Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de marzo de 2020

OLIVIA LAING. LA CIUDAD SOLITARIA

(De baja médica desde hace siete semanas, de nuevo aislado ahora -como todos- por la cuarentena "coronavírica", imposibilitado en todo este tiempo -y en el previsiblemente largo que se avecina- para grabar programas, sigo dejando aquí, en formato exclusiva y forzosamente escrito, mis reseñas por si pueden despertar el interés por la lectura de algún libro que entretenga el asfixiante encierro. Ánimo a todos… y confiemos en el pronto -e indemne- término de la crisis)


Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el programa de sugerencias de lectura que semanalmente, desde hace ya casi diez años, os ofrece Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde quiero presentaros La ciudad solitaria, un libro inclasificable y apasionante escrito por la ensayista, novelista y periodista cultural británica Olivia Laing. Publicado en España en 2017, un año después de la edición original, la obra, una muy interesante conjunción de ensayo y ficción, apareció en el sello Capitán Swing con la traducción de Catalina Martínez Muñoz y el explícito subtítulo Aventuras en el arte de estar solo. Con un planteamiento estilístico y un modus operandi relativamente parecido, Laing ya había publicado en nuestro país, en 2016, El viaje a Echo Spring, del que espero poder daros cuenta en este mismo espacio dentro de unos meses, otro sugestivo estudio en el que la singular escritora aborda el tema de la presencia del alcoholismo -Por qué beben los escritores, es la significativa rúbrica que acompaña al título principal- en seis destacados autores norteamericanos del siglo XX: Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Tennessee Williams, John Berryman, John Cheever y Raymond Carver. La propia experiencia biográfica de Olivia Laing, nacida en una familia alcohólica, sirve de hilo conductor a su libro, que nos hace recorrer el éxtasis y los abismos a los que conduce la bebida, la gloria y los demonios que despierta la adicción etílica, en un deslumbrante viaje literario pero también geográfico, filosófico y cultural repleto de estimulantes reflexiones sobre la enfermedad y la creación, sobre el éxito y el fracaso, sobre el placer y la culpa, sobre la literatura y la vida. 

Idéntica imbricación de experiencia personal, referencias culturales, indagación en los espacios más oscuros del alma humana y estudio con trazas académicas de las trayectorias vitales y profesionales de algunos relevantes creadores -en este caso pintores, fotógrafos, performers y, en general, artistas visuales- constituye este La ciudad solitaria que ahora os comento. 

Ya desde la cita inicial -Si te sientes solo este libro es para ti- queda claro el propósito que mueve a la autora en su trabajo. Estamos ante una espléndida reflexión, hecha desde ángulos y con enfoques muy diversos y heterogéneos, sobre la experiencia de la soledad, un fenómeno que de modo cada vez más frecuente acomete al ser humano contemporáneo (y especialmente "oportuno" en estas semanas de aislamiento. Su profunda búsqueda se lleva a cabo a partir del análisis de la obra de media docena larga de artistas (Edward Hopper, Andy Warhol, David Wojnarowicz, Henry Darger, Klaus Nomi, Josh Harris y Zoé Leonard, que nuclean los ejes principales del libro; junto a muchos otros secundarios que afloran en el curso del relato: Greta Garbo, Jean-Michel Basquiat, Valerie Solanas, Nan Goldin, Harry Harlow, Vivian Maier, Peter Hujar, Billie Holiday, Alfred Hitchcock, Ridley Scott o la psicóloga Sherry Turkle), caracterizados, en mayor o menor medida, por haber tratado en sus creaciones la incomunicación, el aislamiento, la separación, el rechazo, el anonimato, la diferencia, la estigmatización, la invisibilidad, la desconexión, la privacidad, la exclusión, el sentimiento de pertenencia y el de extrañamiento, y tantas otras manifestaciones de la soledad, esa plaga moderna (y entiendo que el término "plaga" no es, quizá, el más aconsejable en estos bastante tenebrosos días).

