Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de febrero de 2020

ANDRÉS AMORÓS. TÓCALA OTRA VEZ, SAM

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Un miércoles más, desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca, se emite nuestro espacio, que os ofrece una recomendación de lectura con la quizá excesivamente ambiciosa doble pretensión de interesaros y entreteneros. Hoy, con nuestro último programa del mes de febrero, cerramos la serie que durante estas semanas pasadas hemos dedicado al séptimo arte, con ocasión de la entrega, en estos primeros días del año, de los más prestigiosos galardones cinematográficos del mundo. Si en las emisiones precedentes nos centramos en tres libros -Nosotros en la noche, Muerte en Venecia y El hombre que nunca existió- que fueron objeto de destacada traslación cinematográfica, esta tarde, en cambio, mi atención pone el foco, desde otra perspectiva diferente, en un libro que habla de cine, de cine y música, más exactamente. 

Me refiero a Tócala otra vez, Sam, la completa guía de Andrés Amorós que, con el inequívoco subtítulo de Las mejores músicas de cine, publicó la Editorial Fórcola en el final de 2019, exactamente el 7 de noviembre, fecha en que se cumplió -así lo resalta el editor en el colofón del libro- el sexagésimo aniversario de la muerte de Victor McLaglen, uno de los más destacados miembros de la habitual troupe de John Ford, presente en numerosas de sus películas y en particular en la magistral El hombre tranquilo (¿quién no recuerda la interminable pelea a puñetazos entre Sean Thornton -personaje que interpreta John Wayne- y Will Danaher -papel que desempeña el propio McLaglen- con la hermana de éste, la bella Mary Kate Danaher -una espléndida Maureen O’Hara- como simbólico, y hoy políticamente incorrecto, “botín de guerra”?). 

Andrés Amorós es, además de un consumado cinéfilo, un hombre polifacético. Doctor en Filología Románica y Catedrático de Literatura Española, es autor, a sus setenta y nueve años recién cumplidos, de más de un centenar de libros y cuenta con una carrera literaria reconocida con infinidad de premios y distinciones, habiendo desempeñado igualmente distintos cargos en organismos e instituciones culturales. Gran amante -y gran experto- del teatro, los toros y la música -entre otras muchas vertientes de su inagotable curiosidad-, ejerce también de crítico literario, con colaboraciones habituales en la prensa (actualmente mantiene una columna semanal en el suplemento cultural del diario ABC), la televisión y la radio, en donde dirige el programa Música y letra, en es.radio, cuyo planteamiento, propósito y enfoque están en la base de libro del que ahora quiero hablaros. 

Si amamos el cine y amamos la música, ¿cómo no vamos a amar la música de cine? No se trata de una simple suma; en todo caso, sería una multiplicación: ambas artes se potencian enormemente. Desde el nacimiento del cine sonoro la música fue un grandísimo aliado de la imagen. De hecho, antes de que naciera el sonoro, ya la utilizaba: en las proyecciones de las películas mudas solía haber un pianista, que improvisaba melodías, para acompañar cada escena. Así, de este modo entusiasta y revelador, abre su libro Andrés Amorós, en una introducción, convenientemente titulada Preludio, en la que adelanta las pautas por las que se guiará su muy completa aunque personal recopilación. Comienza el autor por reflexionar brevemente sobre las diversas formas de aparición de la música en las películas, conforme a la clasificación académica -que la natural sencillez del divulgador rechaza como “pedanterías esdrújulas”- entre músicas diegéticas y extradiegéticas, esto es entre las composiciones que suenan “dentro” de la historia que la película cuenta y los temas que se añaden “desde fuera” para reforzar, subrayar o enfatizar elementos de la cinta. De las primeras cita Amorós en este preámbulo explicativo las piezas que interpretan los personajes (sobre todo en las biografías de músicos, pero no solo), las canciones que entonan (con el destacado exponente de los vaqueros de John Ford y sus baladas junto a la hoguera la víspera de la batalla decisiva), los espectáculos musicales -ópera, conciertos- a los que asisten, los discos que escuchan, las bandas sonoras de las películas que ven, las músicas que eligen en la radio los protagonistas, entre otros ejemplos. Como muestra paradigmática de la segunda opción se menciona el Adagietto de la Quinta Sinfonía, de Mahler, asociado ya de por vida a Muerte en Venecia, como comentaba aquí hace un par de sema

