Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de abril de 2020

CHRISTOPHER MORLEY. LA LIBRERÍA AMBULANTE. LA LIBRERÍA ENCANTADA
PETRA HARTLIEB. MI MARAVILLOSA LIBRERÍA

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que, semanalmente, os ofrecemos una espero que interesante propuesta de lectura. Hoy retomamos nuestras emisiones tras las por esta vez insolitas vacaciones de Semana Santa con dos programas consecutivos dedicados a los libros, ante la inminencia del Día del libro que debiera celebrarse, como todo el mundo sabe, el próximo 23 de abril. La desgraciada coyuntura que estamos viviendo, con los efectos del coronavirus imponiéndonos un obligado encierro, imposibilita que libros y libreros salgan a la calle y provoca también que esta ilusionada invitación a la lectura en que consistiría el programa de hoy se quede sin su versión radiofónica y se limite a la mera transcripción aquí, en las páginas del blog, de mi extensa y siempre algo tediosa reseña. Confiemos en que pronto podamos volver a las habituales rutinas y Todos los libros un libro vuelva a salir al aire en un clima de normalidad general. (Entretanto, y desde hoy mismo, os iré dejando los audios de algunos programas de temporadas anteriores)

Con esa excusa librescas, mi recomendación de esta tarde, triple, se centra dos novelas y un relato autobiográfico, mientras que dentro de siete días -y dentro de una misma serie de libros que hablan de libros y librerías, nos adentraremos en el territorio del ensayo con una obra formidable, quizá la más interesante que he leído en lo que llevamos de curso, cuyo título desvelaré el próximo miércoles.

Los tres libros de los que ahora quiero hablaros son La librería ambulante, La librería encantada y Mi maravillosa librería: los dos primeros debidos a Christopher Morley, un escritor y periodista norteamericano (aunque imbuido de un muy notorio humor inglés, presente en las obras que os hoy reseño) nacido hace ahora ciento treinta años en Haverford, Pennsilvania; el último, escrito por la austríaca nacida en Munich Petra Hartlieb, también periodista, crítica literaria y librera ella misma. Publicados originariamente en 1917 y 1919, los libros de Morley vieron la luz en nuestro país en la cacereña Editorial Periférica en 2012 y 2013, en traducción al español de Juan Sebastián Cárdenas. Periférica es también el sello que acoge a Mi maravillosa librería, presentada en España en 2015 bajo la traducción de Manolo Laguillo. 

Estamos, como se deduce claramente de los inequívocos títulos, ante tres muestras de lo que es ya casi un subgénero, el de los libros sobre librerías; una categoría que cuenta con ejemplos tan relevantes como 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff; Librerías, de Jorge Carrión; Una librería en Berlín, de Françoise Frenkel; o La librería, de Penélope Fitzgerald (por citar algunos que ya han aparecido en nuestro programa), y La librería más famosa del mundo, de Jeremy Mercer, o El librero, de Roald Dahl (si me refiero a otros títulos que acabarán también por tener su espacio aquí en un futuro). 

