Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 8 de mayo de 2019

KARINA SAINZ BORGO. LA HIJA DE LA ESPAÑOLA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, que hoy quiere proponeros un título que probablemente ya conoceréis, hasta tal punto su repercusión y su éxito en medio mundo, nuestro país incluido, lo ha puesto en el escaparate de todas las librerías y en las portadas de las revistas literarias, los suplementos culturales y los programas de libros de radios y televisiones. Estoy hablando de La hija de la española, la primera novela, la excelente primera novela de la periodista venezolana aunque de padre español Karina Sainz Borgo. Nacida en Caracas en 1982, aunque “huida” del caos de su país natal -una cuestión que impregna el libro entero, esta de la lamentable situación política, económica y social de Venezuela, de tan desgraciada actualidad en estas últimas jornadas-, la autora lleva viviendo en Madrid desde hace más de diez años, con una fecunda actividad en el periodismo cultural y una viva presencia en las redes sociales. Su súbita y deslumbrante irrupción en el mercado editorial se retrotrae a la prestigiosa Feria del Libro de Franckfurt de 2017, en la que el manuscrito de La hija de la española, inédito todavía entonces en nuestro mercado literario, se vendió a más de veinte países, comprometiendo su traducción a una quincena de idiomas en las más importantes firmas editoriales del mundo. El libro apareció el pasado mes de marzo en España, dentro del sello Lumen, y desde entonces se han multiplicado las reimpresiones y las nuevas ediciones en un fenómeno de difusión con tintes virales -concitando la reacción casi unánime de crítica y lectores- poco usual en el ámbito de la literatura, al haberse desencadenado, como digo, antes incluso de su afloramiento público.

En una Caracas fantasmal y anárquica, un escenario perfilado con rasgos apocalípticos, una mujer joven, Adelaida Falcón, maestra, entierra a su madre, fallecida tras una durísima y devastadora enfermedad y con la que ha compartido la mayor parte de su vida -el padre desconocido y ausente- en una estrecha convivencia (el pegamento de los años nos soldó como a las partes de una espada con la cual defendernos la una a la otra). Su soledad sobrevenida y las insoportables condiciones en las que se desenvuelve la existencia bajo el régimen chavista -no mencionado expresamente por su nombre, aunque referencia inequívoca a lo largo del texto-, “requisada” su casa por un grupo de mujeres afines al caótico poder militar, aterrorizada por el palpable riesgo de muerte, hastiada de su país y de la mezquindad y ausencia de futuro de esa vida opresiva e infernal, busca la complicidad de una vecina, Aurora Peralta, a la que apenas ha tratado y de la que poco sabe, -que era tímida, que tenía poca gracia y que todos la llamaban “la hija de la española”, al ser su madre, Julia, también fallecida, una gallega que había emigrado con su marido a Venezuela décadas atrás. Pero la violencia imperante se ha cebado también en ella, y así, cuando Adelaida, privada de su hogar, entra en el apartamento aledaño para intentar encontrar refugio frente a las ominosas amenazas externas, se encuentra (en un lance de la trama de difícil verosimilitud, quizá la faceta más endeble del libro) con el cadáver de la mujer así como con una discreta cantidad de euros y la completa documentación de la difunta entre la que se cuentan todos los justificantes y certificados -pasaporte inclusive- que, dada la doble nacionalidad de Aurora, le permitirían el retorno a España. En medio de aquel paisaje dantesco, envuelta en su sufriente situación, la protagonista vislumbrará la oportunidad que puede abrirle una nueva vida en Europa, llevando a cabo la suplantación de la identidad de la gris, desafortunada y casi desconocida vecina.

Pero, más allá de este sucinto núcleo argumental y de su desarrollo en las poco más de doscientas páginas del libro, son muchos los elementos destacados de esta espléndida novela, entre los que sobresale, por encima del resto, la convincente, verosímil y parece que fidedigna fotografía -aunque las únicas críticas negativas a La hija de la española que yo he podido leer tienen que ver, precisamente, con esta vinculación con lo real de la obra, con su dimensión “política”, demasiado sesgada ideológicamente, al decir de algunos- de la vida cotidiana de la Venezuela de Chávez y Maduro, la totalitaria Venezuela de los últimos veinte años que ahora, por fin, parece desmoronarse.