Se apuntan también algunas notas relativas a otros aspectos curiosos de la relación entre las dos artes: cómo en ocasiones una música se divulga y se hace conocida gracias a una película (caso de Así hablaba Zaratustra, de Richard Strauss, hoy un lugar común en la cultura popular gracias a 2001: Una odisea de espacio, de Stanley Kubrick; o del Concierto para clarinete K.622, de Mozart, que cualquier persona medianamente formada vinculará para siempre a Memorias de África, el film de Sydney Pollack); el modo en que un tema musical se convierte en el emblema de una cinta, resumiendo su sentido (Moon river en la interpretación de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes); la “salvación” que de una película mediocre puede hacer una pieza musical espléndida o simplemente memorable (y cita Amorós el ejemplo de Un hombre y una mujer, recordada sobre todo por el tema central de Francis Lai), entre otros. 

Leemos también, en estas páginas introductorias, acerca de los casos -muy excepcionales- de directores que a su vez son compositores, con las figuras de Charles Chaplin o Clint Eastwood como hitos difícilmente superables, o de algunas inmortales parejas de director y compositor, como ocurre con los inolvidables tándems de Fellini y Nino Rota o Segio Leone y Ennio Morricone, a los que se dedican sendos capítulos en el cuerpo principal del libro. 

Hay, igualmente, una breve digresión sobre la música que “encaja” en la película en virtud de su congruencia sentimental, su armonía, su confluencia en la recreación -por vías artísticas distintas pero coincidentes- de determinados estados anímicos, o la que, por el contrario, enlaza con la narración fílmica por un camino opuesto, el de la aparente divergencia, la supuesta inadecuación (por todo ejemplo, La cabalgata de las valquirias, de Wagner, sonando atronadora como fondo al bombardeo de los helicópteros en Apocalypse now; o en nuestro país, el uso del hoy “redivivo”, gracias a Rosalía, Si me das a elegir, en Deprisa, deprisa, de Carlos Saura). 

Comentadas así, someramente, estas cuestiones generales, el autor se detiene en la explicación del planteamiento concreto que guiará su libro. Por de pronto, deja clara desde el inicio su posición de partida, señalando que se limita -pero su dictamen no es del todo cierto, afortunadamente- a proporcionar ejemplos y no profundas teorías, pues no estamos ante un libro erudito ni él mismo se reclama historiador ni músico, sino un apasionado, un simple aficionado (otra afirmación, esta última, rotundamente falsa, pues los saberes de Amorós en los dos ámbitos de su estudio rozan lo enciclopédico). Además, se pone en conexión el presente texto con su anterior libro, La vuelta al mundo en 80 músicas, con el que comparte muchos puntos en común. Confiesa también que, en consonancia con esa su condición de “no especialista”, se dirige a un público alejado de lo académico, a un lector, a un oyente, a un espectador medio, que como él mismo, encuentran en la música y el cine placer y consuelo, esperanza y alegría

A partir de estas premisas, el libro se construye como una estimulante sucesión de datos, anécdotas, resumen de argumentos y transcripción de letras de canciones, en torno a decenas de compositores de música cinematográfica, tanto los grandes clásicos (Bernard Herrmann, Max Steiner, Dimitri Tiomkin, Miklós Rózsa, Franz Wasman, Victor Young, Alfred Newman, Álex North, Jerry Goldsmith, Georges Delerue, Elmer Bernstein, Burt Bacharach, Michel Legrand, Marvin Hamlich, Vangelis, John Williams, Henry Mancini, Maurice Jarre o John Barry), cuyas melodías, aun sin reconocer al autor, son fácilmente identificables por cualquier amante del cine, como los más modernos (Carter Burwell, Hans Zimmer, Alexander Desplat, Michael Nyman, James Horner, Ryuichi Sakamoto, Patrick Doyle, Howard Shore o Zbigniew Preisner). 