La librería ambulante es, con diferencia, la más original y sobresaliente de las dos novelas de Morley, siendo ambas relatos simpáticos, agradables, con unos personajes algo disparatados aunque entrañables, y siendo las dos un excepcional vehículo para el bienintencionado mensaje del escritor a favor de los libros y el efecto benéfico de la lectura. El autor recurre a un juego inicial de muñecas rusas, sembrando de trampantojos y pistas falsas la introducción del libro. Este empieza con una carta inicial de Morley dirigida al señor Davis Grayson (seudónimo de un auténtico escritor de la época, Ray Stannard Baker, historiador y periodista), en la que le envía el libro mientras llama su atención sobre su autoría. Morley “confiesa” que en realidad él no ha escrito La librería ambulante, sino que se ha limitado a transcribir las palabras de su protagonista y narradora, la señorita Helen McGill, a quien su precaria formación y sus escasas relaciones con editores le impiden dar a la luz su obra. A tenor de esta explicación inicial, Helen se habría decidido a contar su historia a partir de la entusiasta lectura de Aventuras en el bienestar, un libro, efectivamente existente (Adventures in contentment), en el que, al igual que en su continuación (New Adventures in contentment), Grayson se presenta a sí mismo viviendo apaciblemente en una granja con su hermana Harriet hasta que un buen día decide abandonar su placentera aunque previsible y algo anodina existencia, para lanzarse a la aventura al grito de ¿Alguna vez has tratado de hacer algo que el mundo en general considere poco sensato, no del todo cuerdo? ¡Inténtalo!; andanzas que, tras diversas correrías, lo llevan de vuelta a la granja y a su sosegada vida con Harriet. (Debo precisar que toda esta información relativa a Adventures in contentment la he “investigado” por mi cuenta después de la lectura del libro, pues en el prólogo que comento solo figura la referencia del título y de su autor). El inspirador influjo del personaje literario y la similitud de temas y de estilo entre la experiencia narrada en el texto de Grayson y la propia vida de Helen inducen a ésta, al parecer, a poner por escrito, en primera persona, su peripecia en este La librería ambulante que, cerrando el enrevesado círculo que propone Morley, se ofrece ahora al lector y también, a modo de entregado homenaje, para su conocimiento por quien fue su involuntario desencadenante. 

La “acción” nos sitúa en 1917 en un entorno rural, tranquilo e idílico de los Estados Unidos, en donde viven los hermanos Andrew y Helen McGill, treinta y nueve años ella, diez menos que él. Andrew había sido un hombre de negocios, pero se refugió en el campo tras padecer algunos problemas de salud. Helen, su única familia, languidecía en su insípido trabajo de institutriz en Brownstone, en el estado de Nueva York. Con los ahorros de ambos compraron una granja, Sabine Farm, en Redfield, un poblacho perdido en un verde paraje de un valle de Connecticut. Nos convertimos, dirá la narradora al comienzo de su relato, en auténticos granjeros, de los que madrugan y se acuestan cuando se pone el sol. Andrew usaba mono y una camisa liviana, y con el tiempo se le curtió la piel y se hizo un hombre recio. Yo tenía las manos amoratadas y rojas por el jabón y la escarcha. La pronta prosperidad de la granja, las ocupaciones derivadas del cuidado de la tierra y los animales, en el caso de Andrew, y de la cocina y la intendencia del hogar, a cargo de Helen, las apacibles rutinas -un paseo entre los pastizales, la lectura en voz alta de las historias por entregas de Granja & Hogar, revista a la que están suscritos, la pipa que el hombre disfruta tras la cena mientras su hermana zurce unos calcetines- los mantienen conformes con su sencilla existencia (No tenía tiempo para andarme preocupando por cosas que no fueran mis propios asuntos) e incluso les permiten rozar la felicidad. Éramos extraordinariamente felices en nuestra granja, afirmará sin recato Helen, para apostillar: hasta que él se convirtió en autor. Y es que Andrew, que se había entregado compulsivamente a la lectura tras recibir en herencia la biblioteca de un lejano tío fallecido, acaba por hurtar tiempo a sus tareas en la granja para escribir un libro, Paraíso recobrado, que será el primero de su “producción”, en el que ensalza los goces de la vida campestre, y que conocerá un relativo éxito. Helen teme que su dulce y afortunado equilibrio vital se venga abajo por las veleidades literarias de su hermano (Andrew era cada vez menos un granjero y cada vez más un hombre de letras). Decidida a poner fin a esa incipiente y “peligrosa” carrera (Si hubiera podido prever todas las molestias que sus escritos nos causarían, habría quemado, desde luego, el primer manuscrito en la estufa de la cocina) intentará boicotearla impidiendo que lleguen a Andrew las cartas de lectores y editores, despachando a los periodistas que se acercan a entrevistarlo, y revolviéndose, en definitiva, contra un estado de cosas que, entre otros efectos inquietantes, la obligaba a pasarse sola largas temporadas en una frustrante monotonía que la tenía contando huevos y preparando las tres comidas diarias y administrando la granja, mientras Andrew, en uno de sus ataques de literatura, se marchaba a vagabundear y recopilar aventuras para un nuevo libro

