Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 12 de febrero de 2020

THOMAS MANN. LA MUERTE EN VENECIA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca dedicado a la lectura, que cada miércoles os ofrece una propuesta interesante y sugestiva que os presento con la intención de despertar vuestra curiosidad y avivar vuestro deseo de ocupar vuestro tiempo en el fascinante universo al que casi siempre se abren los libros. 

Recordaréis nuestros seguidores más fieles que en estas semanas de febrero todas nuestras emisiones están centradas, tal y como venimos repitiendo desde hace años, en libros vinculados de un modo u otro al mundo del cine, al coincidir estas fechas con las de la entrega de los principales galardones cinematográficos del mundo -nuestros Goya, los Bafta británicos, los César franceses y, por supuesto, los muy internacionales Oscar-. Tras la sugerencia de hace siete días, con la sensible e intimista Nosotros en la noche, la novela de Kent Haruf, con su correspondiente traslación a la gran pantalla en una cinta protagonizada por Jane Fonda y Robert Redford, hoy la referencia es un clásico indudable de ambas artes, la literatura y el cine. Se trata de La muerte en Venecia, la breve novelita de Thomas Mann, y su inolvidable versión fílmica, casi del mismo título (sin el pronombre inicial), la obra maestra de Luchino Visconti que yo vi, deslumbrado, en 1972. De ambas quiero hablaros esta tarde en una doble sugerencia indispensable. 

El libro del autor alemán es, como digo, una novela corta publicada originalmente en 1912 -aunque hay fuentes que mencionan 1911 o 1914- y que cuenta en España con numerosas ediciones desde hace décadas. Quiero destacar aquí ahora las varias que, en distintos formatos, ha publicado Edhasa, la reciente de Navona en su pulcra y ejemplar colección Los ineludibles, y la que esta tarde he elegido para vosotros, la primorosa de Edelvives, que conserva la traducción impecable -común a las demás ediciones- de Juan José del Solar y que cuenta además con unas magníficas ilustraciones del pintor Ángel Mateo Charris que recogen de un modo insinuante y alusivo, no frontal ni necesitado de superfluos subrayados, la perturbadora atmósfera de belleza y decadencia de la obra original. 

La anécdota -no es más que eso- que constituye el núcleo de La muerte en Venecia es simple y se resume en pocas frases. Gustav von Aschenbach, un afamado y prestigioso escritor alemán, con una vida centrada casi en exclusiva en su profesión, atado a sus rígidas costumbres y a la férrea disciplina de su arte, que ve avanzar poco a poco el inexorable declinar de su existencia, decide alejarse de su estricta rutina y proyecta una escapada a algún cosmopolita balneario en el entrañable sur. Así, parte hacia una isla del Adriático, no lejos de la costa de Istria. Pronto comprueba que el entorno no es el idóneo para la tranquilidad buscada y, movido por una extraña fuerza interior que lo impulsa hacia lo desconocido, decide visitar Venecia e instalarse allí para pasar los meses de verano. La llegada al hotel en que se aloja de una numerosa familia polaca le hace fijarse en el joven hijo del clan, Tadzio, un muchacho bellísimo que provocará su aturdimiento y desconcierto, primero, y su fascinación y enamoramiento después, llevándolo a una inquietante alteración de su natural equilibrio, una turbadora conmoción con ribetes de delirio que lo perturbará, resquebrajando los sólidos principios en que fundamentaba su vida, y obligándolo a replantearse sus concepciones sobre el arte, la belleza, el amor, la moral y, en definitiva, sobre el sentido de nuestro paso por el mundo, en un proceso que acabará por desembocar en un final trágico que no revelaré. 

Mann inicia su novela con el retrato físico y moral de Aschenbach. De estatura inferior a la media, moreno y peinado hacia atrás, su cabellera raleando en la coronilla sobre una cabeza grande en relación a su cuerpo enjuto, casi quebradizo; las mejillas también delgadas, magras, la frente surcada por arrugas, la nariz recta y poderosa sosteniendo unos anteojos dorados, todo en su fisonomía revela una personalidad sufriente reflejo de una vida interior difícil y agitada. 