Tras una ruptura amorosa, sola -muy sola- y perdida en una espectral y hostil Nueva York después de haber abandonado Inglaterra siguiendo a su amante (Yo estaba en Nueva York porque me había enamorado locamente, pero todo salió mal y de pronto me quedé con las manos vacías. Mientras duró esa falsa primavera de deseo, se nos ocurrió el disparate de que yo dejara Inglaterra para vivir con él en Nueva York. Cuando él cambió de opinión, de la noche a la mañana, y empezó a plantearme dudas cada vez más serias, me encontré a la deriva, perpleja por lo deprisa que había llegado y aún más deprisa se había desvanecido todo lo que yo creía que me faltaba), Olivia Laing analiza su situación y explora sus propios sentimientos ante su soledad y su aislamiento: ¿Qué significa estar solo? -se pregunta-. ¿Cómo vivimos cuando no tenemos una relación íntima con otro ser humano? ¿Cómo conectamos con otras personas, sobre todo si hablar no nos resulta fácil? ¿Cura el sexo la soledad? Y, en tal caso, ¿qué sucede cuando nuestro cuerpo o nuestra sexualidad se consideran anormales o nocivos, cuando estamos enfermos o no hemos recibido el don de la belleza? Y ¿nos ayuda en algo la tecnología? ¿Nos acerca más o nos atrapa detrás de una pantalla? Consciente de que su “problema” no era en absoluto individual y si, por el contrario, muy común, y sabedora igualmente de que, con frecuencia, escritores, artistas, cineastas y autores de canciones han desarrollado el tema de la soledad de distintas maneras, han tratado de buscar sus ventajas y analizar sus consecuencias, decide “refugiarse” en la ciudad y lanzarse a investigar en su entorno obras de arte contemporáneas -arte visual en su mayor parte-, rastreando en ellas las huellas de la soledad y adentrándose luego en las también solitarias y en muchos casos convulsas vidas de sus creadores para conocer, para aprender y para intentar encontrar una suerte de consuelo, de reconfortante vínculo con su propia desoladora experiencia. La ciudad solitaria es el arrebatador relato de esa exploración, en el que se enlazan de modo muy inteligente su vida personal y las de los personajes elegidos, en un constante ir y venir de la narración que se constituye así en una amalgama que une las vivencias propias con las ajenas, las circunstancias biográficas con el escrutinio de las obras, la descripción de los “hechos” con la exposición de todo tipo de teorías (médicas, psicológicas, artísticas, culturales, antropológicas, sociales, y hasta políticas, muy combativas y militantes) sobre el objeto de su estudio. Con una introducción en que se sitúa al lector en las coordenadas que guiarán la obra y organizado en siete capítulos centrados en los “actores” principales arriba reseñados, de cada uno de los cuales se nos ofrece una foto que abre cada apartado (aunque la mayor parte de ellos no ceñirán su presencia a las páginas de su sección correspondiente sino que saltarán de un capítulo a otro en un fecundo juego de apariciones y desapariciones, de vínculos y conexiones), el libro avanza entre digresiones, incorporaciones de personajes secundarios, declaraciones públicas, referencias de libros, de películas, de obras de arte, citas de trabajos académicos, análisis de la producción de los artistas seleccionados (a este respecto, aconsejo que el libro se lea con la “compañía” de internet, consultando las muchas obras referidas en sus páginas, pues ello enriquece la lectura permitiendo la cabal comprensión de la realidad de los creadores estudiados y la plena “degustación” de los oportunos comentarios de la autora), repaso de sus biografías, recreación de la atmósfera y los hechos relevantes de la época, en una exhaustiva panorámica de las múltiples dimensiones -reales y metafóricas- a las que puede abrirse la experiencia de la soledad. 

