Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de marzo de 2020

CONSTANCE DE SALM. VEINTICUATRO HORAS EN LA VIDA DE UNA MUJER SENSIBLE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Como es costumbre en nuestro espacio, cuando llega el mes de marzo, con ocasión de la celebración, el día 8, de la festividad internacional de la mujer, solemos plegarnos al discutible criterio de las cuotas y dedicar todas las emisiones del mes a libros escritos -y muchas veces también protagonizados- por mujeres. Así ocurre también este curso, y tras mi comentario de hace siete días sobre Midllemarch, la obra mayor de George Eliot, le llega el turno ahora a una novelita -el diminutivo hace referencia a la extensión y no tiene connotación despectiva alguna-, Veinticuatro horas en la vida de una mujer sensible, obra de la escritora francesa Constance de Salm, que vivió a caballo de los siglos XVIII y XIX. El libro, que vio la luz en la colección Los intempestivos de la Editorial Funambulista hace casi una década, en 2011, se presenta en traducción de Isabel Lacruz y con un interesante -aunque a mi juicio también controvertido- postfacio de Laura Freixas. En mi otro espacio en la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes, os estoy ofreciendo desde hace unos días, una serie de tres programas dedicados al libro, que podéis descargaros y escuchar en su blog. 

La novela está, al parecer, en el origen de otro libro destacado del que también quiero hablaros, Veinticuatro horas en la vida de una mujer -así a secas, con la sensibilidad desaparecida del título-, la obra de Stefan Zweig de la que hay edición española en Acantilado, en traducción de María Daniela Landa. Hay incluso, inspirada igualmente en la novela de Constance de Salm, una obra de teatro, Sensible, dirigida por Juan Carlos Rubio, y que con la interpretación de Kity Manver y Chevy Muraday giró por España en 2017 y 2018, aunque yo no he llegado a verla. La novela de Zweig ha sido objeto de numerosas traslaciones cinematográficas en Francia, Argentina, Alemania o Estados Unidos y hace unos años se estrenó, al parecer, un musical, en español, basado en el libro. 

Constance de Salm fue una de las típicas -y escasas- mujeres ilustradas de su tiempo. Aristócrata por nacimiento -hija del conde de Nantes- y matrimonio -princesa de Salm tras su boda (la segunda, tras una inicial, juvenil, que acabó con un divorcio que las recientes leyes revolucionarias acababan de permitir) con Joseph de Salm-Reifferscheid-Dyck-, políglota desde niña, educada en el conocimiento y la cultura, su vocación literaria se despertó muy pronto, publicando a los diecisiete años poemas y más tarde obras de teatro. Conocida, por sus logros literarios y su postura intelectual entregada a la “revolución”, como Musa de la razón, escribió en 1797 una Épître aux femmes (Epístola a las mujeres) en la que dejó constancia de su defensa de la causa femenina. Como otras mujeres de su entorno -pienso, por ejemplo, en Madame de Staël, una de las más notorias- fundó y mantuvo en París un salón literario en el que participaron, entre otros, Alexandre Dumas, La Fayette y Alexander von Humboldt. Veinticuatro horas en la vida de una mujer sensible es una obra tardía, publicada en 1824, cuando, cercana ya a los sesenta años, Constance vivía retirada en el castillo de su marido en Renania y, para paliar el tedio de su relativo alejamiento del mundo, se decidió a recuperar un escrito, un breve relato, iniciado y abandonado algunos años atrás. 