Hay quien ha criticado el libro por su extremista toma de postura en contra del actual statu quo del país caribeño, pero la visión que trasluce como telón de fondo -y en ocasiones como elemento central- de la trama novelística es la de un espacio apocalíptico -ya se ha dicho-, por momentos distópico, a lo Mad Max, en el que imperan las mentiras y la represión del Estado, la violencia y el odio, el miedo y la muerte en las calles en una sucesión de episodios cruentos y atroces, al parecer bien documentados. La acción avanza en un marco urbano hecho de disparos, saqueos, cortes de luz, calzadas incendiadas, bombas lacrimógenas, gas pimienta, francotiradores, golpes, ruidos estruendosos, asesinatos, palizas, linchamientos, violaciones, allanamientos, robos a los muertos, detenciones indiscriminadas e injustificadas, inflación desmesurada que deja al dinero sin valor, racionamiento, falta de alimentos, hambre, suciedad, carencia de medicinas, comandos descontrolados, bandas campando a sus anchas sin límites ni frenos, vitrinas reventadas a pedradas, corrupción, pillaje, mercado negro, en una atmósfera opresiva y angustiosa, casi bélica, en un permanente toque de queda, en el que los Motorizados de la Patria, los Hijos de la Revolución, los pelotones del Ejército, los uniformados de la Inteligencia militar, los sicarios del Gabinete Revolucionario, los convoyes organizados de anónimos criminales conniventes con el Gobierno, alentados y pagados por él, imponen su arbitraria ley siguiendo las consignas emanadas de la autoridad del tiránico Comandante Presidente.

Sainz Borgo no escatima detalles en la descripción de ese crudo horror ambiental, ni ahorra tampoco sus aceradas reflexiones sobre las causas del catastrófico drama que vive su país. Son constantes las muestras de la descarnada expresión -siempre por boca de su protagonista, que narra la historia en primera persona- tanto de la tragedia de esa Caracas presa del espanto y los constantes desafueros, como de la ideología política subyacente que propicia el vandalismo y el crimen, la injusticia y el abuso, el expolio y el terror. Presentadas con frecuencia bajo la forma de “sentencias”, casi como aforismos, como brillantes fogonazos poéticos de una intensidad estilística, una potencia expresiva y un lirismo extraordinarios, en esas ácidas imágenes verbales, en ese lenguaje deslumbrante, reside gran parte de la fascinación que suscita el libro. Ahora todo se desborda: la suciedad, el miedo, la pólvora, la muerte y el hambre, genial y muy descriptivo resumen del triste estado de las cosas, como también lo es: La guerra era nuestro destino, desde mucho antes de que supiésemos que llegaría. O, a propósito de los desbordados hospitales, Hombres, mujeres y niños que esperaban su turno en la antesala de la ultratumba. Y también las muchas punzantes, agudísimas, “radiografías” de Venezuela: Ya no éramos un país. Éramos una fosa séptica; En aquel país, lo único que funcionaba era la máquina de matar y robar, la ingeniería del pillaje; País sin dientes que degüella gallinas. O, en el mismo sentido, la indefensión y la impotencia de los ciudadanos ante los atropellos y la sangrienta arbitrariedad del régimen: Nos deforestaban. Nos mataban como a perros; Alguien nos descuartizaba, nos abría en canal para hurgar sin pudor en todo cuanto llevábamos dentro; Teníamos los días contados.

