Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de septiembre de 2019

DAVID GROSSMAN. LA VIDA ENTERA; GRAN CABARET

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Esta semana, nuestro espacio os trae un par de libros espléndidos de un autor israelí, eterno candidato al Nobel, David Grossman. Quiero hablaros, en primer lugar, de su última novela publicada en España, Gran Cabaret (en realidad, hay un libro posterior, La princesa del sol, pero se trata de un texto para niños), que en 2017 ganó el prestigioso Man Booker International Prize al mejor libro traducido al inglés en el año anterior. Su traductora al castellano, Ana María Bejarano, gran experta en la obra de Grossman, obtuvo igualmente en 2016 el Premio Nacional a la Mejor Traducción por su traslación del libro del hebreo originario a nuestro idioma. La relativamente reciente aparición de este nuevo título, me brinda la ocasión para presentaros también otra novela, ésta magistral, La vida entera, de publicación muy anterior en España, en 2010. Ambos libros vieron la luz en la editorial Lumen, en los dos casos con la traducción de la ya mencionada Ana María Bejarano. 

Gran Cabaret centra su trama en un peculiar espectáculo en un local nocturno -un cabaret, como resulta obvio- de Natanya, una localidad de la costa de Israel. En el garito, oscuro y lleno de humo, pasan la noche un conjunto de gentes variopintas que, entre gritos, risas y los habituales excesos que el alcohol propicia, asisten, en principio interesados, estupefactos luego y seriamente indignados al final, a la actuación de un excéntrico personaje, un cómico, que con un aspecto algo desastrado y estrafalario -ropa vieja, tirantes rojos, gafas negras de concha: un payaso- protagoniza una sesión humorística al estilo de las clásicas stand-up comedy norteamericanas que tanto éxito tienen en todo el mundo, incluso en España, en los últimos lustros. Como es habitual en este tipo de comedias, el intérprete aúna en su intervención, normalmente un monólogo que se combina con la participación frecuente del público, reflexiones sarcásticas sobre sucesos de la vida pública; una crítica ácida de la política, la sociedad, las costumbres o los valores dominantes; agrias sátiras de las convenciones sociales; sangrantes muestras de incorrección política; interpelaciones irónicas, cuando no directamente ofensivas, a los asistentes; y, sobre todo y en todo momento, ingeniosidades, humoradas, bromas y chistes. Así ocurre en el caso de nuestro protagonista, el genial pero inquietante Dóvaleh, que, sin embargo, pronto hace que el esperable desarrollo de la función -un modo amable de cerrar la noche para los distintos grupos de espectadores, ciudadanos medios representativos de un amplio espectro social de su país: estudiantes, militares, empresarios, jóvenes, mujeres maduras- se vaya deslizando hacia otra situación, más compleja, con mayor calado, más seria, con una dimensión casi filosófica y existencial, que acaba por resultar incómoda y desasosegante para quienes, sentados entre el público, se sentirán cuestionados en los principios que fundamentan sus vidas y, por ello, irritados por el atrevimiento de un comediante que les está arruinando la velada. Los espectadores se miran unos a otros y se remueven inquietos en los asientos. Cada vez entienden menos cuál es su papel en esta actuación en la que participan a su pesar. No me cabe la menor duda de que hace ya rato que se habrían levantado para marcharse, o que lo habrían echado a él del escenario a abucheos, si no fuera por la tentación a la que tantísimo nos cuesta resistirnos, la tentación de asomarnos al infierno de los demás

No obstante, este “juego” entre artista y concurrencia no es más que el telón de fondo de la historia que Gran Cabaret relata, pues, de entre todos los presentes, será un juez, viudo y jubilado, antiguo amigo de la infancia del humorista -al que no ve desde hace décadas- el que se constituirá en el destinatario final de la actuación del cómico, al haber sido misteriosamente convocado por éste para que, muchos años después del último contacto entre ellos, registre los pormenores del acto con no se sabe qué desconocidos fines. El magistrado, reticente inicialmente ante tan descabellada pretensión, acaba por implicarse en la representación, tomando nota de los hechos a los que asiste en unos apuntes que, probablemente, desemboquen en el libro que tenemos entre manos. 

