Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de septiembre de 2019

TOINE HEIJMANS. EN EL MAR

Hola, buenas tardes. Desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca, un miércoles más, sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio semanal de recomendaciones de lectura que nuestra emisora ofrece desde hace ya casi diez años. Hoy os traigo un breve librito, de escasas ciento cincuenta páginas, que sin ser ni mucho menos alta literatura sí resulta una propuesta interesante y sugestiva -también, algo controvertida en su planteamiento y enfoque, que han sido objeto de algunas críticas, como luego veremos-, y que, en cualquier caso, merece las pocas horas de atención que exige recorrer su reducida extensión. Se trata de una novela, la primera de su autor, el holandés Toine Heijmans, un periodista y escritor para mí desconocido hasta ahora, que la presentó en 2011 con el título de En el mar, muy expresivo, como puede imaginarse, de su contenido. El libro fue publicado en España en 2018 en la editorial Acantilado, en la traducción del neerlandés de Goedele de Sterck. 

Donald, un hombre de en torno a cuarenta años -aunque en el libro no se nos precisa su edad-, casado con Hagar y con una hija en común, la pequeña María, de siete años, sumido en una crisis personal considerable que le lleva a cuestionar su profesión, su relación de pareja y su vida familiar, su lugar en el mundo y, en realidad, su propia existencia, obtiene en su trabajo una suerte de trimestre sabático que decide dedicar a lo que ha sido su sueño durante largo tiempo: navegar en solitario con su viejo pero sólido velero por el mar de Frisia, el del Norte y el Atlántico, rodeando las islas Británicas y dejando atrás por un tiempo todas las preocupaciones que le abruman en su vida cotidiana. Resuelve también que en la última etapa de su periplo, cuando arribe a Thyborøn, un pequeño puerto danés, cercano ya a su residencia en los Países Bajos, recogerá a su hijita -a la que su madre llevará en avión a su encuentro- para, con ella sola (Hagar rechaza sumarse a la aventura náutica), completar en un par de días el recorrido que lo traerá de vuelta a Harlingen, donde se encuentra el hogar familiar y, de nuevo, a la normalidad. En el mar es la narración de esas cuarenta y ocho horas y de las intensas experiencias vividas en su transcurso. Unas vivencias que, como parece evidente, no tendrán que ver sólo con las dificultades encontradas en el viaje en sí mismo, con los problemas meteorológicos y de navegación -que los habrá, y notables-, sino también con las que podríamos denominar incidencias existenciales, de las que las materiales sufridas por el barco son luminosa metáfora. 

El libro -y quizá este apresurado resumen ya os haya permitido apreciarlo- remite en su ambientación en el entorno marinero a otras obras bien conocidas -algunas citadas expresamente en el texto- que se desenvuelven en ese mismo ámbito. Así, es directa la presencia de Moby Dick, no sólo porque Ismael es el nombre del velero de Donald, sino porque, además, Heijmans establece en todo momento un paralelismo temático entre la peripecia de su protagonista y la narrada en el clásico de Melville: el Ismael del clásico es un superviviente (lo es también el de la Biblia, el hijo mayor de Abraham, como apunta el narrador) y esa condición puede aplicarse, en cierto modo, al personaje de En el mar y a su pequeño barco; el vagabundo borracho que, en Moby Dick, advierte a Ismael que no le conviene enrolarse y acaba, profético, teniendo razón, se corresponde con el pescador que en el puerto de Thyborøn interpela al padre: daugthers in Thyborøn never go to sea, never go to sea); la noción de búsqueda es fundamental en ambos relatos, también la de la potencia del destino y las fuerzas de la naturaleza y la fragilidad humana frente a ellas. Por otro lado, los conflictos morales, la responsabilidad y la culpa, de los que también os hablaré más adelante, conectan con algunas de las obras marineras de Joseph Conrad. Está también Ulises y su accidentada vuelta a casa. Y hay igualmente una referencia recurrente -de alcance más local y, por tanto menos conocida para el lector español-, la del poeta J.J. Slauerhoff -predilecto del autor-, de quien, entre otras menciones dispersas por la obra, se transcriben unos versos muy bellos y reveladores del espíritu de la novela: Bajo la toldilla, arrobado por la brisa / me siento muy dichoso / El destino es caprichoso / pero nada queda que me ate a la vida