Estamos ante una novela epistolar, como tantas que surgieron en la Francia del XVIII. La narradora y protagonista recorre en cuarenta y seis cartas, escritas en el largo curso de una única jornada, entre el miércoles a la una de la madrugada, como figura en el encabezamiento de la primera, hasta el jueves a la misma hora, como reza la última, su particular calvario emocional, desde que descubre, al salir de un concierto en la Ópera, a su amante subiendo al carruaje de otra mujer, Madame de B…, incidente que la sume a ella en una angustiosa vorágine de incertidumbre, desasosiego, especulaciones y celos que se prolongará durante toda la noche y hasta la del día siguiente. Salvo dos cartas de un entregado pretendiente, el conde Alfred, y otras dos finales de su enamorado, indispensables para conocer el desarrollo y el avance de los hechos (que no voy, obviamente, a revelar), las cuarenta y dos restantes, redactadas en un arrebatado frenesí emocional, transportan al lector, con una prodigiosa capacidad de penetración psicológica, a las interioridades del alma de esta mujer efectivamente sensible, víctima -y uso el término con toda la intención- de las manifestaciones más excesivas, más apasionadas, más delirantes, del amor. En el preámbulo que antecede a la primera de las cartas, la escritora (que publicó el libro de manera anónima, aunque, al parecer, todo “el mundo” en su tiempo conocía su auténtica autoría), realiza algunas advertencias a su destinataria, Madame la Princesa de…, y con ella a sus lectores. En primer lugar, subraya que lo que vamos a leer es, en efecto, una novela, una construcción artificial, pues, ajena a vivencias reales; aunque se ve obligada a aclarar también -en una puntualización casi funcionarial- que, pese al carácter ficticio de la obra, el breve lapso de tiempo en el que centra su relato no choca con las leyes de la “realidad”: en su proceso creativo estudia el tiempo necesario para escribir con rapidez estas cartas, calcula con detalle los intervalos que debían separarlas, para concluir que si bien no es corriente escribir tamaña cantidad en veinticuatro horas es, cuanto menos, posible

Además, reconoce haber procedido a su escritura movida por un propósito literario y una finalidad moral. Cansada, nos dice, de las recriminaciones que había recibido acerca del tono serio y filosófico de buena parte de mis libros, decide acometer su proyecto literario para demostrar que la inclinación por las obras serias no excluye en modo alguno la sensibilidad. Su intención confesada es, pues, mostrar esa íntima sensibilidad, oculta y encerrada, que las mujeres (estudio sobre el corazón de una mujer, llama a su libro) se veían obligadas, en muchos casos, no solo a esconder sino incluso a menospreciar, persuadida de que el conocimiento de la “verdad” del alma humana y la iluminación acerca de las interioridades nuestro espíritu, se logran tanto por la filosofía y el pensamiento como por el tierno acercamiento que procura la descripción y el análisis de los sentimientos. Su planteamiento moral reside en la declarada voluntad -que podríamos llamar “pedagógica”, aunque nada hay en el libro de aburrido y reduccionista sermón moralizante- de ofrecer una lección sobre la envidia, sobre el extravío y el dolor, sobre los excesos y el furor, sobre la embriaguez y la turbación que a menudo conlleva el amor. 

Cualquier lector que haya experimentado en sus propias carnes la terrible devastación emocional que ocasiona la vivencia extremada de la pasión amorosa podrá apreciar la sutileza, la profundidad, la “finura” en el análisis del fuego y los abismos del amor que hace Constance de Salm en su breve repertorio epistolar. Quien haya vivido el amor contrariado, el imposible, el conflictivo, el turbulento, el que se enfrenta a obstáculos infranqueables, el sometido a desasosegantes vaivenes, el que oscila entre la entusiasmada entrega y el rechazo visceral, encontrará en Veinticuatro horas en la vida de una mujer sensible un retrato fidedigno y exacto de su anterior y muy reconocible padecimiento, identificará en el enfermizo desasosiego de su protagonista los síntomas de aquella su propia febril dolencia pasada, pues estamos ante un tratado -sutil y hermoso, poético y bellísimo- sobre la exaltación y el delirio sentimental. 

