Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de abril de 2020


IRENE VALLEJO. EL INFINITO EN UN JUNCO

(El programa de esta semana, pensado para coincidir en su emisión con el Día del Libro, no podrá ser radiado, como los de los miércoles precedentes y, muy probablemente, como los de los que quedan hasta fin de curso, a causa de los indeseados efectos de la pandemia del coronavirus. Os dejo aquí, por un lado, el texto escrito de la reseña en el que se hubiera basado mi intervención radiofónica y, por otro, el audio de un espacio de hace un par de años, que ahora redifundimos y que tiene como centro el extraordinario libro Casos de pruebas circunstanciales, de Janet Lewis)


Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el pequeño espacio -solo media hora semanal- desde el que, en Radio Universidad de Salamanca, queremos estimular vuestra ansia de conocimiento y disfrute literarios con una serie de propuestas de lectura que os recomendamos siempre con criterios de interés y calidad. 

Y este doble norte -interés y calidad- que me mueve en la confección del espacio nunca ha sido más cierto que en el caso de la obra que os traigo esta tarde, el libro más apasionante, sugestivo y estimulante que he leído en lo que va de curso, un entusiasmo personal, subjetivo pues, que además se corresponde con la valoración, en este caso más o menos objetiva, que el ensayo -pues estamos ante un libro de creación teórica, ante un estudio erudito y muy bien documentado- está obteniendo en todos los ámbitos, académicos y críticos, pero también el de los lectores en general, como se desprende de los numerosos premios que hasta el momento, y en los pocos meses transcurridos desde su publicación, ha obtenido (el Premio de “No ficción” de las librerías, el prestigioso Ojo Crítico de Narrativa 2019), además del unánime reconocimiento de grandes escritores -Vargas Llosa, Juan José Millás, Alberto Manguel, Luis Landero, Luis Alberto de Cuenca, Jorge Carrión, Carlos García Gual, Laura Freixas, Rafael Argullol, nombres mayores, todos, de la literatura y el pensamiento en español- que han manifestado su incondicional entrega en entrevistas, reseñas y artículos varios. 

Se trata, quizá los más lectores de entre vosotros ya lo habéis adivinado, de El infinito en un junco, el magistral ensayo de la zaragozana Irene Vallejo, publicado en 2019 por la Editorial Siruela, con el explícito subtítulo La invención de los libros en el mundo antiguo. Celebrándose mañana, 23 de abril, el Día del libro, no se me ocurre un modo mejor de festejar el acontecimiento que a través de este admirable repaso por cuanta dimensión podamos imaginar del universo libresco, centrado, de manera principal, en las culturas griega y romana. 

