Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de marzo de 2020

VERA BRITTAIN. TESTAMENTO DE JUVENTUD

(Sigue la anomalía, sigue el encierro, siguen la preocupación, el miedo y el dolor. Mantengo aquí, en cambio, una probablemente absurda normalidad: la misma presentación ahora sin sentido, las mismas rutinas que aluden a realidades fuera de contexto -la inexistente emisión, la apagada radio, los oyentes imposibles, las en este momento anecdóticas efemérides a conmemorar-, insulsas al mostrarse desprovistas de significación. No he querido, sin embargo, alterar los "protocolos", en una suerte de exorcismo: si todo sigue igual aquí, todo seguirá igual afuera, en el mundo cada vez más ancho y más ajeno. Os dejo, pues, una nueva reseña, con todos los tics de las anteriores. Espero que encontréis en ella algo -siquiera la entusiasta sugerencia de lectura- que pueda reconfortaros en estos momentos difíciles.)


Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy, último miércoles de marzo, cerramos la serie que durante todo el mes y con la innecesaria excusa de la celebración, el pasado 8, del Día Internacional de la Mujer, hemos dedicado a distintas manifestaciones de la literatura femenina. El libro que esta tarde os traigo no solo se acomoda de modo sobresaliente, como luego veremos, a esa adscripción genérica femenina, sino que en él concurren también otras dos circunstancias menores, anecdóticas casi, pero que multiplican la oportunidad de su presentación en estas fechas. Por un lado, su autora, la británica Vera Brittain, murió el 29 de marzo de 1970, por lo que en pocos días se cumplirán cinco exactas décadas desde su desaparición. Además, el libro, Testamento de juventud, se centra en los años y en la terrible experiencia de la Gran Guerra, la devastadora contienda -que ya ha aparecido en nuestro programa en más de una ocasión-, de actualidad en estos últimos meses por el éxito de la formidable película 1917, de Sam Mendes, estrenada a finales de 2019 y que también quiero comentaros brevemente. Hay, igualmente, una versión cinematográfica del libro, con su mismo título, dirigida en 2014 por James Kent, con Alicia Vikander en el rol protagonista. Y antes, en 1979, una miniserie de cinco episodios realizada por la BBC, que puede encontrarse íntegra -aunque solo en inglés- en Youtube, recreó convincentemente, al parecer (no la he visto), los escenarios de la obra literaria.


Testamento de juventud se publicó por primera vez en España en octubre de 2019 en una edición simultánea de Periférica y Errata Naturae con apasionada y espléndida traducción de Regina López Muñoz, en la que, no obstante, se han colado algunos gazapos; entre otros un despiste en la concordancia, Los comentarios de un soldado (…) me llevó a hacer avergonzadas pesquisas; y un chirriante presentía de que. Minucias sin importancia en una obra de casi ochocientas cincuenta páginas.