Asimismo, durante la lectura del libro han venido a mi cabeza otros textos que se refieren a este especial vínculo entre padres e hijos pequeños -con o sin el mar de por medio-, como La isla, de Gianni Stuparich, Agua salada, de Charles Simmons, Cosas de niños, de David Wagner, o, de modo más lejano, Sukkwan Island, de David Vann o La carretera, de Cormac McCarthy, las cinco reseñadas en Todos los libros un libro. Porque el motivo último de En el mar, quizá el principal de los muchos asuntos sobre los que pone el foco de atención, es el de la paternidad. 

En las críticas negativas al libro que he podido leer se recrimina a su autor el haber urdido un planteamiento falaz, repleto de trampas injustificadas y trucos falsos sin otro fundamento que confundir al lector, de trufar su texto de fáciles y engañosas argucias de difícil explicación y casi imposible verosimilitud que, en definitiva, volverían incoherente el relato e invalidarían toda posible legitimidad literaria en la propuesta de su creador. Y es que, en efecto -y no puedo aclarar más los hechos sin revelar aspectos cruciales de la trama-, la historia que inicialmente se nos narra se verá sometida a constantes cambios, desviaciones inesperadas en el enfoque elegido, alteraciones sustanciales en la perspectiva desde la que se está contando la acción (con un reflejo en la técnica literaria: la voz narrativa pasa de la primera persona de Donald a la tercera que describe el punto de vista de Hagar), de tal manera que cuando el lector cree que el relato discurre siguiendo un determinado rumbo (al que Heijmans, operando como experto capitán de barco, le va dirigiendo), una sorpresa imprevista le hará pensar que la verdadera historia que se le cuenta es otra, muy distinta de la que creía estar leyendo. Y, pocas páginas después, un nuevo suceso, repentino e inopinado, lo llevará hacia otra deriva aún menos previsible. Y al rato el fenómeno volverá a ocurrir, hasta que sólo al final del libro pueda quizá encontrar la “versión” definitiva de lo que en esa navegación ha ocurrido (y ni siquiera entonces lo sucedido quedará claro del todo, pues el final abierto permite sostener hipótesis diversas… o tal vez no, tal vez la lectura de los hechos sea finalmente unívoca). 

Siendo esto así, sin duda, pues es obvio que el autor de En el mar juega con su lector, lo manipula, lo zarandea, lo engaña -admitamos el término- sin clemencia, haciendo desaparecer, una y otra vez, el suelo bajo sus pies y con él la noción misma de seguridad en la lectura, confieso que no puedo entender las objeciones de esta parte de la crítica. ¿Cuál es el problema? ¿No es la literatura siempre un juego que suspende, mientras se avanza en un libro, el juicio de veracidad? ¿No cae siempre -¡siempre!- el lector en la urdimbre tramada “impunemente” por el autor y acepta como válida la visión de los hechos que éste le muestra? ¿No queda “absorbido” por el encantamiento de las palabras dando por buena la “realidad libresca” sin importar su mayor o menor coherencia con la “realidad real”, la externa al libro? ¿Qué es la literatura sino un sueño, un espejismo, una fantasía, una ficción? (Y entre paréntesis: ¿qué es, por cierto, el mar sino la ausencia de tierra firme, la imposibilidad de encontrar un asidero seguro en esa enorme masa sin límites que nos lleva y nos trae, que nos arrastra e invade, que nos empuja y desplaza, que nos desequilibra y desconcierta y priva de referencias, que nos atrapa y envuelve y revuelca y somete, que nos hunde y ahoga? ¿No es así el mar una metáfora de la literatura?). La novela o el cine negros, por ejemplo -En el mar es también, entre otras muchas cosas, una suerte de thriller-, ofrecen abundantes muestras (afloran a mi mente en este momento dos ejemplos notables entre cientos de ellos: El sueño eterno, el clásico de Raymond Chandler -y su traslación cinematográfica en el clásico de Howard Hawks- o, también en la pantalla, Sospechosos habituales, la genial película de Bryan Singer con un magistral -y hoy proscrito- Kevin Spacey) de obras sembradas de pistas falsas con las que sus creadores construyen con eficacia una “verdad” que pocos capítulos después desmantelarán, provocando primero la perplejidad o el enfado y después la rendida admiración de sus deslumbrados destinatarios). 