Pero la desesperanzada Adelaida se entrega también a análisis más profundos, más razonados y explicativos, más expresamente ideológicos, como cuando la lúcida voz de su conciencia ahonda en el comportamiento del gobierno revolucionario: Prometieron. Prometieron que nunca nadie más robaría, que todo sería para el pueblo, que cada quien tendría la casa de sus sueños, que nada malo volvería a ocurrir. Prometieron hasta hartarse. Las plegarias no atendidas se descompusieron al calor del resentimiento que las alimentaba. Nada de cuanto ocurría era responsabilidad de los Hijos de la Revolución. Si las panaderías estaban vacías, el culpable era el panadero. Si la farmacia estaba desprovista, aunque fuera de la más elemental caja de anticonceptivos, el farmacéutico sería el responsable. Si llegábamos a casa exhaustos y hambrientos, con dos huevos en una bolsa, la culpa sería del que ese día había conseguido el huevo que a nosotros nos faltaba. Con el hambre se desató la larga lista de odios y miedos. Nos descubrimos deseando el mal al inocente y al verdugo. Éramos incapaces de distinguirlos. O cuando dibuja, de nuevo en pinceladas fulgurantes, el carácter y el estado actual de su nación: La promesa de que algún día seríamos modernos. Una declaración de intenciones. Pero también las intenciones quedaron en ruinas; Esa era la divisa patria: aparentar; Entonces podíamos permitírnoslo [el lujo, el dispendio, la riqueza dilapidada]. El petróleo pagaba las cuentas pendientes. O eso pensábamos.

Y también en las atinadas aproximaciones al carácter mestizo de una nación hecha a partir de la inmigración (Nací y crecí en un país que recibió a hombres y mujeres de otra tierra. Sastres, panaderos, albañiles, plomeros, tenderos, comerciantes. Españoles, portugueses, italianos y algunos alemanes que fueron a buscar al fin del mundo un sitio donde volver a inventar el hielo. Pero la ciudad comenzó a vaciarse. Los hijos de aquellos inmigrantes, gente que se parecía poco a sus apellidos, emprendían la vuelta para buscar en los países de otros la cepa con la que se construyó la suya. Yo, en cambio, no tenía nada de eso), la mezcla (un injerto entre las taras de los blancos criollos del siglo XIX y el desmelene de una sociedad en la que todos tenían su zambo y su negro en la sangre) y las contradicciones que lleva consigo el mestizaje (Un país mestizo y extraño. Hermoso en sus psicopatías. Generoso en belleza y violencia, dos de las más abundantes pertenencias nacionales. El resultado final era esa nación construida sobre la hendidura de sus propias contradicciones, la falla tectónica de un paisaje siempre a punto de derrumbarse sobre sus habitantes).