Estamos ante un arrebatador relato autobiográfico que recoge no solo las intensas y desgarradoras vivencias personales de su autora que, nacida en 1893, era una inocente jovencita sin experiencia cuando dio comienzo la Primera Guerra Mundial, sino que constituye también una apasionante y dolorosa memoria de toda una generación, marcada por la barbarie de una experiencia bélica de una crueldad desconocida hasta la época. Intercalando en el relato en primera persona fragmentos de su diario, transcripciones de cartas y poemas propios y de sus amigos y familiares, muchos de ellos muertos a la postre en la batalla, e infinidad de referencias literarias, Brittain repasa las distintas y significativas etapas de su amarga y palpitante existencia una vez transcurridos tres lustros del final del horror, un 1933, año en que se publica el libro, desde el que contempla retrospectivamente su emotivo y sobrecogedor pasado: la apacible vida provinciana en Buxton, cuando es apenas una chiquilla que vive con su familia una vida desahogada y sin problemas en la que todo parece abocarla a un matrimonio convencional; su temprana aspiración, que choca con los prejuicios familiares y sociales imperantes, de cursar una carrera universitaria en Oxford; los días en el prestigioso Somersville College oxoniense, sus inquietudes intelectuales, su sueño, por fin logrado, de estudiar Literatura inglesa; la brusca interrupción de su deseada trayectoria académica por la declaración de guerra, con la consiguiente incorporación a filas y la aciaga suerte en las trincheras de gran parte de los jóvenes de su entorno, entre ellos su hermano Edward y sus amigos Roland Leighton, Víctor Richardson y Geoffrey Thurlow; su dedicación a la enfermería y su ingreso en el Destacamento de Ayuda Voluntaria de la Cruz Roja, con destinos en Londres, Malta, Italia y Francia; el fin de la guerra, el desarrollo de su vocación de escritora y su actividad “política” posterior, la entrega a causas pacifistas y feministas y la labor de defensa y divulgación de la recién nacida Sociedad de Naciones, único foco de esperanza en una Europa arrasada. Y entreverados en su portentosa narración, que presenta el vigor y la fuerza, la pericia técnica, la expresividad del lenguaje y la capacidad de convicción de una excelente novelista, surcan el libro los pensamientos y reflexiones sobre el absurdo de las guerras y lo inicuo de quienes las alientan, declaran y mantienen; sobre la energía y las ilusiones, sobre los proyectos y los ideales y las jóvenes vidas de tantos muchachos cuyo futuro fue segado de raíz por una contienda pavorosa e inútil; sobre el restrictivo papel de la mujer en aquella represiva sociedad y sobre la necesidad de su independencia, sobre el matrimonio y la maternidad, sobre la búsqueda de un lugar propio en el mundo y la consiguiente lucha feminista; sobre la literatura y la vida universitaria; sobre los anhelos y las esperanzas, sobre las dudas, las vacilaciones, la desesperación y el dolor, las alegrías y los momentos de felicidad, sobre el compromiso y los nobles proyectos de una mujer formidable. En un momento del libro, llevada por la intensidad de su recorrido vital, la narradora se pregunta: ¿Y si escribiera una autobiografía? ¿Se puede hacer un libro a partir de la propia esencia? Y eso, la “esencia” de Vera Brittain es, sobre todo, este magnífico Testamento de juventud.

La primera etapa de su recorrido -que, pese a su carácter predominantemente cronológico y lineal, contiene apuntes y sugerencias sobre episodios y vivencias que se anticipan y recrean en un discreto ir y venir en el tiempo- se centra en los años que van entre su nacimiento, en 1893, como se ha dicho, y su incorporación a la Universidad de Oxford, poco tiempo antes del comienzo de la guerra. Nacida en un entorno de clase media alta -la familia mantiene una posición social más que acomodada gracias a una empresa de fabricación de papel que se transmite de generación en generación-, su infancia en Buxton, Derbyshire, es feliz, su estatus le permite “un buen pasar”, y pese a que subraya que no es una niña rica, en un momento de su relato alude -incidentalmente- a las tres sirvientas que la ayudan tras un cansado viaje de vuelta a casa, elemento por sí solo significativo del desahogado nivel de vida en que se desenvuelve. Su educación es la previsible en ese contexto social, una vida más o menos despreocupada con tenis, golf, patines, trineo, paseos a caballo, bailes, clases de música, grupos de teatro, lecturas, amistades, y los habituales ritos de paso de las jóvenes de su entorno (participa en 1912 en el baile de debutantes, y guardará los carnés de baile, llenos de nombres de jóvenes que más pronto que tarde habrán desaparecido en el fragor de la inminente batalla); pero hay en ella, también, una notable curiosidad y variados intereses intelectuales. Más allá de las consabidas actividades artísticas y deportivas, de ocio y recreo, los valores que “respira” son también los esperados por época, clase y posición: costumbres y educación familiares restrictivas (hablar en público con unos amigos de su hermano Edward -el “incidente”- será objeto de reprobación), usos y convenciones sociales pacatos y anticuados, retrógrados (se quejará de la necesidad de llevar ropa “decorosa”, de la “imposición” de la opresiva franela frente a tejidos más “libres”), y, sobre todo, una concepción de la existencia de la mujer que tiene como único norte el matrimonio y que, consecuentemente, proscribe su autonomía y su desarrollo intelectual y personal.

