Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 16 de diciembre de 2020


FABIANO MASSIMI. EL ÁNGEL DE MÚNICH
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el breve paréntesis semanal dedicado a las recomendaciones de lectura que Radio Universidad de Salamanca lleva ofreciendo desde hace más de diez años en su muy diversa y siempre apetecible programación. Hoy abrimos el espacio en este último mes del año con una propuesta centrada en la literatura policial, un libro muy interesante, de gran calidad y de lectura fuertemente adictiva que continúa, en cierto modo, la línea abierta hace siete días con mi propuesta de la obra completa de Arthur Conan Doyle protagonizada por su personaje más emblemático, Sherlock Holmes. 

La cercanía de la pausa vacacional, con las muchas horas de ocio que conlleva, es una ocasión idónea para proponeros la lectura de unos libros que, quizá por la propia naturaleza del género al que pertenecen, resultan -debo añadir, de nuevo, “quizá”- de más fácil digestión y por tanto más propicios para una lectura desenfadada y -tercer dubitativo “quizá”- ligera como la que acometemos en las temporadas de descanso, con sus argumentos llenos de peripecias y vicisitudes, con sus misterios, sus secretos y sus enigmas, con su suspense y sus expectativas, con los retos intelectuales que plantean, con, en definitiva, el poderoso magnetismo que ejercen sobre el lector. 

Todos esos rasgos -y muchos otros que a continuación trataré de explicar- están presentes en la novela, un auténtico best-seller de calidad, que esta tarde quiero comentar, El ángel de Múnich, un muy reciente éxito editorial del italiano Fabiano Massimi, con traducciones a infinidad de lenguas y millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, presentado en nuestro país a finales del verano la Editorial Alfaguara en traducción de Xavier González Rovira (que incluye algún giro “acatalanado”, como por ejemplo ya le iba bien así, en el que sobra el “ya”). 

Fabiano Massimi es un joven -cuarenta y tres años- escritor de Módena, graduado en Filosofía, traductor, bibliotecario y editor, autor de una primera novela, también policiaca, El club Montecristo, que no tuvo demasiada repercusión y que ahora, con el estruendoso éxito de su segunda publicación, parece que va a ser reeditada e igualmente traducida, quizá, a nuestro idioma. En una interesantísima videoconferencia que he podido ver recientemente, un muy fresco y desenvuelto debate entre el escritor y dos libreros milaneses (más exactamente, una librera, Mariana Marenghi, de Covo della Ladra, y un sapientísimo bloguero, Manuel Figliolini, responsable de La bottega del giallo), Massimi contaba cómo había surgido en él la idea de su aclamada novela. Al parecer, leyendo un libro de Robert Ellis, otro destacado autor de best-sellers internacionales, se topó con una referencia lateral, apenas un apunte al paso, a la extraña muerte de Geli Raubal, que era sobrina de Hitler y que había mantenido con él una extraña relación que superaba los límites del vínculo familiar. El hallazgo de esa sorprendente revelación -el 19 de septiembre de 1931 Geli apareció muerta en un apartamento que compartía con su tío, a causa de un disparo salido de una pistola también propiedad del líder nazi- lo puso en contacto con un personaje y unos hechos históricos que no solo le eran desconocidos sino que, pese a la magnitud del episodio y a la relevancia de los implicados en él -además del propio Hitler, otros pesos pesados del movimiento nazi como Goebbels, Himmler o Göring-, permanecían ocultos incluso para los expertos e investigadores. De hecho, en cuanto su olfato novelístico -afinado gracias a su colaboración profesional con la editorial Einaudi- detectó que estaba ante el indudable germen de un apasionante relato literario, se lanzó de lleno a la búsqueda de información sobre el asunto para toparse con que, más allá de diversas alusiones menores en diferentes libros de historia, el suceso y sus posibles repercusiones no habían sido objeto de estudio o desarrollo ni en ensayos, ni en novelas, ni tampoco en el cine. El enorme atractivo de la historia original, que ahora comentaré, lo llevó a encarar la urgente redacción de El ángel de Múnich (urgente por cuanto, confiesa, la envergadura de la trama real y el silencio de casi noventa años sobre los hechos le hacían temer que algún otro autor se le adelantara) con la explícita voluntad -a la postre lograda- de escribir un superventas de calidad a lo Ken Follett, el propio Robert Ellis o esa cima indiscutible del género que fue, hace ya cuatro décadas, El nombre de la rosa, de Umberto Eco, tres autores a los que Massimi se ha referido explícitamente al hablar de su novela. 