Y es que Irene Vallejo concita en sí dos condiciones esenciales para convertir su libro en un “fenómeno de masas” (quizá resulte exagerado el término, dado lo reducido de la población lectora en nuestro país, pero El infinito en un junco no hace más que multiplicar su ediciones, diez ya en estas fechas): el conocimiento, la erudición, la sabiduría, la solidez y el rigor de su amplia formación académica como filóloga clásica (especialidad en la que es doble doctora por las universidades de Zaragoza y Florencia), y la sensibilidad, la capacidad narrativa, el talento literario y una formidable facultad para contar, para hilar historias de manera fascinante, para fabular llevando al lector de la mano, en una experiencia gozosa que se extiende a lo largo de más de cuatrocientas páginas, por los diversos escenarios de su cautivador periplo. Este doble juego entre la fría exigencia histórica, la neutra fundamentación “científica” y la minuciosa precisión documental, por un lado, y la fértil imaginación, la fecunda inventiva y la creatividad en la construcción de una ficción magnética, por otro, una dualidad que constituye uno de los rasgos más destacados de El infinito en un junco (y que se amolda, de modo ejemplar, al ideal horaciano del instruir deleitando), queda de manifiesto desde las primeras páginas cuando, a modo de declaración de intenciones, la autora confiesa: Durante años he trabajado como investigadora, consultando fuentes, documentándome y tratando de conocer el material histórico. Pero, a la hora de la verdad, la historia real y documentada que voy descubriendo me parece tan asombrosa que invade mis sueños y cobra, sin yo quererlo, la forma de un relato. Siento la tentación de entrar en la piel de los buscadores de libros en los caminos de una Europa antigua, violenta y convulsa. ¿Y si empiezo narrando su viaje? Podría funcionar, pero ¿cómo mantener diferenciado el esqueleto de los datos bajo el músculo y la sangre de la imaginación? Ese viaje de los “buscadores de libros”, de cuyo relato os dejo un fragmento sustancial al término de esta reseña, será así el desencadenante y en cierto modo el hilo conductor de la deslumbrante propuesta de Irene Vallejo que se nutre, en la primera de las dos vertientes de su enfoque -la documental-, de un impresionante arsenal de textos de apoyo y de menciones que apuntalan su discurso, de las que se da cuenta en veintiséis páginas de citas, cerca de ciento treinta referencias bibliográficas y un índice onomástico con más de quinientas entradas. Todo ello fragua, en el segundo eje de su esquema -el “imaginativo”-, en una portentosa narración, fuertemente adictiva, que entre abundantes anécdotas, infinidad de conexiones con libros, películas, obras de arte y otras manifestaciones culturales, y muy sugerentes vínculos con detalles significativos de la vida cotidiana de nuestras sociedades actuales, que revelan la inteligencia y la amplitud de la mirada de la autora, repasa, como se ha dicho, todos los grandes temas relacionados con el libro, la lectura y sus múltiples circunstancias adyacentes. 

La investigación en la que el libro consiste parte de una evidencia y de innumerables preguntas que Vallejo se plantea antes de su inicio y de las que nos informa en su prólogo: 

No olvidemos que el libro ha sido nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia. La lucha por preservar nuestras creaciones valiosas: las palabras, que son apenas un soplo de aire; las ficciones que inventamos para dar sentido al caos y sobrevivir en él; los conocimientos verdaderos, falsos y siempre provisionales que vamos arañando en la roca dura de nuestra ignorancia. 
Por eso decidí sumergirme en esta investigación. Al principio de todo, hubo preguntas, enjambres de preguntas: ¿cuándo aparecieron los libros? ¿Cuál es la historia secreta de los esfuerzos por multiplicarlos o aniquilarlos? ¿Qué se perdió por el camino, y qué se ha salvado? ¿Por qué algunos de ellos se han convertido en clásicos? ¿Cuántas bajas han causado los dientes del tiempo, las uñas del fuego, el veneno del agua? ¿Qué libros han sido quemados con ira, y qué libros se han copiado de forma más apasionada? ¿Los mismos? 

La figura de Alejandro Magno opera como foco y como último nexo de la sugerente investigación de la autora. Desde que el macedonio, como un hito más en su inabarcable propósito de conquistar el mundo, somete Egipto y construye allí, entre el desierto y el Mediterráneo, la ahora legendaria ciudad que lleva su nombre, la historia de la humanidad es la historia del libro. Uno de sus generales, Ptolomeo, en el siglo III antes de Cristo, fundará en esa Alejandría impregnada de los valores helenísticos la mayor biblioteca de la que se tenga noticia. Surgida con la ambiciosa finalidad de reunir todos los libros del mundo, la Biblioteca fue un formidable foco de irradiación del saber de la época. Los reyes de Egipto enviaron a sus soldados a recorrer la tierra entera entonces conocida en busca de libros que compraban o requisaban por la fuerza allí donde los encontraban; expoliaron, confiscaron, expropiaron y se incautaron de cuanto libro llegaba a sus dominios; financiaron traducciones al griego desde todos los idiomas, hebreo, persa o indio, pero también otras lenguas menos divulgadas, como algunas africanas; y, por fin, atrajeron al ámbito de su inmensa Biblioteca a una pléyade de sabios, poetas, científicos, filósofos, historiadores y médicos que concentraron y expandieron todo el conocimiento acumulado por el ser humano hasta ese momento. Aún cuando la Biblioteca acabaría por desaparecer con el paso del tiempo, su seminal influjo -del que El infinito en un junco da cuenta- se prolongaría durante siglos. 