Sus inquietudes la abren desde temprano a unas expectativas vitales distintas de aquellas a las que está destinada. Hay en ella un ansia por la independencia, un repudio de la comodidad y una apuesta por desarrollar un pensamiento crítico (La mayoría de la gente, tanto hombres como mujeres, aspira a la comodidad por encima de todas las cosas, y el pensamiento encarna un proceso eminentemente incómodo), muy sensible, en particular, a la discriminatoria situación de la mujer y a la defensa de la igualdad entre sexos. De esos años son sus primeros inicios -tímidos- en el feminismo, su interés por la literatura que hoy llamaríamos “de género”, su presencia en asambleas sufragistas, en movimientos, protestas y manifestaciones de mujeres, su participación activa -llega a escribir un editorial alusivo en el periódico de su escuela en 1911- en la causa femenina.

Inteligente y cultivada (en el colegio la llaman cerebrito y se queja de que sus allegados la trataban como a una niña prodigio), desea ampliar sus horizontes, llevar una existencia más azarosa, huir de la vida reducida de Buxton, los muros de una prisión. No acepta la figura “salvadora” de un marido que limite sus oportunidades, manifiesta su deseo de libertad, su propósito de tomarse la revancha del provincianismo -se confiesa adalid del metropolitanismo-, del esnobismo de cuna, riqueza y anglicismo, tan de la clase alta británica, de su respetabilidad puritana, quiere ser “ella” escribiendo una novela, matriculándose en Literatura en la universidad, afiliándose, años más tarde, al Partido Laborista. Aborrece la mala fama que ese rancio provincianismo otorga a la intelectualidad femenina, el que se la tache de “ridícula” y “excéntrica”, de “mujer de mucho carácter”, por el hecho de buscar su futuro en el estudio. Tres hitos le mostrarán su camino: un poema, Adonais, de Shelley, en el que descubre para siempre la belleza de la literatura; una novela, Robert Elsmere, de Humphry Ward, que la convierte en agnóstica, pese a ser frecuentadora de iglesias; y un panfleto, un texto de propaganda, La mujer y el trabajo, de Olive Schreiner (¡Asumimos todos los trabajos como competencia nuestra!), que la despierta a la “militancia” en pro de los derechos de la mujer.

Pero la familia, que considera normales los estudios universitarios de Edward, rechaza los suyos, desdeña sus deslumbrantes boletines escolares, pretende hacerla encajar mejor en el molde femenino y trivial que todos los instintos y ambiciones de mi juventud me impelían a repudiar. Pese a ello, llena de amargura al constatar que la familia considera que la subordinación de la mujer forma parte del orden natural de la creación, preocupada mucho más por la universidad que por un compromiso matrimonial que carece para ella de todo aliciente, conseguirá matricularse en Oxford, contra la opinión de su entorno (La reacción en el pequeño mundo de Buxton: ¿Te has enterado? ¡Vera Brittain va a ser erudita!).

Terminan así esos años, en los que acaba también una era, tanto en lo colectivo, con la muerte de la Reina Victoria en 1901 (permanecía ajena al hecho de que estaba a punto de concluir mucho más que un reinado, y a que la larga época de radiante prosperidad en la que yo había nacido se haría añicos trece años más tarde con una explosión que reverberaría en mi vida personal hasta el fin de mis días), como en lo individual, pues en el breve reinado de Eduardo VII entre la época victoriana y el comienzo de la Gran Guerra pasamos de ser niños a adolescentes y adultos. La ceremonia de final de curso de sus estudios preuniversitarios en Uppingham, la última diversión que disfruté sin preocupaciones antes de la Tempestad, opera como cierre a esta etapa, con su referencia explícita retrospectiva al Adiós a todo eso, de Robert Graves: Nunca más, ni para mí ni para mi generación, se celebraría una festividad cuya alegría no se viera empañada por una sombra ni invalidada por un mal recuerdo.

