Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 19 de mayo de 2021

EDUARDO BARBA GÓMEZ. EL JARDÍN DEL PRADO

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca, os da la bienvenida, un miércoles más, y os invita a acercaros con nosotros a un nuevo libro, que escojo semanalmente con la intención de suscitar vuestro interés. La obra que hoy quiero recomendaros es, sin duda, muy atractiva y sugerente, y estoy seguro de que si os decidís a leerla vais a disfrutar de unas horas apasionantes que, además, os van a abrir todo un mundo de posibilidades y alternativas también muy sugestivas. 

Ayer, 18 de mayo, se celebró en todo el mundo el Día internacional de los Museos. Con esa excusa he querido que tres programas, a partir del de hoy, tuvieran como centro el universo del arte, con los museos y, en particular -de manera directa en el caso de esta tarde y algo más tangencial en la del próximo miércoles- con el Museo del Prado, de cuya inauguración se cumplieron doscientos años hace poco tiempo, en 2019 exactamente. Esta serie “artística” de Todos los libros un libro tendrá aún una tercera entrega, vinculada además a una exposición formidable que, fuera del Prado, pero en otro museo, el Thyssen-Bornemisza, puede verse estos meses en Madrid (para quien, con las limitaciones pandémicas ya diluidas, pueda desplazarse a la capital de España). 

El libro del que ahora quiero hablaros es una rareza, un singular acercamiento al universo museístico. Se trata de El jardín del Prado, escrito por Eduardo Barba Gómez, y publicado en la editorial Espasa el pasado 2020. Eduardo Barba, para mí desconocido hasta la aparición del libro, es jardinero, investigador botánico en obras de arte, paisajista y profesor de jardinería. Ha colaborado, nos dice la nota con la que la editorial presenta el libro, con el Museo Lázaro Galdiano y con el Museo de Bellas Artes de Bilbao, y ha sido responsable de la implantación y mantenimiento de plantas y jardines en diversos países además de España, como Bélgica, Francia, Italia, Países Bajos, Estados Unidos o Australia, algunos de los cuales aparecen en las numerosas referencias “viajeras” que afloran en su obra. Entre sus muchos intereses y conocimientos, que también de modo entusiasta tienen su reflejo en el libro, hay dos fundamentales que son los que nuclean la obra y explican y justifican su propósito y su estructura: la jardinería, obviamente, y el arte. De esta manera, conjugando ambos mundos, El jardín del Prado, que significativamente se subtitula Un paseo botánico por las obras de los grandes maestros, consiste en un recorrido por cerca de cincuenta especies vegetales -contando solo las que se “estudian” de un modo principal; en total, mencionadas, aparecen más de doscientas- presentes en otros tantos cuadros expuestos en el Museo del Prado (Barba ha catalogado, al margen del libro, las 1.050 obras del Museo, entre pintura, escultura y artes decorativas, en las que aparece algún rastro identificable de vegetación). El libro, que cuenta con un ilustrativo prólogo del autor, acompaña el análisis de Barba sobre cada planta con una reproducción del cuadro de referencia y otra que recoge un plano de detalle de la especie glosada, además de unos minuciosos dibujos botánicos de Juan Luis Castillo (lo que no excluye, al contrario, el que la lectura deba hacerse, a mu juicio, con la “visita” simultánea a la formidable página web del Museo, que alberga reproducciones de los cuadros en formatos muy amplios y de gran calidad, lo que facilita la apreciación detallada de sus matices; y ni que decir tiene que una visita “botánica” al Prado se revela, tras leer el libro, como una aventura altamente estimulante). Hay, también, una bibliografía final que incluye una treintena de obras de consulta, y un glosario de plantas en el que se enumeran todas las citadas en el texto. 