Y es que desde las primeras páginas se nos muestra la convulsión que remueve el alma del personaje. Estamos ante un artista, culto y solitario, que guía su vida por los principios del rigor, la austeridad y la razón. Ensayista y escritor de relatos y novelas, nacido en una familia de oficiales, jueces y funcionarios públicos, servidores del Estado, Von Aschenbach (en quien los críticos expertos ven los rasgos de Goethe, de Gustav Mahler -significativa la coincidencia en el nombre- y, sobre todo, del propio autor) ha hallado en el autodominio, en la disciplina, en la tenacidad, la razón de ser y la justificación de su existencia y de su obra artística. Orgulloso de continuar el rastro del espíritu burgués de sus padres, se vanagloria de su perseverancia, de su austeridad, de su obstinación, de sus “abstenciones”, de su férrea capacidad -viril y valerosa- para domeñar las pulsiones delicuescentes de la carne, para rechazar la entrega cobarde a las tentaciones, para renunciar a la ligereza, a la pereza, a la lasitud, al capricho, a la flaqueza, a la desgana, a la improvisación y a la holgazanería, a la debilidad, al placer, al vicio y a la pasión, a las costumbres disipadas y serviles (jamás había conocido el ocio ni el despreocupado abandono de la juventud), impropias de un espíritu superior, forjado en la renuncia y la lucha, en la inflexible voluntad, en la sobriedad y la entereza, en el sacrificio y el combate (contra el enemigo exterior, en las guerras en las que había participado como militar, y, sobre todo, contra sus demonios interiores). Su concienzuda dedicación al arte le exige la paz conventual y el abandono del mundo, de sus gozos y pasiones turbulentas. Sirva como resumen de su severa y rigurosa naturaleza la descripción que sobre él encontramos en las primeras páginas del libro: Cuando, al filo de los treinta y cinco años, cayó enfermo en Viena, un fino observador dijo sobre él en una reunión de sociedad: «Vean ustedes, Aschenbach ha vivido siempre así –y cerró el puño izquierdo–, nunca así», y dejó que su mano abierta colgara libremente del brazo del sillón

No obstante, en su madurez bien avanzada, con la decadencia mostrando ya sus primeros efectos, algo en él perturba esa aparente solidez tan estrictamente lograda. Su taciturna soledad se agita cuando alguna “inquietud” mundana llama su atención, su espíritu se debate entre el reconocimiento de los rasgos de aventura, sentimiento, originalidad, belleza y genuina vivencia que se ocultan tras una leve distracción cotidiana, tras una conversación banal o una sonrisa, y, por otro lado, la convicción de que en todo ello se esconde lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito, el exceso, lo fútil, lo innecesario, lo depravado, lo irrelevante, lo alejado de la excelsitud de la obra artística. Encerrado en sus opresivas rutinas, ocupado de modo obsesivo con las tareas que le imponían su yo y el alma europea, atado en exceso por el imperativo de producir, demasiado reacio a la distracción para enamorarse del abigarramiento del mundo exterior, comienza a percibir ligeros atisbos de la asfixia que le atenaza en su constreñido espacio vital, en su claustrofóbico pequeño mundo, y experimenta -siempre de manera mesurada y bajo control- ciertas señales de la insatisfacción que se esconde tras su obcecada, implacable y fría entrega a la construcción de su vida y su arte. El impulso viajero que lo llevará a Venecia es, sobre todo, más que una mera necesidad de relajación estival o una comprensible voluntad de establecer una inocua pausa en su porfiada dedicación, un afán impetuoso de huida, una apetencia de lejanía y cosas nuevas, un deseo de liberación, descarga y olvido. Agotado espiritualmente por la exigencia constante, por su extenuante liza, por la casi inhumana necesidad de autocontrol, se concederá un descanso y abrirá en su vida, sin ser siquiera consciente de ello, una ventana al extravío, un paréntesis de espontaneidad e improvisación, un cambio de aires que le renovara la sangre. Y en Venecia, cuyo paisaje a la vez peligroso y bellísimo, embriagador e indolente, enfermizo y sensual, constituye otro de los personajes del libro, como luego veremos, surge, inopinada y fulgurante, la irresistible presencia de Tadzio, una aparición milagrosa, una epifanía, una estremecedora conmoción que sacudirá el ascético equilibrio de su vida. 