Oxford representa, inicialmente, la ilusión de un sueño: la delicada belleza del tiempo y las relaciones, las mejores conferencias que en el mundo puede haber, bibliotecas fabulosas y librerías de lance fascinantes (…), lo más alto a lo que podía aspirar en este mundo. La llegada a Sommerville supone, de entrada, cierto desaliento, sensación de soledad, de desajuste, de incomodidad por la pérdida de las placenteras coordenadas de su privilegiada existencia anterior (en su primer contacto con el “college” siente repulsión hacia la vulgaridad de las demás estudiantes, hacia los variados acentos de todo el país, le repugnan la desaliñada vestimenta de sus compañeras, la comida sencillísima de los comedores escolares, atada aún a los “tics” inculcados por su educación, pero acaba por sobreponerse, forzándose al contacto pues se lo exige su condición de “demócrata”). Muchacha ingenua y sencilla, absolutamente ignorante de cualquier cosa que no fuera su reducido ámbito vital (destrezas culinarias y conocimiento del sexo incluidos; algún desconcertante episodio de acoso en un tren le hace constatar: no tomé conciencia hasta 1922 de la existencia legal del abuso sexual), se lanza, no obstante, de manera apasionada, “fuera del cascarón”: entabla relaciones, cultiva amistades -Roland, con el que coincide en Oxford y del que acabará por enamorarse, siendo correspondida; otros jóvenes cercanos, Victor, Geoffrey-, destaca en su entorno, participa en la Asociación por el Sufragio Femenino, en el Bach Choir, en la Asociación Guerra y Paz, publica reseñas en las revistas universitarias. El contacto con la familia de Roland, refinada culturalmente, abierta, cosmopolita, intelectual, la hace más consciente aún de las limitaciones de Buxton y de mi educación de señorita y la vuelve cada vez más satisfecha de su recién alcanzada independencia de pensamiento, de criterio, de decisión, de responsabilidad: ¡Qué de cosas me he perdido! (…) ¡Yo, he tenido que abrirme sola el camino espiritual, y también el intelectual!

Todo es tan emocionante que olvida la guerra, que acaba de estallar, interrumpiendo la belleza de la primavera oxoniense (En esta época del año me parece que todo tendría que ser creativo, no destructivo, y que tendríamos que fomentar la vida, no la muerte), amenazando la vital exaltación de la juventud, los proyectos, las ilusiones, la sangre que hierve, con la movilización de los jóvenes, con su aciago futuro y el sombrío horizonte de la destrucción y el horror en las trincheras. Y los amigos parten al frente y los problemas de la guerra, que pensaba nunca me afectarían de manera directa, llaman a su puerta, el trauma físico y psicológico, el apocalipsis, el absurdo y sangriento ritual de paso, el abrupto proceso de hacerse mayor para una entera generación maldita.

Las páginas dedicadas al relato de los días de la contienda son, a mi juicio, las más interesantes del libro. La Gran Guerra, más allá de su indudable y muy “real” horror, opera como bisagra entre dos mundos, como un revolucionario -y cruento- cambio de era, una ruptura, de la cual el hundimiento del Titanic en abril de 1912, citado en el libro, aparece como metáfora (quiero recordar que la excepcional serie Downton Abbey, reflejo también de esa misma época, empieza con dicho naufragio, al que se dota de idéntico valor simbólico), que inicialmente no es percibida como tal por la chica, embebida en sus placenteros ritos universitarios de tránsito. Cuando estalló la Gran Guerra, afirma en la primera frase del libro, me la tomé no como una tragedia superlativa, sino como una exasperante interrupción de mis proyectos personales. Pero esa visión egoísta, esa desoladora constatación de que la enorme catástrofe tenía como único y principal efecto la interrupción de su sueño de Oxford (Mediante lo que entonces me pareció una larguísima batalla, había abierto una vía por la que huir de mi odiada prisión provinciana, pero el camino hacia la libertad que tanto me había costado ganarme se me negaba por culpa de una bomba serbia que había matado a un archiduque austríaco en la otra punta de Europa), acaba, como es natural, por ceder paso al reconocimiento de la magnitud de la fatalidad colectiva, y si en su afortunada vida, hasta entonces, importaban los incidentes de las existencias personales frente a la distante ajenidad de los asuntos públicos, ahora, de repente, cae en la cuenta de que estos prevalecían sobre los primeros y los acontecimientos públicos y las vidas privadas se volvían inseparables.