Pese a la obvia importancia concedida a los creadores de música para las películas, Andrés Amorós no organiza su libro en función de estos músicos sino que con un afán pedagógico centrado en el lector (pocos amantes del séptimo arte identifican a los compositores y sí en cambio a los directores y a las propias películas) estructura la obra en tres partes muy sugestivas. En la primera, se analizan, en sendos capítulos, las filmografías de diez directores de su predilección, excelentes todos (John Ford, Eisenstein, John Huston, Billy Wilder, Luchino Visconti, Orson Welles, Stanley Donen, Stanley Kubrick, Sergio Leone y Federico Fellini), dedicando una especial atención a la presencia de la música en sus películas. La segunda sección del libro, Veinte películas del Oeste, se centra en otros tantos westerns clásicos y recrea el paisaje sonoro que arropa sus inolvidables tramas. Por último, las cien postreras páginas de la obra -son más de cuatrocientas en total, en una exuberante manifestación de sabiduría y erudición del autor- se ocupan de Veinticinco canciones de amor cinematográficas, entre las que están, como luego veremos, todos los títulos ineludibles que puntean el tratamiento del sentimiento romántico en el cine, presentes en películas muy célebres y, casi todas, también imperecederas. Reconoce Amorós que, pese a lo extenso de su estudio, inevitablemente deben quedar fuera otros géneros con una amplia tradición musical -el cine de aventuras, el fantástico, las comedias, el policiaco-, una constatación que permite aventurar al lector entusiasmado que, quizá, este Tócala otra vez, Sam, pueda tener continuación en el futuro, en una ampliación abierta a esas otras interesantes vertientes. Quiero llamar la atención también, antes de comentar brevemente los tres grandes ejes del libro, sobre la presencia de dos desbordantes índices finales, uno de películas citadas -más de quinientas- y otro onomástico -que supera los mil quinientos nombres-, pruebas ambos de la vasta cultura y el profundo conocimiento que rezuma la modesta -solo en apariencia- obra que tenemos entre manos. El libro incorpora también una treintena de fotogramas emblemáticos de otras tantas películas. 