A partir de la conciencia de la “traición inaugural” de su enamorado -o de lo que la narradora, en su soberana ignorancia, interpreta como tal- nuestra heroína da rienda suelta a su dramática especulación (que dota a la novela de un punto de intriga, deseoso el lector de conocer a qué obedece el extraño comportamiento del amante, repentinamente desaparecido sin dar explicaciones), en una montaña rusa de emociones que se suceden, intensas y desmesuradas, en un torbellino de turbación y desconcierto, confusión y rabia, desesperación y dolor, tranquilidad e ilusión, esperanza y ansia, nostalgia y ternura, tristeza y melancolía, celos, odio y deseo de venganza, rechazo y voluntad de morir, dudas y anhelos, repentinos hundimientos en una lastimosa autoconmiseración y enfáticos arrebatos de una dignidad impostada. 

El desarrollo de las distintas etapas -contradictorias, vehementes, excesivas-que recorre en esta trágica jornada el personaje que presenta Constance de Salm nos muestra los extremos -los picos de entusiasmo y los valles de depresión- del delirio amoroso. Entre reflexiones sobre la pasión y sus efectos, a las que luego me referiré, nuestra frenética y dolorida corresponsal inventa conjeturas -todo su itinerario sentimental parte de una construcción imaginaria a partir de un suceso que en realidad desconoce- sobre los motivos del abandono; se inflama de pasión recordando a su amante; se enardece, agitada por el fragor de sus sentimientos; siente la impaciencia de la ternura que la invade; grita exultante por el exceso de felicidad que la acomete al rememorar su dicha; se hunde en la zozobra cuando su criado Charles tarda en traer noticias de la casa del amado ausente (Me ha parecido oír la voz de Charles, confía más que oye); respira aliviada cuando, sin más sustancia que la que deriva del autoengaño, urde una explicación plausible -pero sin base real alguna- que aclara la marcha y el silencio posterior de su idolatrado; consulta el reloj una y otra vez escrutando minuciosamente el paso del tiempo en una torturante y estéril espera; ríe y llora sin solución de continuidad; se entusiasma y se deja llevar por el abatimiento, en una sucesión de bruscos cambios emocionales; se obsesiona por su padecimiento, lamenta su dolor e intenta -inútilmente- distraerse en su gabinete de pintura; se inquieta y sufre, la devasta la amargura; no soporta el dolor -¡Muero de desesperación!-; construye hipótesis descabelladas, sin fundamento alguno, para desdecirse de ellas al instante; confía y se decepciona, perdona y se arrepiente, cree escuchar la llegada de su amante y se lamenta -¡nada!- cuando comprueba que se trata de una falsa alarma; vuelve a las lágrimas y a la desesperación; se agita -respiro fuego- y acaba por conformarse; se ilusiona y constata acto seguido que todo es un sueño, un delirio, una locura febril de su alma atormentada; se tranquiliza con interpretaciones compasivas de los hechos para desbaratarlas a continuación en una extenuante cadena de razonamientos y desmentidos; se aferra a cualquier atisbo de leve optimismo, por descabellado que parezca, para negarlo, lúcida, acto seguido -¡Cómo ciega el amor!; se indigna, pide explicaciones, colma a su amado de reproches y lo insulta –pérfido, indigno, ingrato, embustero, cobarde- y se “derrite”, tiernísima -Amor mío, alma mía, vida mía-, recordándolo; la carcomen los remordimientos; tiembla en la tempestad de las pasiones y se agota en la lasitud que lleva consigo la aceptación de la derrota; vacila, no sabe qué hacer -¿quedarme aquí, tranquila, encerrada en esta estancia, mientras me quitan mi bien? (…) ¿Adónde acudir?-, para de pronto decidir, impetuosa -iré a vuestra casa-, y al momento arrepentirse y renunciar -¡No, jamás!-; escribe compulsivamente, pues está persuadida de que las cartas son un vínculo que la une, siquiera de modo vicario, con su amante -Si no os escribiera, ¿qué haría yo con mi tiempo, de mí misma? ¡El amor ocupa tanto espacio en la vida!-, para desistir después -no os escribiré ya más-; toma decisiones drásticas, se despide para siempre -adiós, adiós, aquí termina este cruel relato- y le falta el atrevimiento para hacerlo; y llega otra vez la crisis, y ahora el arrebato, y luego la estupefacción, el ansia y la inquietud, y de nuevo se siente sola, desesperada, extraviada -voy, vengo, escucho, al mínimo ruido me estremezco-, y baja a la calle, y vuelve a subir, y llama al criado, y se desmorona, y se siente traicionada, perdida, inmóvil, abandonada, ansiosa y agitada; y vuelven los insultos y las lágrimas y la impotente amenaza -me echarás de menos en el momento de tu último suspiro- y la inocua venganza, la poco convincente alusión a la tumba, el adiós furioso y estéril -he reservado esta carta para que sea el último acto de mi vida, escribe en la cuadragésimo cuarta misiva-, antes de que, por fin, llegue la carta de él… 

Y trufando la desazonadora narración de su emocionalmente convulsa jornada, aparecen las reflexiones, los comentarios, los juicios y las valoraciones, los pensamientos y las consideraciones sobre el amor, la pasión, el deseo, los celos, todos ellos marcados también por los titubeos y las dudas, por la categórica afirmación de una determinada postura y por la igualmente radical defensa de su contraria. Y así, nuestra sufriente protagonista se extasía, nostálgica, ante el poder del amor (Hay en el amor algo más que el amor, una unión más íntima, unas relaciones que las almas corrientes no pueden ni comprender ni experimentar, una fuerza de atracción de un ser hacia el otro, que en nada depende de lo que el pensamiento alcanza a definir); evoca con melancolía el arrebatado instante en que sintió su “llamada”; analiza sus síntomas -el torbellino violento que se apodera de nuestras facultades, ideas, sensaciones, y las lleva, todas ellas, hacia un solo lado, a un único punto-, el alma inundada de alegría, las manos temblorosas, los precipitados latidos del corazón, las conjeturas locas y punzantes, las lágrimas ardientes que se vierten torrencialmente a través de mis ojos, el temor ante la ausencia, el miedo a la pérdida-; reclama, desesperada, los momentos de plena felicidad que el amor proporciona; exige el retorno inmediato del éxtasis amoroso (Embriaguémonos (…) con todo lo que el amor tiene de más puro y más ardiente), rememora los dulces encantamientos del ardiente cariño; escruta las muestras del amor en el comportamiento de su enamorado; analiza los efectos del fuego amoroso (embriaga, absorbe, aísla del universo y de uno mismo); se anula ante la falta del amado (Desposeída de las grandezas del amor (…) ya solo soy una mujer corriente); se avergüenza de los excesos a los que lleva el amor: la ruptura de las convenciones sociales, la renuncia al orgullo, la pérdida de vergüenza, la desatención de los principios morales, el olvido de uno mismo (¡Qué poco sabemos de nosotros mismos y de nuestros deseos cuando nos pierde la pasión!), el sometimiento a impulsos irrefrenables e imposibles de controlar (¿Quién puede prever los efectos del amor?), la irracional locura (¿Quién podría explicar ese poder del alma sobre el cuerpo, de la pasión sobre la razón?), la desmesura de los celos, tal y como puede comprobarse en el texto que os dejo como cierre a esta reseña. 

En su interesante postfacio a la novela, la inteligente Laura Freixas, escritora y novelista ella misma y destacada “abanderada” de la causa feminista, hace una lectura pro domo sua del libro, presentando la condición de Constance de Salm como la de una adelantada a su tiempo en la defensa de un papel más activo de la mujer en la vida social y cultural, un rol que superara su tradicional relegación al estrecho límite de la procreación, la maternidad y, en definitiva, el cuidado familiar, y la abriera a las fecundas vastedades de la creación artística e intelectual. Partiendo de su análisis de otras obras de la autora (de las que entresaca una suerte de significativo lema: ¡Oh mujeres! Retomad la pluma y el pincel), Freixas analiza para sustentar su tesis (incurriendo una inocente trampa que ella misma abierta y conscientemente reconoce) las tres fases por las que discurre la agitada jornada de la protagonista. Así, nuestra heroína acepta inicialmente la rendición a los más consabidos encantamientos del amor, aquellos que suponen la anulación, la dependencia, el sometimiento, la sumisión, la entrega incondicional al amado, para, en una etapa posterior, cuestionar racionalmente, tal y como acabo de ejemplificar en mis anteriores párrafos, el desvarío, la pérdida de identidad, la irracional renuncia a la propia personalidad, la cancelación de la voluntad, los propósitos, las ideas y los deseos propios que esa dimensión convencional del amor lleva consigo, y, por último, superados ambos grados (irracional locura y conciencia lúcida) -¡y todo ello en veinticuatro escasas e intensas horas!-, acceder a una suerte de iluminación feminista en la que, refugiada en la pintura y en el arte, liberada de la funesta dependencia del fatigoso varón habría rebasado los angostos lindes en los que los dictados de la época encerraban a las mujeres. Lo que ocurre es que, como la propia Freixas no puede dejar de reconocer, esas tres fases, siendo ciertas y representando en verdad tres momentos graduales de la convulsa y muy concentrada vivencia del personaje, se suceden en el libro en un orden distinto al que ella presenta (me he tomado la libertad de cambiar el orden de las citas) y que acabo de mencionar; una alteración secuencial que modifica radicalmente la interpretación última del texto. Porque, en efecto, la muy desasosegada protagonista experimenta complacida y sin cuestionamiento alguno, antes al contrario, todos los efectos -también los más dolorosos- de su pasión; en síntesis, la entrega y la anulación. Inmediatamente después -y solo cuando la “fuga” de su amado la hace aborrecer de su propio desvalimiento y a padecer su mísera soledad- intenta la vuelta a la razón y se vuelca en la “distracción” -un mero entretenimiento que le permita olvidar la pérdida- del dibujo y la pintura en su santuario de las artes. Pero al final -y el orden en que se suceden los hechos y la evolución sentimental, espiritual e intelectual de la mujer, no es, obviamente, baladí- acaba por volver a “recaer” en los placenteros deliquios del amor, en su extravío, en su abnegada rendición ante los encantos de su amado, refugiándose en las almibaradas convenciones románticas (como sentencia, quizá decepcionada, Freixas) y aceptando en último término el papel atribuido a las féminas por los valores y las convenciones de la época: víctimas propicias del ciego impulso amoroso (Cuando te veo dejo de existir por mí misma. Cuando estás lejos de mí vierto incansablemente sobre el papel mis penas). 

Pero feminista o no, adelantada a su tiempo o fiel deudora de él, Veinticuatro horas en la vida de una mujer sensible es una novela magnífica, altamente recomendable, que va a interesaros y a haceros disfrutar, además, de unas pocas horas -su extensión es muy breve- de placentera lectura. 

Pese a que la mayor parte de la crítica y los comentarios editoriales ven en el libro de Constance de Salm un inequívoco referente del de Stefan Zweig, Veinticuatro horas en la vida de una mujer, lo cierto es que, más allá del título y del hecho de que los aspectos nucleares de su trama se desarrollan en idéntico corto período de tiempo, no son muchas las semejanzas entre ambos textos (la profesora Ángela Magdalena Romero Pintor, autora de un interesante trabajo sobre la recepción de la obra de la escritora francesa, se atreve a afirmar que probablemente Zweig ni siquiera conociera la existencia de su supuesto antecedente). La novela del austríaco, también espléndida, se centra en la historia de una mujer que, ya anciana, y por motivos que no vienen al caso, se decide a contarle al narrador, con el que, junto a un discreto grupo de personas enteramente burguesas, comparte estadía veraniega en una pensión de la Riviera italiana en los años previos a la Gran Guerra, la profunda experiencia vivida cuarenta años atrás a lo largo de una jornada, desconcertante e intensa, en la que cedió a la irresistible y inexplicable atracción por un joven mucho menor que ella. No obstante, el interés del libro recae tanto en la vivencia de la mujer como en la irrefrenable pasión del muchacho por el juego, en un tema, el de la pulsión lúdica -llamémosla así- que ya había sido objeto de las preocupaciones literarias de Zweig. 