Resulta imposible resumir los numerosos frentes a los que se abre un ensayo tan completo como éste. Baste confesar que son cerca de doscientas las notas de lectura que he ido tomando en mi apasionado recorrido por el texto. Esbozar siquiera un breve comentario sobre cada uno de esos ejes “básicos” que han llamado mi atención sería una tarea que desbordaría con creces los límites de esta reseña. Es por ello, por mi entusiasta e irrefrenable deseo de transmitir parte de la belleza y el interés del libro, objetivo inalcanzable en un espacio como éste, por lo que dedicaré cuatro emisiones  en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes (que serán radiadas cuando sea buenamente posible, probablemente a partir de septiembre), a presentaros fragmentos significativos de este inagotable El infinito en un junco

Ahora, pues, me conformaré con sugerir apenas una breve reflexión sobre cada una de las que, en un imposible esfuerzo de síntesis por mi parte, podríamos denominar “grandes líneas de fuerza” de la envolvente narración de Vallejo. Así, quiero referirme en primer lugar al muy bien fundado recorrido por la historia del libro, que se articula en los dos grandes capítulos de la obra, dedicados a Grecia y Roma, respectivamente, aunque hay calas anteriores y posteriores en el tiempo; un itinerario, plagado de conocimiento y suculentas anécdotas, por el que desfilan personajes históricos, cineastas, músicos, poetas, dramaturgos, novelistas, etc. En una enumeración desordenada e imposible, heterogénea e incompleta, abigarrada y asincrónica (la mía, obviamente; no la muy bien hilada de Irene Vallejo), nos encontramos con la figura inaugural de Homero y su nebulosa identidad; el valor monumental de la Ilíada y la Odisea; las complejas relaciones de Marco Antonio y Cleopatra; la presencia de Aristóteles y Sócrates, de Arquímedes, Euclides, Aristarco, Erastótenes y Apolonio; el inventor del oficio de bibliotecario, Falero; Asurbanipal y el primer atisbo de biblioteca pública; Eróstrato y el incendio del templo de Éfeso; Aristófanes, un hombre de memoria prodigiosa, cuya figura permite a la autora conectar con la censura actual y los procesos abiertos en los tribunales contra humoristas irreverentes; la asombrosa experiencia de la representación de las tragedias en los escenarios de Atenas, de las que hoy apenas quedan restos (siete de Esquilo, siete de Sófocles y dieciocho de Eurípides, algunas de otros autores); Los persas, la obra teatral conservada más antigua del mundo, donde Esquilo abrió camino a Shakespeare y quizá, sin saberlo, inventó la novela histórica; el mensaje de Histieo a Aristágoras, tatuado en el cráneo de un soldado; Heráclito “el oscuro”, con el que empieza la “literatura difícil” (y en el texto se menciona a Proust, Faulkner y el Finnegan’s Wake de Joyce); Heródoto, ese adelantado de la globalización; Biblos, en donde encontramos una muestra de escritura fenicia en un poema esculpido en la tumba de Ahiram, rey de la ciudad, famosa por su comercio de exportación de papiros, y de donde procede la palabra griega con la que desde entonces se designará el libro: biblíon; Calímaco, padre de los bibliotecarios; la Villa de los Papiros sepultada por la erupción del Vesubio; Hipatia y su brutal asesinato; el primer fan de la historia, un hispano de Gades, ferviente admirador y obsesionado por conocer a su ídolo, el historiador Tito Livio; el polémico y contradictorio personaje de Séneca; Safo y el reconocimiento literario de las mujeres; el Faro de Alejandría (Al principio «Faro» era un lugar; así se llamaba la isla del delta del Nilo con la que soñó Alejandro y donde decidió fundar la ciudad) y el paralelismo que la autora encuentra con las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York… 