La primera gran sección del texto consiste, como se ha dicho, en un sugerente recorrido por la “musifilmografía” (valga el neologismo) de diez grandes clásicos de la dirección cinematográfica. Aparece para abrir este apartado, John Ford (John Ford: el cine, titula Amorós de manera entregada e inequívoca), con menciones a algunas de las canciones de sus películas, My Darling Clementine, She Wore a Yellow Ribbon, Greensleeves, entre otras muchas; aunque no aparece, sorprendentemente, Shall we gather at the river, que podemos escuchar en, al menos, siete películas de Ford. El siguiente capítulo se dedica a la “relación” entre Eisenstein y Prokófiev, director y músico, a partir de Alexander Nevsky, estrenada en 1938, y que es uno de los grandes hitos de la primera etapa de la historia del cine. Entre otras “curiosidades” cuenta el libro cómo Prokófiev veía cada noche las imágenes filmadas en la jornada, anotaba la duración de las secuencias… y reaparecía a la mañana siguiente con la música ya escrita. El estudio de la filmografía de John Huston gira, fundamentalmente, en torno a lo que el autor llama sus héroes perdedores. En Moulin Rouge, en El juez de la horca, en El hombre que pudo reinar, y en esa obra maestra absoluta que es Los muertos (títulos en los que se detiene el análisis; pero pienso también en Moby Dick, El halcón maltés, Fat city, La reina de África o La jungla del asfalto), hay un nexo común, a veces muy tenue, asociado a lo que podríamos llamar la “ética del fracaso”. Esta dimensión melancólica, pero también heroica, enérgica, intensa y aventurera a veces, aunque igualmente sensible, delicada e intimista, aflora en la música de sus películas, de la que destaco aquí The Lass Aughrin, una muy tierna balada irlandesa, emotiva y bellísima que acompaña el triste y conmovedor soliloquio final de Gabriel, uno de los protagonistas de Los muertos, testamento cinematográfico y vital de Huston. Del ingenio agridulce de Billy Wilder y de su correlato en la música de sus películas nos deja el libro muchas muestras: Sabrina, La tentación vive arriba, Uno dos, tres, Kiss me, stupid -con una breve incursión en el prolífico universo de Gershwin-, Avanti! y, sobre todo, Con faldas y a lo loco, que a la genialidad cinematográfica añade una más que sugerente banda sonora. La extensión habitual de cada uno de estos capítulos -entre quince y veinte páginas- se desborda, hasta casi triplicarse, en el análisis del tratamiento musical de las películas de Luchino Visconti, una confesada predilección de Andrés Amorós. Visconti no es sólo Mahler, señala el autor, por más que la obra del austriaco permanecerá para siempre unida a una de las obras maestras del italiano, Muerte en Venecia. Pero la barroca, recargada, sensible, estetizante, lujuriosa, decadente, refinada, teatral y operística filmografía del complejo y contradictorio aristócrata y comunista milanés, alberga en su seno infinidad de “presencias” musicales además de la de Mahler, extraídas tanto del universo de la ópera (Donizetti, Verdi) o la música clásica (Chaikovski, Bizet, Brückner, Bach, Wagner), como de la canción popular (Mina, Pino Donaggio, Adriano Celentano), sin olvidar la colaboración con Nino Rota, “pareja” habitual de Fellini, como luego veremos. El breve apunte sobre Orson Welles, titulado, también muy reveladoramente, Entre Albinoni y Erik Satie, se para en dos de sus películas, El proceso y Una historia inmortal, para comentar la sabia utilización de la música de los dos compositores clásicos en cada uno de los dos filmes. De la segunda de ellas ya había hablado aquí hace un par de años, al comentar el cuento de Isak Dinesen en el que se basa. Ambientada en un intemporal Macao precaria y muy sorprendentemente recreado en las calles de Chinchón, las piezas repetitivas, líricas, delicadas y muy evocadoras de Satie, refuerzan la atmósfera onírica, mágica y como de leyenda de la película. La alegría de bailar es el leitmotiv que enlaza los comentarios sobre Stanley Donen: Un día en nueva New York, Cantando bajo la lluvia o Siete novias para siete hermanos, son manifestaciones destacadas de los mejores momentos de la comedia musical hollywoodiense, plagadas de bailes y melodías inolvidables. Pero de Donen son también Desayuno con diamantes, Charada o Dos en la carretera, en las que la elegancia de Audrey Hepburn irradia su magnetismo entre los tiernos temas de Henry Mancini. De gigante califica Amorós a Stanley Kubrick del que, en otro capítulo inusualmente extenso, se revisa la presencia de la música en sus obras más representativas, Senderos de gloria, Espartaco, Lolita, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, la ya mencionada 2001: Una odisea del espacio, La naranja mecánica, El resplandor, La chaqueta metálica o Eyes Wide Shut, todas con una abundante y muy bien elegida selección de temas musicales que el autor disecciona con criterio y la habitual profusión de información interesante; por encima de todas ellas, Barry Lyndon, en donde el maniático perfeccionismo técnico del director alcanza a la elección del fondo sonoro apropiado para recrear el refinamiento estético de los ambientes de la época, en una selección con piezas de Händel, Schubert, Vivaldi, Bach o Mozart. La sección se cierra con dos capítulos finales, también extensos, en los que se recrea la fértil colaboración entre Ennio Morricone y Sergio Leone, a partir, sobre todo, de su trilogía del Oeste (Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo; con gran parte de su metraje rodado en Almería), y de Nino Rota y un Federico Fellini de cuyo nacimiento acaban de cumplirse los cien primeros años, una “sociedad” de leyenda, cuyos orígenes se relatan en dos historias que os dejo en el fragmento que pone fin a esta reseña, y que ha ofrecido manifestaciones tan “inmortales” como La Strada, Las noches de Cabiria, La dolce vita, Julieta de los espíritus, 8 y medio, El Satiricón, Roma, Casanova o Amarcord; de todas ellas hay sustanciosos comentarios en el libro. 