Este juego, que se insinúa en esta última cita, entre la belleza natural y la hermosura del paisaje y de las gentes caribeñas, y, por otro lado, la terrible violencia, los abusos, la injusticia, la opresión, la brutalidad que es capaz también de albergar, constituye uno de los temas fundamentales del libro, uno de los “dualismos” -hay otros, como luego se verá- en torno a los cuales se construye el relato de Sainz Borgo. Y es que, en todo momento, la novela alterna la descripción de la horrible realidad caraqueña (una ciudad en la que hasta las flores depredan) con las vueltas atrás en el tiempo, en las que la protagonista se retrotrae a sus plácidos y felices días infantiles en Ocumare, el pueblito del que procede su familia. Recreando la casa de las Falcón -la abuela, las ocho hermanas de ésta, las tías Amelia y Clara-, Adelaida huye, siquiera en el recuerdo, a un espacio de paz y alegría, un mundo ajeno al del acelerado y conflictivo avance de los tiempos (como si el siglo XIX jamás hubiera desaparecido ante la llegada del progreso), el mundo de los rituales agrícolas y ganaderos, un mundo hecho de tradiciones y cánticos y festejos y costumbres y singular y riquísimo lenguaje y ancestral cultura popular, acorde con el transcurrir de la vida, un mundo benigno, acogedor, confortable, que es el de la infancia y la familia, tan distante, por desgracia, de la oscura y agresiva y desesperante amenaza de las calles del presente capitalino, de su inhumana soledad, como puede apreciarse en este fragmento: El árbol del patio de la pensión de las Falcón era mi territorio. Me sentía libre en su rama desolada, a la que trepaba como un mono, ese lado de mi infancia que en nada se parecía a la ciudad medrosa en la que crecí y que con el paso de los años se transformó en un amasijo de alambradas y cerrojos. Me gustaba Caracas, pero prefería los días de caña de azúcar y zancudos de Ocumare a aquellas aceras sucias, llenas siempre de naranjas podridas y agua manchada con aceite de motor. En Ocumare todo era distinto. Una infancia, descrita con ciertos rasgos de realismo mágico -la cualidad de paraíso del entorno, lo excesivo, la naturaleza desbordante, las flora ubérrima, los animales, los olores, la densidad del aire, las historias exageradas, la inventiva-, que encierra también -quizá en otro rasgo de la desmesurada dimensión que alcanzan las cosas en las exuberantes regiones caribeñas, en general en toda Latinoamérica- severos atisbos de aspereza, de brutalidad, de rudeza: así el primer amor, platónico, romántico y sentimental como lo son todos a los diez años, pero en este caso experimentado hacia un joven soldado muerto fotografiado en las páginas de un periódico (con diez años ya amaba fantasmas); o el amor maduro, logrado y feliz, también, sin embargo, violento y asociado a la muerte, como aflora de modo brillante en una afilada y admirable metáfora: Así como acudían los soldados a las trincheras, embrutecidos por el anís, que es como debe saber el enamoramiento cuando resulta excesivo

Estos excursos en torno a la infancia en Ocumare albergan también otro de los motivos centrales del libro, que encaja, igualmente, en ese esquema dual ya mencionado: el conflicto entre arraigo y desarraigo, entre pertenencia y destierro. El pueblo, la familia, la tierra representan el origen, el vínculo con lo primordial, el lugar al que Adelaida “pertenece”. Pero, a la vez, basta voltear las páginas para adentrarnos de nuevo con ella en ese universo espantoso, en ese panorama de catástrofe que representa su día a día y del que intenta, por todos los medios -incluso los discutibles moralmente-, huir. Con su vida rota (La vida fue aquello que pasó. Aquello que hicimos y nos hicieron. La bandeja donde nos abrieron por la mitad como un pan a punto de crecer; un pensamiento, señala la propia Karina Sainz en una entrevista, “sugerido” por Javier Marías), extraña a su tiempo y a su país a causa de las simultáneas orfandad de la madre y traumática pérdida de la patria, destinada al lugar al que van a parar los que no pertenecen a ninguna parte, comienza a odiar el lugar en el que nací (en una significativa reflexión que se acompaña de una muy intelectualizada pero a la vez esclarecedora cita libresca: … como el Thomas Bernhard de El sótano y Tala), decidida a poner tierra -o mar, otro de los leitmotivs de la novela- de por medio. No por casualidad el destierro aparece ya en una de las citas iniciales del texto.

Tan sólo una letra separa “partir” de “parir”, piensa el personaje, y el atinado dictamen pone de manifiesto otro de los ejes nucleares del libro, la fuerza de la maternidad, la relación madre/hija, y, por extensión, la poderosa y bien subrayada presencia de las mujeres, en la novela y entre el pueblo venezolano. El fortísimo vínculo entre Adelaida y su madre que la muerte rompe al comienzo de la obra, permea el relato entero y se “recrea” -en el recuerdo de la hija- a lo largo de su transcurso. Y la forzosa ruptura de esa unión, lo es también la de una etapa vital (Sepultándola a ella cerraba mi infancia de hija sin hijos) y, en un plano metafórico, la del lazo que la ata a su país -la madre/la patria-, en una nueva manifestación del ya reiteradamente referido especular juego de contrastes.