Y es en este punto donde empieza en propiedad la historia, porque en una de esas ausencias de su hermano, Helen ve llegar a la granja a un extraño personaje, Roger Mifflin, que cambiará su vida. Mifflin es un hombrecillo menudo, estrafalario y vivaracho, de singular aspecto, cabeza presidida por una muy completa calva que oculta con una gorra algo desastrada, barba pelirroja y rala, desaliñado en el vestir pero entusiasta en su proceder, infatigable conversador y lleno de energía y decisión. Roger comparece al pescante de su carromato, El Parnaso, una librería ambulante, una vieja caravana azul, eficazmente pertrechada, además de con el inevitable cargamento de libros de segunda mano, con todos los elementos necesarios para convertir su interior en un espacio relativamente confortable. Antiguo maestro de escuela en Maryland, un buen día abandonó su frustrante trabajo, construyó el vagón en que se mueve, compró un amplio contingente de libros en una tienda de segunda mano en Baltimore y se puso en marcha entregado a su quijotesca tarea de incentivar la lectura entre los campesinos de su país, que recorrerá de Florida a Maine, sin más compañía que su perro Bock (por Bocaccio) y su gorda yegua blanca Pegasus, Peg, y provisto de una contagiosa devoción por los libros. Cuando llega a Sabine Farm, atraído por la discreta fama de los libros publicados por Andrew, Helen, temerosa de que su presencia haga revolotear aún más los muchos pájaros “literarios” que su hermano tiene en la cabeza, decide alejar al extraño advenedizo, para lo cual no se le ocurre mejor expediente que comprar el carricoche por cuatrocientos dólares y partir a los caminos en la compañía, en principio provisional pues Mifflin le ha vendido su “negocio” con el propósito de abandonar su vida itinerante e instalarse en Nueva York, del extravagante individuo. La librería ambulante nos cuenta, en un relato entrañable y delirante, rezumando sensibilidad y humor, la insólita aventura que vivirán ambos en un corto período de apenas tres o cuatro días en los que sus existencias cambiarán para siempre. 