El segundo eje temático de la obra se centra en el western, con el examen de veinte muy bien elegidas películas del Oeste, clásicas en sí mismas y relevantes también por sus casi siempre imborrables bandas sonoras. No hay tiempo ya para entrar en los muchos detalles en los que se detiene el agudo ojo crítico del autor, bastará, pues, para dar cuenta del propósito y el alcance del trabajo de Andrés Amorós, con mencionar sus títulos, muy evocadores no ya para el cinéfilo sino para cualquier modesto aficionado y conocedor del popular género cinematográfico. Y es que clásicos eternos son Murieron con las botas puestas, de Raoul Walsh, con la música de Mx Steiner y el inolvidable himno del Séptimo de Caballería, Garry Owen; la intensa manifestación del amour fou que es Duelo al sol, con su interminable sucesión de directores impuestos por el despotismo del productor, David O. Selznick, y con su dramática escena final en la que la melodía de Dimitri Tiomkin refuerza el carácter enloquecido, frenético, irracional, de la fatal pasión salvaje entre una bellísima Jennifer Jones, pareja de O Selznick, y Gregory Peck; Río Rojo, dirigido por uno de los grandes nombres del género, Howard Hawks, y con Tiomkin también en la composición musical, que registra la presencia de Red River Valley -que está también en Las uvas de la ira y en otros filmes-, cantada aquí por Faye Tucker; Solo ante el peligro, una película espléndida dirigida por Fred Zinnemann, en la que la música de Dimitri Tiomkin, una vez más, brilla sobre todo en la balada Do not forsake me, que acompaña los momentos álgidos del sobrio deambular de Gary Cooper por las calles del pequeño pueblo amenazado por una banda de forajidos; Raíces profundas, un western “canónico”, con George Stevens en la dirección y Victor Young, autor de más de trescientas cincuenta músicas de películas, componiendo la banda sonora; Johnny Guitar, uno de los grandes títulos de Nicholas Ray, romántico conflicto entre mujeres, con la trágica Joan Crawford (su diálogo con Sterling Hayden, Dime que todos estos años me has estado esperando, es una de las cimas de la presencia del amor en la pantalla) y con el tema principal -del mismo título que la película- compuesto también por Victor Young; Veracruz, de Robert Aldrich, notable por muchos motivos, supone el debut en Hollywood de Sara Montiel; La gran prueba, dirigida por William Wyler, recurre de nuevo a la música de Dimitri Tiomkin; Duelo de titanes, espléndida -y enésima- recreación del legendario duelo en el O.K. Corral, a cargo de Preston Sturges, con Frankie Laine cantando el tema principal, obra -cómo no- de Tiomkin; Horizontes de grandeza, el “western pacifista” de William Wyler, de tortuoso rodaje y gran éxito de crítica y público, con la épica partitura de Jerome Moross, que confesó haberse instalado en una cabaña en Nevada para inspirarse en la inmensidad de las praderas sin horizonte; El árbol del ahorcado, dirigida por Delmer Daves a partir del cuento de Dorothy M. Johnson, ya comentado aquí, con la música de Max Steiner y la popular canción -que abre y cierra la cinta- cantada por Marty Robbins; El último tren de Gun Hill, también de Preston Sturges, también de Dimitri Tiomkin; en Río Bravo repite Howard Hawks, con John Wayne, inusual director de El Álamo, en ambos casos con el omnipresente Tiomkin; Los siete magníficos, con la realización de Sturges sobre la base de Los siete samuráis, de Kurosawa, y las composiciones musicales de Elmer Bernstein; la controvertida Grupo salvaje, con el sello de violencia de Sam Peckinpah y la música de Jerry Fielding, entre la que destaca la recreación de un tema popular mexicano, La golondrina, que cuenta con infinidad de versiones; La leyenda de la ciudad sin nombre, de Joshua Logan, de la que todos recordamos su balada central, Wand’rin’ star, en la voz grave de Lee Marvin; La balada de Cable Hogue, de Peckinpah y Jerry Goldsmith, con Los vividores, dirigida por Robert Altman y con las canciones de Leonard Cohen, las únicas de la selección que yo no he visto (aunque de bastantes de las sí vistas guarde un recuerdo brumoso); por fin, Pat Garrett y Billy the Kid, con, de nuevo, el tándem Peckinpah/Fielding, pese a que en el recuerdo permanezca un tema excelso de Bob Dylan, Knockin’ On Heaven’s Door

