del inaceptable desequilibrio: —¿Y qué bien me han hecho [los ricos] para que les tenga simpatía? —preguntó Barton con una llama latente aún en la mirada; luego estalló y continuó—: Cuando estoy enfermo, ¿vienen a cuidarme? Cuando mi hijo yace moribundo (como el pobre Tom, con los labios lívidos y temblorosos por falta de una comida mejor de la que yo podía darle), ¿acaso vienen a traerme el vino o el caldo que podrían salvarle la vida? Y, si me quedo varias semanas sin trabajo cuando vienen mal dadas y llega el invierno con las negras heladas y el viento de levante y no hay carbón en la estufa, ni mantas para la cama y se marcan las costillas por debajo de la ropa hecha jirones, ¿comparte conmigo el rico su abundancia como debería hacer, si su religión no fuese un camelo? Cuando yo esté en mi lecho de muerte y mi hija (bendita sea) se siente angustiada a mi lado, como sin duda hará —la voz se le quebró un poco—, ¿irá a verla una de esas señoronas y se la llevará consigo a su casa hasta que pueda valerse por sí misma y sepa qué es lo que conviene hacer? No, te digo que los únicos que se preocupan por los pobres son los pobres. Y no me vengas con esa monserga de que los ricos ignoran lo mucho que sufrimos; porque si no lo saben tendrían que saberlo. Somos sus esclavos mientras podemos trabajar; les ayudamos a acumular su fortuna con el sudor de nuestra frente, y aun así es como si viviéramos en mundos distintos: vivimos separados por una sima como el rico y Lázaro, pero sé quién de los dos salió mejor librado al final —y remachó su parlamento con una risa que no tenía nada de alegre. En definitiva, la “fotografía” de esa Manchester de espanto, con sus insoportables diferencias de clase, y que coincide efectivamente con la situación real de la ciudad entre 1839 y 1841, pocos años antes de la escritura de la novela, esa descripción realista de la urbe fabril del norte de Inglaterra (que se completa con los epígrafes que abren cada capítulo, con versos, canciones o citas de libros, periódicos y revistas del momento), supera en crudeza y autenticidad a las más amargas y críticas páginas que el propio Dickens, amigo y mentor de Gaskell, había dedicado al Londres de esos mismos años. 

La descarnada exposición de los hechos va acompañada de la de la perplejidad de sus protagonistas a la hora de intentar entender el porqué de tanta desgracia y, sobre todo, los modos de ponerle fin. Aquí se deja notar la inspiración religiosa de la autora, que ante las dudas de sus criaturas opone la convicción de su fe: Muchas veces me he preguntado cuál es la forma justa de proceder; y encontrarla es muy difícil para el pobre. Al menos para mí lo ha sido. Nadie me lo ha enseñado ni me lo ha indicado. De niño me enseñaron a leer pero no me dieron ningún libro; solo oí decir que la Biblia era un buen libro. Así que, cuando empecé a tener juicio, me dediqué a leerla. Pero es difícil creer que lo negro es negro y la noche es noche, cuando ves que todos hacen como si el blanco fuese negro y la noche fuese el día. No podré decir mucho en mi favor en el otro mundo, Dios me perdone; pero sí puedo decir esto: me habría sido más fácil obrar como nos dice la Biblia si hubiese visto que otros lo hacían; pero todos decían seguir sus enseñanzas y luego hacían justo lo contrario, se lamenta de nuevo John Barton. Hay, desde este punto de vista, numerosas apelaciones, bienintencionadas y a la vez escépticas, al sentimiento cristiano originario y a las virtudes que conlleva -respeto, tolerancia, caridad, comprensión, hermandad universal, entrega, bondad-, como fórmulas para evitar las desigualdades y superar las injusticias. Que el Espíritu de Cristo fuese la ley que imperase entre ambas partes, se dice al final del libro, en una muestra del espíritu “buenista” y de ilusionado optimismo -habrá, pese a los muchos males que rodean a los protagonistas, una suerte de final feliz- que rezuma el texto. Aunque es justo decir que se presenta también un planteamiento más laico y que hoy llamaríamos progresista, en el que, por ejemplo, se critica a los gobiernos o se reivindica la importancia de la formación para poner fin al inicuo estado de cosas: Obreros educados y con capacidad de juicio, no meras máquinas y hombres ignorantes, defiende una Gaskell, que, empero, nunca “coquetea” con las teorías socialistas que empezaban a divulgarse en la época: ¿estaba a favor de la igualdad, el reparto de bienes y esas cosas tan absurdas? Si esta noche todos los hombres fuesen iguales, algunos empezarían a destacar entre los demás a primera hora de la mañana siguiente, dirá el señor Carson, otro de los caracteres -complejo, con matices, nada estereotipado- sobresalientes en un libro que rebosa de ellos. 