Es curioso, y el autor lo comenta en el examen de una de las flores elegidas, la dalia, en el cuadro de Madrazo Sabina Seupham Spalding, que sus dos pasiones primordiales puedan desarrollarse, en Madrid, en un entorno de proximidad tan estrecho (Me fascina que el Jardín Botánico y el Museo del Prado estén separados tan solo por unos pocos metros. Se debe tardar un minuto en salir por la puerta de Murillo del Prado y entrar por la puerta del jardín, atravesando esa plaza tan llena de belleza y anhelo para mí. Es un lujo de vecindad del que pocos museos de arte y jardines del mundo se pueden vanagloriar), en una poderosa imagen metafórica del sentido del libro: un lento discurrir por los encantos de dos mundos aparentemente ajenos para el ciudadano medio pero que se muestran, sin embargo, muy cercanos, no solo desde la casi inexistente distancia física, sino también en la aguda percepción y la fresca sabiduría de las que hace gala Eduardo Barba. 

Ya desde el prólogo quedan claros el desencadenante y la intención que mueven al autor en el desarrollo de su obra: interesado desde su infancia por las plantas y las flores, “dirigido” hacia ellas por el benéfico influjo de su madre (mi madre era una persona que, a mis ojos de niño, era capaz de crear vida también con sus propias manos. Una rama tirada en el suelo se convertía unas semanas después en una nueva planta y, cuando florecía, la sorpresa cerraba un círculo de admiración en mis ojos bien abiertos. Era imposible no caer rendido ante el sencillo embrujo del ciclo de la vida atrapado en una pequeña maceta de terracota bajo el sol), su avivada curiosidad le hace descubrir pronto el encantamiento de las formas y los colores vegetales: Los contornos de las hojas, las tonalidades de las flores, la manera que tenían las plantas de expresar su personalidad, tan diferentes unas de otras, con tal intensidad que, confiesa, una primavera decidí hacerme jardinero. En el ejercicio de su profesión, su inquietud por el arte y por la cultura en general y su “descubrimiento” del Museo del Prado lo llevaron a ser consciente de que también había un mundo botánico que se derramaba y florecía en las pinceladas de los cuadros, en los golpes de cincel de las esculturas. A partir de ahí se abrió en su vida otro frente -al que ha dedicado mucho tiempo y trabajo- centrado en el análisis de las plantas en la historia del arte, del que el libro que ahora os presento es una espléndida muestra. 

Apela Barba en su texto preliminar a su voluntad de impregnar su recorrido por el “jardín del Prado” no solo de botánica -que, obviamente, comparece por doquier en el libro-, sino también de otras componentes más “personales”: el recuerdo y la memoria, tan unidos, desde su infancia, al universo vegetal; su lado femenino, vinculado al hecho innegable de que siempre han sido madres y abuelas las que, tradicionalmente, se ocupaban de las plantas; la importante presencia de los aromas, la luz y el color, en un enfoque vivo, sin la frialdad academicista, de la realidad estudiada; incluso la dimensión “práctica” de su atenta mirada, forzosamente obligada a elegir solo unas pocas de entre los centenares de especies representadas en los cuadros, y decantada, a la postre, en muchos casos, por aquellas que permitieran llevarse una parte viva del cuadro a casa, aquellas que pudieran ser plantadas en un balcón, un alféizar o una terraza. 

Todo ello tiene una traducción directa en el libro, pues los comentarios “técnicos” sobre cuadros y plantas se entremezclan con anécdotas de su propia vida y de sus muchos viajes -todos “marcados”, de una y otra forma, por la “obsesión” jardinera y la pasión artística-, consejos para cultivar las plantas en casa, posibles usos gastronómicos o medicinales, reflexiones sobre la existencia suscitadas por la práctica de la jardinería y, en definitiva, infinidad de informaciones curiosas surgidas de la exhaustiva observación de las imágenes analizadas. Algunos de estos “frentes” están presentes, entre otros muchos ejemplos, en sus palabras sobre la borraja, que aparece en el Tríptico de El jardín de las delicias, de El Bosco: 

Un par de características curiosas de esta planta nos pueden llevar a elegirla para su cultivo en maceta. La primera es que se trata de una planta que atrae a muchos insectos polinizadores. Es todo un espectáculo quedarse un rato contemplando el ir y venir incesante de muchos de estos trabajadores impenitentes. La segunda característica es que se trata de una planta enteramente comestible, si bien con moderación, ya que puede no ser del todo beneficiosa para nuestro hígado. Pero la parte comestible más interesante y segura son sus flores, consumidas crudas, ideales para decorar platos como las ensaladas. Tienen un ligero gusto a pepino, y a mí siempre me recuerdan esos sabores de Grecia y de Oriente, esos viajes, lugares, albergues. 