Tadzio, un efebo de cabellos largos y unos catorce años, lo impresiona, en primer lugar, por la perfección de sus formas, por la blancura marfileña de su rostro, por la delicadeza y la gracilidad de sus rasgos, por su espléndida cabellera dorada, por el indudable encanto de sus gestos, por su seductora sonrisa, por una inocencia casi infantil combinada con un leve asomo de adulta autoconsciencia de la propia innegable capacidad de fascinación. De la sobrecogida admiración suscitada por aquella primera visión esplendorosa, Aschenbach pasa a abismarse en el delirio, en la torturante tiranía de la pasión amorosa: la quimérica construcción de imposibles ensoñaciones; la decidida voluntad de aproximarse al objeto de su devoción y los inevitables titubeos y vacilaciones en su presencia: la alegría y el dolor simultáneos en cada nuevo encuentro con el muchacho; el entusiasmo febril y la parálisis culpabilizadora; el expansivo reconocimiento de la verdad de su corazón y el inmediato repliegue al saber irrealizable su indefinible anhelo; la rendida aceptación del tumultuoso agolparse de emociones inéditas y el rechazo a la agitación, al exceso, a la abyección; el sometimiento y la lucha, el gozo y el pudor, la simpatía y la turbación, la entrega y el alejamiento. 

La estadía del circunspecto profesor en una Venecia de atmósfera opresiva, de asfixiante humedad en el bochorno veraniego cambia así radicalmente tras la sacudida que le provoca el joven. Su descubrimiento lo aboca a la enajenación, a la embriaguez y la ceguera, a la ofuscación y la locura del enamoramiento, cuyos letales efectos son más intensos cuando arrebatan a quien carece de familiaridad con sus síntomas. El senescente escritor comienza a forzar los encuentros “fortuitos” con el muchacho; a hacerse notar; a provocar el intercambio de miradas; a reprocharle -para sí, sin que su destinatario llegue siquiera a imaginarlo- la elocuente y magnética sonrisa con la que lo desarbola; a espiarlo con descaro, renunciando ya a cualquier disimulo, cuando juega con su madre y hermanas; a caer víctima de invencibles celos ante las aproximaciones amistosas de otros compañeros del chico que, como él mismo, aunque desde una envidiable cercanía, lo admiran y cortejan; a seguirlo y acosarlo sin tregua, no siempre de modo discreto. El desenfreno y la insoportable vehemencia de su sentimiento no reparan ya en límites, ahuyentan la cautela y la prudencia: lo busca por el dédalo de turbias callejas venecianas; arrastrado como un pelele por la pasión lo persigue furtivamente; lo atisba con los suyos tras un puente, lo mira, se esconde; corre tras él, el corazón le golpea como un martillo, intenta dominarse, se detiene, renuncia; se derrumba, sacudido por temblores y escalofríos, cuando se disipa la expectativa de un nuevo encuentro (Cuando Tadzio desaparecía de la escena, la jornada concluía para él); se le acerca y huye, intenta el contacto, incluso el físico -prohibido-, y de inmediato se arrepiente, espantado; sueña con él en su ausencia, se planta sigiloso ante la puerta de su cuarto y apoya sin rubor su frente en ella; se obsesiona por la posible partida de la familia polaca, pues nada angustiaba más al enamorado que la posibilidad de que Tadzio se marchara, y no sin temor se daba cuenta de que, si esto ocurría, él no sabría ya cómo seguir viviendo. 