Y digo “defiende Gaskell” y no alguno de sus personajes porque una de las más llamativas peculiaridades de Mary Barton -y con su análisis cierro esta primera parte de mi reseña- tiene que ver con la “intromisión” de la autora en su relato. En todo momento, la narradora interpela al lector (¿Conoce el lector «El tejedor de Oldham»? No lo creo, a menos que haya nacido y se haya educado en Lancashire, porque la canción es típica de allí. La transcribiré para él; ¿Imagina el lector el ajetreo de Alice?), dialoga con él (La acercó al enorme estante del que ya hablé al lector cuando describí el sótano), incluso se adelanta a sus pensamientos (Aunque puedo asegurar al lector que no lo había pensado antes, al referirse a una determinada situación; Antes de que lo que he contado tan sinceramente sobre los desatinos en los que pensaba o creía Mary dañe sin remedio la opinión que sobre ella se haya formado el lector…). El efecto que tal técnica -pues sin duda estamos ante una opción elegida y consciente de la autora- provoca es de complicidad y cercanía, lo cual redunda en la “eficacia” de la novela, que “llega” así más directamente a sus destinatarios. Pero, además, hay una especie de constante juego entre el escenario descrito en el libro y la realidad externa a él: Qué diferencia -apunta al describir un paisaje nocturno- con esta encantadora noche en el campo en la que ahora escribo. Vemos así, como si hubiera una realidad preexistente ajena a aquella de la que la autora nos está dando cuenta, otro plano que normalmente no se explicita en las novelas (o que al menos a mí, en mi condición de lector profano, me resulta insólito en esa época): el de la escritora en su mesa de trabajo, inventando la trama, asaltada por las dudas, transmitiendo sus propias dificultades a la hora de redactar su texto, y dando cuenta de todo ello a su sorprendido lector: No sé cómo aplicar ese nombre a tan humilde material, confesará, al describir un mueble. Le explicó lo que quería en una jerga que para Mary fue casi inaudible e incomprensible, y que yo, que soy demasiado de tierra adentro no puedo reproducir correctamente, apostilla, “introduciéndose” en la escena. No la tengo ahora aquí, de lo contrario, transcribiría el pasaje entero, se justifica ante la falta de precisión en una cita. 

En este sentido, la indignación que produce a la escritora el hecho de que, a través de la de sus personajes, unos padezcan y se agosten en su agonía y otros vivan con holgura y lujo hace que en algún pasaje el tono de la voz narradora -siempre ecuánime y moderado- se llene de hiriente ironía, como cuando se resaltan los “insoportables” padecimientos físicos y mentales derivados de la ociosidad -las “temibles” jaquecas de los ricos- consecuencia de estar mano sobre mano todo el día. 

Sin tiempo ya para apenas más que un breve comentario, quiero destacar que Norte y Sur participa de todos los rasgos esenciales -ya señalados- presentes en Mary Barton (la “fotografía” de una época, la dimensión religiosa, la crítica social, la reflexión sobre el progreso, la difícil historia de amor, incluso los fragmentos de poemas y canciones que encabezan cada capítulo) aunque “formulados” con una mayor profundidad y enjundia, en una novela que pasa por ser la obra mayor de Elizabeth Gaskell (sin embargo, a mí me ha interesado mucho más Mary Barton). La novela está ambientada en su mayor parte en Milton que, como ya se ha dicho, es el nombre con el que se “disfraza” Manchester en el texto. Con una trama interesante y muy bien urdida, que capta la atención del lector, su personaje principal, la joven e inteligente Margaret, vivirá una apasionada aunque titubeante historia de amor, en una sucesión de peripecias en la que hay viajes y sospechas y envidias e intrigas y malentendidos y renuncias y anhelos e ilusiones y esperanza y decepciones y también muertes, en un escenario por el que, de manera ostensible, vemos pasar todos los elementos que definen la vida en la Inglaterra de la Revolución Industrial. 

