Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de septiembre de 2019

JAMES LLOYD CARR. UN MES EN EL CAMPO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una muy feliz edición de Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Y es muy feliz nuestra emisión de hoy porque la obra que quiero recomendaros es una maravilla, una novelita -no llega a ciento veinte páginas- delicada, melancólica, dulce, bellísima, cuya lectura sume al lector, inevitablemente -salvo que carezca de la más mínima sensibilidad-, en un estado de placidez, de alegría, de ilusión, de encanto y de sosiego, de satisfacción y gozo -también de triste pero acogedor pesar, de entrañable y agridulce nostalgia- que, al menos en mi caso, resulta inolvidable y no puede abandonarse. Se trata de Un mes en el campo, escrita por el británico J.L. Carr y publicada en 2004 por la valenciana Editorial Pretextos con traducción casi impecable del poeta José Manuel Benítez Ariza, al que pueden reprochársele, sin embargo, en un tono menor -¿quién no se equivoca?-, un chirriante “su diecinueve cumpleaños”, un erróneo “desvaerse” (solo admitido en gallego, creo; lo correcto es “desvaírse”), un impropio “desempacar” (que como sinónimo de “desempaquetar” se utiliza únicamente en Hispanoamérica) o el abuso -a mi juicio, muy estricto y casi obsesivo en esta concreta cuestión- de locuciones como “el mismo”, “la misma” o “los mismos” en lugar de sus correspondientes pronombres “él”, “ella” o “ellos”. 

James Lloyd Carr ya “estuvo” en Todos los libros un libro hace poco más de un año, cuando, con ocasión de la celebración del Mundial de fútbol, os hablé de otra de sus novelas, Cómo llegamos a la final de Wembley, un libro con el que, pese a las evidentes diferencias en la trama argumental, guarda muchas semejanzas este del que hoy quiero hablaros. Como curiosidad, debo reseñar que entonces resolví la incógnita que encierra la J de su nombre, llamándole Joseph y no James como hago ahora. Al parecer, Lloyd Carr, en efecto, era Joseph, aunque él mismo (aquí sí resulta inevitable la expresión) prefería responder por Jim o James. Pretextos, en cualquier caso, se refiere a él como James Lloyd Carr. 

Publicado originariamente en 1980, Un mes en el campo fue finalista del prestigioso Booker Prize, ganando, sin embargo, uno algo menor, el Guardian Fiction Prize. Su edición española, como digo de 2004, es ya -en un mercado editorial como el nuestro, tan acelerado, con los títulos permaneciendo en los expositores de modo fugaz- una antigualla, por lo que, quizá, os resulte complicado encontrarlo en una librería. ¡¡No dejéis de buscarlo en las bibliotecas, pues se trata de una joya de lectura inexcusable!! Podéis también, pues merece igualmente la pena, ver la película, del mismo título, que en 1987 dirigió Pat O'Connor sobre la base del libro, con Colin Firth, Kenneth Branagh y la infortunada Natasha Richardson, todos jovencísimos, en los papeles protagonistas. Se trata de una interesante y bastante fiel adaptación pero, claro está, no iguala la magia del libro. 