Y esta referencia al emblema neoyorquino es solo una entre decenas en las que la fértil creatividad de la autora establece vínculos entre aquellos tiempos clásicos y nuestra contemporaneidad: Caetano Veloso o Iron Maiden dedicando canciones a Alejandro Magno; Oliver Stone y su película sobre el “héroe”; y, por diversos motivos relacionados con los libros, las “apariciones” de Molière, Tolkien, Umberto Eco o Borges, de Cavafis y Durrell (con Alejandría tan presente en la obra de ambos), de Anna Ajmátova, en cuyo triste verso “Ahora sé cómo traza el dolor rudas páginas cuneiformes en las mejillas” conecta Vallejo con las tablillas asirias, de Javier Cercas y Walt Disney, de Goethe y Jack London, de Pérez-Reverte y Antonio Machado. En un inspirado párrafo sustancia Irene Vallejo lo esencial de esos fecundos lazos entre la literatura del mundo grecorromano y la obra de tantos escritores, cineastas y creadores de la modernidad: Homero forma parte de la genética de Joyce y Eugenides; el mito platónico de la caverna regresa en Alicia en el País de las Maravillas y Matrix; el doctor Frankenstein de Mary Shelley fue imaginado como un moderno Prometeo; el viejo Edipo se reencarna en el desgraciado rey Lear; el cuento de Eros y Psique, en La Bella y la Bestia; Heráclito en Borges; Safo en Leopardi; Gilgamesh en Supermán; Luciano en Cervantes y en La guerra de las galaxias; Séneca en Montaigne; las Metamorfosis de Ovidio en el Orlando, de Virginia Woolf; Lucrecio en Giordano Bruno y Marx; y Heródoto en La ciudad de cristal, de Paul Auster. Píndaro canta: «Sueño de una sombra es el ser humano». Shakespeare lo reformula: «Somos de la misma materia de la que están hechos los sueños, y nuestra breve vida está circundada por el sueño». Calderón escribe La vida es sueño. Schopenhauer entra en el diálogo: «La vida y los sueños son páginas del mismo libro». El hilo de las palabras y las metáforas atraviesa el tiempo, ovillando las épocas. 

Y está el escritor nigeriano Chinua Achebe, y Elvis y Tarantino, y el bardo Dylan y su controvertido premio Nobel, y Edgar Allan Poe y Conan Doyle y Mark Twain. Y la película Memento, de Christopher Nolan. Y otro título clásico, El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford (Esto es el Oeste, señor. Y, en el Oeste, cuando los hechos se convierten en leyenda, hay que imprimir la leyenda), y El lector de Bernhard Schlink, y La librería ambulante de Christopher Morley, glosada aquí hace siete días, y Jorge Carrión y su inacabable universo de librerías. Y Frank Capra y su clásico ¡Qué bello es vivir!, que reproduce el estereotipo negativo de la bibliotecaria “desfeminizada”. Y, cómo no, el “doble” Fahrenheit 451, la fábula distópica de Ray Bradbury, llevada al cine por François Truffaut, que tuvo su correlato real: En el año 213 a. C., el emperador chino Shi Huandi ordenó que se quemasen todos los libros de su reino. Años después, bajo una nueva dinastía, se pudieron reescribir muchos de aquellos libros perdidos porque corriendo increíbles riesgos, los profesionales de las letras habían conservado en la memoria obras enteras, en secreto, al abrigo de la guerra, las persecuciones y los hombres de las hogueras. Y Heródoto y Ciudadano Kane y el multiperspectivismo contemporáneo, y Kapuściński, y Chaplin y el valor desmitificador y rebelde de la risa, como en El nombre de la rosa, y el tartamudo Demóstenes cuya evocación lleva al personaje interpretado por Robert de Niro en Taxi Driver, y Harper Lee y Matar a un ruiseñor y Peter O’Toole, y Viktor Frankl, y las charlas TED, y Matrix, y Orwell, y el Capitán Haddock, y Los sufrimientos del joven Werther, y Lovecraft, y Juan Goytisolo en la biblioteca de Sarajevo, y Naguib Mahfouz, y El Roto, y Chesterton, Reinaldo Arenas, Leonora Carrington y Joseph Brodsky. Y, para cerrar este muy limitado y abigarrado recuento, el germen de la, actualmente tan “de moda”, autoficción (cita Vallejo expresamente a Annie Ernaux o Emmanuel Carrère) “encontrado” en la obra de Hesíodo, cuyo Los trabajos y los días sería también un antecedente de la poesía social. 