Tras una inesperada crisis de fe -llamémosla así- de su padre, un clérigo protestante, Margaret y su familia, el señor y la señora Hale, se verán obligados a abandonar la feliz y despreocupada existencia en Helstone, una pequeña aldea en Hampshire, en el sur de Inglaterra, para instalarse en Milton, teniendo que buscarse en la frenética y sucia ciudad fabril un nueva -y más modesta- vida. Las dificultades y sobresaltos que experimentará su vivencia personal y familiar correrán en paralelo a los episodios por los que transcurrirá la actividad de la ciudad, con los omnipresentes telares, el trabajo extenuante, las precarias condiciones laborales y vitales de los obreros y sus familias, los abusos en las fábricas, los conflictos sociales, las reivindicaciones sindicales, las huelgas, las distintas posturas ideológicas y religiosas frente a las injustas desigualdades, el enfrentamiento entre clases, la inhumana “eficacia” comercial -la especulación- que ya entonces provocaba desmesurados contingentes de desempleados, y tantas otras “lacras” que llevó consigo una modernidad marcada por la invención y posterior aplicación industrial de la máquina de vapor. En torno a Margaret Hale y su pesarosa familia se moverán John Thornton, dueño de una próspera industria local, Henry Lennox, desahogado abogado y, en el otro extremo del espectro social, el señor Higgins, activo sindicalista, y su joven hija Bessy, consumida por la enfermedad, entre otros personajes. 

El hilo argumental del libro -el avanzar de los días en el nuevo hogar, las relaciones sentimentales de Margaret con sus de continuo frustrados pretendientes- avanza ante un telón de fondo que pronto acabará por ocupar el primer plano de la novela y por constituirse de este modo en su elemento esencial. El texto entero, las peripecias relatadas, las vicisitudes de la difícil adaptación de los Hale a sus nuevas circunstancias, las alternativas -avances y retrocesos, acercamientos y, sobre todo, desencuentros con sus “enamorados”- cederán protagonismo a un discurso -que aflora de manera constante en la obra- en el que se contraponen un algo idílico Sur agrícola y ganadero, el del trabajo en el campo y la vida armónica acorde a los tranquilos ritmos de la naturaleza, con el irritante y acelerado Norte, hecho de fábricas, humos y suciedad, de prisas y contaminación, de apresurados negocios, rudeza y ausencia de sosiego. La dura realidad de Milton se describe con crudeza y verosimilitud -cabe una lectura sociológica, histórica, documental casi, del libro: su excepcional capítulo XXII constituye un esclarecedor tratado sobre el nacimiento y las contradicciones del movimiento obrero-, con sus calles abarrotadas, las viviendas precarias, las casas bajas y humildes, los vehículos lentos y pesados cargados de algodón invadiendo amenazantes las calzadas, los viandantes precariamente vestidos, los muchos niños desamparados, las cadavéricas víctimas del progreso, las mujeres avejentadas a muy corta edad, la niebla oscura y el humo negro por doquier, el ruido constante de los ingenios fabriles, la monotonía del trabajo, los rostros marcados por el esfuerzo y la ansiedad, la deprimente insalubridad, la pelusa -el polvo blanco fino- resultante de la inagotable producción textil llenando los pulmones de las gentes. Por otro lado, la mirada nostálgica y algo idealizada de los Hale nos pone en contacto con el ocio despreocupado del sur, el apacible y saludable transcurso de las estaciones, la vida acorde a los ciclos naturales; una existencia no ajena, sin embargo, al dolor y el sufrimiento, al hambre y al duro trabajo físico, en una constante aciaga en la vida de los eternamente desfavorecidos. 

En fin, dos grandes novelas, muy oportunas, como se ha dicho, para conmemorar desde aquí, desde Radio Universidad de Salamanca, este primero de mayo que hoy celebramos. Os dejo, como complemento musical a mi doble recomendación literaria, con The factory girl, un tema tradicional de lo años de la revolución industrial en Gran Bretaña, interpretado, a capella y de modo emocionante por Louis Killen. Se trata de una pieza -que aúna la historia romántica con el escenario social- extraída de un disco magnífico, grabado en 1989, Gallant Lads are We: Songs of the British Industrial Revolution.

No obstante, Mary no estaba al tanto de los asuntos que últimamente empezaban a ocupar a su padre en cuerpo y alma: sabía que había ingresado en algunos clubes y que se había convertido en miembro activo del sindicato, pero era difícil que una joven de la edad de Mary (incluso dos o tres años después de la muerte de su madre) prestara demasiada atención a las diferencias entre patronos y obreros, un eterno motivo de agitación en los distritos industriales, que, por mucho que parezca apaciguarse de vez en cuando, siempre acaba brotando con renovada violencia cuando se produce una caída del comercio, lo que demuestra que, a pesar de la calma aparente, las cenizas siguen ardiendo en el pecho de unos pocos. 