Dejando a un lado esta discusión “conceptual” sobre lo permitido o no en literatura, sí merece la pena resaltar que En el mar presenta en su desarrollo una serie de asuntos de interés para el lector; fundamentalmente, a mi juicio, tres sobresalientes y muy relacionados entre sí: en primer lugar, el juego clausura/libertad, con la necesidad que todo ser humano siente de encontrar su lugar en la vida, el sentido a su existencia, algo que, en ocasiones, no proporciona la tediosa rutina del trabajo, la estabilidad de la pareja y los hijos, obligándonos a buscarlo en la huida, en la aventura, en la escapada, en los cambios, en las rupturas; por otro lado, la reflexión sobre la familia y, en tanto el punto de vista del libro es el de un hombre, sobre la paternidad, sobre la identidad masculina, la madurez y la responsabilidad, sobre qué significa hoy ser un hombre “verdaderamente” adulto; y por último, la presencia ineludible del mar, tanto en sí mismo, aflorando en la belleza de las descripciones de sus interminables y cambiantes paisajes, como simbólicamente en cuanto metáfora de la vida humana que, como el mar, puede ser plácida, cálida y feliz, y a la vez furiosa e ingobernable, desarbolada en cualquier momento por las poderosas fuerzas de la naturaleza o el destino. 

Con respecto al primero de los ejes temáticos, el conflicto entre normalidad y aventura, la novela pone de manifiesto la sensación de opresión y agobio que experimenta Donald en su realidad cotidiana y la consiguiente ansia de evasión y fuga. Lo insulso de su trabajo, reflejado, entre otras muchas muestras, en un párrafo aparentemente neutro pero demoledor (El correo electrónico del management team, la calidad del café de la máquina expendedora, el posicionamiento con respecto a la competencia, la nueva página web, el tráfico generado por ella y los business cases que vaticinaban un tráfico mucho mayor. Los números. Las cifras de ventas, las horas trabajadas, las dietas. Las conversaciones con los clientes), sus problemas laborales, la decepción tras quince años postergado, preterido en los ascensos y superado por sus compañeros más jóvenes, su desgana y su falta de ambición, serán algunas de las causas de su escapada, movida por la voluntad de dejar atrás esa realidad tediosa y poco estimulante, los ingredientes inútiles de la vida,  tal y como se expresa en este párrafo: Así fue como mi barco de vela se convirtió en el centro del mundo. Me perdí por el mar de Frisia, el mar del Norte y el Atlántico, y al cabo de tres meses sólo me acordaba de Hagar y María. Todo lo demás se había disipado en una fina bruma: la oficina, los tratos comerciales, las evaluaciones, los ingredientes inútiles de la vida. En sus reflexiones en el mar, al menos las que se refieren al comienzo de su viaje, antes de recoger a la niña, Donald subraya una y otra vez el placer que le proporciona su “evasión” de esa aborrecible cotidianidad: Recuerdo sobre todo -dice a propósito de ese momento inicial de su singladura- que fue el primer día de mi vida que transcurrió como quisiera que transcurriesen todos mis días. Y también: El tiempo ya no tenía importancia. Lo habíamos dejado en el embarcadero de Thyborøn. O de modo aún más explícito: Me gustaría apagar el teléfono para no tener que acordarme de casa, ese lugar donde no se hace otra cosa que intercambiar sms, correos y mensajes de voz, donde parpadean millones de lucecitas en millones de teléfonos móviles

El “trato” con el mar, la profunda atracción de su navegación en solitario que lo habría puesto en contacto con la “verdad” de la existencia (llega a sentenciar, categórico: Me he encontrado a mí mismo en el mar), contribuye a reafirmar en él la valoración de la iniciativa elegida, la fecunda opción por el viaje y el descubrimiento -de sí mismo y del mundo- frente al mantenimiento de la seguridad que proporciona el consabido y previsible y por ello poco sugestivo correr de los días en una apacible pero mortecina rutina. Empecé a amar la soledad. Las noches, las luces, las horas frías entre las doce y las cuatro de la madrugada. Las calas sin otras embarcaciones a la vista. Las conversaciones conmigo mismo y con mi velero. El resto de mi vida se difuminó