En el verano de 1920 (al final de la edad del caballo, como reiteradamente repite el narrador, enfatizando la noción del cambio y el acelerado paso del tiempo, uno de los “subtemas” del libro) Tom Birkin, un joven de veinticuatro o veinticinco años, que acaba de licenciarse del ejército tras la brutal contienda mundial -la Gran Guerra-, afectado física y psicológicamente por la experiencia y recién abandonado por su mujer, llega a Oxgodby, una pequeña aldea rural en el condado de Yorkshire, en el noreste de Inglaterra. Contratado por el reverendo J.G. Keach en cumplimiento de las últimas voluntades de la señorita Adelaide Hebron -que fuera una destacada dama local, propietaria de gran parte de las tierras y edificios de la zona- para la restauración de un mural medieval que, oculto por capas sucesivas de pintura y suciedad, se encuentra, entre el descuido y la ignorancia de todos, en la iglesita del pueblo, Birkin se instala, durmiendo en un catre precario, en la torre del campanario, de la cual apenas sale salvo para sus labores de limpieza y recuperación de la obra de arte, viviendo en un austero y sencillo aislamiento que apenas le permite el contacto con las pocas gentes del pueblo. No obstante, poco a poco, los encuentros y hasta la confraternización con unos y otros tendrán lugar, y así veremos desfilar bajo el andamio del restaurador y entre las páginas del libro, al propio párroco Keach, aburrido e insustancial, severo y terriblemente anodino; a la familia Ellerbeck, con el padre, jefe de la estación del tren en el pequeño pueblito, su avispada e inteligente hija Kathie, cuyos catorce despiertos años le proporcionan curiosidad y atrevimiento, el pequeño hermano Edgar y la esposa y madre de uno y otros, que enseguida le toma cariño al joven y le cocina platos de comida para compensar su muy frugal alimentación; al extravagante coronel Hebron, disperso y fantasmal hermano de Adelaide; al sacristán Mossop; al señor Dowthwaite, el herrero; a los Sykes, con la hermosa Lucy y sus desconsolados padres conservando el recuerdo del pobre hermano e hijo, muerto a los diecinueve años, cómo no, en los campos de batalla; a la triste niña moribunda, Emily Clough; y, sobre todo, a los otros dos personajes centrales del libro, el arqueólogo Charles Moon, otro joven veterano de guerra, un poco mayor que Tom, con secuelas también de la contienda, que está en la zona intentando encontrar la tumba de un antepasado algo heterodoxo de los Hebron, y a la bella, tímida y encantadora Alice Keach, jovencísima mujer del reverendo, que producirá en Tom el más que previsible y enamorado efecto. 

El afable trato con casi todos ellos, en particular las expectativas suscitadas por la contemplación de la inalcanzable hermosura de Alice, lo apacible del clima y el paisaje y la entusiasta entrega a su tarea, casi detectivesca (descubrir qué hay, en realidad, bajo la pintura que esconde el primitivo mural, qué escena se representa, quiénes han podido ser los personajes encarnados en ella), irán operando un importante cambio en el restaurador, que progresivamente dejará atrás las dolorosas consecuencias de la guerra y de la huida de su esposa para “curar su alma” alcanzando una suerte de sosegada y placentera felicidad. 

Pero, como tantas otras veces, la mera exposición de la leve trama argumental no refleja ni por asomo la densidad, la hondura de la historia que tan magistralmente relata Carr, con su prosa reposada y sencilla y, a la vez, trascendente y lírica. La excusa de esa estancia veraniega de su protagonista en la vieja parroquia de Oxgodby sirve al autor para abrir otras muchas vías en su relato, que enriquecen la magra peripecia que opera como hilo conductor y permiten al escritor y a sus lectores reflexionar sobre un buen número de asuntos primordiales para nuestra naturaleza humana. 

Por un lado, la actividad de desbrozamiento de la vetusta pared de la capilla funciona como una suerte de metáfora del proceso que experimentará el propio artista. La estampa que aparece a medida que avanza la rehabilitación es un clásico Juicio Final, con los virtuosos dirigiéndose al azulísimo reino de los cielos, a la derecha del Padre, en una ascensión decorada con colores brillantes, mientras que las criaturas pecadoras y malditas, atormentadas, son arrojadas al fuego eterno entre atroces sufrimientos, envueltos en rojos sanguíneos. De alguna manera, recuerda todo ese baño de sangre en Francia, dirá el narrador. Igualmente, su misión de hacer reaparecer la obra original tras cuatrocientos años de oscuridad se asemeja a la que deben acometer su mente y su alma para “renacer” tras la guerra: recuperar la personalidad auténtica y no deformada por la terrorífica vivencia (Me habían dicho que sólo el tiempo me limpiaría, al igual que ocurre con el cuadro). 

Por otro lado, la presencia del horror bélico es constante en el libro, aunque no siempre se subraye de modo directo. De entrada, Tom llega a la aldea tartamudo y con un ostensible tic facial, fruto de su paso por las zanjas belgas de Passchendeale (Passchendaele era el infierno. ¡Cuerpos hendidos, cabezas arrancadas de cuajo, miedo humillante, miedo aullante, miedo indecible! ¡El mundo vuelto barro!), y su recuerdo, el recuerdo del lodo infecto, del estallido de los obuses, del tableteo de las ametralladoras, de los cuerpos despedazados, de la oscuridad y el miedo, es notorio en diversos pasajes de la obra. Somos supervivientes, dice Moon; y el propio Tom, que todavía aúlla despavorido alguna de sus primeras noches en el campanario, se rebela inútilmente contra la amarga e innecesaria conflagración: ¡Hijos de puta! ¡Malditos hijos de puta! No teníais por qué empezar aquello. Y podríais haberle puesto fin mucho antes. ¿Dios? ¡Ja! No hay Dios