Con este espectador privilegiado, Dóvaleh, entre -como se ha dicho- decenas de muy hilarantes chistes de un cáustico humor judío (esta vertiente “divertida” del libro, tan “woodyallenesca”, aflora ya desde su título en hebreo: Un caballo entra en un bar), se desnuda (un hombre que se vacía de tal manera de todo lo que lleva dentro) ante un público perplejo, sin dudar en mostrar sus intimidades, incluso las más descarnadas, sin refrenar en ningún momento su crudeza, exhibiendo hasta los episodios más crueles, en un ejercicio de atrevida, dolorosa, brutal, desacostumbrada (al menos en ese contexto) e impúdica -y por ello insoportable- sinceridad. Así, el monologuista recuerda su triste infancia (soy, dice, un niño de cincuenta y siete años reflejado en un viejo de catorce), las humillaciones infligidas por sus compañeros de colegio, el sufrimiento por el acoso y la vergüenza constantes, el dolor, la vida humilde. Especialmente significativa, pues en cierto modo operará como metáfora central de libro, es la remembranza de su habilidad infantil para caminar con las manos, haciendo el pino, andando “del revés”, una manifestación de la radical “rareza” del niño -y ahora del adulto-, un modo de oponerse, de singularizarse (la vida boca abajo), también de defenderse, ante la hostilidad del mundo (¿Quién me puede encontrar mientras esté del revés? ¿Quién me puede atrapar?). 

En su relato -un irrefrenable caudal de palabras- y entre constantes menciones a la “realidad externa” (las circunstancias históricas del pueblo judío, las vicisitudes políticas del Estado de Israel), comparecen también la figura de su padre, un barbero que saca adelante a su familia con infinidad de extravagantes chanchullos, y, sobre todo, la amada madre, superviviente del holocausto, un personaje evocado con ternura e indecible emoción, como en este fragmento revelador que os dejo pese a su larga extensión: También estoy yo, a su lado, haciendo los deberes, como siempre, mientras ella le coge los puntos a las medias, y cada tantos puntos se para, se queda en blanco mirando al tendido, ajena a nuestra presencia. ¿En qué pensará cuando está así? Nunca se lo he preguntado. Mil veces he estado a solas con ella y nunca se lo pregunté. ¿Qué sé, en realidad? Prácticamente nada. Que tuvo unos padres ricos. Eso lo sé por papá. Y que fue una buenísima estudiante que tocaba el piano tan bien que ya hablaban de los conciertos que iba a dar, pero todo quedó en nada porque cuando escapó del Holocausto tenía ya veinte años y durante medio año, en plena guerra, estuvo escondida en un tren, ya os lo he contado. Seis meses la tuvieron escondida tres maquinistas polacos en el cuartucho de un tren que hacía siempre el mismo recorrido, ida y vuelta. Se turnaban para vigilar, me contó, con una risa que jamás le había oído. Yo tendría unos doce años y estábamos solos en casa. Estando yo a media actuación de las mías, me interrumpió y me lo contó así, sin más, de golpe, y entonces se le torció la boca y estuvo unos segundos sin poder volver en sí, con la mitad de la cara torcida hacia un lado, como si huyera de ella. Durante medio año, hasta que se hartaron de ella, no sé por qué; no tengo ni idea de por qué un buen día, cuando el tren llegó al final del trayecto, aquellos cabrones la lanzaron al andén directo a la rampa