Pero más allá de las simpáticas correrías de la estrambótica pareja, una sucesión de lances risueños, cordiales, cercanos y entrañables, de corte cervantino, destacan en el libro muchos otros aspectos sobresalientes: el aguzado humor con el que se relatan las aventuras de la original pareja; la sencillez y afabilidad de los personajes, singularmente los dos principales, que lo protagonizan; la infinidad de referencias literarias, algunas opacas o desconocidas en nuestros días, otras aún significativas en la actualidad, cien años después de la publicación de la obra, caso de Thoreau, Whitman, Stevenson, Conrad o Mark Twain (incluso Henry James, contra quien se dirigen las ácidas invectivas de Mifflin, que odia su prosa enrevesada y demasiado cerebral: a mí siempre me ha parecido que tenía un aluvión de palabras en la cabeza y nunca se detenía a elegirlas adecuadamente); la apasionada defensa de los libros, presente en los numerosos y convincentes parlamentos del simpar librero, un misionero itinerante, como lo denomina su compañera de viaje, largas y divertidísimas peroratas en las que combina su entusiasta devoción a la causa libresca -este pabellón rodante, afirmará de su Parnaso y, por extensión, de su misión a bordo de él, ha sido para mí esposa, doctor y religión durante siete años- con las atinadas reflexiones de corte filosófico sobre la vida, el transcurrir del mundo y el sentido de la existencia, con las que intenta persuadir a los campesinos con los que se topa en su camino y convencerlos de las bondades de la lectura; y, por último, en una interpretación especialmente oportuna en esta época de reivindicación de la libertad femenina, la “empoderada” (diríamos hoy) figura de Helen McGill, que dejando atrás su esclavizada existencia en la granja familiar (El otro día calculé que en los últimos quince años he horneado más de cuatrocientas hogazas al año. Eso hacen más de seis mil hogazas. Podrían grabar eso en mi lápida), abre los ojos (Era un paisaje perfecto: los bosques eran todo bronce y oro; las nubes eran blancas y espesas y parecían espuma celestial suspendida en el aire. El sol era tibio y flotaba glorioso en un arco formidablemente azul. Mi corazón estaba lleno de fervor. Creo que por primera vez sabía lo que Andrew sentía en sus viajes de vagabundo. No entendía cómo todo aquello había permanecido oculto para mí hasta entonces. No entendía cómo el trascendental misterio de hacer pan me había impedido ver durante tanto tiempo los misterios del sol y el cielo y el viento en los árboles), decide “salir al mundo” (Y allí estaba yo, a punto de cometer la primera locura de mi vida y sin un ápice de remordimiento), lanzarse a la aventura (Una aventura que, habiendo comenzado como una mera broma o un capricho, había acabado por convertirse en la sustancia misma de la vida. Era algo extravagante, supongo, y tan romántico como una gallina clueca, pero, ¡por los huesos de George Eliot!, me dan pena las mujeres que nunca tuvieron la oportunidad de vivir una extravagancia), decidirse a llevar las riendas (en sentido, incluso, literal) de su propia vida (Tras las variopintas aventuras de los últimos dos días era casi un alivio estar sola para pensar bien las cosas. Allí estaba yo, Helen McGill, en una curiosa situación, sin duda. En lugar de estar en casa, en la granja, preparando la cena, recorría un camino desconocido como única propietaria de un Parnaso (quizás el único existente), un caballo, un perro y un montón de libros. Desde la mañana del día anterior mi vida se había salido de su órbita habitual. Me había gastado cuatrocientos dólares de mis ahorros. Había vendido cerca de trece dólares en libros. Había provocado una pelea y había conocido a un filósofo. Y, peor aún, empezaba tímidamente a desarrollar una nueva filosofía propia) y, como merecida propina (y no desvelo nada sustancial, en la carta que abre el libro se alude ya a Helen como señora Mifflin), conocer un amor al que había sido ajena en las cuatro primeras décadas de su vida (Es ahí cuando una mujer se encuentra consigo misma: cuando se enamora. No importa si es vieja o gorda o aburrida o simplona. Siente ese cosquilleo debajo de las costillas y se cae del árbol como una fruta madura. No me importaba que Roger Mifflin y yo hiciéramos una pareja tan extraña como la del doctor Johnson y su esposa, sólo estaba segura de una cosa: que en cuanto volviera a ver a aquel diablillo me entregaría totalmente a él… si él quería, claro).

El segundo libro de Morley retoma el universo de la extraña pareja aunque, ahora, son, en efecto, un matrimonio, y han abandonado la vida nómada para establecerse en Brooklyn y regentar La librería encantada, una muy peculiar librería de viejo frecuentada por individuos insólitos: un siniestro farmacéutico alemán, Weintraub, un chef huidizo, Metzer, Audrey Gibert, un joven publicista enamorado, Titania Chapman, la muy guapa heredera del emporio generado por las ciruelas Chapman, una piedra angular de la civilización y la cultura, y muchos otros visitantes esporádicos. 

Presidida por un doble encantamiento, el de la trama algo ingenua y disparatada, y el que suscitan los libros y la lectura (Por eso el negocio se llama La Librería Encantada. Encantada por los fantasmas de los libros que no he leído. Pobres espíritus inquietos, caminan y caminan a mi alrededor. Y sólo existe una forma de poner a descansar el fantasma de un libro: leyéndolo), la novela reduce el protagonismo de Roger y Helen (la presencia de ésta es, casi, meramente episódica) y se abre a una intriga detectivesca ciertamente rebuscada que gira sobre un libro, Cartas y discursos de Oliver Cromwell editados por Carlyle, del que una siniestra y bastante patosa pandilla de espías de medio pelo pretende valerse para hacer volar por los aires al presidente Woodrow Wilson, empeñado, en esos días de 1918 en los que se ambienta la novela, en la reconstrucción de Europa y la creación de la Sociedad de Naciones tras el final de la Gran Guerra. 