Comparece así, en primer lugar, Edward Hopper, el celebrado pintor norteamericano, retratista del alma del neoyorquino a través de sus conocidos cuadros de interiores y ventanas, de oficinas y dormitorios, de hombres y mujeres ensimismados y silenciosos en sus habitaciones, en escenas que rezuman soledad y melancolía. A partir de una entrevista con el tímido pintor en que acepta -con una notoria tibieza: Probablemente soy un solitario- un cierto carácter asocial o un relativo aislamiento (Da la impresión de ser un hombre celoso de su intimidad, que no se lleva demasiado bien con el mundo, se dice de él), Laing repasa algunas de sus obras más representativas -La autómata, Sol de la mañana, Ventana de hotel, Mañana en una ciudad, Ventanas en la noche o la magistral y emblemática Noctámbulos-, en lo que tienen de expresión de la soledad urbana. En ellas aprecia la singular manera de mirar de Hopper, su capacidad para percibir y reproducir una de las experiencias centrales de la soledad: cómo la sensación de separación, de estar rodeado por un muro o encerrado, se mezcla con una sensación de vulnerabilidad casi insoportable, su perspicacia para mostrar el omnipresente anhelo de contacto inherente a la condición humana, sea cual sea el origen étnico o racial, la educación, la clase social o el nivel de ingresos del individuo. En particular, y a propósito de esa condición voyerista de Hopper, destaca su análisis de las muchas ventanas que aparecen en sus cuadros, fruto quizá de las “expediciones” nocturnas del pintor, que recorría las calles de Nueva York en el tren elevado -a la altura, pues, de las ventanas de las casas-, armado con sus cuadernos y sus lápices de creta, observando ávidamente a través del cristal, en busca de momentos luminosos, de escenas que se graban, incompletas, en la memoria visual. El inocente “espionaje” de Hopper permite a la autora vincular su obra con el clásico de Hitchcock, La ventana indiscreta, analizando a partir de los “hallazgos” del pintor y el cineasta cómo incluso dentro de casa, en nuestra intimidad cotidiana, estamos expuestos a la mirada de cualquier desconocido, en una doble dimensión solo aparentemente contradictoria de la soledad: como refugio buscado, voluntario, elegido, para escapar y protegernos frente a la hostilidad del mundo y, simultáneamente, como un oculto deseo de ser visto, de acceder así al otro, de “formar parte” de la vida de los demás. En su fecundo desbrozar las interioridades de la creación “hopperiana” cita Laing a la psiquiatra alemana Frieda Fromm-Reichmann, la auténtica pionera en el estudio de la soledad, y al sociólogo Robert Weiss y sus análisis del dolor, la desolación, la vergüenza, el sufrimiento -el infierno es estar aislado dentro de un bloque de hielo-, la alienación y la culpa que experimenta quien rehúye o, aun más trágicamente, quien no es capaz de establecer vínculos con los otros. 

La figura de Andy Warhol es, también, muy conocida, tanto por su fácilmente identificable obra como por su muy particular personalidad, vertientes ambas -artística y biográfica- que Laing analiza aquí a partir de un mismo nexo común, el que organiza el libro: la soledad. Warhol, es sabido, era un gran tímido, con dificultades en el trato social, algo que resulta paradójico dado el constante frenesí de gentes y eventos, de fiestas y contactos con artistas y famosos, divas y excéntricos personajes de los círculos más cool del planeta entero. En el libro se profundiza en esos aspectos menos glamurosos de su huidiza identidad, resaltando los rasgos que explican una enfermiza y dramática vulnerabilidad: muy callado, con problemas -quizá debidos a una infancia de niño inmigrante- para la comunicación verbal, que rehuía en la medida de lo posible, vergonzoso, con un complejo de inferioridad enorme, convencido de tener un físico repugnante, aislado en su patética incapacidad para integrarse en el mundo (vivía con su madre y llegó a confesar: No me casé hasta 1964, cuando conseguí mi primera grabadora. Y también: Mi mujer. Mi grabadora y yo llevamos ya diez años casados), viviendo con dolor su homosexualidad. En la esclarecedora lectura que la autora hace de su obra -la reproducción de iconos populares, las series indiferenciadas de serigrafías de estrellas de la vida social, la “artistización” de la vulgaridad consumista- sobresale una idea esencial: la voluntad de Warhol de refugiarse en la coraza de la fama, una superficie que, como ya comenté a propósito de Hopper, simultáneamente muestra y protege, que permite preservar el dolor de ser especial y la inseguridad casi patológica que atenazaban su alma y, a la vez, seguir siendo visible, suscitar la atención (Si hay una corriente que anima la obra de Warhol no es el deseo sexual, no es el eros, tal como lo entendemos en general, sino el deseo de atención: el motor de la edad moderna), “conectar” con el otro, su obra entera un intento de restablecer las fronteras del yo y conservar la distancia y el control [mostrando] una personalidad que anhela y teme al mismo tiempo fundirse en otro ego. En el repaso de todas estas facetas del universo “warholiano” no podían faltar unas páginas dedicadas a Valerie Solanas, otro “espécimen” extravagante, de existencia desquiciada, una mujer extrañamente lúcida, pero también psicótica, desquiciada y paranoica, que acabaría por pegar un tiro a Warhol, objeto de su desequilibrada admiración. Su historia, leemos en un pasaje del libro, es casi tan solitaria como [su] propia muerte (abandonada en una habitación anónima de un asilo benéfico, su cuerpo cubierto de gusanos tras días sin que nadie descubriera su cadáver). 

La vida de David Wojnarowicz (generalmente pronunciado Uonnarouvich) también presenta numerosos síntomas de degradación y marginalidad, acrecentados por su condición de sufriente víctima del sida en la época en la que la epidemia se cebó en los ambientes alternativos, sobre todo en los homosexuales, del mundo entero y, en particular, de la populosa, atrevida y promiscua Nueva York de unos años setenta en los que Times Square se había convertido en un violento foco de delincuencia, plagado de prostitutas, traficantes, atracadores y proxenetas. Wojnarowicz, un fotógrafo y artista visual que se movía como pez en el agua en esos círculos extremos -unos dantescos círculos del infierno a tenor de la descripción que de ellos hace Laing-, recogió en su obra -pintura, instalaciones, fotografía, música, películas, libros y performances- ese universo de individuos y experiencias en el límite que constituyen una descarnada reflexión, que la autora analiza con lucidez, sobre la soledad y la diferencia, sobre la diversidad y el aislamiento, sobre la exclusión y la intolerancia, sobre lo innombrable y lo prohibido, sobre, una vez más, la atracción y el rechazo, la necesidad y la repulsión -pese a la apariencia, compatibles- que provocan la homogeneización y el sentido de pertenencia: le duele estar solo, pero no soporta a la mayoría de la gente (¿cuántos, sin tanto dramatismo, sin las experiencias radicales, en la modesta grisura de nuestras vidas rutinarias, no nos describiríamos de igual manera?). Wojnarowicz, resumirá Laing, pasó buena parte de su vida intentando huir del confinamiento y la soledad de distintas maneras, ideando la fuga de la prisión del yo. Tenía dos recursos, dos vías de escape; las dos eran físicas y las dos peligrosas. El arte y el sexo

En el recorrido por la corta, desaforada y afligida existencia del artista, la autora intercala unas páginas dedicadas a Greta Grabo, otro emblema de la soledad, con su firme lucha por mantener el anonimato y preservar su intimidad en sus años de retirada del cine -a los treinta y seis años- y de elegida renuncia a su carrera artística. Garbo decía la famosa frase de que quería estar sola, pero lo que deseaba la verdadera Garbo era que la dejasen en paz, y en el libro hay un interesante excurso sobre la imposible huida por parte de la diva, escapando de la mirada ajena, de los incómodos paparazzi que asaltaban su privacidad cuando deambulaba -escondida, embozada, casi “enmascarada”- por las calles neoyorquinas, en una persecución sin fin. 

Y al hilo de Wojnarowicz surge su íntima amiga Nan Goldin, también fotógrafa, en cuyas fotos las fronteras de los cuerpos, las distintas sexualidades y los géneros parecen esfumarse por arte de magia. Y el sexo, que cura el aislamiento pero que también nos enajena, lleva a Laing a analizar de un modo muy iluminador Vértigo, una de las grandes obras maestras de Hitchcock. 

Y ahora el libro se centra en Henry Darger, un conserje nacido en los barrios bajos de Chicago en 1892, de existencia precaria y marginal, anónimo, solitario, poco sociable, enfermo y pobre, un hombre que se había pasado la vida hurgando en la basura, y a cuya muerte en 1973, en la austera y diminuta habitación alquilada en una casa de huéspedes en un barrio de trabajadores, dejó un legado -que su casero descubrió al limpiar la habitación de los múltiples desechos que Darger había acumulado para paliar quizá su aislamiento- de miles de torturadas, sangrientas, aterradoras, violentas y a la vez delicadísimas obras de arte: preciosas y desconcertantes acuarelas de niñas desnudas, con pene, que jugaban en paisajes de colinas ondulantes. Algunas describían cautivadoras imágenes propias de los cuentos de hadas, como nubes con caras y criaturas aladas que retozaban en el cielo. Otras eran coloridas descripciones de torturas en masa exquisitamente escenificadas, que concluían en delicados charcos de sangre roja. Las imágenes y las correspondientes glosas escritas por su enloquecido autor en un texto delirante (La historia de las Vivían, en lo que se conoce como los Reinos de lo Irreal, sobre la guerra-tormenta glandeco-angeliniana causada por la rebelión de las niñas esclavas), constituyen una corpus de 15.145 páginas, la obra de ficción más extensa de la historia. Laing se suma al coro de historiadores, comisarios de arte, académicos y periodistas que desde la muerte de Darger han intentado interpretar el sentido último de la historia y las ilustraciones desde todo tipo de planteamientos teóricos, tanto los de quienes ven en él un artista marginal único, como los que detectan en su obra claros síntomas de enfermedad mental -autismo, esquizofrenia-, o los de aquellos que creen encontrarse ante un pedófilo o un reprimido asesino en serie. El desapego familiar, su atribulada infancia, su compleja sexualidad y el indudable dolor de su vida representan para la autora otras tantas posibles causas de la soledad y la llevan a ofrecer al lector una apasionante digresión sobre Harry Harlow, investigador de la Universidad de Wisconsin que a finales de los años cincuenta del pasado siglo llevó a cabo unos famosos experimentos con macacos Rhesus, en los que pretendía demostrar cómo el apego, el cariño y el contacto físico a muy cortas edades o, en sentido contrario, su carencia, resultan decisivos en la conformación de las mentes patológicamente violentas. Los monitos separados de sus madres durante su lactancia, enfrentados al dilema de optar entre dos madres “artificiales”, una provista de un biberón que aseguraba el alimento aunque de tacto áspero al estar hecha de alambre, y otra sin leche, pero de acogedor trapo, elegían siempre a las madres de peluche, manteniendo con las otras un breve contacto meramente nutricio. En otro horroroso y quizá hoy cuestionable experimento Harlow confinaba en soledad a macacos recién nacidos, unos durante un mes, otros durante seis y otros, por fin, un año entero. Todos salían con trastornos emocionales y todos, obligados a relacionarse con un grupo, presentaban pautas de comportamiento muy notorias: apartamiento, movimientos compulsivos y tics repetitivos, sometimiento y, en los casos más extremos, incapacidad para las relaciones sexuales. Todos, igualmente, al margen del tiempo que hubieran pasado confinados, eran sistemáticamente víctimas de acoso o ejercían ellos mismos la violencia sobre sus compañeros. 

Y en una enumeración ya casi imposible por la falta de tiempo, aparece la niñera de Chicago Vivian Maier, que, ocupada su vida entera en el cuidado de los hijos de las familias para las que trabajaba, hacía, de un modo anónimo y sin reflejo público alguno, infinidad de fotografías, descubiertas por dos coleccionistas en una subasta; un archivo que salió a la luz cuando su precaria situación económica le impidió pagar los gastos del trastero en que acumulaba miles de carretes, muchos sin revelar. Dramática es también, la vida de Klaus Nomi, el excéntrico cantante mutante de voz prodigiosa y apariencia llamativa (aún recuerdo las portadas de algunos de sus discos, que glosa Laing: la cara empolvada de blanco, el pico de las entradas del pelo dibujado como un alerón negro y los labios pintados como un arco de Cupido negro. No parecía ni un hombre ni una mujer, sino otra cosa, y con su música ponía voz a una diferencia radical, a lo que significa ser el único miembro de una especie). La terrible experiencia vital de Nomi, un emigrante alemán, gay, que nunca encajó ni en el conservador ambiente de la ópera, su destino natural debido a su maravillosa voz, ni en el alternativo de inadaptados artistas del East Village, que se desenvolvió, antes de su efímero éxito en el pop electrónico, en multitud de precarios oficios de subsistencia, y que murió de sida antes de los cuarenta años, no es presentada por la autora a partir del leitmotiv que anuda el libro, el de la soledad (una de las personas que más solas se sentían en el mundo; una frase, una idea, recurrentes en varios de los personajes analizados); en este caso la provocada por la estigmatización que llevaba consigo la aterradora enfermedad. Y el relato se detiene igualmente en Peter Hujar, también fotógrafo -de éxito, autor de reportajes en revistas de moda, de retratos de “famosos”, de portadas de discos (fue autor de la cubierta del segundo álbum de Antony and the Johnsons, I Am a Bird Now, una de cuyas canciones cerrará esta reseña)-, de existencia también marginal, también homosexual, también muerto de sida, también -como Wojnarowicz, del que era amigo- activista. Su obra se centra en personas cuyos cuerpos y experiencias se situaban al margen de las normas, y ésta, la de la diversidad y la diferencia, es la condición que la vincula a la soledad (y una vez más, uno de sus conocidos dirá de él: Peter era probablemente la persona más solitaria que he conocido nunca. Vivía aislado, aunque estaba rodeado de gente. Había a su alrededor un círculo que nadie cruzaba). Y está Josh Harris, un emprendedor en Internet, el típico joven de Silicon Valley, incapaz de desenvolverse fuera del mundo virtual (Creo que quiero a mi madre virtualmente, no físicamente. Me crio sentado delante de la tele horas y horas. Así me educaron. La verdad es que mi mejor amigo, de pequeño, era la tele […]. Mi emocionalidad no está basada en otros seres humanos. Sufrí abandono emocional, pero absorbía virtualmente las calorías electrónicas del mundo que había dentro de la televisión). Harris creó Quiet, un experimento psicológico, una instalación de arte, una larga performance, un campo de prisioneros hedonista o un coercitivo zoo humano, una suerte de Gran Hermano sin limitaciones, descarnado y brutal. El invierno de 1999 –relata Laing-, alquiló un almacén destartalado en Tribeca y se propuso transformarlo en una orwelliana cámara de los hechizos, con ayuda de un equipo de artistas, chefs, comisarios de exposiciones, diseñadores y constructores, además de una inversión casi ilimitada. El espacio, de entrada libre y permanentemente expuesto a la mirada ajena, con miles de cámaras registrando todo lo que la libertad de los participantes estuviera dispuesta a intentar (Podían mirar todo lo que quisieran, pasar por todos los canales de emisión, instalarse en cualquier cubículo, ver a la gente comiendo, defecando o entregándose al sexo. Podían darse un atracón visual, pero no podían esconderse. Podían mirar cualquier cara o cualquier cuerpo que les gustara, pero no escapar a la mirada constante de la cámara. Podían ingeniárselas para aumentar la audiencia y cobrar ese brillo que produce el ser mirado por una multitud de ojos, esa luminosidad de alto voltaje que da la atención masiva. Quiet no era únicamente una metáfora de Internet. Era la cosa en sí, escenificada por cuerpos reales en espacios reales; un bucle de retroalimentación del voyerismo y la exposición), se convirtió en una experiencia desaforada, en una anticipatoria metáfora de la sobreexposición y la pérdida de intimidad, del aislamiento, la dependencia y la alienación digital que hoy nos atenazan. En un paso más arriesgado de su experimento, Harris intentó después -con resultados catastróficos- We Live in Public, cien días seguidos -sin espacio alguno para la privacidad- viviendo con su novia en un entorno permanentemente sometido al control de más de cien cámaras (y ello en el año 2000, antes de la aparición de Facebook y las redes sociales, antes de la eclosión de los programas televisivos de telerrealidad). 

Y, por el camino, se nos habla de Her, la película de Spike Jonze en que el personaje principal, interpretado por Joachim Phoenix, se enamora de un sistema operativo, que habla con la voz de Scarlett Johansson; y de Jennifer Egan y su novela El tiempo es un canalla, de la que os hablé aquí hace unos meses, con pasajes en los que los personajes se hablan a través de su dispositivos electrónicos, pese a estar uno frente al otro; y de la psicóloga Sherry Turkle, profesora del MIT, que ha dedicado las tres últimas décadas a escribir sobre la interacción de los seres humanos con la tecnología, y que es autora de Juntos y solos, un fascinante ensayo sobre nuestra relación con las pantallas, sobre los efectos del estar conectados, sobre el magnetizante olvido de uno mismo que suscita la permanente inmersión en los abismos de las redes; y aparece Blade Runner y su visión apocalíptica del futuro; y Zoé Leonard, con su singular obra Strange Fruit, una instalación de 1997 hecha con 302 naranjas, plátanos, uvas, limones y aguacates, pelados, comidos y puestas luego a secar las cáscaras antes de coserse con hilo rojo, blanco y amarillo, y adornarse con cremalleras, botones, cordones, pegatinas, plástico, alambre y tela, en la que la perspicacia e inteligencia de Laing encuentran similitudes con la biografía de Billie Holiday -Strange fruit fue una de sus canciones más representativas-, con su soledad personal e institucional, sometida al injusto racismo de la época, y con la intensa y simultáneamente exitosa y desgraciada existencia del artista Jean-Michel Basquiat, muerto también prematuramente. 

Todos estos personajes permiten a la autora presentar, a través de la radicalidad de sus respectivas vidas, distintas dimensiones de la soledad, al modo en que Susan Sontag, también objeto de comentario en el libro, hablaba de La enfermedad (el sida) y sus metáforas. Ya muy fuera de tiempo me limito a apuntar ahora alguno de estos hilos de análisis e interpretación que Laing abre, de modo muy sugerente y bien documentado, en su obra. Es el caso de las repercusiones médicas de la soledad; su vinculación con los problemas de identidad; la perspectiva de género -la muchas veces enfermiza preocupación, impuesta a las mujeres, por gustar y acomodarse a los estereotipos de belleza “prescritos” por el entorno-; el sexo consumista como refugio y alienación; la vertiente social de la soledad y las múltiples variantes de la exclusión; el aislamiento y los problemas de comunicación e interacción social; la lectura política de la soledad, con incisivas páginas sobre el activismo y las protestas contra la estigmatización en los tiempos del sida; la soledad y la locura y, más en general, la enfermedad mental; la derivada tecnológica, con, ya se ha dicho, apasionantes pasajes en torno al actual fenómeno de adicción colectiva a la vida virtual… 

En fin, son decenas los motivos por los que merece la pena adentrarse en este arrebatador -también muy duro y desasosegante- ensayo de Olivia Laing. El curso próximo os hablaré, con idéntico entusiasmo, de El viaje a Echo Spring, su anterior trabajo. Ahora os dejo con Fistful of Love, la emocionante canción -citada en el libro- de Antony and the Johnsons, un músico, Antony Hagarth, cuya vida guarda mucha relación con la atmósfera que impregna La ciudad solitaria



Imagina que es de noche y estás al lado de una ventana, en la planta número seis, o en la diecisiete, o en la cuarenta y tres de un edificio. La ciudad se presenta como un conjunto de celdillas: cien mil ventanas, unas oscuras, otras inundadas de luz verde, blanca o dorada. Muchos seres desconocidos van de un lado a otro, atareados en sus asuntos en estas horas de intimidad. Los ves, pero no puedes alcanzarlos, y es así como este fenómeno urbano tan común, que puede observarse cualquier noche en cualquier ciudad del mundo, produce hasta en las personas más sociables un temblor de soledad, una inquietante combinación de aislamiento y exposición. 

Uno puede sentirse solo en cualquier parte, pero la soledad que produce la vida en la ciudad, entre millones de personas, tiene un sabor especial. Cabe pensar que este estado es la antítesis de la vida en las ciudades, donde la presencia humana es tan numerosa, pero la simple cercanía física no basta para conjurar la sensación de aislamiento interior. Es posible, incluso fácil, sentir abandono y desolación viviendo tan cerca los unos de los otros. Las ciudades pueden ser espacios muy solitarios y, cuando lo reconocemos, comprendemos que la soledad no es necesariamente lo mismo que el aislamiento físico, sino más bien la falta o deficiencia de conexión, relación estrecha o afinidad: la imposibilidad, por las razones que sean, de encontrar la intimidad que deseamos. «Infelicidad —dicen algunos diccionarios— es el estado del que se ve privado de la compañía de otros». Aunque parezca extraño, ese estado puede alcanzar su apoteosis en medio de la multitud. 

La soledad es un sentimiento difícil de reconocer, difícil de clasificar. Al igual que la depresión, un estado con el que a menudo se cruza, puede estar tan arraigado en la naturaleza de una persona como la risa fácil o el color del pelo. También puede ser pasajero, solaparse o alejarse en reacción a factores externos, como la soledad que deja a su paso una pérdida, una ruptura o un cambio en nuestro círculo social. 

Como la depresión, la melancolía o el desasosiego, la soledad puede entenderse también como una patología, considerarse una enfermedad. Se ha repetido hasta la saciedad que la soledad no sirve para nada, que es, según nos dice Robert Weiss en su obra fundamental sobre el tema, «una enfermedad crónica sin ninguna cualidad positiva». Afirmaciones como esta guardan una relación algo más que casual con la creencia de que nuestra única meta es vivir en pareja, o que la felicidad puede o debe ser un bien permanente. Pero no todo el mundo comparte ese destino. Aunque quizá me equivoque, no creo que ninguna experiencia tan esencial para la vida en común pueda estar completamente despojada de significado, que no tenga alguna riqueza o algún valor. 

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