Imbricadas en el indesmayable torrente verbal del cómico, el talento de Grossman intercala las reflexiones del juez, que ofrece, con su singular mirada, desde otro ángulo, una perspectiva distinta del humorista, a partir de la memoria -que despierta progresivamente a medida que avanza la función- de los días de juegos infantiles conjuntos. El magistrado es también un personaje conmovedor, sufriente él mismo por la reciente muerte de su amada mujer. Tampoco me resisto a transcribir aquí, de nuevo pese a su extensión, una de esas emotivas digresiones: En estos momentos ya casi todos los que están en la sala gritan y aplauden siguiendo el ritmo, incluso yo, por lo menos por dentro. ¿Por qué no podré exteriorizarlo? ¿Por qué no puedo? ¿Por qué no me tomo, aunque solo sea por un momento, unas vacaciones de mí mismo, de la cara avinagrada que se me ha puesto durante estos últimos años, de los ojos siempre enrojecidos de tanto contener las lágrimas? ¿Por qué no subirme de un salto a la silla y gritar a pleno pulmón un aplauso para la muerte? A esa muerte que consiguió arrebatarme en solo seis semanas, maldita sea, a la única persona que he amado de verdad, con toda mi alma, con ansias y con alegría, desde el momento en que la vi, en que te vi, con tu carita redonda y radiante, y esa frente tan hermosa de la que crecía tu espesa y fuerte cabellera que yo, en mi estupidez, creí que era signo de que estabas aferrada por completo a la vida, y tu cuerpo, ancho, grande, danzarín… No se te ocurra, amor mío, borrar ni uno solo de estos adjetivos, porque tú fuiste mi medicamento, tú fuiste la medicina que me curó de la árida soltería en la que vivía encerrado, de «la templanza judicial» que casi me había agriado el carácter, el medicamento contra todos los anticuerpos que se me habían ido acumulando en la sangre durante todos los años que estuviste sin venir, hasta que llegaste, a raudales. Tú —todavía me niego, porque me duele físicamente, a darles a estas palabras una caducidad por escrito, aunque sea solamente en una servilleta—, que eras quince años más joven que yo, que ahora ya son dieciocho, y así, cada día más y más. El día que pediste mi mano me prometiste que siempre me verías con buenos ojos. Con los ojos de un testigo favorable que ama, dijiste, y nunca me habían dicho algo tan bonito

El amor y la muerte son, sin duda, dos de los temas centrales de la novela, impregnada de un humor con ribetes de negrura que, mientras ejerce su disipadora misión, consigue aplazar la tragedia que, en esencia, es toda vida. 

De amor y muerte habla también La vida entera, una voluminosa novela de una intensidad y una emoción por momentos sobrecogedoras. El libro se abre con una extensa escena -más de cien de un total de ochocientas largas páginas- de tintes oníricos que nos muestra a tres chicos israelíes, Ora, Abram e Ilan, que permanecen recluidos en un fantasmagórico hospital aislado en una ciudad extraña, en el que han sido abandonados a cargo de una única enfermera árabe a causa de lo contagioso de sus enfermedades y de la generalizada huida del personal sanitario como consecuencia de la guerra, la fugaz pero trascendental Guerra de los Seis Días. La cercanía forzosa entre los jóvenes, la fragilidad -física y anímica- de su situación y las naturales “pulsiones” de la adolescencia, hacen nacer entre ellos sentimientos de interés, de amistad, de atracción incluso, que Grossman cuenta con maestría en una narración construida casi íntegramente a base de diálogos. 