Tadzio alterará radicalmente sus hábitos mesurados y lo sumirá en un irresoluble y corrosivo dilema moral. Frente a la estabilidad, la armonía y la dignidad que eran el emblema de la dignidad burguesa que lo define, el temerario amor por el joven lo vuelca hacia el desequilibrio y la degradación. Este juego dual de valores antitéticos permea la obra entera, tanto en su expresión más explícita y literal como en los símbolos velados que apuntan metafóricamente a la torturante disyuntiva que asfixiará al enamorado y sin embargo (y por “ello”) sufriente protagonista. La prudencia, el discernimiento, la virtud, el honorable esfuerzo y la entregada dedicación a la obra artística, la mesura, la decencia, la pureza, las convenciones, la razón, el pensamiento y el intelecto, el respeto a los valores clásicos, el sometimiento a la ley moral, que en todo momento constituyen el norte por el que se guía el ponderado y sensato proceder de Aschenbach y que afloran también entre sus innumerables reflexiones, saltarán por los aires, dinamitados por la mera existencia de un adolescente caprichoso que introducirá en su vida, provocándole un desgarro y un dolor inéditos, la excitación febril, el sometimiento ciego a los arbitrarios designios del deseo, la patética ansia por gustar y el lastimoso afán por rejuvenecer (Gustav visitará al peluquero, se perfumará y maquillará, ennegrecerá con lociones cosméticas sus cabellos encanecidos, en un deplorable intento de soslayar los estragos del tiempo), el adolescente impulso de romper con todo e irse lejos, a la aventura, abandonando la biografía largamente cincelada durante años, el olvido de la moral y la sumisión al arrebato y al placer, al infamante éxtasis, a la embriaguez y la culpa, al humillante oprobio del amor, al ignominioso caos, al deshonor y la muerte. 

Porque la muerte, la metafórica pero también la muy real, surca la novela desde su inicio, en una reveladora escena en un cementerio muniqués: el apellido Aschenbach que significa literalmente “arroyo de cenizas”; el lamentable vejestorio que se carcajea embriagado e indigno entre jóvenes groseros ya en el viaje hacia Venecia; la negra góndola que lo transportará hacia el Lido y que hace pensar al viajero en la noche sombría, en el ataúd y en el último viaje silencioso; la presencia del “mal”, la demoníaca y destructiva pulsión de muerte (Su cabeza y corazón estaban ebrios, y sus pasos seguían las indicaciones del demonio, que se complace en conculcar la dignidad y la razón del ser humano) que lo atenaza y desarbola; y, de manera muy notable, la fiebre, la peste, el cólera hindú, la enfermedad -la epidemia- que inunda las calles y los canales de la ciudad y que se propaga, misteriosa e implacable, de un modo tan secreto y oscuro, tan perverso, como lo es el “pecado” del trágico enamorado, encaminándolo a un infausto destino de derrota y funesta consunción. 

Y es precisamente Venecia, con su calor sofocante y su aire espeso e irrespirable, con la ciénaga de sus aguas infectas, con los fétidos olores de la putrefacción y la podredumbre, con las mefíticas emanaciones de los canales y los corruptos miasmas de la estancada laguna, con las estrechas callejuelas y la acelerada agitación de las gentes, el símbolo máximo de la degradación y la muerte, más notorios aún por manifestarse en un entorno ideal, el de esa otra Venecia de la exuberancia artística, de la belleza y la sensualidad, de los edificios de mármol rosado y los lujuriosos palacios, de los silenciosos y escondidos jardines, de las plazas recoletas, de las infinitas iglesias, del musical lamido del agua al encontrarse con la piedra y la madera, del plácido bogar de los gondoleros entre el suave murmullo de las olas. Venecia ejemplifica así el ya mencionado juego de dualismos que atraviesa la novela, símbolo hermosísimo y atroz de muerte y de podredumbre; y quienquiera que la visite, hasta hoy, tiene que percibir, si es sensible, el hálito de esa irresistible belleza letal, como la define Francisco Ayala en su prólogo al libro en una de las ediciones de Edhasa. La Belleza que surge de la ciénaga, el Paraíso entrevisto entre la niebla hedionda, el Amor que florece en la ruina y la descomposición, la sublime perfección revelada tras la enfermiza decadencia, la vida fecunda rebelándose ante la inexorable muerte, entre otros muchos ejemplos -Eros y Tánatos, lo apolíneo y lo dionisíaco- de ideas enfrentadas que encierra esta La muerte en Venecia repleta de alusiones cultas. 