John Barton se contaba entre esos pocos. Para el tejedor pobre siempre resulta desconcertante ver a su patrono mudarse de una casa a otra, cada una más elegante que la anterior, hasta que acaba construyéndose una mansión aún más majestuosa, o retira todo el dinero de la empresa, o vende la fábrica para comprarse una finca en el campo, mientras el tejedor, que opina que él y sus compañeros son quienes están creando de verdad aquella riqueza, tiene que pasar penurias para conseguir el pan de sus hijos, por culpa de la escasez de los sueldos, la reducción de las horas de trabajo y los despidos. Y, cuando repara en que el negocio va mal y comprende (aunque sea a medias) que no hay suficientes compradores en el mercado para las mercancías fabricadas, y que por tanto no hay demanda para más, cuando podría soportar mucho sin quejarse si viese que los patronos también lo estaban pasando mal, se queda perplejo y (por decirlo con sus propias palabras) «se ofende» al ver que los dueños de las fábricas siguen como si tal cosa. Las grandes casonas continúan ocupadas, mientras las casas de los tejedores y las hilanderas se vacían porque las familias que vivían en ellas tienen que trasladarse a sótanos y habitaciones de alquiler. Los carruajes siguen rodando por las calles, los conciertos continúan abarrotados, las tiendas lujosas siguen teniendo clientes mientras el obrero pasa el tiempo ocioso presenciando todo eso y pensando en su mujer pálida y resignada en casa, en los niños que lloran en vano pidiendo más comida, y en cómo empeora la salud de sus allegados y de las personas a quienes quiere. El contraste es demasiado grande. ¿Por qué debe sufrir solo él cuando llegan los malos tiempos? 

Sé que, en realidad, las cosas no son así y también cómo son en realidad, pero lo que pretendo es transmitir la impresión de lo que piensan y sienten los obreros. Aunque es cierto que, cuando llegan los buenos tiempos, muchas veces dejan de lado sus quejas con una falta de previsión casi infantil y olvidan toda prudencia y precaución. 

Sin embargo, hay entre ellos hombres serios que han soportado ofensas sin quejarse, pero sin olvidar o perdonar a quienes (según creen) son la causa de todos sus pesares. 

Entre ellos estaba John Barton. Sus padres habían sufrido; su madre había muerto por una carencia absoluta de lo más elemental. Él era un obrero bueno y fiable, y, como tal, estaba seguro de encontrar trabajo. Pero gastaba todo lo que tenía con la confianza (también podríamos decir imprudencia) de quien se sabe hombre dispuesto y se cree capaz de proveer sus necesidades con su esfuerzo. Y, cuando el patrono quebró y un martes por la mañana despidieron a todos los obreros de la fábrica, con la noticia de que el señor Hunter había cerrado, a Barton solo le quedaban unos chelines; pero confiaba en que lo contratarían en alguna otra fábrica y por eso, antes de volver a casa, pasó varias horas yendo de fábrica en fábrica pidiendo trabajo. Pero ¡en todas las fábricas se notaba la caída del comercio! Unas estaban reduciendo los jornales, otras despidiendo a gente, y Barton pasó semanas sin trabajo y viviendo de prestado. En esa época fue cuando su hijo pequeño, su ojito derecho, el objeto de toda su capacidad de amar, contrajo la escarlatina. Lograron que sobreviviera, pero su vida pendía de un hilo muy fino. Todo, dijo el médico, dependía de una buena alimentación y una vida sana que permitiera al niño recuperarse de la postración en que lo había dejado la fiebre. ¡Burlonas palabras cuando en la casa no había comida suficiente ni siquiera para una persona! Barton trató de que le fiaran, pero los tenderos también lo estaban pasando mal. Pensó que no sería pecado robar y lo habría hecho, pero no encontró la ocasión en los pocos días de vida que le quedaban al niño. Presa de un hambre canina, aunque apenas reparaba en ella por su preocupación por el muchacho convaleciente, se plantó delante de uno de esos escaparates que exhiben todo tipo de deliciosos comestibles —piernas de venado, quesos Stilton y gelatinas— a los ojos de los viandantes. Y vio salir a la señora Hunter, que cruzó hasta su carruaje, seguida del tendero cargado de compras para una fiesta. Cerraron la puerta de un portazo y se marchó; Barton volvió a su casa con una amarga cólera en su corazón, ¡para encontrar a su hijo cadáver!


Elizabeth Gaskell. Mary Barton


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