Más de treinta años después nos reencontramos con los tres personajes. Ora -que será en la mayor parte del texto la voz que cuenta- está ahora separada de Ilan, con el que se casó y con el que tiene dos hijos en común, Adam y Ofer. Abram, tras una trágica experiencia, detenido y torturado por las tropas egipcias en una de las muchas experiencias bélicas vividas por israelíes y árabes en la zona, retoma la vida civil en un estado de absoluta devastación psicológica y permanece apartado de sus amigos -casi ilocalizable- desde hace años. El pequeño de los hijos de Ora, Ofer, que acaba de cumplir los tres años del servicio militar obligatorio habitual en su país, se apunta a su término como voluntario, no obstante, para hacer frente durante tres largas semanas a un nuevo estado de emergencia que conlleva medidas de presión y control del ejército sobre una población árabe en la que cualquier niño que se dirige al colegio con una mochila puede esconder un potencial terrorista. El espanto que provoca en Ora, sola tras la marcha de Ilan y Adam a un viaje por América Latina, el riesgo de muerte de su hijo en alguna escaramuza militar en la arriesgada operación, la lleva a abandonar su hogar, ahuyentando así -al menos en un plano simbólico- la imaginada y temida escena en la que los responsables del ejército llaman al timbre de su casa para comunicar la infausta noticia: si ese hecho no se produce, si no hay nadie en casa en ese momento irreversible, su hijo estará a salvo, la muerte no le alcanzará, piensa. Así, y tras localizar sorprendentemente a Abram, inicia con éste un viaje sin rumbo fijo, sin móviles ni contacto con la realidad de la guerra, atravesando a pie el país, que recorren de un extremo a otro, voluntariamente ajenos al acontecer de la contienda e inmunes, pues, a las malas nuevas que la guerra pudiera generar. 

En su recorrido, que constituye el núcleo central de la novela, Ora -y, en menor medida, el propio Abram- habla sin parar para así tener presente y proteger a Ofer; y así cuenta la vida entera (Ora está un poco turbada por el hecho de estar hablando tanto, pero no es capaz de interrumpirse, porque eso es precisamente lo que tiene que hacer ahora, eso es lo que siente, tiene que describírselo con todo detalle): la suya propia y la de su familia, la de su marido y sus hijos, la de la fuerte imbricación vital -con episodios inesperados y sorprendentes que no quiero revelar aquí- de los tres amigos, la de Israel, con sus vicisitudes políticas y sus innumerables guerras, con el conflicto irresoluble entre árabes y judíos. Y su relato, que fluye incontenible, lleno de emoción, de melancolía, de vida -de nuevo la vida entera (Miles de momentos, de horas, de días, miles de hechos, infinidad de acciones, de intentos, de errores, de palabras, de pensamientos, todo para poner a una persona en el mundo)- será una forma de exorcizar el temor a la muerte del hijo, expuesto en cualquier momento a la amenaza de una bomba, de un disparo, de un atentado, pero preservado de todo riesgo mientras se mantenga vivo en el discurso de su madre. Lo que yo quiero es contártelo todo sobre él, hasta el más mínimo detalle, su vida entera, todo, aun a sabiendas de que eso es imposible, imposible, pero es lo que ahora tengo que hacer por él, explica a Abram. 

Pero ¿cómo puede contarse una vida entera? Para eso no bastaría toda una vida. El genio de David Grossman lo logra y es por eso que el torrencial flujo verbal de Ora, un personaje inolvidable, transporta al lector a las interioridades del alma de la protagonista; un lector que “conviviendo” con ella, inmerso, embebido, en su relato, se conmoverá, se emocionará, llorará, se estremecerá, se apasionará, reirá, se entusiasmará -Ora, mi semejante, mi hermana- con esa vida puesta a su alcance. 

Sin tiempo ya para más comentarios, quiero señalar -pues resulta esencial para la completa comprensión del libro- que la escritura de La vida entera, que Grossman inició en 2003, se cierra en diciembre de 2007, un año y medio después de que Uri, el menor de sus dos hijos varones, muriera -su tanque alcanzado por un misil- en las horas finales -el 12 de agosto de 2006- de la segunda guerra del Líbano, en un muy relevante paralelismo con la situación de fondo que “revolotea” por la novela. Apenas diez días después, el 21 de agosto, publicó en El País (entre otros importantes periódicos de todo el mundo) una tristísima pero esperanzadora y muy valiente carta que hoy quiero dejaros como cierre a mi reseña, a la que acompaña también la versión que hace Joan Baez -un clásico- de Dona, Dona, una canción folclórica judía -originariamente en yidis- que suena en el libro. 