La movilización de sus amigos, la implicación de la entera sociedad británica en la contienda -los unos, pobres jóvenes carne de cañón, desde el frente; el resto, mujeres, ancianos, heridos, desde diversas posiciones en la retaguardia-, la reconversión de las instalaciones universitarias en hospitales militares, el eco de los cañones que, llegando desde el cercano continente, aterra a la población civil, el generalizado “clima” bélico, la llevan a interrumpir sus estudios, cambiar de objetivo vital -Ser enfermera era ahora mi propósito-y entregarse sacrificada al cuidado de los heridos de guerra.

La mañana del domingo 27 de junio de 1915 empezó mi etapa como enfermera en el Hospital de Devonshire. A partir de ese momento, el relato alterna dos planos en los que se suceden los dantescos escenarios de la guerra, evocados a través de las cartas de los amigos alistados, y los no menos pavorosos ambientes hospitalarios, poblados, unos y otros, de espeluznantes reflejos de las atrocidades de los combates: las amputaciones, los muñones, el sufrimiento, el dolor, la muerte, los hombres agonizando. Los cuatro años que Vera pasará en distintos hospitales, en una dura rutina de entrega, sacrificio, trabajo extenuante, horarios interminables y muy precarias condiciones materiales, nos muestran la dura labor de cortar hemorragias, reintroducir intestinos, drenar y reinsertar tubos de goma, cambiar gasas sucias y algodones, retirar vendas mugrientas, en un contexto deprimente, caracterizado por la carencia de medios, el agotamiento y la desesperación, las rutinas necesarias pero a menudo inútiles (la batalla cotidiana contra el tiempo y la muerte). Tras veinte años de vivir entre algodones, empieza a conocer la realidad de la vida. Y la vemos inicialmente, diciendo adiós para siempre a mi juventud provinciana, en un Londres bajo la amenaza permanente de los bombardeos, el hospital ubicado en una zona lúgubre y gris, sucia y deprimente, el rastro de la muerte campando por doquier. Y más tarde, en 1916, de servicio en Malta, en donde el sol, el calor y el mar mediterráneos le ofrecen una encantadora tregua al padecimiento y la muerte de sus seres queridos (Yo padecía sufrimiento, ansiedad, frustración, soledad… ¡¡pero qué vida rebosaba!!). Y ahora es destinada a Francia, a hospitales de campaña a pocos metros del frente, con la llegada constante de heridos destrozados, el ruido de los cañones, el temblor de la tierra, la vibración en el viento, la constante amenaza de una muerte inminente, la eterna provisionalidad. Cuando rememoro la guerra, nunca es verano, sino invierno; siempre frío, oscuridad e incomodidades, y la calidez intermitente del entusiasmo que nos exaltaba aun viviendo en esas condiciones. Su símbolo permanente, para mí, es una vela clavada en el gollete de una botella, la llama diminuta parpadeando con una corriente glacial, y creando, pese a todo, la ilusión en miniatura de una luz contra una negrura opaca e infinita. Y mueren más amigos, y las cartas desde las trincheras hablan de batallas devastadoras -Ypres, el Somme, Passchendaele, nombres de trágica leyenda-, revelan las chapuzas en la organización de las acciones bélicas, la ignorancia de los oficiales, la improvisación generalizada, la barbarie de las zanjas enlodadas, el sinsentido de tantos años de muerte y desolación entregados de modo estéril para conseguir tan solo, a veces, un exiguo avance de metros. Y muere Edward en Italia, y ella ahora debe cuidar como enfermera a prisioneros alemanes, el absurdo de curar a los aborrecibles “hunos” responsables de la pérdida de sus amigos, de la destrucción de las vidas de tantos de los suyos. Y la vuelta al hogar para ocuparse de los padres, y entonces el relato nos permite conocer el hambre en la amenazada retaguardia, los cortes de luz, las bombas, la espera continua de noticias, siempre malas cuando al fin llegan, la pesadumbre de la población civil, su desesperanza, su sufrimiento impotente y pasivo. La brutalidad de la guerra aflora de continuo en la vida cotidiana, como en este anuncio en la prensa: Señora, prometido asesinado, con mucho gusto desposará oficial totalmente ciego o incapacitado por la guerra.

Y en todos estos escenarios, Vera intentará mantenerse ajena al sufrimiento y la aflicción, al desánimo y el abatimiento: La mayoría de nosotras contaba con una suerte de persiana psicológica que bajábamos con firmeza sobre el recuerdo de las agonías cotidianas cada vez que disponíamos de algo de tiempo para pensar.

Tiempo para pensar. Por entre la descripción de los insoportables horrores, la inteligencia de la joven la lleva a reflexionar sobre la guerra y su sangrienta insensatez, pero también sobre el idealismo y la nobleza que encierra. Se acerca al pacifismo, pero sin ingenuos utopismos, reconociendo que el sacrificio masivo de cientos de miles de jóvenes en el aniquilador proyecto bélico, preserva en su interior, más allá de su brutalidad, de su disparatada atrocidad, de su monstruoso sinsentido, el prestigio de la gloria, del valor, del heroísmo, la generosa entrega a un fin común, el amor fraternal, la amistad, la aventura, la paciencia, la resistencia sobrehumana, la exaltación, el compromiso, el noble y leal y honorable patriotismo, la –paradójicamente- vitalidad sobredimensionada, toda esa sagrada belleza que glorifica la guerra de cuando en cuando. Llegará a afirmar, conmovida, emocionada, transportada por el coraje y el valor de sus coetáneos: la guerra, mientras dura, genera mucho más heroísmo que embrutecimiento.

Pero cuatro años de destrucción y ruina, de estragos físicos y emocionales, es mucho tiempo para sostener una actitud romántica y hasta utópica. El idealismo inicial cede ante sus largas y dramáticas consecuencias: Mi única esperanza era transformarme en una completa autómata, trabajar mecánicamente y dejar de fingir que me movía algún tipo de ideal. De la optimista euforia primera pasará a un estado permanente de adormecida desilusión, al igual que el resto de supervivientes de mi generación. Su pacifismo se “afina”, su escepticismo racional la endurece (En un conflicto armado ningún bando tiene el monopolio de carniceros y traidores).

Y la masacre por fin termina, pero su poso de irreparable sufrimiento (La guerra había terminado. Empezaba una nueva era; pero los muertos estaban muertos y no regresarían jamás) y lúcido escepticismo se mantiene (Sea cual sea la etapa de mi breve edad adulta que decida repasar –los meses de inquietud en casa; las actividades ingenuas de una universitaria; la tutela del horror y la muerte como enfermera voluntaria; la noche cada vez más negra de miedo, incertidumbre y agonía en una localidad de provincias, en una ciudad universitaria, en Londres, en el Mediterráneo, en Francia-, me parece que todo ha significado una única cosa: “lucha y más lucha para no conseguir nada”). Nada será ya, pues, como antes, no caben ya las vidas movidas por intereses y objetivos individuales, las existencias egoístas ajenas al cruel devenir del mundo, nunca más habrá ya separación entre lo personal y lo colectivo: Cada uno de nosotros forma parte del oleaje de los grandes movimientos económicos y políticos, y cualquier cosa que hagamos, como individuos o como naciones, repercute intensamente en todos los demás. Vera decide retomar sus estudios, pero abandonará la Literatura (quizá más “escapista”, menos comprometida en esos aciagos y cruciales momentos) y estudiar Historia, se incorpora a organizaciones pacifistas, entablará amistad con Winifred Holtby, destacada escritora, significativa figura del pacifismo, del socialismo, del feminismo. Las preocupaciones personales, el descubrimiento de la propia intimidad (Entre los trece y los veintisiete años había vivido en público), la crisis de soledad, la desmesurada necesidad de aceptación (No soy más que un despojo de los tiempos de la guerra, indignamente viva aún en un mundo que no me quiere), la vivencia de aislados episodios colindantes con la demencia al poco de finalizar la contienda, se diluyen ante una tarea de mayor entidad: la apasionada consagración a distintos proyectos políticos, sociales, fundamentalmente pacifistas y feministas.

El libro se abre así a su dimensión a mi juicio menos interesante, convirtiéndose en el relato de una sucesión de viajes, reuniones, charlas y conferencias, también encuentros con personalidades de la política y la cultura -sobre todo mujeres; aflora, entre otros, el nombre de Rebecca West, sucesora en el siglo XX de Mary Wollstonecraft-, intercalados con reflexiones sobre las desigualdades, las consecuencias de la guerra, el nuevo orden mundial, el sueño incipiente de una Europa unida. Se convierte en experta colaboradora y “propagandista” de la Sociedad de Naciones. Viaja por toda Europa difundiendo, entusiasta, el “credo” pacifista por entre las ruinas de la guerra: ¡Por esto, por esto! Ruina, crueldad, injusticia, destrucción; por esto lucharon y por esto murieron. Escribe relatos, toma notas para su primera novela, participa en la pujante lucha feminista por la aprobación de leyes igualitarias, lucha por el estatuto que permitiera a las mujeres graduarse en Oxford, recibe con alborozo la aceptación del sufragio femenino en la Constitución americana, en 1920. Abandona el pacato puritanismo, la romántica ignorancia juvenil sobre el sexo, y se lanza liberada, al debate sobre prostitución y lesbianismo, hablando y escribiendo sin cortapisas sobre anticonceptivos o enfermedades venéreas. Se opone al matrimonio, e incorpora a su narración infinidad de argumentos y razones para justificar su rechazo. Se casará, no obstante, en 1925, y tendrá dos hijos, pero el libro solo aporta una información tangencial e indirecta de ambos hechos.

En fin, una obra que por todos estos motivos resulta altamente recomendable; como lo es también la película que bajo la dirección de James Kent se estrenó en 2014, coincidiendo con el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial. No hay apenas tiempo ya para más comentarios por lo que cerraré esta reseña con dos breves apuntes sobre este Testamento de juventud cinematográfico y sobre 1917, la otra excepcional película que he querido traeros hoy a colación de mi recomendación de esta semana.

La cinta de James Kent es digna y se deja ver. Más de la mitad de su metraje se centra en una relativamente convencional historia de amor entre Vera y Roland, que alcanza en pantalla una dimensión que no estaba en el libro, aunque aparecen, claro está, las otras líneas de fuerza del texto escrito: las duras tareas de enfermería, que se muestran con una crudeza dantesca; y en mucha menor medida, con una presencia episódica y meramente tangencial, la vida universitaria, la poesía, la brutalidad bélica, el activismo feminista y la reivindicación del papel de la mujer en la sociedad. Sin embargo, no hay nada especialmente destacable en el tratamiento fílmico del “fondo” de la obra de Brittain, antes al contrario, ya que son muchos los ejes sustanciales que se omiten o se tocan de manera apenas superficial. Es en los aspectos formales donde la película brilla de un modo más significativo: la habitual solvencia artística británica (la producción es, en parte, de la BBC), la pulcritud en la fotografía, la belleza de los escenarios, la ejemplar dirección artística, ciertos detalles técnicos (un peculiar montaje, una singular y a veces atrevida planificación, con abundancia de primerísimos planos) y, sobre todo, una Alicia Vikander de irresistible magnetismo y de cuyo rostro, dulcísimo, no se separa la cámara ni un momento para solaz del espectador -así ha sido mi caso- encandilado.