No obstante, y más allá del alegato antibélico subyacente, lo que de sustancial nos llega tras la lectura de Un mes en el campo es la mirada nostálgica y teñida de melancolía sobre los momentos felices que, muy breves y efímeros, a veces nos asaltan, gozosos, en la vida, evocando una suerte de carpe diem algo apenado pero en el fondo complacido. El narrador cuenta retrospectivamente, cuarenta, cincuenta años después, lo vivido en aquel verano único, y lo hace con una añoranza tristísima y a la vez dichosa: ¡Dios, cuando pienso en todo eso, hace tantos años! Y ya pasó. Pasó. Todo el entusiasmo y orgullo de aquel primer trabajo, Oxgodby, Kathy Ellerbeck, Alice Keach, Moon, aquel verano tan apacible… Todo pasó como si nunca hubiera existido. Y también: Aquella rosa, la Sara Van Fleet… Todavía la tengo. Secada en un libro. Mi Bannister-Fletcher, da la casualidad. Algún día, en un remate, un extraño la encontrará ahí y se preguntará por qué. E igualmente: Podemos preguntar y preguntar, pero no podemos volver a tener lo que una vez pareció nuestro para siempre: la apariencia de las cosas, aquella iglesia sola en medio de los campos, un camastro en el suelo de un campanario, una voz recordada, el roce de una mano, una cara amada. Ya no están, y uno sólo puede esperar que el dolor pase. El tono algo elegíaco, de lamento por lo perdido y que ya no volverá, estaba también, nuestros oyentes más fieles lo recordarán, en Cómo llegamos a la final de Wembley, con aquel pesaroso y lastimero, pero en el fondo satisfecho, recuerdo de una experiencia inolvidable, con el que el señor Gidner rememora la hazaña de su equipo. 

Y todo ello entronca con la idea de la fugacidad de la vida y el inexorable y muy cruel paso del tiempo, del que apenas nos salvan el amor, los sueños, las ilusiones -incluso las vanas e irrealizables-, el sencillo disfrute de la normal y consabida pero también excepcional y maravillosa cotidianidad que nos rodea, todas esas pasajeras huellas de una felicidad inaprensible. Tom se enamora, de un modo -como todo en la novela- tranquilo, dulce, tierno, sereno, nada impulsivo ni arrebatado. Estaba enamorado, se confiesa, y como ocurre con cualquiera que experimente ese sentimiento, no quiere que el mágico tiempo de su amor se agote nunca: Tenía una sensación de inmenso contento y, si me daba por pensar, era en que me habría gustado que aquello continuara indefinidamente, sin que nadie se fuera ni nadie llegara, el otoño y el invierno demorándose a la vuelta de la esquina, y la lozanía del verano durando siempre, sin que nada perturbara el curso regular de mi camino. Si algo de mí sobrevive a la corrupción del tiempo, que sea esto. Pues ésta es la clase de hombre que yo era

Y ahora, cuando todo ha pasado, ya en un presente desde el que los sucesos vividos se perciben como remotos e inasibles, evanescentes y nebulosos, todo parece un sueño, algo como irreal (No sabía qué esperaba que fuera a ocurrir, ni cuánto tiempo estuve allí, ni tengo ninguna noción de haber vuelto al campanario y a mi cama. Desde entonces, algunas veces me he preguntado si fue un sueño). 

Al fin, cuando miramos atrás en nuestras vidas, privilegiamos en nuestro recuerdo esas excepciones gloriosas, la intensidad, la exaltación de aquellos días, la fuerza y el entusiasmo, la emoción y la belleza de nuestra juventud, como recuerda Tom al rememorar aquel tiempo: Hay ocasiones en que el hombre y la tierra son uno, en que el pulso de vivir late fuerte, en que la vida rebosa de promesas y el futuro se extiende confiadamente ante nosotros como el camino que se pierde entre las colinas. Bueno, yo era joven… Y también: Ah, aquellos días… Muchos años después, su felicidad aún me obsesionaba. A veces, cuando oigo música, me dejo llevar y nada ha cambiado. El largo final del verano. Un día caluroso tras otro, voces que suenan mientras llega la noche y las ventanas encendidas puntean la oscuridad; y, al amanecer, el rumor del trigo y el olor caliente de los campos maduros para la siega. Y ser joven