Mi querido Uri: 

Hace tres días que prácticamente todos nuestros pensamientos comienzan por una negación. No volverá a venir, no volveremos a hablar, no volveremos a reír. No volverá a estar ahí, el chico de mirada irónica y extraordinario sentido del humor. No volverá a estar ahí, el joven de sabiduría mucho más profunda que la propia de su edad, de sonrisa cálida, de apetito saludable. No volverá a estar ahí, esta rara combinación de determinación y delicadeza. 

Faltarán a partir de ahora su buen juicio y su buen corazón. 

No volveremos a contar con la infinita ternura de Uri, la tranquilidad con la que apaciguaba todas las tormentas. No volveremos a ver juntos Los Simpson o Seinfeld, no volveremos a escuchar contigo a Johnny Cash ni volveremos a sentir tu fuerte abrazo. No volveremos a verte andar y charlar con tu hermano mayor, Yonatan, gesticulando con ardor, ni volveremos a verte besar a tu hermana pequeña, Ruti, a la que tanto querías. 

Uri, mi amor, durante tu breve existencia todos aprendimos de ti. De tu fuerza y tu empeño en seguir tu camino, incluso aunque no tuviera salida. Seguimos, estupefactos, tu lucha para que te admitieran en los cursillos de formación de jefes de carros de combate. No cediste a la opinión de tus superiores, porque sabías que podías ser un buen jefe y no estabas dispuesto a dar menos de lo que eras capaz. Y cuando lo lograste, pensé: he aquí un chico que conoce sus posibilidades de manera sencilla y lúcida. Sin pretensión, sin arrogancia. Que no se deja influir por lo que dicen los demás de él. Que saca la fuerza de sí mismo. Desde que eras niño, eras ya así. Vivías en armonía contigo mismo y con los que te rodeaban. Sabías cuál era tu sitio, eras consciente de ser querido, conocías tus limitaciones y tus cualidades. Y, la verdad, después de haber doblegado a todo el ejército y haber sido nombrado jefe de carros de combate, se vio claramente qué tipo de jefe y de hombre eras. Y hoy oímos hablar a tus amigos y tus soldados del jefe y el amigo, el que se levantaba antes que nadie para organizar todo y que sólo se iba a costar cuando los otros ya dormían. 

Y ayer, a medianoche, contemplaba la casa, que estaba más bien desordenada después de que cientos de personas vinieran a visitarnos para ofrecernos consuelo, y dije: tendría que estar Uri para ayudarnos a recoger. 

Eras el izquierdista de tu batallón, pero te respetaban porque mantenías tus posiciones sin renunciar a ninguno de tus deberes militares. Recuerdo que me habías explicado tu "política de controles militares" porque tú también habías pasado bastante tiempo en esos controles. Decías que, si había un niño en el coche que acababas de detener, lo primero que hacías era tratar de tranquilizarle y hacerle reír. Y te acordabas de aquel niño, más o menos de la edad de Ruti, y del miedo que le dabas, y lo que él te odiaba, con razón. Pese a ello, hacías todo lo posible para facilitarle ese momento terrible, pero siempre cumpliendo tu deber, sin concesiones. 

Cuando partiste hacia Líbano, tu madre dijo que lo que más temía era el "síndrome de Elifelet". Teníamos mucho miedo de que, como el Elifelet de la canción, te lanzases en medio de los disparos para salvar a un herido, de que fueras el primero en ofrecerse voluntario para el reabastecimiento de las municiones largo tiempo agotadas. Temíamos que allí en Líbano, en esta guerra tan dura, te comportases como lo habías hecho toda la vida en casa, en la escuela y en el servicio militar, que te ofrecieras a renunciar a un permiso porque otro soldado lo necesitaba más que tú, o porque aquel otro tenía una situación más difícil en su casa. 