La primera página del libro nos mete ya de lleno en el núcleo central de la historia al mostrarnos la escena del “crimen”, aparentemente un suicidio. El cuerpo de Geli, envuelto en un charco de sangre, yace en el suelo de una habitación cerrada con llave. La muchacha, agonizante, se desliza lentamente hacia la muerte, estática, sin voz, casi sin aliento, los ojos clavados en el techo de estuco, mientras a su lado, sobre la alfombra, una pistola apunta inerte a una ventana también cerrada. Massimi nos contará, en las más de quinientas páginas del libro (que se leen en un suspiro acelerado y fugaz), la investigación real, que se llevó a cabo la semana siguiente a la muerte de la chica, a cargo de dos inspectores de policía, también con su correspondiente paralelo histórico, Siegfried Sauer y su comisario adjunto y su mejor y casi único amigo, Helmut Foster, Mutti, en un thriller histórico apasionante en el que se alternan los golpes de efecto, los giros insólitos y las vueltas de tuerca inesperadas, la apertura, el inmediato cierre y la posterior reanudación de la investigación, los consabidos obstáculos en las pesquisas, la sucesión de asesinatos y sospechosos suicidios, la inesperada muerte de testigos, la desaparición del cadáver, los chantajes y la ocultación de pruebas, los sorprendentes hallazgos, los anónimos y las llaves secretas, todo ello en un marco geográfico, principalmente una ciudad de Múnich minuciosa y magníficamente detallada, e histórico, el de comienzos de los años treinta, con Hitler a solo año y medio de ser elegido canciller, con los movimientos, ya notorios, del nazismo por imponer sus delirantes postulados y sus seguidores llevando a cabo sus primeras acciones violentas, y con las luchas de poder en el seno del partido nacionalsocialista en las que se ven involucrados personajes entonces todavía casi irrelevantes pero que, con los años, serán piezas fundamentales en la genocida actuación del Tercer Reich: es el caso de los citados Goebbels, Himmler o Göering, pero también Heydrich, Hess, Von Schirach y otros… un doble marco, un telón de fondo, cuya fidedigna recreación es otro de los grandes logros del libro. 

Lo cierto es que los hechos reales son ya, de por sí, fascinantes y de una extraordinaria carga novelística. Cifra Massimi, con cierto humor, en un 91.6 por ciento el peso en su obra de lo “real”, de lo constatable, conocido, histórico y bien documentado. Más allá de la cifra exacta, probablemente una caricatura, es, sin embargo, verdad que la mayor parte de lo narrado no es ficción: los hechos principales, los vaivenes de la investigación, los “movimientos” de los personajes y lo que dicen los personajes históricos es, insisto, “real”, está sacado de testimonios oficiales, cartas, biografías, fotos, documentos existentes (algunos de los cuales se recogen en el libro). A modo de ejemplo bien significativo, todas y cada una de las palabras de Hitler -y las de los demás gerifaltes nazis- se corresponden literalmente con declaraciones y manifestaciones efectivamente pronunciadas o escritas por él (por ellos). Ello ha supuesto al autor, como resulta obvio, meses de inmersión en archivos y bibliotecas, así como la consulta de una ingente bibliografía, de la que nos ofrece, al término de la novela, más de sesenta referencias, una decena de ellas -que subraya en negrita- de lectura indispensable para conocer con precisión la sólida base histórica sobre la que se fundamenta su invención. 

Porque invención hay: estamos indudablemente ante una obra de ficción. Massimi “crea” el carácter, la personalidad, el estilo de vida, los antecedentes personales y familiares -el background, en sus propias palabras; los italianos tan amantes del inglés- y por supuesto los pensamientos y las expresiones de los dos policías encargados del caso. Sauer y Foster son los comisarios a los que se adjudicó, realmente, la investigación, pero más allá de sus nombres no hay ningún otro dato de sus vidas que pueda constatarse de modo objetivo en expedientes, informes, registros o legajos, de tal manera que el escritor dio rienda suelta a su imaginación para construir los dos “tipos”, en una doble caracterización, algo tópica -el abuso de los estereotipos del género es, a mi parecer, uno de los puntos débiles del libro-, que entronca con otros esquemas “dualistas” de la literatura -Alonso Quijano y Sancho Panza, como referencia principal- y de la novela negra en particular, con tantos ejemplos en el mundo entero, destacando por sobre todos ellos la pareja Sherlock Holmes y el doctor Watson, de los que, como ya he señalado, me ocupé aquí la semana pasada. 

