Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 19 de febrero de 2020

EWEN MONTAGU. EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ; DUFF COOPER. OPERACIÓN DESENGAÑO

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro sale al aire un miércoles más en estos días de febrero en los que, coincidiendo con la profusión de ceremonias de entrega de premios cinematográficos, los Goya españoles, los César franceses, los muy británicos Bafta y los universales Oscar, nuestro espacio se centra en libros relacionados -directa o tangencialmente- con el séptimo arte. Así ocurrió en las semanas precedentes, con dos novelas objeto de traslación a la gran pantalla, la reciente Nosotros en la noche y el clásico La muerte en Venecia, de Kent Haruf y Thomas Mann respectivamente, y así ocurrirá también hoy, con una singular propuesta que, en alguna de sus vertientes -en seguida veremos que se trata de una recomendación plural-, ha tenido también su correlato fílmico.

Estoy hablando de El hombre que nunca existió, escrito por el británico Ewen Montagu y publicado en su país en 1953, que fue la base de la película del mismo nombre, realizada por Ronald Neame en 1956. La exquisita editorial Reino de Redonda, dirigida con selectivo criterio por Javier Marías, presentó la obra en 2019 en un volumen doble que incluye también Operación Desengaño, la novela de Duff Cooper, muy vinculada, como comentaré a continuación, con lo esencial de la historia narrada por Montagu. Ambos textos están precedidos de una sustanciosa introducción debida a John Julius Norwich, hijo de Cooper, que pone al lector en antecedentes de las circunstancias que provocaron la escritura de las dos narraciones. La traducción del libro -prólogo y relatos- es de Antonio Iriarte. Quiero recordar también que en 2010, con el mismo tema y el mismo título de El hombre que nunca existió, se publicó en España otro libro, escrito por Ben Mcintyre, el historiador y periodista de Oxford, un autor del que ya hablamos aquí hace seis años aproximadamente a propósito de su excelente La historia secreta del Día D, un apasionante relato de la imaginativa trama de espionaje urdida por los aliados para engañar a los alemanes y facilitar el desembarco en Normandía y, con él, adelantar el final de la Segunda Guerra Mundial.