Para mí eras un hijo y un amigo. Y lo mismo para tu madre. Nuestra alma está unida a la tuya. Vivías en paz contigo mismo, eras de esas personas con las que uno se siente bien. No puedo ni decir en voz alta hasta qué punto eras para mí "alguien con el que correr" [título de una de las últimas novelas del autor].Cada vez que volvías de permiso, decías: ven, papá, vamos a hablar. Normalmente, íbamos a sentarnos y conversar a un restaurante. Me contabas un montón de cosas, Uri, y yo me enorgullecía y me sentía honrado de ser tu confidente, de que alguien como tú me hubiera escogido. 

Recuerdo tu incertidumbre, una vez, por la idea de castigar a un soldado que había infringido la disciplina. Cuánto sufriste porque la decisión iba a indignar a los que estaban a tus órdenes y a los demás jefes, mucho más indulgentes que tú ante ciertas infracciones. Castigar a aquel soldado, efectivamente, te costó mucho desde el punto de vista de las relaciones humanas, pero aquel episodio concreto se transformó después en una de las historias fundamentales del batallón, porque estableció ciertas normas de conducta y respeto a las reglas. Y en tu primer permiso me contaste, con un tímido orgullo, que el comandante del batallón, durante una conversación con varios oficiales recién llegados, había citado tu decisión como ejemplo de comportamiento por parte de un jefe. 

Has iluminado nuestra vida, Uri. Tu madre y yo te criamos con amor. Fue muy fácil quererte con todo nuestro corazón, y sé que tú también viviste bien. Que tu breve vida fue bella. Espero haber sido un padre digno de un hijo como tú. Pero sé que ser el hijo de Michal quiere decir crecer con una generosidad, una gracia y un amor infinitos, y tú recibiste todo eso. Lo recibiste en abundancia y supiste apreciarlo, supiste agradecerlo, y no consideraste nada de lo que recibías como algo que te fuera debido. 

En estos momentos no quiero decir nada de la guerra en la que has muerto. Nosotros, nuestra familia, ya la hemos perdido. Israel hará su examen de conciencia, y nosotros nos encerraremos en nuestro dolor, rodeado de nuestros buenos amigos, arropados en el amor inmenso de tanta gente a la que, en su mayoría, no conocemos, y a la que agradezco su apoyo ilimitado. Me gustaría mucho que también supiéramos darnos unos a otros este amor y esta solidaridad en otros momentos. Ése es quizá nuestro recurso nacional más especial. Nuestra mayor riqueza natural. Me gustaría que pudiéramos mostrarnos más sensibles unos con otros. Que pudiéramos liberarnos de la violencia y la enemistad que se han infiltrado tan profundamente en todos los aspectos de nuestra vida. Que supiéramos cambiar de opinión y salvarnos ahora, justo en el último instante, porque nos aguardan tiempos muy duros. 

Quiero decir alguna cosa más. Uri era un joven muy israelí. Su propio nombre es muy israelí y muy hebreo. Era un concentrado de lo que debería ser Israel. Lo que está ya casi olvidado. Lo que muchas veces se considera casi una curiosidad. 

A veces, al observarle, pensaba que era un joven un poco anacrónico. Él, Yonatan y Ruti. Unos niños de los años cincuenta. Uri, con su absoluta honradez y su forma de asumir la responsabilidad de todo lo que sucedía a su alrededor. Uri, siempre "en primera línea", con el que se podía contar. Uri, con su profunda sensibilidad respecto a todos los sufrimientos, todos los males. Con su capacidad para la compasión. Una palabra que me hacía pensar en él cada vez que me venía a la mente. 

Era un chico que tenía unos valores, ese término tan vilipendiado y ridiculizado en los últimos años. Porque en nuestro mundo loco, cruel y cínico, no es cool tener valores. O ser humanista. O sensible al malestar de los otros, aunque esos otros fueran el enemigo en el campo de batalla. 