Sauer, con un pasado conflictivo -que sobre todo repercute en su intimidad y tortura su espíritu- en las juventudes nazis, responde físicamente al ideal ario, nórdico, alto, rubio, ojos muy claros, rostro cuadrado, sin rastro de vello, y Mutti, pelo negro, oscuro de piel, bajito con su escaso metro sesenta, son una singular pareja que no difiere solo en estampa externa sino, fundamentalmente, en su modo de encarar la existencia: el primero, sobre el que recae el núcleo gravitacional de la novela, es un tipo solitario, sin familia, independiente, austero en su limitada vida, su trabajo en la policía, las desoladas noches en su modesta buhardilla. En septiembre de 1931 tiene cuarenta y dos años y arrastra un pasado difícil: en su juventud fue, ya se ha dicho, nazi, luchó en la primera guerra mundial y a su término dejó de ser, obviamente, un teniente del ejército para convertirse, como tantos otros en la Alemania de entreguerras, en un veterano desempleado. Un hombre solo, escéptico, desesperanzado, algo triste, espiritual y filosófico, sumido en sus dudas existenciales y perdido en la vorágine que se avecina, sin saber ya de qué lado estar ni qué causa defender. La investigación le permitirá, sin embargo, recobrar su lugar en el mundo, orientarse “moralmente”, mantener su integridad y no desistir ante las muchas barreras que encontrará en sus averiguaciones; será, a la postre, el único que, precisamente por su libertad y su ausencia de vínculos, puede permitirse ser un héroe. Forster, en cambio, es pragmático, familiar, volcado hacia su joven mujer y sus tres hijos; encarna la estabilidad, el realismo, la mesura, el humor, lo terrenal ejemplificado en su pasión por la comida y la bebida. Aunque, sin querer anticipar ninguna información relevante de una trama que a cada capítulo gira ciento ochenta grados, nada en El ángel de Múnich es lo que parece. 

Más allá de la creación del personaje principal y de su adlátere, en la novela hay, al menos, otros tres planos de extraordinario interés: lo atractivo de su hilo argumental, con sus ya mencionadas y bien medidas oscilaciones, la figura de Geli (que, como se ha dicho, muere en la primera página y a la que, por tanto, solo conoceremos indirectamente a partir de las evocaciones y el recuerdo de sus allegados) y su relación con Hitler, y por último, como también se ha apuntado, la descripción del entorno y de la época, esa turbulenta y ya languideciente República de Weimar tantas veces representada en el arte, la literatura, el cine y hasta, últimamente, la televisión (os recomiendo la muy apreciable serie alemana Babylon Berlin, de 2017, veintiocho capítulos en tres temporadas que os trasladarán convincentemente a esos escenarios). 

La peripecia argumental es subyugante, porque lo que se investiga -una vez que la hipótesis del suicidio queda en cuestión- es si algún alto cargo del partido nazi o el propio Hitler tienen que ver con una muerte que, en consecuencia, constituiría un asesinato… con extraordinarias consecuencias políticas y también, analizada retrospectivamente desde nuestros días, históricas. ¡Esta historia puede cambiar la Historia!, leemos, de modo pertinente, en la novela, en la que también se apunta: si se demostrara [la tesis del crimen premeditado], el buen tío Alf quedaría fuera de la política para siempre. La aparente contradicción entre el hecho de que la orden que exige de modo perentorio el esclarecimiento de lo sucedido surja de las autoridades civiles, “influidas” por la presión de los nacionalsocialistas, y el que, por otro lado, las sospechas apunten a que sean precisamente las luchas de poder en el partido y el juego de fuerzas en su seno entre los admiradores y los detractores de Hitler, las que estén detrás del suceso, convierte la indagación policial en una carrera de obstáculos, repleta de idas y venidas, de pistas falsas, de confirmaciones y desmentidos, de vicisitudes y alternativas, de conjeturas y posibilidades, de presuntas explicaciones cuya certidumbre se desvanece al poco de ser formuladas, de revelaciones desconcertantes casi a cada página, lo que lleva al lector a un estado de tensión intelectual que contribuye al benéfico efecto adictivo de la lectura; una lectura sobre la que queremos volver, apresurados, cuando la “vida real” nos obliga a distraernos de ella y que, a la vez, nos pide una permanente dilación, deseosos de no llegar nunca a su fin, postergando ad infinitum el excitante avance entre sus páginas). Geli -leemos en el libro- era en verdad como la esfinge del Belvedere, un animal fantástico que no tenía único rostro, sino innumerables, y que en vez de revelar su misterio multiplicaba, ofreciendo cada observador un mudo simulacro con formas siempre diferentes. Y así, la búsqueda de la verdad sobre su muerte se convierte en una aventura palpitante. 