Sin embargo, en cuanto la pequeña sube al barco -y con ella comparece también la necesidad de cuidarla, de protegerla, la responsabilidad de velar por ella, de “hacerse cargo”- y al incrementarse la dureza de la hasta entonces relajada experiencia marina, la angustia, la ansiedad y el sufrimiento padecidos en su singladura acabarán por hacerle dudar (La gente normal huye de las aventuras, y con razón, dirá), hasta llegar a relativizar el valor del riesgo (La intrepidez ya no les hace falta, piensa a propósito de los habitantes de Thyborøn, felices en su ausencia de expectativas, les va razonablemente bien sin aventura). Y es que elegir la transgresión, el experimento, soltar amarras (Habíamos soltado amarras, y no sólo en sentido literal), lleva consigo siempre unas consecuencias que a menudo no se miden de manera ajustada. He leído libros y diarios de navegantes en solitario que volvieron distintos a como eran antes. Algunos enloquecieron (…) El mar tenía un poder enorme, reconoce, adelantando ese valor metafórico del mar al que luego me referiré.

En el mar echaba de menos la tierra y en la tierra echaba de menos el mar, señala Donald sobre el poeta J.J. Slauerhoff, ejemplificando de modo nítido la difícil conciliación de los términos de una disyuntiva -¿sosegada y algo insulsa estabilidad o enloquecida y con frecuencia destructiva pasión?- que permea el libro entero. ¿Dónde estoy yo?, llega a preguntarse, metafísico, el protagonista. 

Pero la crisis que ahuyenta a Donald de su vida en tierra no es sólo laboral, sino también conyugal, familiar y -ya se ha dicho- existencial. En un momento de la convulsa aventura de su marido e hija, en su propia angustiosa espera, Hagar reflexiona sobre la paternidad y nos ofrece una curiosa tipología de padres, distinguiendo entre los estables, que no quieren saber nada de los niños, que no los comprenden ni les dedican tiempo, padres que ven a la familia como algo que hay que mantener, lo mismo que a una casa o un coche, y que por tanto se preocupan de modo frío y “profesional” de la educación de sus hijos, razón por la que suelen tener éxito en su labor; y, por otro lado, los “enrollados”, que se concentran en sus hijos, se esmeran a más no poder y presentan a sus retoños un escenario igualitario, de complicidad y cercanía que, sin embargo, muestra una mayor propensión al fracaso en la educación, pues los niños -afirma- necesitan claridad y jerarquía, orden y no caos. Donald pertenece claramente a los padres enrollados, piensa; para añadir, pesarosa: Qué se le va a hacer. A ojos de su mujer, su marido es aún una criatura infantil e irresponsable, y Donald tiene fuertemente interiorizada esa apreciación negativa. Ha decidido llevarse a la niña -con la que mantiene una relación entrañable, cuya descripción constituye otro de los encantos del libro- para, en cierto modo, probarse (Quiero enseñarle algo a mi hija (...) Quiero hacerle ver que se puede vivir de otro modo. Que nadie tiene por qué convertirse en una marioneta. En un muñeco movido por los demás, las circunstancias, el decoro o lo políticamente correcto. O lo que sea. Quiero mostrarle que existe otro mundo, regido por otras reglas. Quiero enseñarle cómo se vive en el mar). A lo largo de su tortuoso viaje no cesará de cuestionar su propia madurez, su capacidad para responder “como un hombre” a los retos de la navegación que son, en ese desplazamiento metafórico al que ya he aludido, los de su rol como esposo y padre. Y así, ante la adversidad, se dice: Debo portarme como un adulto. Hagar me suele decir: “Cómo me gustaría que actuaras como un hombre adulto. Un hombre que toma decisiones”. Soy un hombre adulto, Hagar. Y te lo demostraré. Cualquier nuevo golpe del inclemente mar aviva en él el recuerdo de su “misión”: Debo controlarme. ¡Fuera desesperación! Hay que hacer las cosas bien. Debo demostrar lo que soy: un padre. El viaje en barco se convierte así en una representación simbólica, en una suerte de correlato de la paternidad. Donald decide zarpar porque, en el fondo, teme la madurez, el compromiso, la responsabilidad, la toma de decisiones, la paternidad adulta, y su viaje es un intento de buscar y encontrar en el mar, en soledad primero y haciéndose cargo de su hija después, todo aquello de lo que carece. Supuestamente libre, único dueño de sí y de su destino (Yo era el hombre que lo controlaba todo) en su viaje en solitario (A bordo de un barco el capitán es quien manda. Esa condición lo convierte en una figura solitaria. Aunque no deberían, los capitanes también se equivocan. Bien mirado, entre un padre y un capitán no hay mucha diferencia), espera superar en el mar sus limitaciones como padre; o al menos eso cree, sin considerar las superiores fuerzas de la naturaleza que el mar encarna también. En el mar será así igualmente el relato de una experiencia iniciática, el paso -algo tardío- de la titubeante juventud a la plenamente consciente edad adulta, a través de una serie de pruebas que acabarán por conformar, por curtir, por endurecer el carácter del protagonista y hacerle volver, renovado y convertido en otro, a los brazos cálidos que le esperan en el hogar -¿llegará a volver en realidad?-, como ocurre con las figuras literarias ya mencionadas de las que es reflejo por la explícita voluntad del autor, tal y como éste ha afirmado en numerosas entrevistas. 