En un segundo nivel -sin jerarquía ni subordinación alguna, pues todos los planos se imbrican en un tejido muy bien trabado, de malla espesa y sin junturas apreciables-, se nos muestran todas las manifestaciones imaginables relativas a la lectura. En un desordenado recuento: la historia y la evolución de los primeros soportes del libro: el papiro, las tablillas de arcilla, los pergaminos, las inscripciones sobre vasos de cerámica (libros de humo, de piedra, de arcilla, de juncos, de seda, de piel, de árboles y, los últimos llegados, de plástico y luz, como comenta Alberto Manguel), hasta llegar al teléfono móvil y la moderna omnipresencia de las pantallas; la invención del alfabeto (Hace seis mil años, aparecieron los primeros signos escritos en Mesopotamia, pero los orígenes de esta invención están envueltos en el silencio y el misterio. Tiempo después, y de forma independiente, la escritura nació también en Egipto, la India y China. El arte de escribir tuvo, según las teorías más recientes, un origen práctico: las listas de propiedades); el paso de la oralidad a la escritura, de la poesía a la prosa, de la improvisación al ritmo -exigencia impuesta por la memorización del texto que exigía la narración oral-, de los aedos a los rapsodas (la oralidad misma se transformó en contacto con el alfabeto. Una vez escritas, las palabras empezaron a quedar ancladas en su orden, como notas en un pentagrama. La melodía de las frases permanecía igual para siempre; el torrente espontáneo, la agilidad en la respuesta y la libertad del lenguaje hablado se desvanecieron. En la época micénica antigua, los aedos itinerantes acostumbraban a cantar las leyendas heroicas tañendo su instrumento y dejándose llevar por el duende de la improvisación; pero, con la aparición de los libros escritos, fueron sustituidos por los rapsodas, que recitaban textos memorizados —siempre idénticos y sin acompañamiento musical—, dando golpes de metrónomo con un bastón para marcar el ritmo); el desarrollo de las escuelas, pues la fiebre del alfabeto alentó la extensión del saber, y de la filosofía, ya que los textos escritos permitían la asimilación tranquila y la consiguiente reflexión sosegada y profunda sobre su contenido; la aparición de los libros de texto; el vínculo entre pensar bien y habar bien (los libros hacen los labios, según la máxima romana); la necesidad de seleccionar entre los muchos “libros” y la consiguiente proliferación -tan actual- de listas y catálogos, de inventarios, antologías y enumeraciones, de repertorios y clasificaciones (No puedo omitir la «contribución a la estadística» de Wisława Szymborska: «De cada cien personas, las que todo lo saben: cincuenta y dos;/ las inseguras de cada paso: casi todo el resto;/ las prontas a ayudar, siempre que no dure mucho: hasta cuarenta y nueve;/ las buenas siempre, porque no pueden ser de otra forma: cuatro, o quizá cinco;/ las capaces de ser felices: como mucho, veintitantas;/ las inofensivas de una en una, pero salvajes en grupo: más de la mitad, seguro;/ las crueles cuando las circunstancias obligan, eso mejor no saberlo ni siquiera aproximadamente (…);/ las mortales: cien de cien./ Cifra que por ahora no sufre ningún cambio»); las librerías ambulantes (Fueron viajeros quienes nutrieron de manuscritos la Biblioteca de Alejandría; mercaderes de tinta y papel quienes empujaron ideas como ruedas por la Ruta de la Seda); los talleres de copia manuscrita y la labor detectivesca de los primeros copistas; el nacimiento y el desarrollo de las bibliotecas (Entre el año 1500 y 300 a. C., existieron 55 bibliotecas, solo para un público minoritario, en algunas ciudades de Próximo Oriente, y ninguna en Europa), cuya estructura y configuración se describen de un modo minucioso; la profesión de bibliotecario (Los bibliotecarios tienen una larga genealogía que empieza en el Creciente Fértil de Mesopotamia) y la feminización del oficio desde principios del siglo XX, con especial mención de las curiosas bibliotecarias a caballo de Kentucky; las originales y a veces aterradoras maldiciones contra los ladrones de libros; la aparición de establecimientos similares a las actuales librerías; la primera biblioteca pública, la florentina de Cosme de Médici; el “descubrimiento” de la lectura en silencio; la importancia de los títulos de las obras (y Vallejo ofrece un “apetitoso” elenco, organizado por su densidad poética, por su ironía, por el desasosiego que inducen, por lo inesperado y enigmático, por los secretos presentidos, también los títulos equivocados y afortunadamente preteridos a favor de los finalmente elegidos: Guerra y Paz iba a llamarse Bien está lo que bien acaba, por todo ejemplo); la prohibición de los libros y las quemas públicas de códices y textos inconvenientes y peligrosos en todas las épocas y lugares, Dachau y Auschwitz y el Gulag; la importancia fundamental de las mujeres en la aventura del libro, a partir de la presencia de Enheduanna (La historia de la literatura empieza de forma inesperada. El primer autor del mundo que firma un texto con su propio nombre es una mujer), su singular condición de tejedoras de historias, las peculiaridades, las dificultades para su plena incorporación al universo literario, la inconmensurable figura de Safo y su reivindicación de lo íntimo, de lo pequeño, de lo sencillo, del amor. Y en un obligado salto de época exigido por las limitaciones de tiempo que constriñen esta reseña, la magia de cine y su estrecha relación con los libros y la literatura, la actual globalización, la revolución de internet, la disparatada cifra de libros publicados en el mundo, el febril delirio de “leerlo todo” (Mallarmé, en el siglo XIX, escribió: «La carne es triste y, ay, he leído todos los libros». Probablemente, el poeta aludía al tedio de una existencia saturada y marchita. Sin embargo, leídas desde los tiempos de Amazon y el Kindle, sus palabras nos recuerdan con ironía que la aspiración a conocer todos los libros es solo el sueño imposible de los bibliófilos más locos. La humanidad publica un libro cada medio minuto. Suponiendo un precio de veinte euros y un grosor de dos centímetros, harían falta más de veinte millones de euros y unos veinte kilómetros de anaqueles para la ampliación anual de la biblioteca de Mallarmé). 