Y la figura de la madre (a la que la autora elige soltera, no por azar, creo) opera del mismo modo como emblema de la feminidad entera, de la fortaleza, la decisión, el vitalismo, la energía, el ánimo, el ansia de libertad con los que las mujeres sacan adelante a los suyos en aquellos entornos durísimos, hostiles. La hija de la española es una novela de mujeres, desde las ancianas Falcón, reinas de un mundo en trance de morir, pasando por los muy bien perfilados caracteres de madre e hija, de una reciedumbre y un vigor ejemplares -juntas o por separado- (éramos pequeñas y venosas, casi nervadas, acaso para que no nos doliera si nos arrancaban un trozo o incluso la raigambre entera. Estábamos hechas para resistir. Nuestro mundo se sostenía en el equilibrio que ambas fuésemos capaces de mantener. El resto era algo excepcional, añadido, y por eso prescindible: no esperábamos a nadie, nos bastábamos la una a la otra), hasta, en general, las venezolanas todas, descritas -de nuevo con agudeza y esclarecedora precisión- en un párrafo espléndido: Ese país donde las mujeres siempre parieron y criaron solas a los hijos de los hombres que ni siquiera se tomaron la molestia de ir a comprar tabaco para no volver.

No quiero cerrar esta reseña sin referirme, siquiera brevemente, a otros aspectos a resaltar en este por tantos motivos interesante libro, como por ejemplo la omnipresencia en él de la muerte -real o metafórica-, las referencias al mar, patente ya desde la dedicatoria, y, por último, el, a mi juicio, muy estimable estilo literario.

En relación a la muerte, resulta significativo que, la novela dé comienzo en un cementerio, marcando así, pues, ya desde el principio, un esclarecedor hilo temático. Muere la madre, pero muere también Aurora, y murió -narrado en el recuerdo- el gran amor de Adelaida, y mueren por doquier los ciudadanos en las calles (La gente muere, por su culpa o a manos de otro. Pero muere. Y eso es lo único que importa), en las portadas de los periódicos (Los días fueron acumulándose como los muertos en los titulares), y hasta los vivos están muertos (Amábamos a gente muerta). Una muerte que no sólo se muestra en su cruda vertiente literal, sino también en la no menos cruel de la metáfora: los macabros rituales funerarios (las chicas que se encaraman al ataúd), la destrucción del hogar de la protagonista, la disolución de sus recuerdos -la vajilla familiar, las fotos, los libros-, el abandono de la propia vida en la huida y el cambio de identidad. En este país nadie descansa en paz. Nadie, sentencia Adelaida, en una aparente y reveladora paradoja: tanta muerte y nadie halla el sosiego…

El mar está presente también desde la cita inicial (Porque todas las historias de mar son políticas y nosotros trozos de algo que busca una tierra), siendo constantes las alusiones en el texto -de nuevo las frases brillantes, rotundas, como aforísticas-: El mar redime y corrige, engulle cuerpos y los expulsa; e, igualmente, todo mar es un quirófano donde un afilado bisturí desgarra a quienes nos atrevemos a cruzarlo; o, ese mar donde alguien siempre dice adiós, referidas al Atlántico, con la alusión al océano que atravesaron en un sentido los españoles y europeos emigrados -el abuelo de Karina Sainz Borgo así lo cruzó en barco tras la guerra civil- y en el otro lo hacen ahora sus hijos y nietos, los desterrados, los huidos del horror que marca a fuego una sociedad mestiza, hecha con el esfuerzo de muchos, gentes que en sus países había sido olvidada y que vivía ahora amalgamada entre nosotros. El mar que une y separa, el mar que lleva y que expulsa (Juntos éramos todo eso que comprendíamos como propio, la sumatoria de las orillas que separan un mar), el mar que apacigua y calma y el mar colérico y amenazador y violento.