Pero está el mar, el mar inexplicable y poderoso, incontrolable y enigmático, despiadado y cruel. Hasta entonces no nos habíamos dado cuenta de lo pequeño que era el barco y de lo grande que era el mar. Ni de lo pequeñitos que éramos nosotros: dos personas diminutas en el agua, indefensas. No somos nadie, recapacita. Poco a poco irá cayendo en la cuenta de que el mar -la vida, en suma- no puede controlarse, que siempre nos supera y desarbola (Mi suerte está en manos del mar. ¿Acaso le importa al mar que yo fracase? Hasta ahora lo consideraba mi socio, un amigo con quien compartir experiencias. Tenía tres amigos: Hagar, María y el mar. Pero el mar no es amigo de nadie. El agua no tiene sentimientos ni historia, simplemente existe, se dice en un fragmento cuyo texto completo os ofrezco como cierre a esta reseña), hasta acabar por reconocer su radical impotencia en esa lucha desigual (El problema del ser humano es que lo humaniza todo. El ser humano cree que el agua tiene un plan. Quiere ser más fuerte que el agua, mientras que el agua es lo que es: agua, sin pensamientos, sin segundas intenciones). A este respecto, el propio Toni Heijmans ofrece, en una entrevista a El Mundo, una clave bien reveladora: Donald no encuentra la libertad que tanto anhela. Se encuentra con el mar, un mar que tiene unas normas todavía más estrictas que las de la oficina o su vida familiar. No puedes jugar con las leyes del océano, o de la naturaleza en general, porque te puede costar la vida. Creo que eso es lo que aprende: al final, las personas que te rodean son las que te salvan, aunque no los percibas así. 

Las personas que te rodean son las que te salvan: la vuelta a casa y a la familia, cultivar los afectos cercanos, estrechar los lazos conocidos son, parece decirnos el libro, la solución sensata a las dudas, la respuesta correcta al final de la escapada, el más cálido refugio frente a la soledad y la muerte. 

Un libro interesante este En el mar de Toine Heijmans, de lectura apasionante y abierto, como veis, a estimulantes reflexiones. Os lo recomiendo vivamente. Quiero acompañar ahora mi comentario con una canción que recoge todo el valor metafórico que encierra el mar: This is the sea, el algo enfático pero magnífico himno de The Waterboys. Aprovecho para sugeriros, también, una película recién estrenada y con muchos vínculos que el libro que hoy os he reseñado. Se trata de Un océano entre nosotros, dirigida por James Marsch y con Colin Firth y Rachel Weisz en el reparto, que relata la odisea de Donald Crowhurst, a quien se cita en la novela de Heijmans, que entre 1968 y 1969 intentó circunnavegar el mundo entero sin paradas y en solitario. Con el título original de The mercy, la cinta, que en su primera media hora describe el entusiasmo del atrevido Crowhurst, un marino aficionado sin apenas cualificación para una empresa de ese calibre, en su preparación del viaje, resulta desasosegante en cuanto su trimarán abandona el puerto de Teingmouth, y ello a pesar de que la claustrofóbica soledad del encierro en el barco, la desesperación del protagonista ante el funesto encadenamiento de situaciones aciagas, se muestra con insertos constantes de planos -que permiten “respirar” a la película y al espectador- de la vida familiar pasada, de la prudente y temerosa espera de su mujer y sus tres hijos. Sin grandes motivos de excelencia cinematográfica, cercana a un digno telefilm de sobremesa, el propio interés de los hechos reales en los que se basa, la intimista música de Jóhann Jóhannsson, la estupenda ambientación en la Inglaterra de finales de los sesenta y las interpretaciones de Colin Firth y de una Rachel Weisz que se come la pantalla cada vez que aparece, justifican su visión.