Una tercera dimensión, de presencia esporádica pero de muy emotivo valor, a mi juicio, en el conjunto del texto, es la integrada por las referencias autobiográficas, las entrañables -y a veces duras- vivencias de la autora en relación con la lectura: la presencia de los libros en su vida, antes incluso de su concepción (Cuando apenas se conocían, mi padre le regaló a mi madre un ejemplar de Trilce, los poemas de juventud de César Vallejo. Tal vez nada de lo que sucedió después hubiera sido posible sin la emoción que esos versos despertaron. Ciertas lecturas son una forma de derribar barreras, ciertas lecturas nos recomiendan al desconocido que las ama. No tengo parentesco con el prodigioso César Vallejo, pero lo he injertado en mi árbol genealógico. Igual que mis remotos bisabuelos, el poeta fue necesario para que yo existiera); la infancia con la madre leyéndole libros por las noches, sentada en la orilla de la cama (Ella era la rapsoda; yo, su público fascinado), los repetidos rituales de esas lecturas conmovedoras (el dedo moviendo el diente tembloroso y a punto de caer, la manta hasta la barbilla, los fracasados y benevolentes intentos de la madre por interrumpir la lectura y apagar la luz -sigue un poquito más, reclama la niña, absorbida por el encantamiento de las historias-, el beso de despedida; los dolorosos episodios de acoso escolar, para los que los libros suponían un refugio (Durante los años humillantes, además de mi familia, me ayudaron cuatro personas a las que nunca he visto: Robert Louis, Michael, Jack, Joseph. Más adelante descubriría que son más conocidos por sus apellidos: Stevenson, Ende, London y Conrad. Gracias a ellos aprendí que mi mundo es solo uno de los muchos mundos simultáneos que existen, incluidos los imaginarios. Gracias a ellos descubrí que podía almacenar fantasías acogedoras y guardarlas en mi habitación interior para buscar refugio cuando allá fuera arreciase el granizo. Esa revelación cambió mi vida); el radical influjo -narcisista, confiesa- de los libros en su experiencia vital, tanto en la infantil (De niña creía que los libros habían sido escritos para mí) como en la adulta (He crecido, pero sigo manteniendo una relación muy narcisista con los libros. Cuando un relato me invade, cuando su lluvia de palabras cala en mí, cuando comprendo de forma casi dolorosa lo que cuenta, cuando tengo la seguridad —íntima, solitaria— de que su autor ha cambiado mi vida, vuelvo a creer que yo, especialmente yo, soy la lectora a quien ese libro andaba buscando); el vínculo entre lectura y deseo (Si alguien lee para ti, desea tu placer; es un acto de amor y un armisticio en medio de los combates de la vida. Mientras escuchas con soñadora atención, el narrador y el libro se funden en una única presencia, en una sola voz. Y, de la misma forma que tu lector modula para ti las inflexiones, las sonrisas tenues, los silencios y las miradas, también la historia es tuya por derecho inalienable. Nunca olvidarás a quien te contó un buen cuento en la penumbra de una noche); las vivencias zaragozanas; el año de investigación en Florencia (la paz y el recogimiento también son posibles en Florencia), la estancia en Oxford, con los desmesurados requisitos burocráticos para la consulta de los libros, impuestos por razones de seguridad, y con el deslumbramiento de los túneles y los interminables almacenes subterráneos de libros… entre tantos otros ejemplos. 