Esa Geli, cuyo retrato va construyéndose, como un puzzle, a partir de los testimonios de quienes la conocieron, es -en su ausencia- un personaje muy interesante. Muy joven, atractiva, con un enorme encanto que desarbola a los hombres que la conocen, vive casi “secuestrada” -o al menos eso parece, en unos hechos en los que todo puede ser una cosa y su contraria- en el apartamento de su famoso tío. Sin destripar los entresijos fundamentales de la novela, sí quiero adelantar que Hitler mantiene una relación ambigua con su sobrina, mezcla de rendida admiración y obsesión neurótica, y los términos en los que se desenvuelve su trato, muy distintos de los que se esperan de un vínculo familiar, aportan una nueva luz sobre la figura del dictador, cuya vida sentimental y su “intimidad” con las mujeres yo desconocía casi en su integridad (si es bien sabida, y esa dimensión de la personalidad del siniestro Führer ya ha sido estudiada, su poderosa capacidad de seducción frente al género femenino, pero los detalles que nos muestra El ángel de Múnich resultan sorprendentes y muy reveladores). 

La recreación del “entorno” es también muy estimable. Mientras avanzamos en la trepidante acción “vivimos” Múnich, de la que se nos ofrece un plano tras la portada interior, con sus calles, sus edificios emblemáticos, sus monumentos, su mercado, sus cafés y restaurantes, el Oktoberfest… Pero es, sobre todo, el contexto social el que se describe de un modo muy verosímil: los efectos, aún patentes, de la Gran Guerra, el descontento y la rabia acumulada de las gentes tras la derrota, la inflación galopante, el desastre económico, la confusión y el hambre, el estado de cosas en que germinará el nazismo -el huevo de la serpiente-, la persecución -todavía no demasiado ostensible- de los judíos, el odio y la irracionalidad, toda esa abigarrada y oscura atmósfera de los cuadros de George Grosz. La pulcritud y el rigor en los detalles se aprecian también en el modo en que afloran los elementos “menores”, relativos a la escenografía que constituye el telón de fondo implícito -y en apariencia inapreciable- de la acción: los objetos, los muebles, las vestimentas, la ornamentación. Os dejo una breve pero significativa muestra de ello en el texto que cierra esta reseña, en el que se describe el despacho de Goebbels con una precisión que es fruto, muy probablemente, de un exhaustivo análisis de las fotografías existentes sobre el habitáculo. 

Quiero apuntar también, ya en las líneas finales de mi comentario, una ligera mención a los frecuentes guiños que Massimi introduce en su narración. Resulta curiosa la alusión -indirecta pero inequívoca- a Donald Trump, cuando Mutti afirma que los nazis solo quieren hacer grande Alemania de nuevo. Hay una referencia al inefable detective Colombo -muy bien apreciado por el perspicaz bloguero Manuel Figliolini- y su réplica favorita, por curiosidad. En un plano algo más complejo, el autor introduce un homenaje a su editor, el legendario Giulio Einaudi, cuyo sello editorial, con casi cien años de historia y con el que colabora actualmente Massimi, opera bajo un lema, Spiritus durissima coquit (El espíritu digiere las cosas más difíciles), que es el mismo que preside en la novela la redacción del periódico dirigido por Fritz Gerlich, un valiente opositor a Hitler que moriría en Dachau, asesinado en la siniestra “noche de los cuchillos largos”, el 30 de junio de 1934. Por último, en esta incompleta muestra de juegos literarios al que se abre conscientemente El ángel de Múnich, es explícita la referencia a Sherlock Holmes, un gran tópico detectivesco que me permite hablar, siquiera brevemente, a lo que, desde mi punto de vista, constituye el elemento más endeble del libro. 