En el tercer gran apartado del libro, Amorós selecciona Veinticinco canciones de amor presentes en otras tantas películas. Sin glosa alguna por mi parte, os ofrezco ahora el sugerente elenco de temas y cintas cinematográficas, recogidos, como en el caso de las piezas del Oeste, en el orden cronológico de estreno de los filmes: Auld Lang Syne, la melodía anónima escocesa, con más de doscientos años a sus espaldas, en La quimera del oro, de Chaplin; el cuplé La violetera, en otro título chaplinesco, Luces de la ciudad; Cheek to Cheek, de Irving Berlin, cantado por Fred Astaire en Sombrero de copa, de Mark Sandrich; Begin the Beguine, de otro grande, Colpe Porter, que aparece en Melodías de Broadway, de Norman Taurog; As Time Goes By, interpretada por Dooley Wilson en la mítica Casablanca; la española Yo te diré en Los últimos de Filipinas, una película que quizá ahora parezca algo rancia, asociada como estuvo al peor franquismo, pero que yo vi emocionado en mi primera infancia; Amado mío y Put he blame on Mame, interpretadas -la primera en playback, la voz auténtica era de Anita Ellis- por una muy sensual Rita Hayworth en Gilda; La ronde de l’amour en La ronde, de Max Ophüls; el llamado Tema de Terry (Entre candilejas, te adoré…), en Candilejas, otra obra mayor de Chaplin; la infantil y muy repetida Hi-Lili, Hi-Lo, que canta la diminuta Leslie Caron con un grupo de muñecos en la banda sonora de Lili; Love is a Many Splendored Think, de Alfred Newman, otro referente inexcusable de la música de películas, en La colina del adiós; María, conocida composición de Leonard Bernstein para West Side Story; la ya mencionada Moon River en Desayuno con diamantes; la deliciosa Scarborough Fair de Simon & Garfunkel en El graduado; el tema principal, compuesto por Nino Rota, para la versión de Romeo y Julieta dirigida por Franco Zefirelli; otro clásico absoluto Raindrops Keep Falling on My Head, de Burt Bacharach, que cualquiera con una mínima memoria cinematográfica asocia a Dos hombres y un destino; la empalagosa pero eficaz Love Story, compuesta por Francis Lai para el gran éxito del mismo título en 1970; El sueño imposible, que canta Peter O’Toole -aunque conocería muchas versiones posteriores- en El hombre de La Mancha; otro clásico imperecedero, The Way We Were, de Marvin Hamlisch, que canta Barbra Streisand en la película que ella misma interpreta con Robert Redford, Tal como éramos; la banda sonora entera de John Barry para Memorias de África; Brucia la luna, que aparece en El Padrino III; la conocidísima Unchained Melody, de Ghost; la música minimalista y bellísima de Michael Nyman para El piano, de Jane Campion; la conmovedora I See Your Face Before Me, cantada por el genial Johnny Hartmann y que podemos escuchar en una de las más intensas escenas de Los puentes de Madison, de Clint Eastwood (y que os dejo como complemento a esta reseña, precedido del tema de amor de la película, obra de Lennie Niehaus); y el deslumbrante cierre de la antología, Simple Song, que compone David Lang e interpreta la soprano coreana Sumi Ju en La juventud, de Paolo Sorrentino. 

Reivindica en su libro Andrés Amorós el ideal proustiano de la memoria-sensación, la vida entera unida, anclada, vinculada en lo más profundo de nuestro cerebro, en lo más íntimo de nuestra alma, a esas melodías que tantos hemos oído por primera vez en el cine y que ahora, años después, reconocemos y recordamos y tarareamos con emoción sin poder resistir la evocación de los momentos vividos. Esto es este Tócala otra vez, Sam, un espléndido recorrido por nuestra memoria sentimental, cinematográfica y musical. No deberíais perdéroslo. 



Fellini suele ser contradictorio pero nunca es insensible. Para la música de sus películas elige a Nino Rota (los dos habían coincidido ya, como colaboradores, en los créditos de algunas películas). Se han repetido mucho las dos versiones que da Fellini sobre su primer encuentro. Ésta es la primera: 

Yo lo veía frecuentemente en los estudios de la Lux; veía pasar a aquel hombre, ya famoso, amable, sonriente, que podía salir por la ventana como una mariposa, porque vivía en una atmósfera mágica, irreal. No usaba reloj, no sabía nunca el día que era, quizá no recordaba ni el mes. Se deslizaba entre las dificultades como protegido por una envoltura mágica. Daba siempre la sensación de que se encontraba allí por casualidad y, a la vez, de que se podía contar con él, de que podía acompañarte. Fue exactamente eso lo que sucedió: caminamos juntos toda la Vía Po… 

La otra versión añade una anécdota más pintoresca: 

Un día, saliendo de los estudios de la Lux, le vi en la parada de autobús, le pregunté adónde iba y me respondió que esperaba un autobús (que yo sabía que no circulaba por esa calle). Intenté explicarle su error pero él se empeñó en que el autobús sí pasaba por allí… hasta que vimos llegar un autobús, que estaba fuera de su trayecto normal y se detuvo tranquilamente en esa parada. 

Este incidente absurdo, poético, es característico del clima que Nino Rota creaba a su alrededor.

No importa lo que haya de verdad o de fantasía en el relato sino la conclusión: “Me parece haberle conocido siempre”.
 

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