Por fin, 1917, de Sam Mendes, es magistral. Muy dura, insoportable por momentos en su crudeza, perturbadora y angustiosa en muchas ocasiones, es también conmovedora y bellísima, estremecedora y emotiva. Ambientada en escasas ocho horas de un solo día, el 6 de abril de 1917, con muy notables alardes técnicos (en planificación, movimientos de cámara, montaje, fotografía, música), el más relevante de los cuales es su ya muy comentado único plano secuencia -no tan único, como confiesa sin reparo el propio director y cualquier espectador avezado percibe de inmediato, pero igualmente genial-, la cinta es una obra maestra y transmite al espectador el miedo y la zozobra, la ansiedad y la congoja, la incertidumbre y la pena, la impotencia y la desesperación, el valor y el sentido del deber, la nobleza y el arrojo, la responsabilidad y el heroísmo que afloran a menudo en las trincheras. Todo este cúmulo de sentimientos y emociones se concentra de un modo sobrecogedor en la interpretación que hace un soldado británico de Wayfaring Stranger, una canción folklórica norteamericana del siglo XIX. Interpretada por el actor y cantante Jos Slovick, no hay otra versión más allá del corto fragmento de la película en que aparece (hay una campaña en change.org, por ahora sin éxito, para solicitar a Sam Mendes el que promueva su grabación íntegra). Con la vehemente recomendación de que no os perdáis la película, os dejo ahora aquí el corte extraído del film con las limitaciones de sonido que derivan de su cruda “extracción” de la secuencia cinematográfica, en la que suena muy alejado, con un ruido de pasos de fondo.


A medida que avanzaba septiembre y se avecinaba la batalla de Loos, cayó sobre todo el país una quietud preñada de ansiedad, que nos tenía a todos tensos, en suspense. Roland me hablaba de un modo vago pero significativo de movimientos de tropas, de grandes cambios inminentes, y parecía más obsesionado que nunca con la idea de la muerte. En la carta en la que me contaba que había supervisado la reconstrucción de unas trincheras viejas dominaba un tono lúgubre, y una repulsión y una acritud que nunca le había visto expresar: 

“Las trincheras están casi todas destrozadas, las alambradas da pena verlas, y entre el caos de hierros retorcidos, maderos astillados y tierra informe se encuentran los huesos sin carne, ennegrecidos, de unos hombres cualesquiera que vertieron el vino rojo y dulce de una juventud desconocida por algo tan intangible como el Honor, la Gloria de la Patria o la Sed de Poder de algún otro. Quien crea que la guerra es una cosa áurea y gloriosa, quien adore soltar palabras de aliento y exhortación, invocando el Honor, la Alabanza, el Valor y el Amor a la Patria con una fe tan irracional y ferviente como la que inspiró a los sacerdotes de Baal a encomendarse a su adormecido ídolo… Quien opine así, que eche un vistazo a la montañita de harapos grises y humedecidos que cubren medio cráneo y una tibia y lo que en otro tiempo fue una caja torácica, o al cadáver que yace de costado, tal y como cayó, acuclillado, perfecto salvo que le falta la cabeza, y cubierto todavía por las prendas harapientas; ¡y que se entere de lo grandioso y glorioso que es haber vertido toda la Juventud, la Alegría y la Vida en un fétido cúmulo de fétida putrescencia! ¿Quién que haya conocido y visto todo esto puede afirmar que la Victoria vale la muerte de tan sólo uno de estos hombres?” 


 

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