La novela, cuya peripecia argumental se desenvuelve en apenas una semana, transita por pautas idénticas a las de La librería ambulante, esto es personajes entrañables (con la obvia excepción de los malvados “conspiradores” alemanes) y ciertamente excéntricos, omnipresencia del humor, juegos autorreferenciales (con una alusión tangencial a la primera novela), abundancia de referencias literarias, apasionados alegatos a favor de la lectura, bienintencionadas reflexiones filosóficas (que se deslizan en esta ocasión hacia un inocente pacifismo, con los estragos de la guerra aún muy presentes), reivindicación del amor romántico (que -se “sabe” desde el primer momento- surgirá irrefrenable entre Audrey y la bella Titania), e, incluso, la apertura a una posible vía de desarrollo de la novela -que, en definitiva, su autor nunca llevaría a la práctica- con el breve apunte de “el sueño de Mifflin”, su ilusionada quimera de fundar una corporación de librerías ambulantes, una flota entera de caravanas que recorrieran las comarcas rurales donde no existen las librerías. En el prólogo del libro Morley nos informa, no obstante, de que Mifflin habría fundado la Corporación Parnaso Ambulante y que una flota de diez “parnasos ambulantes” estaría recorriendo los lugares más recónditos del país difundiendo la “buena nueva” lectora a campesinos, agricultores y ganaderos. 

El libro de Petra Hartlieb se mueve en otro registro, más realista y contemporáneo (se publicó en su país de origen en 2014). Como ya se ha dicho, se trata de un texto autobiográfico en el que la autora narra su, a la vez, ilusionante y complicada empresa de sacar adelante una librería en Viena, un establecimiento, adquirido en una suerte de arrebato irracional, que la sumirá a ella y a su familia en un vertiginoso proyecto del que se nos da cuenta en la obra. Petra que vivió gran parte de su vida en la capital austríaca, reside ahora en Hamburgo con su marido alemán, Oliver, y con sus dos hijos, un adolescente de dieciséis años y una pequeña de apenas cuatro. La pareja desarrolla su trabajo en el mundo editorial, ambos tienen sus vidas personales y profesionales muy bien canalizadas, son jóvenes, disfrutan de una existencia económicamente holgada, mantienen un fecundo y muy amplio círculo de relaciones y amistades y son, en definitiva, felices con el tipo de vida que han elegido en el frío (en todos los sentidos) norte alemán. Cuando por un inesperado azar surge la posibilidad de comprar una pequeña librería en Viena, de la que su último dueño quiere desprenderse, se embarcan en una aventura que trastocará radicalmente los fundamentos de su vida. No me resisto a transcribir un fragmento en el que se explicita esta situación crucial en la trayectoria de la familia: 

¿Qué necesidad tenemos de hacer cambios? Tengo la suerte de haber conocido al mejor hombre del mundo, de vivir en Hamburgo, una ciudad estupenda. Nuestra vivienda está en una casa de construcción antigua en el barrio de la universidad, y nuestros vecinos son absolutamente encantadores. Nuestra hija pequeña ocupa una de esas escasas, y buscadas, plazas en una guardería de jornada completa, y el mayor va a un buen colegio, donde se encuentra perfectamente integrado. Tengo un trabajo interesante, aunque sea a tiempo parcial, y me queda tiempo para los niños. Por primera vez en mi vida tengo eso que llaman seguridad económica. ¿Y Oliver? Empezó como pequeño librero en una librería de provincias alemana, y a base de trabajar duro es ahora ejecutivo de marketing en una de las editoriales alemanas más importantes. Le gusta su trabajo, su jefe lo apoya y promociona. Tendríamos que estar realmente satisfechos (y lo cierto es que lo estamos), pero… ¿qué tal si hiciéramos algo juntos? ¿Qué tal si construyéramos algo entre los dos, si trabajáramos juntos, si arriesgáramos en algo? 