El último foco de irradiación del ensayo lo constituyen las constantes invocaciones, los encendidos llamamientos en defensa de la lectura, de su excepcional función liberadora. El infinito en un junco puede ser leído así, también, como un apasionado alegato a favor de los libros; de su trascendencia cultural y personal; de la, pese a los pronósticos agoreros, actual vigencia del libro; de la importancia de esa singular forma de conversación -entre individuos, entre pueblos, entre generaciones- que representa la lectura; del espacio que los libros abren para preservar la memoria humana, para acoger “la mirada del otro”, para mostrar los secretos de nuestras almas, para recoger nuestros conocimientos y nuestros sueños; de la primordial función del libro como repositorio de la entera vida humana; de su privilegiada capacidad para sustentar y canalizar nuestra incurable adicción a las palabras; de la nunca suficientemente ponderada “eficacia” de los libros para abolir el tiempo y escapar -siquiera sea fugaz y transitoriamente- de la muerte. 

En fin, un libro de lectura indispensable y jubilosa, este El infinito en un junco, de Irene Vallejo, que os recomiendo con fruición. Os dejo ahora con un tema musical, citado en un fragmento de la obra que no me resisto a transcribir a modo de presentación de la pieza: La épica griega fluye en hexámetros, que crean un peculiar ritmo acústico a través de combinaciones de sílabas largas y breves. El verso hebreo, en cambio, prefiere los ritmos sintácticos: «Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el cielo: un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado; un tiempo para matar y un tiempo para curar; un tiempo para destruir y un tiempo para edificar…». Se diría que estas frases del Eclesiastés cantan y, de hecho, el músico Pete Seeger compuso una canción, inspirada en ellas —Turn! Turn! Turn! (To everything there is a season)—, que encabezó las listas de éxitos en 1965. En el origen de la poesía, el placer del ritmo se puso al servicio de la continuidad cultural


Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia. Los campesinos los observan con desconfianza desde sus tierras o desde las puertas de sus cabañas. La experiencia les ha enseñado que solo viaja la gente peligrosa: soldados, mercenarios y traficantes de esclavos. Arrugan la frente y gruñen hasta que los ven hundirse otra vez en el horizonte. No les gustan los forasteros armados. 

Los jinetes cabalgan sin fijarse en los aldeanos. Durante meses han escalado montañas, han franqueado desfiladeros, han cruzado valles, han vadeado ríos, han navegado de isla en isla. Sus músculos y su resistencia se han endurecido desde que les encargaron esta extraña misión. Para cumplir su tarea deben aventurarse por los violentos territorios de un mundo en guerra casi constante. Son cazadores en busca de presas de un tipo muy especial. Presas silenciosas, astutas, que no dejan rastro ni huella. 

Si estos inquietantes emisarios se sentasen en la taberna de algún puerto, a beber vino, comer pulpo asado, hablar y emborracharse con desconocidos (nunca lo hacen por prudencia), podrían contar grandes historias de viajes. Se han adentrado en tierras azotadas por la peste. Han atravesado comarcas asoladas por incendios, han contemplado la ceniza caliente de la destrucción y la brutalidad de rebeldes y mercenarios en pie de guerra. Como todavía no existen mapas de regiones extensas, se han perdido y han caminado sin rumbo durante días enteros bajo la furia del sol o las tormentas. Han tenido que beber aguas repugnantes que les han causado diarreas monstruosas. Siempre que llueve, los carros y las mulas se atascan en los charcos; entre gritos y juramentos han tirado de ellos hasta caer de rodillas y besar el barro. Cuando la noche les sorprende lejos de cobijo alguno, solo su capa les protege de los escorpiones. Han conocido el tormento enloquecedor de los piojos y el miedo constante a los bandoleros que infestan los caminos. Muchas veces, cabalgando por inmensas soledades, se les hiela la sangre al imaginar un grupo de bandidos esperándolos, conteniendo el aliento, escondidos en algún recodo del camino para caer sobre ellos, asesinarlos a sangre fría, robarles la bolsa y abandonar sus cadáveres calientes entre los arbustos. 

Es lógico que tengan miedo. El rey de Egipto les ha confiado grandes sumas de dinero antes de enviarlos a cumplir sus órdenes a la otra orilla del mar. En aquel tiempo, solo unas décadas después de la muerte de Alejandro, viajar llevando una gran fortuna era muy arriesgado, casi suicida. Y, aunque los puñales de los ladrones, las enfermedades contagiosas y los naufragios amenazan con hacer fracasar una misión tan cara, el faraón insiste en enviar a sus agentes desde el país del Nilo, cruzando fronteras y grandes distancias, en todas las direcciones. Desea apasionadamente, con impaciencia y dolorosa sed de posesión, esas presas que sus cazadores secretos rastrean para él, haciendo frente a peligros ignotos. 

Los campesinos que se sientan a fisgonear a la puerta de sus cabañas, los mercenarios y los bandidos habrían abierto los ojos con asombro y la boca con incredulidad si hubieran sabido qué perseguían los jinetes extranjeros. Libros, buscaban libros. 

Era el secreto mejor guardado de la corte egipcia. El Señor de las Dos Tierras, uno de los hombres más poderosos del momento, daría la vida (la de otros, claro; siempre es así con los reyes) por conseguir todos los libros del mundo para su Gran Biblioteca de Alejandría. Perseguía el sueño de una biblioteca absoluta y perfecta, la colección donde reuniría todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos.  



Janet Lewis. Casos de pruebas circunstanciales

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