Yo mismo me lo he buscado. Quería lanzarme a la aventura. Los libros de aventuras suelen contar historias heroicas. El hombre contra el mar. El contra la montaña. El hombre contra la selva. El hombre contra la naturaleza. Sin embargo, la aventura en la que me he embarcado yo no tiene nada de romántico. La mía es fría como una piedra. 
La gente normal huye de las aventuras, y con razón. El montañero sabe que su suerte está en manos de la montaña. ¿Acaso le importa a la montaña que el montañero se despeñe? 
Mi suerte está en manos del mar. ¿Acaso le importa al mar que yo fracase? Hasta ahora lo consideraba mi socio, un amigo con quien compartir experiencias. Tenía tres amigos de verdad: Hagar, María y el mar. Pero el mar no es amigo de nadie. El agua no tiene sentimientos ni historia. No hace nada, simplemente existe. Si asesina o ahoga a alguien, lo hace por la propia estupidez de uno mismo. El mar no es amigo ni enemigo. 
Si yo acabo dentro del agua, es lo que hay. Si de ello depende todo mi futuro y el de otras personas, no es culpa del agua. Al agua le importa un comino todo eso. 
El problema del ser humano es que lo humaniza todo. El ser humano cree que el agua tiene un plan. Quiere ser más fuerte que el agua, mientras que el agua es lo que es: agua, sin pensamientos, sin segundas intenciones. 
Nado hasta la proa. Me cuesta mantener la cabeza a flote. De la barandilla cuelga un cabo de amarre que María adujó al salir de Thyborøn. El extremo está suelto. Sobresale de la barandilla hasta a mitad del casco; cada vez que la proa cae en picado el cabo toca el agua. Si solo pudiera agarrarlo. Podría ser mi salvación. Quizá. 
Observo el movimiento del barco, que es también el del cabo de amarre. Arriba. Abajo. Elijo una ola y agarro el cabo con la mano derecha -¡qué dolor, ¡cómo me duele la mano!-, me lo acerco, espero la llegada de la ola siguiente, una muy grande, la más grande hasta ahora. La proa se hunde debajo del agua, vuelve a levantarse conmigo colgando del cabo y entonces paso la pierna derecha por encima de la barandilla. Cuelgo del barco con la mano ensangrentada apoyada en la barandilla y un pie en el pasillo lateral. 
Y ahora arriba. Aún no lo he conseguido del todo. Aúpo mi cuerpo. Se me abren las ampollas de las manos. Me aúpo a mí mismo. A bordo. Me dejo caer por encima de la barandilla y aterrizo en el pasillo. Podría quedarme aquí tumbado. Un león marino medio muerto. Pero no me concedo ni un solo minuto. Me levanto con ayuda del estay y, tambaleante, voy hasta la bañera, donde todo sigue como cuando he saltado al bote de goma. Hace mucho tiempo. 
Consulto el sistema de navegación para comprobar dónde estoy. La posición apenas ha variado. El viento ha apartado el barco y la corriente lo ha devuelto a su sitio. Por eso me he encontrado el barco en el lugar donde lo había dejado, como cuando está fondeado. Ni que me hubiera estado esperando, a modo de un perro fiel. A mí, y a María. 
Estoy de pie en la bañera, junto al timón, con la ropa empapada. O lo que queda de ella: una camiseta y mi pantalón de agua. 
Son las cinco de la tarde. 

  

No hay comentarios: