Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 4 de marzo de 2020

GEORGE ELIOT. MIDDLEMARCH

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el encuentro semanal con la literatura en Radio Universidad de Salamanca. El miércoles pasado cerrábamos una serie de emisiones dedicadas al cine, coincidentes con un febrero como de costumbre repleto de celebraciones vinculadas al universo cinematográfico, y hoy, primer programa de marzo, con el día Internacional de la mujer a la vuelta de la esquina, abrimos otro breve ciclo, que se prolongará durante todo el mes, en el que mis recomendaciones consistirán en libros escritos y protagonizados por mujeres. El caso de mi propuesta de esta tarde sirve, además, como perfecta bisagra entre ambos ejes temáticos, pues la novela que quiero ofreceros, ostensiblemente femenina en autoría, temática y personajes principales, tiene también una cierta vinculación con la pantalla, la televisiva en este caso, pues fue la base de dos series de la BBC; una, de 1968, hoy inencontrable, y la segunda, muy interesante, que sí he podido ver y os comentaré brevemente al final de esta reseña, dirigida en 1994 por Anthony Page. Hay también, al parecer, un proyecto de película del que no puedo aportar dato alguno.

Estoy hablando, desvelemos el misterio, de Middlemarch, la monumental -en todos los sentidos, también en extensión, con sus cerca de novecientas apretadas páginas- novela de George Eliot que pasa por ser una de las mejores de la literatura inglesa de todos los tiempos. Publicada por primera vez en fascículos, de diciembre de 1871 a diciembre de 1872, apareció más tarde en una nueva edición en cuatro tomos. Dos años después, en 1874, la autora revisó el texto para presentarlo en la edición definitiva de un único volumen en la que se han basado desde entonces los sucesivos editores. En nuestro país el libro ha conocido también múltiples versiones en, entre otras, las editoriales Random House Mondadori, Cátedra o, esta que ahora quiero presentar, en la muy ejemplar (aunque aquí con algunos leves fallos tipográficos, entre ellos una sangrante “descriminación”) de nuestra querida Alba Editorial, que la dio al mercado español por primera vez el año 2000 y que ha llevado a cabo desde entonces numerosas ediciones y reimpresiones. Con el significativo subtítulo de Un estudio de la vida en provincias, el libro cuenta con la espléndida traducción de José Luis López Muñoz.

George Eliot es el seudónimo literario de Mary Ann Evans, nacida en 1819 en Chilvers Coton, en el condado de Warwickshire, telón de fondo de muchas de sus obras. Considerada “fuera de lo normal” desde los ocho años por su inteligencia y brillantez, se rebeló a los diecisiete contra la rígida educación religiosa de su padre confesando su agnosticismo y siendo expulsada de su casa. Tuvo una vida intensa, en lo profesional -subdirectora de la Westminster Review, el foro intelectual progresista más importante de su tiempo, y autora de una decena de novelas y colecciones de cuentos- y en su vida íntima, pues desafió las convenciones de su época viviendo con el crítico George Henry Lewes a pesar de que él estaba casado, y casándose ella misma poco antes de su muerte, que le llegó en 1880, con un hombre mucho más joven que sus para entonces ya largos cincuenta años.

Resulta imposible resumir siquiera de un modo somero, tal y como siempre aviso en mis reseñas de este tipo de novelas muy voluminosas, la amplia variedad de líneas de interés a las que se abre Middlemarch. En un muy revelador “preludio” a su obra y también en un “finale” igualmente ilustrativo, la autora presenta al lector la figura de Teresa de Ávila como emblema del planteamiento, del propósito y de, por así decirlo, la tesis principal del libro. Partiendo de la conocida anécdota -conocida, al menos, por los españoles de mi generación, a quienes se nos repetía hasta el agotamiento en los colegios del aún furibundo nacionalcatolicismo- que relata la -a la postre frustrada- huida de su casa abulense de la niña Teresa y su pequeño hermano, encaminándose inocentes a tierras de moros en defensa de su fe y en busca del martirio; la misma Teresa que, ya en su vida adulta aunque sin perder el aliento y el brío épicos de su infancia, intentará llevar a cabo la complicada tarea de reformar la vida conventual, Eliot plantea una pista -al menos- que “ordenará” el desarrollo de su libro. Se trata de la constatación -revolucionaria al ser hecha a finales del siglo XIX- de que hay mujeres que, aunque las dificultades de su época les han impedido alcanzar sus logros y han vivido tan sólo existencias llenas de errores, resultado de cierta grandeza espiritual mal emparejada con la escasez de oportunidades; se han quedado en trágicas fracasadas que no encontraron poeta capaz de inmortalizarlas, y se hundieron en el olvido sin nadie que las llorara, su arrebatado espíritu, su fuerza interior, su voluntad, los anhelos de sus almas, sus ansias de conocimiento, han sido, sin embargo, valiosos y las han hecho dejar huella entre los suyos, pese a su final anonimato para la Historia. De cuando en cuando, rodeado de inquietud, crece, entre los patos del estanque -leemos en el prólogo-, un cisne que nunca llega a la corriente de aguas vivas en compañía de los de su misma especie. De cuando en cuando nace una santa Teresa, fundadora de nada; los generosos impulsos con que trata de lograr una bondad inalcanzable sucumben y se dispersan entre múltiples obstáculos en lugar de hacer blanco en alguna meta claramente delineada. En Middlemarch vemos esta figura metafórica -el cisne, Teresa- encarnada en el personaje de Dorothea, del que luego os hablaré, una mujer a la que ni lo errado de su visión de la vida, ni sus muchas equivocaciones, ni la fuerza de las convenciones de su tiempo (ninguna criatura tiene tanta fuerza interior suficiente para no verse en gran medida determinada por lo que encuentra a su alrededor), le impedirán cambiar el mundo a su alrededor, aunque se tratase solo de ligeras modificaciones casi imperceptibles: Su espíritu tocado de delicadeza dio aun frutos maravillosos, aunque no fueran visibles para muchos. Su intensa fuerza vital, como aquel río cuyo caudal dividió Ciro, se fue gastando en canales que no alcanzaron un gran renombre sobre la tierra. Pero el efecto de su ser sobre las personas de su entorno fue incalculable: porque el crecimiento del bien en el mundo depende en parte de actos que nada tienen de históricos; y que ahora las cosas no nos vayan tan mal como podrían irnos se debe en buena parte a los muchos que vivieron fielmente una vida escondida y descansan en tumbas que nadie visita.

Desde esta premisa “unificadora” -y actualísima- de la compleja diversidad de la obra, su autora pasará a mostrarnos un “fragmento de vida” en Middlemarch, la ciudad inglesa fruto de su invención, en un período situado entre 1830 y 1832 (cuarenta años antes, en alusión directa del texto, de la “actualidad” desde la que escribe Eliot y la leían sus contemporáneos), en un relato que se puebla de personajes, se abre a numerosas líneas argumentales y toca una amplia variedad de temas subyacentes a las tres tramas principales. Porque son tres, en efecto, los hilos centrales sobre los que gravita la novela, tres narraciones vinculadas a otras tantas parejas que se interrelacionan y confunden y complican entre sí y con la presencia de otras subtramas y otros protagonistas: la formada por la mencionada Dorothea Brooke y Edward Casaubon, la de Rosamund Vincy y Tertius Lydgate, y la de Fred Vincy y Mary Garth.

Dorothea es una joven de apenas veinte años que no encaja en los estrechos límites en que la sociedad de su tiempo encerraba a las mujeres. Atractiva y muy inteligente, desprecia la vanidad y se siente apenas “tentada” por las actividades y los placeres considerados entonces propios de su sexo: montar a caballo, coquetear con jóvenes agradables y de solvente economía, ocuparse de su apariencia, de la ropa, las joyas y el peinado. La austeridad en el vestir, la despreocupación ante los hábitos mundanos, el interés por la vida espiritual, la atracción hacia la lectura y el conocimiento, rasgos en ella llevados al extremo, son muestras de una personalidad cercana a la de una fanática religiosa. Su existencia tiene como fin último la entrega al deber y a la realización de causas nobles, la renuncia a los “naturales” impulsos sensuales y la correspondiente dedicación al estudio, a la teología, a la mejora de las condiciones de vida de sus conciudadanos, a cualquier proyecto que, en su ímpetu y su ignorancia juveniles, le parezca digno de sacrificar por él su propia felicidad. Enamorada de la intensidad y de la grandeza […] se lanzaba imprudentemente a abrazar cualquier cosa que le pareciera incluir aquellas cualidades; era muy capaz de buscar el martirio, de retractarse después y de sufrirlo al fin en un terreno totalmente ajeno a sus intenciones. No es de extrañar, pues, que su precipitada confusión, su ceguera emocional y sus ansias de trascendencia la lleven a ignorar las atenciones de Sir James Chettam, un atractivo -en todos los sentidos- terrateniente vecino, para “forzar” (así podría decirse) su enamoramiento del reverendo Edward Casaubon, un estudioso clérigo con prestigio y fortuna, fatuo y exigente, frío, pedante y egoísta que casi le triplica la edad, con el que se casará y a cuya estéril labor de investigación intelectual la muchacha consagrará sus días: Era aquello lo que hacía tan infantil a Dorothea y, según algunos críticos, tan estúpida, a pesar de su supuesta inteligencia; como, por ejemplo, en la presente ocasión, al arrojarse (hablando metafóricamente) a los pies del señor Casaubon para besarle los cordones pasados de moda de sus zapatos, como si fuera un Papa protestante. Pero en el curso de la acción relatada en la novela, las diversas vicisitudes de la vida -decepciones, experiencias, sucesos, amistades y encuentros- harán que la personalidad de la joven -fuerza sensual controlada por pasión espiritual- experimente cambios importantes que no quiero desvelar para no privaros del disfrute que da su descubrimiento en el natural avanzar de la lectura.

Rosamund Vincy, también muy bella, es la antítesis de Dorothea. Aunque bondadosa y noble, es superficial, frívola, mundana y muy preocupada por las jerarquías sociales. Detesta el hecho de que su padre fuera un modesto fabricante y su abuelo materno un simple posadero, y ansía ascender en la escala social de Middlemarch. La aparición de Tertius Lydgate parece colmar sus expectativas. Lydgate es un joven médico, ambicioso e idealista, orgulloso y con grandes proyectos profesionales, que se instala en la ciudad y se casará con Rosamund tras “descartar” a Dorothea, pues, pese a su mayor belleza, esta no miraba las cosas desde el ángulo femenino adecuado, en significativo y revelador dictamen. La progresión social de Tertius acabará por no acomodarse a las expectativas de su joven esposa.

Por último, la pareja formada por Fred Vincy, hermano de Rosamond, y Mary Garth, cierra la tríada “amorosa” del libro. Fred es un joven despreocupado e irresponsable. Desoyendo -por rechazo visceral- las indicaciones familiares para que ingrese en la carrera eclesiástica, abandonados sus estudios, acumulando deudas de juego, su bondad natural y su amor por Mary -a los seis años se prometió con ella usando como “lazo” una anilla de latón que había cortado de un paraguas- le harán esforzarse, encontrar su lugar en el mundo y casarse al fin con una Mary Garth formidable, una chica sensata y entrañable, madura, sencilla y con las ideas muy claras, que no se deja amilanar por su carencia de encantos físicos y es capaz de regir su vida por principios sólidos y firmes pautas de comportamiento.

En torno a estas tres historias amorosas -que al evolucionar, como he señalado, se imbrican en sus respectivos desarrollos, pues el pueblo es pequeño y todos tienen vínculos con todos-, revolotea una serie de personajes secundarios que contribuyen, con sus bien perfiladas descripciones, a conformar el espléndido y fidedigno fresco de la sociedad rural británica que es Middlemarch (no se olvide el subtítulo de la obra: Un estudio de la vida de provincias). Es el caso de Celia, la hermana menor -y más realista (Un lujo peculiar de Celia era permitirse aquella animadversión a las ideas)- de Dorothea, y del tío y responsable de ambas huérfanas, Arthur Brooke, un simpático aunque desastroso terrateniente que intenta acceder al Parlamento en una campaña electoral deplorable y patética; también conocemos al señor Vincy, alcalde de Middlemarch, y a su esposa, padres de Rosamund y Fred, decepcionados porque la trayectoria de sus hijos los aleja del alto nivel social de la familia; al banquero Bulstrode, emparentado por matrimonio con los Vincy y pieza principal en algunos de los lances que dotan de ciertas dosis de intriga a la novela; al párroco Camden Farebrother, hombre bondadoso que está enamorado de Mary Garth; están también los Waule y los Featherstone, tacaños representantes de la clase acomodada de la ciudad; y, por encima de todos ellos, como el primero entre los secundarios, Will Ladislaw, primo de Casaubon, pobre de solemnidad, artista, bohemio, bien dotado para las letras y núcleo involuntario de una trama familiar oculta que alterará la evolución de los hechos que se narran. También enamorado de Dorothea, se debate entre sus apasionadas inclinaciones y la fuerza de su amor, por un lado, y la integridad y el respeto a unos ideales de comportamiento que lo llevarían a alejarse de la joven casada.

El desenvolvimiento de las vidas de las parejas protagonistas y de los personajes secundarios se hace entre innumerables referencias a temas y aspectos significativos de la sociedad de su época, con especial atención a los que aluden al matrimonio y la situación de la mujer. Destaca, en primer lugar, la notable y muy consciente referencia a episodios “reales” de la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX: el reinado de Jorge IV, su posterior muerte en junio de 1830 y la sucesión en el trono por el duque de Clarence, Guillermo IV; los enfrentamientos políticos entre whigs y tories con el telón de fondo de la polémica Ley de Reforma de Russell que modernizaría el sistema electoral británico -en la nueva ley electoral el derecho a voto se concedía a quienes ocupaban propiedades con impuestos iguales a diez libras al año-, y con su reflejo en la vida del pueblo, que discute agriamente los méritos de los distintos candidatos a los cargos (Aquélla era una de las dificultades de frecuentar la buena sociedad de Middlemarch: resultaba peligroso insistir en el saber como requisito para cualquier cargo retribuido); las consecuencias de las convulsiones parlamentarias provocadas por la reforma de Lord Russell en las vidas y haciendas de terratenientes y arrendatarios; las discusiones religiosas “adheridas” a la política: metodistas y papistas, jesuitismo y evangelismo; la defensa de las posturas enfrentadas en una prensa en auge y, en particular, en los periódicos locales, el Pionero y la Trompeta, con dos antagónicas maneras de sentir.

Pero no solo la política aflora en la descripción del entorno social de una obra en la que se reflejan también los avances de la sociedad industrial y los problemas y conflictos que llevó consigo; la polémica introducción de las máquinas en los procesos productivos; el fenómeno del ludismo (en 1811, años antes de los acontecimientos narrados en el libro, trabajadores descontentos inutilizaron en diversas ocasiones las máquinas con que trabajaban en las fábricas, y arrendatarios con reivindicaciones desatendidas quemaron el grano almacenado en los almiares, en acciones que derivaron en importantes disturbios que llegaron hasta el 1830 que retrata la novela); la igualmente controvertida expansión del ferrocarril, símbolo a la vez del progreso benéfico y de la aborrecible destrucción de las costumbres y tradiciones ancestrales; el abandono de los sólidos valores derivados de la riqueza de la tierra y su sustitución por la nueva religión de los banqueros, el dinero y la especulación; el secular enfrentamiento entre tradición y modernidad; la generalización de la desgraciada pobreza y el injusto mantenimiento de las diferencias entre clases sociales; entre otros muchos…

En otro orden de cosas, alejado del externo discurrir de la sociedad y más cercano al ámbito íntimo de los valores y las ideas imperantes, Middlemarch interesa también por las reflexiones que suscita en torno a cuestiones morales, como la lucha contra los prejuicios, la necedad que conlleva el dejarse llevar por las apariencias, el a veces castrador corsé de la reputación, las inicuas e injustificadas distinciones de rango y posición social (¡Vaya ocupación para una persona de buena familia! ¡Uno de esos tipos de los periódicos!), y, en general, la reivindicación de una moral autónoma e independiente no sujeta a las conveniencias económicas y sociales ni a las consideraciones éticas imperantes.

En este sentido, destaca por encima de todo, la anticipadora posición de George Eliot en torno al matrimonio y al papel en él, y en la vida pública en general, de la mujer. Middlemarch está repleto de agudas observaciones, en muchos casos teñidas de ironía, sobre la institución matrimonial y su ambivalencia moral, pues su consideración utilitaria, el carácter de negocio pactado y la impuesta rigidez que le asignan las costumbres de la época y que tantas veces acaban por convertirla en una maldición se contraponen, en la visión idealista y llena de optimismo de la bienintencionada Dorothea, con su valoración como espacio fecundo de dulzura y felicidad, como podemos constatar en este fragmento esclarecedor: El matrimonio, límite último de tantas historias, es además un gran principio, como sucedió con Adán y Eva, que disfrutaron de su luna de miel en el jardín del Edén, pero tuvieron su primer hijo entre las espinas y los cardos del desierto. También es el principio de la épica del hogar… la conquista gradual o la pérdida irremediable de esa completa unión que hace de la madurez la etapa culminante de la vida y convierte la ancianidad en cosecha de dulces recuerdos comunes. Algunos se ponen en marcha, como los antiguos cruzados, con un glorioso equipaje de esperanza y entusiasmo y se desmoronan por el camino, faltos de paciencia el uno con el otro y también con el mundo.

Otro tanto ocurre con los tradicionales roles femeninos, que muchos de los personajes dan por consabidos y que son cuestionados por la singularidad de Dorothea, decidida a mantener su libre voluntad y sus poco convencionales propósitos pese a que a fin de cuentas acabe por incurrir en las pautas que se esperan en alguien de su sexo en aquellos tiempos. Lydgate, Casaubon, Chettam, el señor Brooke, responden en sus pronunciamientos sobre las mujeres a los esquemas más previsibles y, desde la perspectiva actual, rancios. La mera enumeración de algunas de sus manifestaciones resulta casi inabarcable, aunque muy significativa:


Las mujeres no tienen por qué tener ideas. 


Es una excelente criatura… esa muchacha tan hermosa… pero quizá demasiado seria –pensó–. Es incómodo hablar con mujeres así. Siempre quieren saber las razones de las cosas, pero son demasiado ignorantes para entender el valor de una argumentación y de ordinario terminan recurriendo a su sentido moral para solucionar las cosas de acuerdo con sus propios gustos. 


Dorothea no miraba las cosas desde el ángulo femenino adecuado. La compañía de semejantes mujeres era tan relajante como ir a dar clases a alumnos de enseñanza básica después del trabajo, en lugar de recostarse en un paraíso con dulces risas a manera de trinos de pájaros y con unos ojos azules a modo de cielo. 


Todo lo que se adora en la mujer lo encuentro en tu bella persona… porque el sexo femenino sólo se puede permitir hermosura y amabilidad. 


El joven médico consideraba una de las más agradables cualidades de la mente femenina venerar la superioridad de un hombre sin tener un conocimiento demasiado preciso de en qué consistía. 


La adoración a distancia de una mujer inalcanzable, colocada sobre un pedestal, desempeña un papel muy importante en la vida de los hombres, pero en la mayoría de los casos el adorador anhela algún gesto regio de agradecimiento, algún signo de aprobación con el que la soberana de su alma pueda darle una alegría sin descender por ello de su elevado pedestal. 


La señorita Vincy nunca manifestaba estar al tanto de nada impropio y era precisamente esa combinación de sentimientos decorosos, de música, de baile, de dibujo, de elegante redacción en la correspondencia, de álbum privado para citas poéticas y de perfecta belleza rubia, lo que definía a la mujer irresistible para el hombre marcado por el sino en aquella época. 


Quiero destacar, por fin, para cerrar el somero análisis del libro, algunos elementos formales sobresalientes: la abundancia de referencias a autores clásicos, poetas y pensadores, tanto en la entradilla de cada capítulo como en el transcurso de la obra, reveladoras de la vasta cultura de Eliot; la agudeza y profundidad en la descripción de la psicología de los personajes, de sus sentimientos más íntimos y escondidos, de los mínimos matices de sus a menudo cambiantes, a veces ambiguas y contradictorias, personalidades, como en este párrafo paradigmático en el que el joven Tertius experimenta consecutivamente en un breve espacio de tiempo asombro, sorpresa, enfado, dolor, confusión, también afecto y amable cercanía hacia su esposa: Lydgate se la quedó mirando enmudecido por el asombro. Tan sólo media hora antes la había ayudado a sujetarse las trenzas y había utilizado el lenguaje íntimo del afecto, lenguaje que, sin llegar a hablarlo a su vez, Rosamond aceptaba como si fuese una serena y encantadora imagen sagrada que, de cuando en cuando, sonreía milagrosamente a su adorador, mostrándole sus hoyuelos. Con aquel recuerdo todavía tan reciente en la memoria, la sorpresa de Lydgate no pudo convertirse de inmediato en decidido enfado; se trataba más bien de dolorida confusión. Dejó el cuchillo y el tenedor con que trinchaba la carne y, echándose hacia atrás en la silla, dijo finalmente, con un frío tono irónico en la voz…; la constante irrupción de una voz narradora “activa”, que interrumpe de continuo el relato con interpelaciones al lector, con aclaraciones, apostillas, comentarios, juicios, disculpas, explicaciones, rectificaciones y acotaciones, en muchos casos marcados por un sutil humor y un ácido sarcasmo, con los que la propia Eliot se permite cuestionar lo narrado, poniendo distancia entre su pensamiento y las acciones de sus criaturas. Véanse algunos ejemplos: Perdónense estos detalles por una vez: el lector habría llegado a apreciarlos si hubiese conocido a Caleb Garth; El pobre señor Casaubon sintió (y ¿no debemos nosotros, siendo imparciales, acompañarle un poco en ese sentimiento?); Estaba ciega, como ven ustedes, a muchas cosas evidentes para otros; Y aquí, como es normal, me veo empujada a reflexionar sobre los medios para elevar un tema de poca altura; Por mi parte, confieso compartir algunos de los sentimientos del doctor Sprague; Y aquí tengo que reclamar el derecho a una reflexión filosófica, observando que… ; o esta otra extraordinaria muestra de este singular rasgo de su escritura, con un aparentemente improvisado desplazamiento del foco de interés de lo relatado: Cierta mañana, varios días después de su llegada a Lowick, Dorothea… pero ¿por qué siempre Dorothea? ¿Era su punto de vista el único posible en relación con aquel matrimonio? Protesto de que se dedique todo nuestro interés, todo nuestro esfuerzo de comprensión a las jóvenes epidermis que parecen lozanas a pesar de las dificultades; porque también ellas se marchitarán y sabrán de las penas más maduras y más corrosivas que estamos contribuyendo a descuidar. A pesar de los ojos parpadeantes y de las manchas blancas en la piel que Celia encontraba tan desagradables, y de la falta de volúmenes musculares que a sir James le resultaban moralmente penosos, el señor Casaubon tenía una intensa vida interior y los mismos apetitos espirituales que todos nosotros.

En fin, numerosos motivos, los señalados -junto al propio interés de una narración que apasiona y arrebata- para leer esta obra magna de la literatura británica. Sin tiempo apenas, quiero recomendaros también la serie de la BBC dirigida, como he señalado, por Anthony Page. Aunque los veintiséis años pasados desde su realización se dejan notar, sobre todo en la calidad de la imagen, la serie es interesante, respeta el espíritu de la novela y, pese a que no cuenta con un reparto de primeros nombres de la interpretación, la probada eficacia de los actores y actrices británicos y la siempre solvente factura técnica de la legendaria cadena televisiva permiten que disfrutemos de sus seis horas largas de metraje, distribuidas en seis atractivos capítulos.

Hay mucha música en Middlemarch, con piezas que interpretan al piano las mujeres y acompañan los hombres con su canto en las distintas reuniones sociales que se describen en el libro, pero no aparece, sin embargo, ninguna mención a títulos o autores. Por ello, la elección del habitual complemento musical a mi reseña ha debido hacerse desde otros parámetros distintos al de su presencia en el texto. He escogido un fragmento de una ópera, Middlemarch in spring, que con base en la novela se estrenó en 2015 con música de Allen Shearer y libreto de Claudia Stevens. Los intérpretes de la escena elegida son Philip Skinner en el papel de Edward Casaubon y Sara Duchovnay como Dorothea Brooke. 


Cualquiera que observe con atención la subrepticia convergencia de los destinos humanos, advertirá una lenta preparación de efectos de una vida sobre otra, preparación que, como ironía calculada, hace mella sobre la indiferencia o la fría mirada con que contemplamos al vecino que aún no nos ha sido presentado. El destino, sonriendo sarcástico, permanece a la espera con nuestras dramatis personae en la palma de la mano. La vieja sociedad provinciana tuvo su participación en este sutil movimiento: no sólo con sus llamativas caídas, no sólo con sus brillantes profesionales jóvenes que terminaron viviendo en un entresuelo con una mujer desaliñada y seis hijos, sino también con esas vicisitudes menos señaladas que cambian constantemente las fronteras de las relaciones sociales y generan nuevas formas de percibir la interdependencia. Algunos se deslizaron un poco pendiente abajo, otros consiguieron instalarse más arriba; hubo personas que modificaron su forma de hablar, que ganaron dinero, y caballeros exigentes que se presentaron a elecciones; algunos quedaron atrapados en corrientes políticas, otros en corrientes eclesiásticas y debido a ello se encontraron, quizá, agrupados de manera sorprendente, mientras unos pocos personajes o familias que se mantenían con pétrea firmeza en medio de todas estas fluctuaciones, presentaban lentamente nuevas facetas a pesar de su solidez, con modificaciones producidas por el cambio propio y el de los espectadores. Los municipios y las parroquias rurales establecieron poco a poco nuevas conexiones a medida que el viejo calcetín dio paso a las cajas de ahorros y que el culto a las monedas de oro terminó por extinguirse, mientras terratenientes y baronets, e incluso los grandes aristócratas que habían vivido en otro tiempo inmaculadamente al margen de las cuestiones cívicas, cosechaban las consecuencias negativas de unas relaciones más estrechas. También llegaron colonos desde condados muy distantes, algunos con una alarmante destreza manual hasta entonces desconocida, otros con la desagradable ventaja de su astucia. De hecho, en la vieja Inglaterra se produjeron casi los mismos movimientos y las mismas mezclas que encontramos en Herodoto, escritor todavía más viejo, quien, al explicar el curso de la historia, también juzgó conveniente utilizar el destino de una mujer como punto de partida.

  

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