Pero de Uri aprendí que se puede y se debe ser todo eso a la vez. Que debemos defendernos, sin duda, pero en los dos sentidos: defender nuestras vidas, y también empeñarnos en proteger nuestra alma, empeñarnos en protegerla de la tentación de la fuerza y las ideas simplistas, la distorsión del cinismo, la contaminación del corazón y el desprecio del individuo que constituyen la auténtica y gran maldición de quienes viven en una zona de tragedia como la nuestra. 

Uri tenía sencillamente el valor de ser él, siempre, en cualquier situación, de encontrar su voz exacta en todo lo que decía y hacía, y eso le protegía de la contaminación, la desfiguración y la degradación del alma. 

Uri era además un chico divertido, de un humor y una sagacidad increíbles, y es imposible hablar de él sin mencionar algunos de sus "hallazgos". Por ejemplo, cuando tenía 13 años, le dije: imagínate que puedas ir con tus hijos un día al espacio, como vamos hoy a Europa. Y él me respondió sonriendo: "El espacio no me atrae demasiado, en la tierra se encuentra de todo". 

En otra ocasión, en el coche, Michal y yo hablábamos de un nuevo libro que había despertado gran interés y estábamos citando a escritores y críticos. Uri, que debía de tener nueve años, nos interpeló desde el asiento de atrás: "¡Eh, los elitistas, recordar que lleváis detrás a un inculto que no entiende nada de lo que decís!". 

O, por ejemplo, una vez que tenía un higo seco en la mano (le encantaban los higos): "Dime, papá, ¿los higos secos son los que han cometido un pecado en su vida anterior?". 

O cuando me resistía a aceptar una invitación a Japón: "¿Cómo puedes decir que no? ¿Tú sabes lo que es vivir en el único país en el que no hay turistas japoneses?". 

En la noche del sábado al domingo, a las tres menos veinte, llamaron a nuestra puerta y por el interfono se oyó la voz de un oficial. Fui a abrir y pensé: ya está, la vida se ha terminado. 

Pero cinco horas después, cuando Michal y yo entramos en la habitación de Ruti y la despertamos para darle la terrible noticia, ella, tras las primeras lágrimas, dijo: "Pero seguiremos viviendo, ¿verdad? Viviremos y nos pasearemos como antes. Quiero seguir cantando en el coro, riendo como siempre, aprender a tocar la guitarra". La abrazamos y le dijimos que íbamos a seguir viviendo, y Ruti continuó: "Qué trío tan extraordinario éramos, Yonatan, Uri y yo". 

Y es verdad que sois extraordinarios. Yonatan, Uri y tú no erais sólo hermanos, sino amigos de corazón y de alma. Teníais un mundo propio, un lenguaje propio y un humor propio. Ruti, Uri te quería con toda su alma. Con qué ternura te hablaba. Recuerdo su última llamada de teléfono, después de expresar su alegría por el alto el fuego que había proclamado la ONU, insistió en hablar contigo. Y tú lloraste después. Como si ya lo supieras. 

Nuestra vida no se ha terminado. Sólo hemos sufrido un golpe muy duro. Sacaremos la fuerza para soportarlo de nosotros mismos, del hecho de estar juntos, Michal y yo, nuestros hijos, y también el abuelo y las abuelas que querían a Uri con todo su corazón -le llamaban Neshumeh (mi pequeña alma)-, y los tíos, tías y primos, y todos sus amigos del colegio y el ejército, que están pendientes de nosotros con aprensión y afecto. 

Y también sacaremos la fuerza de Uri. Poseía una fuerza que nos bastará para muchos años. La luz que proyectaba -de vida, de vigor, de inocencia y de amor- era tan intensa que seguirá iluminándonos incluso después de que el astro que la producía se haya apagado. Amor nuestro, hemos tenido el enorme privilegio de haber estado contigo, gracias por cada momento en el que estuviste con nosotros. 

Papá, mamá, Yonatan y Ruti. 

 

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