La idea central que articula El hombre que nunca existió es, también, la de una extensa y bien organizada maquinación, un sofisticado artificio elaborado por el tantas veces genial espionaje británico para obtener ventaja frente al enemigo en otro episodio significativo de la última contienda mundial. A finales de 1942, las fuerzas aliadas habían logrado dominar la casi totalidad del frente norteafricano, derrotando a italianos y alemanes en Argelia, Marruecos, Libia y Egipto y haciéndose con el control del sur de Mediterráneo (Túnez “caería” a mediados de 1943) para intentar, desde las costas africanas, el ataque al continente en una acción que haría “pinza” con las del frente oriental, a cargo del ejército soviético, y las del occidental, que llegaría algo más tarde, en junio de 1944, con el protagonismo de las tropas norteamericanas, canadienses y británicas (entre otras) desde las playas normandas. En la lógica militar de los aliados, conocida y considerada previsible por las fuerzas del Eje, la operación mediterránea debía pasar necesariamente por la invasión de Sicilia, para iniciar desde la isla, una vez reducidas en sus costas las defensas nazis, la conquista de la Europa meridional. La importancia estratégica de Sicilia era enorme, pues además de servir de apoyo para las posteriores acciones en el continente, dominarla suponía el control del tráfico naval en el Mediterráneo y llevaba consigo, consiguientemente, asegurarse una ventaja decisiva en ese escenario en relación con el desplazamiento de armas, el avituallamiento de las tropas y la intendencia bélica en general. El Servicio de Inteligencia del Reino Unido, de una de cuyas ramas -la dedicada al contraespionaje y las operaciones de desinformación y engaño- formaba parte Ewen Montagu, entonces capitán de corbeta, aceptó la idea de éste de convencer a los alemanes, mediante algún tipo de simulación creíble, de que el previsible ataque masivo y definitivo sobre Sicilia no sería tal sino una mera maniobra de distracción, mientras que, por el contrario, el verdadero plan de los ejércitos aliados era invadir simultáneamente, en una operación combinada, Córcega y el sur de Grecia. Se trataba, pues, de construir una suerte de realidad paralela, necesariamente compleja pero verosímil y muy convincente, que pudiera persuadir al espionaje alemán de la inminencia de la doble acometida ficticia, a fin de que Hitler desviara sus tropas de Sicilia, desplazándolas para reforzar y proteger los enclaves supuestamente en peligro, desguarneciendo por tanto la isla y allanando así el camino a la intervención realmente prevista. La Operación Carne Picada, que así se denominó, con cáustico humor british, la prodigiosa maquinación, consistió en arrojar -a las 4.30 de la madrugada del 30 de abril de 1943 y muy cerca de las costas onubenses- el cadáver de un oficial de la Real Infantería de la Marina británica, supuestamente víctima de un accidente aéreo, portando entre sus pertenencias personales ciertos documentos en los que se detallaban las intenciones -falsas pero creíbles- de los Ejércitos aliados. Lo sibilino y retorcido del plan daba por supuesta la falsa neutralidad de la España franquista y, en consecuencia, la inmediata entrega -en cuanto las mareas depositaran el cuerpo del infortunado combatiente en las playas de Huelva- de la relevante documentación a los altos mandos alemanes. A la postre, la enrevesada intriga se cumplió punto por punto conforme a lo previsto, y una casi indefensa Sicilia (en la que, además, los responsables del Reich creían “saberse” víctimas de una inocua maniobra distractiva sin mayor trascendencia, en un brillante “rizar el rizo” del engaño) cayó en manos de los aliados apenas dos meses después, en julio de 1943, y su derrota sin apenas resistencia cambió el curso de la guerra adelantando la rendición nazi que, sin embargo, no tendría lugar hasta dos años después.

El libro que ahora os presento recoge dos aproximaciones de distinta índole a este legendario episodio. La primera es obra de Duff Cooper, miembro desde muy joven del Foreign Office, combatiente en la Gran Guerra, Secretario de Estado para la Guerra, Primer Lord del Almirantazgo, embajador de su país en Francia desde 1944 a 1947 y, last but not least, primer vizconde de Norwich. A poco de terminar la guerra, en noviembre de 1950, el diplomático y alto mandatario inglés, también escritor, presentó una novela, la única de su obra, de título Operación Desengaño, que recogía en las veinte últimas de sus casi doscientas páginas, lo sustancial de la apasionante historia. El Gobierno del Reino Unido, que había mantenido en secreto los hechos y exigido el silencio a sus protagonistas, no vio con buenos ojos el que se desvelaran aspectos sustanciales de su estrategia de inteligencia, sobre todo cuando se hacía a través de un relato novelado que podía inducir a confusión o transmitir una impresión desacertada del modus operandi del espionaje británico. Ante la imposibilidad de frenar la publicación, instó a Ewen Montagu, cerebro de la operación y obvio conocedor de sus entresijos, para que, ya que no se podía evitar la difusión, escribiera el relato verdadero y, por tanto, fidedigno y no susceptible de mixtificaciones. El hombre que nunca existió es ese relato, que apareció, primero por entregas en el Sunday Express y luego en libro, en 1953, con un extraordinario éxito, que condujo a su posterior versión cinematográfica, ya mencionada, de 1956. La edición española presenta en un solo volumen ambas narraciones, la verídica y la ficticia -en ese orden-, a partir de una publicación similar inglesa de 2003.

El libro de Montagu es, en realidad, un exhaustivo y detallado informe, un texto magnífico y deslumbrante, de condición casi documental, como demuestran la precisión y el rigor de los datos, la minuciosidad con la que se describe el proceso seguido por sus creadores y ejecutores, y la abundante documentación adicional -fotos de implicados y de objetos, reproducciones de cartas, certificados, entradas de teatro o facturas- que completa un relato de lectura absorbente y arrebatadora.

El autor alude en varias ocasiones al carácter artístico, a la belleza del plan urdido, y esta idea, la de construcción de un artefacto primoroso, hecho de decenas de pequeños detalles estudiados y llevados a la práctica al milímetro, resolviendo infinidad de dificultades y problemas que en una trama tan compleja y con tanta presencia del azar pudieran surgir y anticipando, en un prodigioso dominio de la psicología colectiva, las reacciones del enemigo, previendo “flecos” y derivaciones no probables -y encontrando soluciones para acomodarlos al propósito pretendido-, es, sin duda, el aliciente principal de esta historia fascinante, más allá de sus implicaciones y su repercusión en la pequeña historia de la Segunda Guerra Mundial y, en definitiva, en la general Historia de la humanidad. Hay un párrafo, que no me resisto a transcribir, que ilustra de un modo ejemplar acerca de la complejidad, la pulcritud y la sofisticación del juego mental en que, por encima de todo, consistió la operación: Eres un oficial del Servicio de Inteligencia británico: alguien es tu contraparte en el Servicio de Inteligencia alemán de Berlín (como en la última guerra), y por encima de él se halla el Mando de Operaciones alemán. Lo que tú, británico con un bagaje británico, pienses que puede deducirse de un documento [se refiere Montagu a una de las cartas señuelo que el “cadáver” llevaba consigo] no importa. Lo que importa es lo que piense tu contraparte, con su educación y trasfondo alemán; la construcción que él levante sobre el documento. Por consiguiente, si lo que buscas es que él piense tal y tal cosa, tienes que darle algo que se lo haga pensar a él (y no a ti). Pero puede que le entren sospechas y busque confirmación. Tienes que pensar qué indagaciones hará él (no cuáles harías ) y suministrarle respuestas a esas preguntas de forma que lo dejen satisfecho. En otras palabras, tienes que recordar que un alemán no piensa ni reacciona como lo hace un inglés, y tienes que ponerte en su lugar. 


El largo informe del oficial británico consiste en la exposición pormenorizada, narrada con objetiva precisión no exenta de notables muestras de refinado humor inglés, de las decisiones más relevantes y significativas que hubieron de tomar los miembros del equipo de Inteligencia responsable de este rebuscado “ajedrez mental” (Ay, qué telaraña tan enmarañada tejemos la primera vez que intentamos mentir, cita Montagu con pertinencia a Walter Scott). El lector asiste así, con disfrute y entusiasmo crecientes, a la sucesión de situaciones, presentadas en el orden cronológico de su aparición en el día a día del proyecto, que iban surgiendo en el proceso de ideación y ejecución del plan. Así, conocemos sus orígenes (Todo empezó en realidad como una idea disparatada), con las descabelladas propuestas de algunos de los espías (lanzar un radiotransmisor en paracaídas para apoyo de la Resistencia en Francia para que, capturado por los nazis, permitiera la transmisión de engaños sobre la actividad de las tropas, o dejar caer, también en paracaídas un cadáver portando instrucciones falsas) que acabaron confluyendo en la acción elegida. Especialmente apasionantes son los pasajes en los que se narra -una vez decidido que el cadáver debiera llegar por mar a las costas españolas- la elección del cuerpo “idóneo” para provocar la confusión en los alemanes. Debiera tratarse de un muerto “reciente”, de alguien cuyo estado físico hiciera plausible su pertenencia a las fuerzas armadas y que, además, hubiera fallecido por alguna dolencia compatible con el hecho de haber pasado varios días en el agua, extremos todos cuya verosimilitud el espionaje nazi sin duda intentaría comprobar. Montagu mantiene -fiel a su compromiso con sus superiores- el secreto acerca de la identidad auténtica del “elegido” (hay fuentes que se refieren a un vagabundo galés, Glyndwr Michael, muerto por la ingestión de matarratas, hecho que quizá no resistiría una minuciosa autopsia alemana; otras mencionan al subteniente John MacFarlane, desaparecido tras el hundimiento del HMS Dasher), pero no ahorra detalles al referir las conversaciones con un experto patólogo para conocer de él los síntomas, el estado de los órganos y la apariencia física de alguien ahogado en el mar cuyo cadáver se recuperara días después de la muerte, al exponer las condiciones de -una vez seleccionado- su mantenimiento en hielo y al describir -se acompañan diagramas y fotos- el contenedor en que se desplazaría o el medio de transporte -finalmente un submarino- que lo conduciría a su destino, aspectos todos que se examinaron y ejecutaron con un esmerado alarde de escrúpulo profesional.

Sorprenden por su puntillosa meticulosidad y su sobresaliente amor al detalle las páginas en las que se explica la “fabricación” de los documentos que el improbable oficial debía llevar consigo, en particular una carta -de la que se nos ofrece una foto del original y su traducción- de sir Archibald Nye, Jefe del Alto Estado Mayor Imperial, al general sir Harold Alexander, que dirigía las tropas británicas en el norte de África. La misiva, que iba encabezada por la explícita rúbrica de Personal y sumamente secreto, es un prodigio de precisión y cálculo, combinando las revelaciones de carácter oficial -aunque expresadas con leves menciones señaladas al paso, como en voz baja, en sordina- acerca del “inventado” propósito de los aliados de atacar Córcega y Grecia, así como de su intención de “engañar” a los alemanes en un ataque/señuelo en Sicilia, con opiniones personales y alusiones comprometidas -en contra de algunas actuaciones de los americanos, por ejemplo- que se entenderían como una licencia admisible fruto de la camaradería existente entre el redactor y el destinatario de la carta y que contribuirían -como así fue- a aumentar su verosimilitud.

Excitantes son también los capítulos dedicados a la construcción de la personalidad “oficial” del militar -que pasaría a la Historia como el comandante William Martin, y así figura en la lápida de su tumba en el cementerio de Huelva- y también a dotarlo de una convincente trayectoria en la vida “civil”. En el primero de los casos, seguimos el hilo de pensamiento de los ingeniosos perpetradores de la trama y las distintas decisiones adoptadas, siempre en función de provocar la credulidad de los oponentes: la “ubicación” del infortunado Martin en un determinado Cuerpo del Ejército que resultara adecuado a los fines previstos; la elección del uniforme apropiado; la cumplimentación de sus documentos de identidad, que una vez emitidos se arrugaron y desgastaron para simular el paso del tiempo; la difícil tarea de obtener una foto del comandante para acompañar sus cédulas de identificación, toda vez que fotografiar al cadáver no parecía la opción mejor, debiendo encontrarse un “doble” del difunto; la solución al problema de dónde llevaría la documentación el oficial, pues, dejado a merced de las aguas durante algunos días, había muchas posibilidades de que se separaran del cuerpo o se deterioraran, lo que se resolvió con un maletín que se encadenó, de un modo plausible y razonable, a su cinturón; la necesidad de justificar la aparición del cadáver en las aguas de Huelva, eventualidad que se soslayó con la referencia a un accidente aéreo en la zona, reflejo de otro reciente similar; la compatibilidad entre la muerte del comandante y las listas oficiales de bajas británicas, a las que quizá el espionaje alemán pudiera acceder; y, sobre todo, la ineludible exigencia de dotar de consistencia al hecho, ciertamente inusual, de que un oficial de no muy alto rango llevara consigo un documento secreto de tal importancia como lo era la carta del Alto Estado Mayor: para ello se incorporó a su maletín otra carta adicional, de Lord Mountbatten, Jefe de Operaciones Combinadas, al almirante Sir Andrew Cunningham, Comandante en Jefe del Mediterráneo, en la que, a título personal, le solicitaba que escribiera el prólogo de un libro sobre la guerra que estaba a punto de publicarse, para lo cual le hacía envío de las pruebas a través de “nuestro” misterioso comandante, lo que ratificaba la coherencia del asunto. En la carta, Lord Mountbatten -en un giro magistral impuesto por los creadores del artificio: las muy altas autoridades escribían al dictado de Montagu y su imaginativo equipo- solicitaba en broma a su corresponsal que aprovechando el viaje de vuelta del muchacho le enviase unas sardinas, en alusión inequívoca a Cerdeña, contribuyendo de este modo, dada la informalidad del comentario, a apuntalar la fiabilidad del resto de las informaciones.

La invención del ciudadano William Martin, para, precisamente, quitar misterio a su, teniendo en cuenta el escenario bélico, sospechosa “presentación” marítima es también un asombroso portento de perspicacia, ingenio y creatividad. En el decisivo maletín que portaba se incorporaron también, además de los documentos “oficiales” referidos, muchos otros elementos que permitían confirmar una fehaciente vida privada compatible con las inquietudes de un joven de treinta y tantos años de la época. Montagu nos cuenta las gestiones para conseguir una factura del sastre, unas entradas para el teatro, una carta de su banco advirtiendo de un descubierto en su cuenta (justificado por una entendible tendencia al despilfarro de un militar a punto de participar en acciones de guerra), un carné acreditativo de su pertenencia al Club Naval y Militar (a la elaborada agudeza de la Inteligencia británica se le ocurrió que la antedicha carta del banco se enviara al Club del Ejército y de la Armada, para que el conserje de la institución escribiera en el sobre “Desconocido en esta dirección”, añadiendo “Prueben en el Club Naval y Militar”, atando más aún el nudo de la credibilidad de la “pieza general”), un par de cartas de su novia también ficticia (en realidad, la autora es Pam, una funcionaria de los servicios secretos), la segunda de las cuales se interrumpe abruptamente por la repentina llegada del jefe de la chica que escribía desde su trabajo (en un nuevo alarde de persuasiva espontaneidad fingida), otra de su padre, y tantos otros aparentemente inapreciables pormenores que conformaban, sin embargo, un relato muy -paradójicamente- veraz y de innegable convicción.

A partir de ahí, ya se ha dicho, los hechos se desencadenan: el Servicio de Inteligencia alemán “traga” (La imagen que se les presentaba era tan completa y fehaciente que ningún Servicio de Inteligencia podría dejar de estar convencido de que había cosechado un triunfo de los que hacen época), el Alto Mando, de la mano de un Hitler convencido al cien por cien de la fiabilidad de los documentos, toma la decisión de desplazar a sus tropas de Sicilia propiciando su caída.

Engañamos a los españoles que colaboraban con los alemanes, engañamos al Servicio de Inteligencia alemán tanto en España como en Berlín, engañamos al Mando de Operaciones y al Alto Mando alemán, engañamos a Keitel [Comandante del Estado Mayor y coordinador de las Fuerzas Armadas nazis] y, por último, engañamos al propio Hitler y lo tuvimos engañado por completo hasta finales de julio, escribirá Montagu, satisfecho de su éxito.

Sin tiempo apenas para más os dejo dos breves comentarios sobre Operación Desengaño, la novela de Cooper, y sobre la versión cinematográfica de El hombre que sabía demasiado. La novela es espléndida, llena de sentimiento y emoción, ciertamente inolvidable. El diplomático británico construye su relato a partir de la invención de la personalidad del militar arrojado a las costas de Huelva. La mayor parte de su texto se centra en la vida, desde su nacimiento, de quien, a la postre, pasaría a la posteridad en el más absoluto anonimato. Jamás hubo nadie con menos familia que Willie Maryngton, es el insuperable comienzo del libro, adelantando desde el principio el clima de fracaso, soledad y decepción que envolvería su vida. Nacido con el siglo, su madre muerta al darle a luz y su padre, militar, fallecido en la Gran Guerra, Willie será acogido por la viuda y los tres hijos de un compañero de armas de su padre, también caído en combate, con los que convive en una relación estrecha, entrañable y cuasifamiliar. El sueño de Willie, desde pequeño, es ser militar y participar en la guerra. A la carrera militar accederá, aunque sin apenas progresión, y no pasará de un rango discreto. Su deseo de protagonismo bélico resultará igualmente frustrado porque por su corta edad “llega tarde” a las últimas levas de la Primera Guerra Mundial, y por la ya algo avanzada a comienzos de la Segunda tampoco puede intervenir activamente en ella. Siempre solitario y desencantado, triste y sin ilusión, muy desafortunado en el trato con las mujeres -su única novia lo abandonará antes de la boda y su amor por Felicity, la pequeña hija de su familia de acogida, se encontrará con el muchas veces abrupto distanciamiento de la chica-, su oscura existencia se sume en la melancolía, la oscuridad y el desánimo (A veces pensaba que su destino parecía consistir en ser un soldado que nunca iba a la guerra y un amante que nunca dormía con su amada, en tristísima descripción de su desengañada vida), lo que lo acabará llevando a una muerte prematura, en 1943. Será entonces cuando llegará su ocasión, pues, por una concatenación de circunstancias, su cuerpo difunto será el elegido para “protagonizar” la llamada en la novela, de modo muy pertinente, Operación Desengaño -en el título original Operation Heartbreak-, en una suerte de agradecida justicia poética, su sueño de intervenir en la guerra por fin cumplido -y brillantemente- de manera póstuma. Una novela bellísima que completa de manera excelente la apasionante aventura que supone adentrarse en el volumen que presenta Reino de Redonda.

La película también resulta apreciable y más que digna. Dirigida en 1956 por Ronald Neame, de discreta carrera artística, cuenta en su reparto con el gran Clifton Webb y la enigmática Gloria Grahame (en un personaje no vinculado a la historia auténtica). El hilo argumental se sustenta en lo esencial en el relato de Montagu con algunas diferencias sustanciales. Por un lado, se abre una línea narrativa paralela, inexistente en el texto original, a partir de la secretaria Pam y su compañera de piso, Lucy (el papel que desempeña Gloria Grahame); por otro, se da una mayor relevancia a las iniciativas alemanas de verificación de los datos hallados en el cadáver, en otra vía de desarrollo de la acción, también ausente en el libro, que supone la creación de la figura de un espía nazi -un irlandés de muy subrayado odio a los ingleses- que llega a Londres para comprobar la verdadera existencia del comandante Martin siguiendo el rastro de las informaciones que aparecieron junto a su cuerpo: la compra acreditada por la factura del sastre, su pertenencia al Club Naval y hasta la autenticidad de la novia del militar. Este inopinado giro del guion introduce una vuelta de tuerca adicional a la ya de por sí rebuscada trama, dota de un elemento de suspense inesperado a la película y obliga a su creador a buscar una solución algo azarosa y cogida por los pelos a los problemas que dicha novedad ha creado. En cualquier caso, una película muy entretenida, estimable, aunque sin mayores pretensiones.

Os dejo ahora con un muy breve texto de la novela de Duff Cooper, su capítulo final, de tono elegíaco y emotivo. Os dejo también una pieza ajena a los dos libros y a la película, que no cuentan con referencias musicales explícitas. Se trata de We'll Meet Again, que interpretaba Vera Lynn y servía de despedida esperanzada para quien partía a la guerra sin saber si iba a volver y también, muchas veces, como homenaje a los caídos en combate.


Cuando el submarino salió a la superficie aún no había amanecido, pero estaba a punto. La tripulación agradeció la oportunidad de respirar un poco de aire fresco y puro y, puede que incluso más, la de deshacerse de su carga. Se retiraron los envoltorios y el teniente se cuadró y saludó mientras depositaban con la mayor suavidad posible el cuerpo del oficial uniformado sobre la superficie de las aguas. Una ligera brisa soplaba hacia el litoral y la marea subía en la misma dirección. Así es como Willie fue por fin a la guerra, con los galones de comandante en las hombreras y una carta de su amada cerca del corazón. 




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