La condición de artista e intelectual de su protagonista permite al autor poblar el libro de infinidad de referencias mitológicas, filosóficas, estéticas y culturales: la ya mencionada remisión a las biografías de Goethe o Gustav Mahler; el significativo excurso sobre San Sebastián, símbolo -en la lectura que hace Aschenbach- de una virilidad intelectual adolescente que, aun con el cuerpo traspasado por lanzas y espadas, aprieta los dientes y se mantiene firme en su altivo pudor; la evidente presencia del mito de Narciso; el vínculo con el Fedro de Platón y las reflexiones de Sócrates sobre el deseo y la virtud, sobre el enamoramiento y la verdad, sobre la sabiduría y el cuerpo, sobre el espíritu y la divinidad, sobre los ardientes temores que padece el hombre sensible cuando sus ojos contemplan un símbolo de la Belleza eterna; la multitud de profundas divagaciones filosóficas sobre la muerte, la vejez, la destrucción, sobre el pensamiento y el arte, sobre las cumbres y los abismos de nuestra frágil condición humana. 

La película que dirigió en 1971 Luchino Visconti y que se estrenó en nuestro país un años después, dejando en mí un recuerdo imborrable, el de una de las mejores películas que he visto en mi vida, traslada magistralmente al medio cinematográfico tanto la belleza del libro como su hondura y su desbordante riqueza intelectual, en una obra maestra a la que contribuye una banda sonora excepcional en la que el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler, que os dejo como cierre a mi comentario, destaca como intimista motivo recurrente, pleno de delicadeza y sensibilidad, de emoción y lirismo, de inspiración y poesía. Con Dirk Bogarde en el papel de Aschenbach, y unas en mi recuerdo bellísimas Silvana Mangano, como la madre de familia polaca, y Marisa Berenson, en una aparición episódica como esposa de Gustav, tiene en la fulgurante presencia de Björn Andresén, impecable encarnación del Tadzio de la novela, uno de los elementos más memorables de una cinta por muchas razones inolvidable. 


Tadzio entró a bañarse. Aschenbach, que lo había perdido de vista, distinguió su cabeza y el brazo con el que avanzaba remando mar adentro, pues la superficie del mar debía de estar lisa hasta muy lejos. Pero ya parecían inquietarse por él, ya se oían voces femeninas llamándolo desde las casetas, repitiendo aquel nombre que dominaba la playa casi como una consigna y, con sus consonantes blandas y la u final prolongada, tenía algo a la vez dulce y salvaje: «¡Tadziu! ¡Tadziu!». El muchacho volvió a la carrera, echando la cabeza atrás y haciendo espuma al batir con las piernas el agua que se le resistía; y la visión de esa figura viva en la que confluían la gracia y la rigidez de la pubertad, de ese efebo con los rizos empapados y bello como un dios, que emergía de las profundidades del mar y del cielo, luchando por desprenderse del líquido elemento, esa visión suscitó en su observador evocaciones míticas: era como un mensaje poético llegado de tiempos arcaicos, desde el origen de la forma y el nacimiento de los dioses. Y, cerrando los ojos, Aschenbach escuchó aquel cántico que resonaba en su interior y, una vez más, pensó que allí se estaba bien y que deseaba quedarse. 

Más tarde, y para descansar del baño, Tadzio se tumbó en la arena, envuelto en una sábana blanca recogida bajo su hombro derecho y apoyando la cabeza en el brazo desnudo. Y aunque Aschenbach no lo observase por leer una que otra página suelta de su libro, en ningún momento olvidó que tenía al chiquillo al lado, que le bastaba con girar ligeramente la cabeza a la derecha para admirar aquel prodigio. Casi tenía la sensación de estar allí para proteger el descanso del muchacho, enfrascado en sus asuntos propios y vigilando a la vez constantemente a esa noble figura humana tendida a su derecha, no muy lejos de él. 

Y un afecto paternal, la emocionada simpatía que quien posee la belleza inspira al que, sacrificándose en espíritu, la crea, fue invadiendo y agitando su corazón. 

No hay comentarios: