Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 5 de febrero de 2020


KENT HARUF. NOSOTROS EN LA NOCHE

Y entonces llegó el día en que Addie Moore pasó a visitar a Louis Waters. Fue un atardecer de mayo justo antes de que oscureciera. 
Vivían a una manzana de distancia en la calle Cedar, en la parte más antigua de la ciudad, con olmos y almezos y un arce que crecían a lo largo del bordillo y jardines verdes que se extendían desde la acera hasta las casas de dos plantas. Durante el día había hecho calor, pero al anochecer había refrescado. Addie recorrió la acera bajo los árboles y giró ante la casa de Louis. 
Cuando él salió a la puerta, Addie le preguntó: ¿Puedo entrar a hablar de una cosa contigo? 
Se sentaron en el salón. ¿Te traigo algo de beber? ¿Un té? 
No, gracias. Puede que no me quede el tiempo suficiente para beberlo. Addie miró a su alrededor. Bonita casa. 
Diane siempre tenía la casa bonita. Yo lo he intentado. 
Sigue bonita. Hacía años que no entraba. 
Addie miró por las ventanas al jardín lateral donde caía la noche y a la cocina donde una luz brillaba sobre la pila y las encimeras. Todo estaba limpio y ordenado. Louis la observaba. Era una mujer atractiva, a él siempre se lo había parecido. De joven había tenido el pelo moreno, pero ahora era blanco y corto. Todavía conservaba la figura, aunque algo rellenita en la cintura y las caderas. 
Te preguntarás qué hago aquí, dijo ella. 
Bueno, no creo que hayas venido a decirme lo bonita que está la casa. 
No. Quiero proponerte algo. 
¿Sí? 
Sí. Tengo una propuesta. 
Vale. 
No es de matrimonio, dijo ella. 
Tampoco se me había ocurrido. 
Pero es un tema casi matrimonial. Aunque ahora no sé si podré. Estoy echándome atrás. Se rio un poco. Muy del matrimonio, ¿verdad? 
¿El qué? 
Lo de echarse atrás. 
Puede. 
Sí. Bueno, lo digo y punto. 
Te escucho, dijo Louis. 
Me preguntaba si querrías venir alguna vez a casa a dormir conmigo. 
¿Cómo? ¿A qué te refieres? 
Me refiero a que los dos estamos solos. Llevamos solos demasiado tiempo. Años. Me siento sola. Creo que quizá tú también. Me pregunto si vendrías a dormir por la noche conmigo. Y a hablar. 
Él se la quedó mirando, contemplándola, curioso, cauto. 
No dices nada. ¿Te he dejado sin respiración?, preguntó ella. 
Supongo. 
No estoy hablando de sexo. 
Me lo preguntaba. 
No, sexo no. No lo enfoco así. Creo que perdí el apetito sexual hace tiempo. Yo hablo de pasar la noche. De acostarse calentitos, acompañados. Meterse juntos en la cama y que te quedes toda la noche. Las noches son lo peor, ¿no crees? 
Sí. Ya lo creo. 
Al final termino tomando pastillas para dormir y leo hasta muy tarde y luego al día siguiente estoy grogui. No sirvo para nada. 
He pasado por lo mismo. 
Pero creo que si hubiera alguien conmigo en la cama podría dormir. Alguien agradable. Por la cercanía. Charlar de noche, a oscuras. Addie esperó. ¿Qué te parece? 
No sé. ¿Cuándo quieres empezar? 
Cuando quieras. Si es que quieres, añadió. Esta semana. 
Deja que me lo piense. 
De acuerdo. Pero avísame el día que vengas, si vienes. Así estaré preparada. 
De acuerdo. 
Espero tu respuesta. 
¿Y si ronco? 
Pues roncarás o aprenderás a dejar de roncar. 
Él se rio. Sería una novedad. 
Addie se levantó y salió y regresó a casa, y él se quedó observándola desde la puerta, una mujer de setenta años, complexión media y pelo blanco alejándose bajo los árboles iluminada a trozos por la farola de la esquina. La leche, dijo Louis. No te embales. 


Hola, buenas tardes. Con este comienzo inusual os damos la bienvenida a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Y es inusual porque no acostumbro a empezar mis reseñas con un fragmento del libro comentado, que suelo ofreceros a su término, pero en el caso de la novela de esta tarde me ha parecido casi inevitable empezar el programa con el breve y significativo primer capítulo de Nosotros en la noche, la conmovedora obra póstuma del escritor norteamericano Kent Haruf que protagoniza nuestra emisión de hoy. Y ello porque el texto leído resulta muy revelador en relación con lo que el lector va a encontrarse si se decide a adentrarse en el resto de las páginas del libro. Con él abrimos una serie, que se desarrollará a lo largo del mes de febrero, dedicada al cine, en paralelo a las sucesivas entregas de premios cinematográficos cuyas glamurosas celebraciones tienen lugar en estos días: los Goya el pasado 25 de enero, los Bafta el 2 de febrero, y ya a fin de mes los César franceses y los Oscar. Y es que Nosotros en la noche, aparte de una más que estimable novela, es también una película -discreta- basada en el texto de Haruf, dirigida en 2017 por Ritesh Batra y que cuenta con la participación en sus dos papeles principales de Robert Redford y Jane Fonda.

La novela apareció en Estados Unidos en 2015 tras el fallecimiento, como digo, de su autor. Desde febrero de 2014, Kent Haruf, sabedor tras un muy pesimista y funesto diagnóstico médico de que le quedaban pocos meses de vida, se entregó con pasión a la escritura de lo que resultaría siendo una suerte de testamento literario, que pudo acabar, con tiempo incluso para entregar las últimas correcciones, antes de su muerte, acaecida en noviembre de ese mismo año y con solo setenta y uno de vida. En España, el libro se publicó en 2016 en la editorial Penguin Random House en traducción de Cruz Rodríguez Juiz, y desde esa fecha ha multiplicado sus ediciones, en un fenómeno de éxito de ventas que se ha repetido en numerosas lenguas y países en el mundo. Penguin Random House cuenta también en su catálogo con la Trilogía de la Llanura, la obra más destacada de Haruf, compuesta por las novelas La canción de la llanura, Al final de la tarde y Bendición, que yo aún no he podido leer.

El sorprendente y entrañable texto con el que hemos abierto el espacio marca el tono del libro -narración ágil, frases cortas, abundancia de diálogos, sencillez y emoción- y permite adivinar la dirección en que se desenvolverá su trama, si es que podemos hablar de algo parecido a un argumento. Los protagonistas de esa escena inaugural son -identificados ya en la primera frase- Addie Moore y Louis Waters, dos viudos setentones, vecinos y residentes en Holt, un pequeño y anodino pueblo de Colorado -inventado por el autor y escenario de la mayor parte de sus novelas-, emblema de infinidad de poblaciones similares -sobre todo en el Medio Oeste americano- en las que todo el mundo se conoce, prevalecen los rígidos valores tradicionales, el ambiente es cerrado y hasta opresivo y la vida carece de especiales alicientes, en particular para dos personas solitarias que avanzan inexorablemente hacia una vejez carente de perspectivas y hacia una anónima y definitiva consunción. La valiente y desprejuiciada Addie no quiere conformarse con ese triste destino que la condena a unos años de sufrimiento y soledad, y se decide, como habéis podido comprobar en el fragmento leído, a abordar a su sorprendido vecino y plantearle su atrevida e insospechada propuesta. La novela dará cuenta del desarrollo de la relación entre los dos ancianos y de su progresiva evolución, en un relato íntimo y conmovedor, que rezuma delicadeza y sensibilidad, sutileza y ternura.

A partir de ese momento “inaugural” los dos casi desconocidos van aproximándose y, de noche en la cama de Addie, uno al lado del otro, tímidos y algo rígidos en los primeros encuentros, se cuentan sus vidas, intercambian confidencias, hablan de su juventud, de sus respectivos matrimonios, de sus alegrías y sus fracasos, de sus ilusiones y sus desengaños, comparten sus aprensiones y sus miedos, también sus esperanzas y proyectos ante esa vejez que ya los acecha, con la sombría amenaza de la muerte. Y sobre todo van, más allá de la proximidad y el contacto físico, desvelando su intimidad, acercando sus almas (Our souls at night es el título original del libro), creando afectos, sintiendo, emocionándose, queriéndose… Durante unas semanas, a la pareja se unirá Jamie, el nieto de seis años de Addie, hijo de Gene, que tendrá que dejarlo a cargo de su madre tras su separación sentimental de Beverly, que se ha ido de casa harta por la personalidad controladora y conflictiva de su marido.

Louis habla de sus estudios de literatura en la universidad mientras se sacaba el título de maestro, de su vocación por la poesía (Quería ser poeta). Recuerda con añoranza sus lecturas de Dylan Thomas, e. e. cumings, Robert Frost, Walt Whitman, Emily Dickinson, John Donne, los sonetos de Shakespeare. Aún se sabe de memoria La canción de amor de J. Alfred Prufrock, el clásico de T.S Eliot que durante años intentó, de modo infructuoso, que se aprendieran sus alumnos en el instituto, desinteresados, ajenos a la intensidad de los versos: Me limitaba a enseñar poesía unas semanas al año sin escribir. A los chavales en el fondo no les interesaba. Solo a algunos. Pero a la mayoría no. Probablemente recuerdan aquellos años y horas como rollazos del viejo Waters. Soltando tonterías sobre algún tipo de hace cien años que escribió unas frases sobre un joven atleta muerto al que paseaban por la ciudad, algo que no les decía nada, que no podían imaginar que les pasara a ellos.

Y entre los nostálgicos retazos del pasado aparece su matrimonio con Diane, el nacimiento de su hijita Holly, la necesidad de completar sus ingresos -ella no quería trabajar, cuidaba a la niña- pintando casas, todo el tiempo ocupado en exigencias laborales, la relegación progresiva de su pasión por la escritura (escribía un poco por las noches o los fines de semana. Me aceptaron un par de poemas en revistas y semanarios, pero me rechazaban la mayoría, me los devolvían sin ni siquiera una nota. Si alguna vez recibía algo de algún editor, unas palabras o una frase, me lo tomaba como un estímulo que me daba para vivir durante meses. Ahora no me sorprende. Eran unos poemas horribles. Imitaciones. De una complejidad innecesaria), el rechazo de Diane a su dedicación literaria, quizá celosa por el tiempo y el sentimiento que dedicaba a sus poemas. Y en su memoria aflora la aventura con Tamara, de cuyo recuerdo sigue enamorado, su amante circunstancial de hace años, también casada, una vivencia entrañable pero frustrada, cortado de raíz el sueño apenas intuido del cambio de vida, la derrotada vuelta al “hogar” a las pocas semanas, el reencuentro con la gris y definitiva rutina cotidiana (no estuve a la altura para dejar de ser un vulgar profesor de lengua de secundaria en una polvorienta ciudad de provincias), la educación de Holly, el fin de los estudios de la joven y su marcha por trabajo a otra ciudad, la enfermedad de Diane, su doloroso último año, destrozada por la quimio, consumida por la radioterapia, la muerte liberadora, los posteriores años de soledad, la tristeza de los días que pasan sin expectativas… una vida común, como tantas otras.

Y también Addie evoca su existencia, su infancia en Nebraska, sus leves “coqueteos” con la enseñanza, tan solo un año de estudios de magisterio en la Universidad, donde conocerá a Carl, el temprano embarazo con veinte años, el matrimonio cuando a él todavía le falta más de un año para licenciarse, el nacimiento de Connie, la sucesión de empleos temporales (recepcionista, secretaria, contable), la pequeña empresa de seguros de Carl, instalados ya en Holt, la llegada de un nuevo hijo, Gene, la terrible muerte, atropellada, de la pequeña Connie, con solo once años, la familia destrozada, el deterioro del matrimonio, el distanciamiento y el desapego entre cónyuges pese a la compartida presencia y a la delicadeza y el afecto que se muestran en su trato de cara al exterior, los diez años previos a la muerte de Carl sin ningún contacto íntimo (Nunca nos tocábamos. Aprendes a no moverte de tu lado y no tocar al otro ni siquiera por casualidad durante la noche. Os cuidáis cuando enfermáis y de día cada uno cumple con lo que considera su deber), las escapadas a Denver al teatro y a salas de conciertos y para alimentar fantasías imposibles, el trabajo como oficinista en el Ayuntamiento, los estudios universitarios de Gene y su alejamiento tras el infarto de Carl, los posteriores años de soledad, la tristeza de los días que pasan sin expectativas… una vida común, como tantas otras.

Aunque lo que no es común ni convencional y dota de singularidad a la experiencia de los protagonistas es la falta de resignación de la mujer, su atrevimiento, su valentía para romper las pautas de comportamiento previsibles, para desafiar los prejuicios del pueblo, ignorar el qué dirán y luchar por romper su soledad. Pero todavía no entiendo de dónde sacaste la idea de proponérmelo, preguntará Louis; y ella responde: Te lo dije. La soledad. Las ganas de conversar por la noche; y de nuevo Louis: Es valiente. Te arriesgaste.

Lo primero que destaca del apresurado resumen de ambas vidas -comunes, ya se ha dicho, como tantas otras- es la obvia reflexión sobre la desolación, la tristeza que encierra a menudo el matrimonio, cuyo muy habitual proceso de exaltación, falta de interés e indiferencia sucesivas se refleja en las palabras de los dos solitarios personajes: ¿Quién consigue lo que quiere? Se diría que nadie o casi nadie. Siempre se trata de un par de personas que chocan a ciegas, actuando a partir de viejas ideas y sueños y malentendidos. En este sentido, las vidas de Addie y Louis han sido, hasta su encuentro -Ahora no, hoy no, afirmará ella, una vez más decidida y rotunda- un fracaso, una triste soledad en compañía, como lo es a menudo el matrimonio.

En realidad -y estamos ante otro “subtema” del libro- la mayor parte de los personajes son, en la terminología tan habitual en Norteamérica, perdedores. Lo han sido ellos en sus insatisfactorias parejas y lo eran todavía en su larga soledad de años, pero lo son igualmente la mayor parte de los personajes secundarios. Lo es la anciana señora Ruth, vecina de la casa de en medio de las de Louis y Addie, escasamente autónoma con las limitaciones de sus ochenta y dos años, también solitaria en su decaída vejez; lo es Gene, el hijo de Addie, distante y rencoroso, sin superar el pasado, que vive su propia conflictiva ruptura sentimental y que se opone, lleno de prejuicios, a la sobrevenida relación de su madre; lo es, en cierto modo, el nieto Jamie, acogido con ternura por su abuela, encariñado con Louis, pero “arrastrado” de un lado para otro, sin una infancia estable y confortable, si un sitio en el mundo. Y hay sentimiento de pérdida y de frustración y de ilusiones rotas en la vida truncada de la pequeña Connie, en el desapego y la incomprensión de Holly, y, retrospectivamente, en las resignadas e infelices existencias de Diane y Carl (Habíamos compartido media vida, aunque no fuera bueno para ninguno de los dos. Era nuestra historia). Incluso la perrita Bonny, que la pareja regalará a Jamie, recogida de un refugio para animales abandonados, arrastra una presumible falta de afecto, también ella sin nadie en su perruna vida.

Hay, pues, un clima general de tibia melancolía, algo triste pero no abrumadora, en la novela entera, impregnada también de la “esencia” de la muerte (¿Qué pasará con nosotros, qué nos pasará?, piensan asustados los ancianos tras la muerte de Ruth), una atmósfera de desconsuelo muy probablemente debida a la enfermedad terminal del autor durante su escritura. Pero, pese a ello -y como revela la firme decisión de Addie que abre el libro-, hay, sobre todo, energía e ilusión, coraje, entusiasmo y muchas ganas de vivir, pese a la mucha edad, una vida plena, intensa, realizada. ¿A ti no te asusta la muerte?, pregunta la mujer; No como antes, dirá Louis, sus días transformados por la deslumbrante aparición de su vecina. La mutua compañía llena de júbilo exaltado -tenue, tranquila y sosegada exaltación- las dos almas, que se inflaman y alborozan, llenas de euforia, excitación e inesperada felicidad. Addie: Adoro el mundo físico. Adoro esta vida física contigo. Y el aire y el campo. El jardín de atrás, la grava del callejón. El césped. Las noches frías. Acostarme contigo a charlar a oscuras. Louis: Lo único que quiero es una vida sencilla y centrada en el día a día. Y venir a dormir contigo por las noches. De nuevo Addie: ¿Quién nos iba a decir que a estas alturas de la vida todavía tendríamos algo así? Que resulta que no se han acabado los cambios y las emociones. Y que no estamos consumidos en alma y cuerpo. Y ambos: Así que la vida no nos ha ido bien a ninguno de los dos, al menos no nos ha ido como esperábamos, dijo Louis. Pues ahora, en este momento, me siento bien. Mejor de lo que merezco, convino él. Pero te mereces ser feliz, ¿no crees? Creo que el último par de meses han salido así. Por la razón que sea.

Por último, y antes de adentrarme ya en el breve comentario de la película, quiero dejar constancia de una curiosidad a mi juicio significativa. Hay, en el último tercio del libro, un diálogo entre los dos personajes principales que parece contener una alusión autorreferencial al propio libro que estamos leyendo. No me resisto a transcribirlo, dejando a vuestro criterio el decidir si Addie y Louis están aquí, veladamente, hablando de Nosotros en la noche:

¿Has visto que van a hacer [en el teatro] el libro ese sobre el condado de Holt? El del viejo moribundo y el pastor.
Montaron los dos últimos, así que supongo que este también, dijo Louis. 
¿Viste los anteriores? 
Sí. Pero no me imagino a dos viejos ganaderos adoptando a una chica preñada. 
Podría pasar, repuso ella. La gente te sorprende. 
No sé, dijo Louis. Pero es su imaginación. Toma los detalles físicos de Holt, los nombres de las calles y el aspecto de los campos y la ubicación de las cosas, pero no es esta ciudad. Ni nadie que viva aquí. Todo es inventado. ¿Conoces a algunos hermanos viejos así? ¿La historia sucedió aquí? 
Que yo sepa no. O no me he enterado. 
Es todo inventado. 
Podría escribir un libro sobre nosotros. ¿Te gustaría? 
No quiero salir en ningún libro, dijo Louis. 
Pero no somos menos creíbles que los viejos ganaderos. 
Es diferente. 
¿En qué?, preguntó Addie. 
Bueno, somos nosotros. Para mí somos creíbles. 

La película de Ritesh Batra, creada para Netflix y no sé si estrenada en las salas, mantiene en lo sustancial el espíritu de la novela y la mayor parte de sus “escenas”, aunque con dos diferencias que a mi juicio la hacen desmerecer de la calidad del libro. Por un lado, hay un mayor peso -o así me lo ha parecido a mí- de los conflictos familiares de Addie con su hijo Gene en detrimento de la relación íntima entre los ancianos, presente en la película, como es obvio, pero no con la intensidad y la altísima emoción que transmite el texto. Por otro lado, la elección de los actores principales -una espléndida y aún muy guapa Jane Fonda, que se come la pantalla, y un algo insustancial aunque también muy atractivo Robert Redford, que es, además, productor y arriesga su dinero en el proyecto-, impecable desde el punto de vista comercial, “idealiza”, dada su excepcional belleza y su artificial estado de conservación, las figuras de aquellos a quienes encarnan, un hombre y una mujer más normales, más comunes, más deteriorados, menos atractivos, restando parte del encanto de la propuesta de Haruf al quitarle vida y decorarla con un patente artificio cinematográfico. La película, no obstante, se deja ver y llega a conmover en más de uno de sus pasajes.

Pese a que en la novela se citan un par de canciones, las que Louis canturrea para dormir al niño en un momento del libro, he elegido, sin embargo, un tema de la espléndida banda sonora del film, que cuenta con piezas interpretadas por Emmylou Harris, Gillian Welch, The Highwaymen, Elizabeth McQueen o Etta James, que borda esta lánguida y melancólica A sunday kind of love. Hubiera preferido otra canción, el clásico What a difference day makes, que en una secuencia muy significativa de la película suena en la interpretación de Myra Warren, John Gunther, Mark Simon, Annie Booth y Paul Romaine, a los que se una la voz de la propia Jane Fonda en otro momento, pero me ha resultado imposible localizarla en esa misma versión.




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