Un mes en el campo es también una reivindicación de la lentitud, de la simplicidad, de la existencia sencilla, acorde al fluir de las estaciones, de los valores verdaderos que se encuentran en los hábitos cotidianos, del contacto con la naturaleza, de la acomodación a los ritmos cíclicos de la vida, de la despreocupación de los afanes mundanos que nuestras aceleradas sociedades se han impuesto, del reposado disfrute del trino de los pájaros y el rumor de los arroyos, de la inmensidad de las montañas y la profundidad de los valles, del frescor de los bosques y del colorido de las flores, y del sol y de la lluvia y del aire y del cielo y de las nubes y del viento y de toda la belleza del mundo, ajenos a cualquier otra inquietud que no sea la que deriva del natural transcurso de la vida, como hacen los lirios del campo (Mirad los lirios del campo, cómo crecen, no se fatigan ni hilan, en una significativa cita de los evangelios que se menciona en el libro). 

Y todo este entramado de sensaciones y sentimientos que se evocan con indecible dulzura y conmovedora sensibilidad, se presenta con una serie de recursos técnicos que acrecientan el clima emocional de la obra. Hay, por un lado -lo había también en la historia de los Steeple Sinderby Wanderers- una muy consciente recreación del paisaje, la vegetación, la naturaleza: El clima, el paisaje, bosques frondosos, cunetas llenas de hierba y flores silvestres. Y al sur y al norte del Valle, las colinas bajas, las fronteras de un país misterioso, resaltando, en lo espacial, esa dimensión singular y extraordinaria de unos momentos únicos, casi sagrados en lo que tienen de vínculo con una especie de fuerzas sobrenaturales a las que sólo excepcionalmente logramos acceder. Hay, también, un punto de una cierta “intriga metafísica”, podríamos decir: el extraño paralelismo que se plantea -con cuatro o cinco siglos de diferencia- entre el pintor del mural y su develador, la aparición de determinados enigmas en la pintura, el porqué de ciertos trazos inesperados en la composición de las figuras, el secreto del hombre que es representado cayendo hacia el infierno, la vinculación de la restauración de Tom con la excavación de Moon y sus simbólicas respectivas búsquedas: hacia lo alto el uno -los cielos- y hacia lo bajo el otro -lo subterráneo-, dos ámbitos, dos propósitos, que acabarán por confluir. Es también reseñable el modo en que el personaje de 1920 trae a colación aspectos de su pasado, lo cual se hace de un modo elíptico, muy elegante, apenas meros apuntes sin desarrollar, indicios, tenues pistas que afloran como islas en mitad de la narración (Vinny tenía calidad y yo bien que pagué por ella; Le hablé de Vinny y de que se había largado con otro. No le dije que casi con toda seguridad se había encamado con otros mientras yo estaba fuera. Ni que ya me había dejado en una ocasión anterior, a modo de ejemplos). Es muy interesante también, y produce un efecto de cercanía y proximidad que hace aún más entrañable el libro, el recurso a la interlocución con el lector (que también estaba en Cómo ganamos la final de Wembley): No se me impacienten con los detalles; Quizá lo entiendan si explico que…; ¿Saben?, entre otras muestras). Por último, el libro presenta significativas citas de la obra de Thomas Hardy (del que ya os hablado aquí hace meses, cuando se cumplieron, en 2018, los noventa años de su muerte), referencias a Tennyson, e incluso un guiño autorreferencial a su anterior novela, ya mencionada (en un momento del libro se nos dice que Tom llegará a arbitrar, en alguna ocasión, partidos de los Steeple Sinderby Wanderers), lo cual, de nuevo, permite ampliar el alcance del relato, su repercusión y trascendencia. 

En fin, son, como veis, infinidad los motivos que deberían llevaros a leer esta prodigiosa novela, Un mes en el campo, de James o Joseph Lloyd Carr que publicó Pretextos en 2004. No dejéis de hacerlo. Os ofrezco ahora un muy revelador fragmento del libro, en el que ya están -en germen- bastantes de sus claves; también un fragmento extraído de la banda sonora del film, creada por Howard Blake.


Esa noche, por vez primera en muchos meses, dormí como un tronco, y a la mañana siguiente me desperté muy temprano. En realidad, no dormí mucho más allá del amanecer en ninguno de los días que pasé en Oxgodby. El trabajo era muy fatigoso; estaba de pie la mayor parte del día, a menudo comía sin sentarme; y luego, de noche, allá arriba, en mi altillo por encima de los campos y lejos de la carretera, demasiado lejos para que me llegaran las voces, no había nada que me molestara. A veces me despertaba un momento y una raposa que aullaba al borde de algún bosque lejano, o el grito de ataque de algún bichejo en la oscuridad. El resto, los ruidos de un edificio antiguo: el temblor de la soga de la campana, que venía de arriba y salía por el agujero del suelo; un estremecimiento en las vigas del techo, la piedra asentándose todavía después de quinientos años... 

Durante las semanas que pasé allí, sólo tuve dos malas noches. Una, cuando soñé que la torre se desplomaba, y otra, en la que avanzaba agachado en dirección al fuego de ametralladora, sin trinchera en la que meterme, deslizándome sin parar por el fango hacia una muerte por mutilación. Y entonces también mis alaridos se unieron a los de las criaturas nocturnas. Bueno, hubo una tercera noche sin dormir, pero eso fue mucho después y por otro motivo. 

De modo que, esa primera mañana, enrollé mi manta y, esquivando la soga de la campana, crucé la estancia en dirección a la ventana sur y retiré el abrigo, extendido para que no pasara la lluvia. Era una ventana sencilla, de dos luces, por supuesto sin cristales, con un sencillo montante lo bastante fuerte para soportar mi peso. Había parado de llover y el rocío resplandecía en la hierba del camposanto, la pelusa flotaba en las corrientes de aire, un par de mirlos picoteaban insectos aquí y allá, un zorzal cantaba ante mi vista en uno de los fresnos. Y más allá se extendía el pastizal que había cruzado cuando vine de la estación (con una tienda cónica plantada cerca de un arroyo) y, luego, más campos que ascendían hacia un oscuro reborde montañoso. Conforme se iba iluminando, se desplegaba un vasto y majestuoso paisaje. Me di la vuelta; todo era de lo más satisfactorio. 

Entonces desempaqué mis provisiones, té, margarina, cacao, arroz, un pan, pensando que tendría que agenciarme un par de latas con tapa para mantener todo aquello resguardado del aire. Cebé el infiernillo con alcohol metílico, freí un par de lonchas y me hice un grueso bocadillo. Era muy agradable estar sentado en las tablas, apoyado contra una pared, porque por mi ventana todavía podía ver las colinas que se ondulaban como la espalda de alguna grandiosa criatura marina, y los oscuros bosques que escurrían sus estribaciones hacia el Valle. 

Y entonces, Dios me ayude, en mi primera mañana, en los primeros minutos de mi primera mañana, sentí que este paisaje norteño era amistoso, que había pasado página y que este verano de 1920, cuyas brasas iban a durar hasta la caída de las primeras hojas, iba a ser una estación propicia, un tiempo bendito. 

Me dije que no me importaba lo que durase el trabajo, lo que quedaba de julio, agosto, septiembre, puede que octubre… Iba a ser feliz, vivir con sencillez, gastar nada más que lo que me costase la parafina, el pan, las verduras y algún trozo de ternera en conserva de vez en cuando. En cuanto a la leche, con un litro a la semana podría habérmelas arreglado, pero con ese tiempo no aguantaría, así que habría de ser litro y medio. Y las gachas de avena tienen mucho alimento y no hay más que calentarlas para tener una segunda gran comida. De modo que calculé que, sin gastos de alquiler, podía arreglármelas cómodamente con quince chelines a la semana, puede que incluso con diez o doce. De hecho, las veinticinco libras que habían acordado pagarme podrían alargarse hasta que el frío me devolviera a mis cuarteles de invierno en Londres. 

Era maravilloso arribar a este puerto de aguas tranquilas y, durante una temporada, no tener que ocupar mi cabeza en nada que no fuera descubrirles a éstos su mural. Y luego quizá podría comenzar de nuevo, olvidar lo que la guerra y las broncas con Vinny me habían hecho y empezar donde me había quedado. Esto es lo que necesito, pensé: comenzar de nuevo y luego, quizá, dejaré de ser una baja de guerra. 

Bueno, de esperanzas también se vive. 


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