El libro es interesante por varios motivos. Por un lado, desde el punto de vista “técnico” (si se puede llamar así) -un enfoque que imagino especialmente valioso para los que se dedican o piensan dedicarse profesionalmente a la venta de libros-, su lectura nos permite conocer todas las vicisitudes por las que atraviesa el proceso de apertura, mantenimiento y consolidación de una librería. Por el relato, narrado en cercanísima primera persona por la propia Petra, pasan todas las etapas por las que debe embarcarse cualquiera que acometa un proyecto empresarial, en particular uno tan “arriesgado” en estos tiempos “tecnológicos” como es una librería: obras de acondicionamiento del local, reformas, estudio inicial del mercado, análisis de la competencia, evolución demográfica del barrio, estimación de los niveles de ingresos, el volumen de negocio que cabe esperar en los próximos diez años, reuniones con esas personas que uno necesita cuando va a abrir una librería: los jefes de las distribuidoras de Austria y Alemania, los presidentes de las asociaciones de libreros, los jefes de venta de las editoriales más importantes, otros libreros, búsqueda de financiación, cálculos, presupuestos, trámites, papeleos, solicitud de créditos, contactos con bancos, facturas, atosigante burocracia (debido a que mi marido es el alemán y yo la austríaca, la licencia profesional debe ir a mi nombre y no al de Oliver, que es librero de formación desde hace veinte años. Yo no soy nada de nada, de manera que me convierto en joven empresaria y solicito una licencia profesional), captación de colaboradores, contrataciones laborales y, más adelante, al llegar los buenos resultados, el crecimiento, nuevas reformas, ampliaciones, adquisición de locales adicionales, en una interminable y estresante (y ello ya desde la cómoda posición de lector) progresión que, como es natural, afecta a las emociones, a los sentimientos y a las vivencias personales y familiares de los protagonistas, que afloran también en el relato, en una dimensión -que podríamos calificar de íntima-, en la que comparecen las dudas, los miedos, las expectativas, la ilusión, las dificultades y los obstáculos, las alegrías y los logros, las vacilaciones, las esperanzas, los sueños, la frustración ante los muchos contratiempos, ante la complicada realidad. 

Pero Mi maravillosa librería es, sobre todo, un apasionado canto al poder transformador de los libros y las librerías, pues la aventura vital de Petra Hartlieb encierra, más allá de las valiosas lecciones sobre el lanzamiento y el éxito de un proyecto empresarial y vital arriesgado, una fascinante enseñanza sobre cómo una librería puede revitalizar un barrio, implicar a la comunidad, ayudar a construir relaciones sólidas entre ciudadanos, convertirse en un espacio de fecunda actividad cultural, mejorar y dinamizar, en definitiva, las vidas de quienes la frecuentan y trabajan en ella. A través de infinidad de anécdotas del día a día de su establecimiento, el libro da cuenta de los diez años en los que un pequeño y desangelado local abandonado se convierte en un próspero negocio, con dos espacios añadidos que acogen una sección francesa y otra italiana de la librería, con una incesante actividad que incluye, además de la obvia y muy eficiente venta de libros, presentaciones, firmas de escritores, participación en ferias, exposiciones escolares y doce empleados contratados (que provienen de seis naciones diferentes, y que están entre los veintidós y los cincuenta y seis años. Entre todos tenemos diez hijos, de los cuales hay tres que por suerte ya son mayores, algo que repercute positivamente en los días libres. Las biografías son tan diferentes como los motivos que tuvieron para ser libreros unos y otras, lo único que todos tienen en común es una cierta dosis de locura: la obsesión por los libros, que sólo se puede entender cuando uno mismo está poseído por ella). 

Y todo ello en un entorno -el de este mundo “tecnologizado”, de redes sociales y comercio electrónico- que resulta especialmente hostil para las librerías. Hartlieb no escatima sus críticas a Amazon y a las grandes superficies, abogando por una visión militante y muy combativa de su oficio, en la que resultan determinantes la pasión, una cierta dosis de locura, la conciencia de estar llevando a cabo una “misión” (Cada pocos años hay un libro que me hace contener un poco la respiración en las primeras veinte páginas. Me obligo a leer despacio, de manera que el lenguaje pueda entrar en mí poco a poco, a pesar de que estoy deseando pulírmelo de un tirón para saber rápidamente si va a seguir en la misma línea, para saber si mantiene lo que promete. Y cuando esto sucede me convierto en misionera: quiero que las personas que son importantes para mí, y las demás también, lean inmediatamente ese libro. Inmediatamente), y el amor incondicional por los libros, elementos que permiten no decaer en la infatigable y placentera tarea de luchar contra las muchas amenazas que impone el signo de los tiempos. Ese espíritu esperanzado y optimista de la autora se muestra en las últimas palabras del libro con las que cierro esta reseña: 

Cabe preguntarse si dentro de diez años vamos a poder seguir viviendo de esto, pero en la respuesta apenas podemos influir. No podemos hacer que la rueda del tiempo gire en sentido inverso, aunque paradójicamente nuestra receta de éxito consista en aparentar ante el cliente que en nuestras librerías «todo es como antes»: muchos libros en poco espacio, estanterías repletas hasta el techo, personal comprometido que lo único que hace en su tiempo libre es leer. Como antes, sí. Pero hace tiempo que ya no basta con ser una buena librera: estás obligada, además, a cultivar otras disciplinas más: experta en marketing, publicista, diseñadora de páginas web, grafista, experta en organizar eventos, psicoterapeuta, etcétera. 
La lista podría prolongarse hasta el infinito, aunque, en realidad, es precisamente esto lo que nos impulsa a seguir hacia delante: todo lo demás nos parecería ya aburrido. A seguir hacia delante en unos tiempos en que tiendas tan «anacrónicas» como las nuestras son sentenciadas a muerte una vez por semana. A seguir porque no nos queda más remedio. Porque no hay nada que sepamos hacer mejor. Porque no hay nada que nos guste hacer más. 

Uno de los personajes el mundillo literario -T.C. Boyle, Jonathan Franzen- que acudirá a la librería a presentar su obra es el escritor y músico Blixa Bargeld, que formó parte durante años de The Bad Seeds, el grupo de acompañamiento de Nick Cave. Os dejo ahora, como complemento musical a mi comentario, con un tema clásico del grupo, Where the Wild Roses Grow, en el que el cantante australiano canta con Kylie Minogue, con Bargeld a la guitarra. 


—El mundo está lleno de grandes escritores que hablan de literatura —dijo—, pero todos ellos son egoístas y aristocráticos. Addison, Lamb, Hazlitt, Emerson, Lowell, escoja al que quiera, conciben el amor por los libros como un escaso y perfecto misterio al alcance de unos pocos, algo reservado al silencioso estudio donde se refugian en las noches con una vela, un cigarro, una copa de oporto sobre la mesa y un perrito de aguas junto a la chimenea. Lo que quiero decir es: ¿quién se ha aventurado alguna vez en las montañas y los campos para llevarles la literatura a las gentes más simples?, ¿quién ha llevado la literatura hasta sus mismos hogares, hasta sus razones y corazones, como dicen por ahí? Cuanto más se adentra uno en el campo, menos y peores libros se ven. He pasado muchos años recorriendo mundo a bordo de esta ciudadela del delito y, por los huesos de Ben Ezra, no creo haber visto un solo libro realmente bueno que no fuera la Biblia en ninguna granja, excepto los que yo mismo llevaba, claro. Los mandarines de la cultura, ¿qué tienen para enseñarle a la gente corriente? No vale con escribir listas de libros para los granjeros y llenar con ellos estanterías de dos metros. Es preciso ir a visitar a la gente personalmente, llevarles los libros, hablar con los profesores y presionar a los editores de periódicos locales y revistas agrícolas y contarles cuentos a los niños. Y entonces, poco a poco, uno empieza a lograr que los buenos libros circulen por las venas de la nación. ¡Es una gran labor, imagínese! Es como llevar el Santo Grial a algunas de estas remotas granjas. Y ya me gustaría que hubiera mil Parnasos en lugar de uno solo. No lo habría dejado de no haber sido por mi libro: quiero escribir sobre mis ideas con la esperanza de animar a otros. ¡Aunque no creo que haya ningún editor en todo el país que quiera publicarlo! 

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