En el apartado musical de esta reseña os dejo con un contemporáneo de Constance de Salm, Ferdinand Hérold, con un Rondo de su Concierto para piano n°4 en mi menor, con Jean-Frédéric Neuburger al piano y la Orquesta Sinfónica de Varsovia bajo la dirección de Hervé Niquet. 


Os atormento, me doy cuenta de ello; estoy celosa, ridículamente celosa; no transcurre casi ni un sólo día sin que un nuevo objeto se convierta, para mí, en la fuente de un nuevo dolor. La Señorita de L…, la Señorita de C…, han llevado, una tras otra, la desesperación a mi seno. Hoy, es el turno de la Señora de B… ¿Me equivoco, estoy en lo cierto? No lo sé; no quiero saberlo. Os justificaréis sin duda esta vez como en las demás ocasiones, con ello me basta. Os creeré, me digáis lo que me digáis. ¡Guárdeme el cielo de poner en duda las palabras del hombre al que he entregado mi corazón! Pero si esta serie de recelos tuviera que alterar vuestro amor, me moriría; me moriría por la pena, tan sólo, de haberme granjeado una desdicha tan terrible. No puedo, sin embargo, vencer lo que siento; no me es posible, en verdad. Y no os dejo ver más que una pequeñísima parte de mis tormentos. Estas violentas emociones tienen un algo de pudor que impide mostrarlas a plena luz del día. Conocéis por fin todo el exceso de mi debilidad. 

Yo os amo, amigo mío, más de lo que nunca se ha amado; pero no transcurre ni un minuto de mi vida sin que una secreta ansiedad venga a entremezclarse con el encantamiento de mi pasión. Cuando estamos juntos en sociedad, la mínima frase o palabra que las normas de la buena educación os llevan a decir a otra mujer desata ya una sombría tormenta en mí. Si no me ofrecéis a mí la mano para ir de un salón a otro, mi inquieta mirada os persigue en medio de la muchedumbre; el más nimio azar que os hace desaparecer de mi vistas, me da temblores. Si estáis un rato sin aparecer, una nube me turba la mirada; no oigo nada, apenas me tengo en pie, y tan sólo recobro la conciencia cuando el dulce sonido de vuestra voz ha sonado de nuevo en mis oídos. Si elogiáis los ropajes o afeites de alguna mujer, un gesto involuntario me lleva al instante a echar una mirada a los míos. Su extrema simplicidad me deja consternada, y entonces me da por pensar (¡qué locura, la mía!) que tan miserable ventaja puede desposeerme de una parte de vuestra ternura. La libertad de estos juegos con los que se divierte la buena sociedad provoca en mi espíritu un desorden aún mayor; preveo con gran antelación qué cosa pueda dar pie, en ese círculo, a la mínima familiaridad, y como estos pensamientos se adueñan totalmente de mi persona, conservo apenas la porción de inteligencia necesaria para poder compartir esas frívolas distracciones. La mera palabra “baile” me deja helada. El vals me parece la más horrenda profanación del amor. Me lo prohíbo con todo el mundo y, docenas de veces, la imagen de la mujer feliz que he visto así en vuestros brazos, y casi sobre vuestro pecho, me ha perseguido durante noches enteras.

  

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