Y es que, más allá de la voluntaria incorporación de elementos bien reconocibles del género negro, la novela adolece, de nuevo a mi juicio de lector profano, de una excesiva deuda con los tópicos más consabidos del giallo. Hay, ya se ha dicho, una simplista recurrencia a los rasgos más previsibles en la configuración de la personalidad de los policías, hay una Viena que recuerda demasiado a la de El tercer hombre, hay una escena final en la torre de la iglesia de San Pedro -cuyo contenido y protagonistas no voy a desvelar- que hemos visto en las pantallas en numerosas ocasiones y que parece pensada para la más que probable traslación cinematográfica de la obra… (Una obra, dicho sea entre paréntesis, que va a tener continuación. He aquí su último párrafo: el excomisario Siegfried Sauer comprendió que su destino estaba decidido, a esas alturas, pero no realizado. Un día regresaría). 

Por otro lado, y pese a que todos los acontecimientos narrados se corresponden con sucesos realmente ocurridos, el modo en que en la novela se introducen los constantes giros de guion es un poco forzado, hasta el punto de hacer dudosa la verosimilitud de la historia. Hay, podríamos decir, demasiadas “trampas”: la investigación avanza y alcanza sus logros sobre la base, muchas veces, de percepciones inexplicadas sin fundamento racional, de intuiciones algo etéreas de los detectives, sospechas basadas en imperceptibles cambios en el entorno que un nebuloso sexto sentido de los protagonistas acaba por detectar, coincidencias improbables. Aunque es sabido que, como sostiene el conocido aserto de Coleridge, cuando entramos en una obra de ficción los lectores procedemos, momentáneamente, a una voluntaria suspensión de la incredulidad, el peso de estos recursos imprecisos y difusos en la novela de Massimi hace imposible, en más de una ocasión, mantener la credibilidad. 

En fin, interesante novela, pese a todo, que os recomiendo vivamente, y cuya reseña despido ahora con un complemento musical. Se mencionan en el libro distintas piezas de música clásica: La viuda alegre, la opereta de Franz Lehár, que sabemos que cantaba Geli; el Claro de luna de Beethoven o el Capricho nº 1 de Paganini, que suenan en momentos importantes de la narración. He elegido, no obstante, la difícil Sonata nº 2 de Rajmáninov, de, al parecer, complicada ejecución, que toca -sin mucho éxito- Sauer en diferentes situaciones, algunas muy relevantes, de la historia. Aquí aparece en la interpretación de Vladimir Horowitz.   


Tan recargado estaba el despacho de Göring con muebles objetos y obras de arte, como desnudo, esencial, se hallaba el de Joseph Goebbels: las paredes blancas sin el menor rastro de decoración, el techo carente de los estucos que colmaban el resto de la Braunes Haus, el suelo en madera clara en absoluto interrumpido por la presencia de alfombras. Solo, en el centro exacto de la estancia, cortado en dos por la luz ardiente de la tarde, campaba un gran escritorio de cristal carente de esquinas y completamente despejado, salvo por una carpeta negra y un portaplumas de metal del que sobresalían cinco lápices bien afilados. Detrás del escritorio, una butaca con el respaldo alto, pero de aspecto no demasiado confortable; enfrente, dos frías sillas de metal en las que sería imposible mantenerse durante más de un cuarto de hora.

  
Videoconferencia
Fabiano Massimi. El ángel de Munich

2 comentarios:

Clara dijo...

Encantada con el reencuentro, Alberto.
Seguiré tus programas, me han gustado mucho. Tu dicción es perfecta y hace que junto al guión del programa, sea muy, muy ameno.
Un abrazo

Alberto San Segundo dijo...

Hola, Clara

Lamento no poder "ubicarte" ni entender cuál es el "reencuentro" al que aludes (imagino que con el programa, pero, ¿cuándo había sido el "encuentro" inicial?). En fin, la edad...

Te agradezco tu amable valoración de los programas, aunque, he de ser sincero, no me fío demasiado de tu criterio: "tu dicción es perfecta"... ejem... ejem... bueno, sí, y también tengo una gran mata de pelo...

Gracias, no obstante