Y todos estos ejes a través de los cuales se mueve la novela, se narran contados en un español -quizá debiera hablarse de “venezolano”- luminoso y exacto, seco y conciso, poblado de expresiones contundentes, como relámpagos de una prosa brillante y de alta calidad literaria, de frases y descripciones precisas y a la vez abiertas a evocaciones múltiples, a sentidos ocultos que se apuntan superando la mera obviedad literal, en un texto de una belleza extraordinaria, por momentos poética, tanto en la convincente e inolvidable descripción del infierno urbano como en la más colorista y hasta lujuriosa recreación del universo y el habla del Ocumare rural.

Precisamente de este mundo idílico de la infancia, de este entorno primordial, paradisíaco, extraigo la referencia musical que acompaña mi reseña. A esa muy creíble ambientación en los parajes del interior de Venezuela que se muestra en muchos pasajes de la novela contribuye el abundante elenco de canciones del folklore del país que surcan el texto. En particular, hay una serie de piezas, los cantos del pilón, cuyo significado e historia se recoge en el texto con el que cierro mi comentario de hoy. De ellas, de esas canciones de trabajo que entonaban los campesinos, sobre todo las mujeres, pobres, desgraciadas, infelices y resignadas, sometidas a su estéril y dura tarea, he escogido una breve y preciosa selección, de una melancolía tristísima, de alguna de los cuales se transcribe en el libro su desesperanzada letra. La limpia voz de Soledad Bravo, una cantante venezolana de origen español, llena de hermosura el dulce llanto de las desoladas mujeres.


El invento nació del lúpulo con el que un cervecero alemán regó los tormentos de un país que alternaba la borrachera con la guerra y que abolió a las piloneras, las mujeres que molían el maíz dando golpes con un palo contra un grueso pilón de madera hecho de un árbol que presidía los patios soleados de las haciendas y plantaciones. De ese oficio nacieron los cantos del pilón, un rezo de sudor y mazazo, una melodía que acompañaba la molienda bruta y sabrosa. Mujeres infelices que pulverizaban, a golpes, la cáscara del grano de donde provenía la harina con la que se cocinaba en hornos de leña el pan pobre de un país que aún sufría paludismo. Desde entonces, esa música quedó como una percusión del corazón. 

Casi siempre pilaban juntas dos mujeres que conversaban rítmicamente. De ahí nacieron aquellas canciones que parecían confirmar una verdad: la tragedia nos vino dada, como el sol y los árboles preñados de frutas dulces y pesadas. De esas cosas hablaban los cantos del pilón, de las cuitas e historias de mujeres incultas que hacían estallar sus penas contra un mortero de madera y de las que aún se conservaban las letras de sus canciones, que venían a mi mente al pasar por La Encrucijada. 

-Adelaida, hija, despiértate. Ya estamos llegando a la fábrica de Remavenca. 

Ni falta hacía que mi madre me avisara, ya mi corazón había detectado aquel olor potente a cebada y alimento. Ese aroma a cerveza y pan me hacía feliz. Entonces comenzaba a cantar los versos que había aprendido de la boca de las viejas de Ocumare. 

-“Dale duro a ese pilón…, io, io”. 

-“Que se acabe romper” -contestaba mi mamá, en voz muy baja. 

-“Puta tú y puta tu mai…” 

-Esa parte no, Adelaida. ¡No repitas eso” 

-“Puta tu abuela y tu tía, io, io…” -decía yo riéndome. 

-No, hija. Canta el que te enseñó la tía Amelia: “Ya me duele la cabeza, io, io, de tanto darle al pilón, io, io, para engordá un cochino y comprá un camisón, io, io”. 

Las negras del pueblo entonaban aquellos versos mientras daban forma a las arepas con sus manos ante el budare hirviente del mercado. Cada frase iba rematada por un jadeo monocorde, “io, io”, el quejido del esfuerzo.

Ahí arriba en aquel cerro, 
io, io, 
va un matrimonio civil 
io, io, 
se casó la bemba e´burro con el pescuezo e´violín, 
io, io, 
Si por tu marido es, 
io, io,
cógelo que allá se te va, 
io, io, 
un camisón de cretona no me lo ha llegao a da, 
io, io. 

 

Karina Sainz Borgo. La hija de la española

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