En el mismo sentido, sirve de muestra esta apreciación sobre la Rosa de boticarios, presente en el cuadro de Antonio Moro, María Tudor, reina de Inglaterra, segunda mujer de Felipe II

Se supone que se trata de la rosa roja de boticarios, una variedad que estaba presente habitualmente en los jardines y huertos de castillos y monasterios, al atribuírsele muchas propiedades medicinales, desde analgésica hasta antiséptica, desde cardiotónica hasta hipnótica. 

Antes de enumerar algunos de los cuadros y las flores y plantas “repertoriados” (en descriptivo verbo de Andrés Trapiello, no recogido en el diccionario de la Real Academia), quiero resaltar tres de las grandes enseñanzas que, con carácter general, nos ofrece el trabajo de Eduardo Barba. Por un lado, el deseo constante de aprender, de los cuadros, de las plantas, de la vida. La curiosidad del autor es inagotable, nada humano -ni vegetal, ni animal, ni mineral- parece serle ajeno. Viaja a una capital para ver un museo, visita un jardín botánico o un invernadero en pos de una determinada especie, se desplaza por Europa en autostop, se pasea por una ciudad, se aloja en casa de unos amigos… y todo ello lo vive en permanente “estado de alerta” -botánico y artístico, pero fundamentalmente vital-, presto a sorprenderse por una minúscula flor entre las grietas de un muro, por una especie desconocida encontrada en un vivero, por un detalle aún no apreciado tras horas de contemplación de un cuadro, por el canto de un pajarillo, por la limpidez del aire, por el olor en el ambiente tras la lluvia . Resulta envidiable esa voluntad inagotable, ese formidable interés por las cosas, ese indesmayable afán por saber más. Hay algo infantil -gozosamente infantil- en ese estado de permanente admiración en el que parece vivir Barba, deslumbrado de continuo por la fecunda variedad del mundo. 

Pero, sobre todo, en donde El jardín del Prado resulta ejemplar, combativa y valientemente ejemplar, es en la reivindicación implícita -aunque se explicita en más de una ocasión- de la observación, de la capacidad de mirar, del examen demorado, atento, profundo y reposado del mundo que nos rodea, en particular de cuadros y plantas (y de su muy frecuente y afortunada conjunción). En estos tiempos veloces, apresurados y superficiales, en los que nuestra capacidad de atención salta, insatisfecha, de un estímulo fugaz a otro, sin detenerse en ninguno, sin concentrarse, picoteando migajas sin valor de cada nuevo “fogonazo”: un tuit, un meme, un titular, un chiste, una declaración altisonante, un eslogan publicitario, un lema vacío, un insulso selfie (según estudios recientes, el treinta y cinco por ciento de los visitantes de museos se hacen fotos ante las obras de arte conocidas sin dedicar ni un solo instante a admirarla, siendo nueve segundos la media de tiempo de contemplación de los que sí lo hacen) en una suerte de visión fragmentaria e inevitablemente superficial de la existencia, no puede sino celebrarse el que desde un libro como el de Barba se nos hable de la necesidad de detenerse durante dos horas ante un cuadro, embeberse sosegadamente de su magia, escrutar sus más mínimos detalles, reconocer minuciosamente cada aspecto no ya de su “tema” principal, sino de sus elementos accesorios, como son en muchos casos un matorral que aparece en una esquina, unos árboles disimulados en un fondo, unas flores que decoran una escena lateral de la pintura (Es una obra perfecta en la que quedar atrapado observando las tonalidades de las distintas piedras que conforman las hojas, pétalos y tallos de muy distintas especies vegetales: alhelíes, granado, lirio de los valles, aguileña, tulipanes…, escribe, al comentar el Bufete del Nuncio Massimo). En particular, y a propósito del eje central de su libro, la relación botánica/arte, Barba nos informa de un llamativo -aunque por lo demás bien reconocible, incluso en nuestra propia experiencia personal- fenómeno, para el que se ha acuñado ya una expresión definitoria: plant blindness. Surgido en Estados Unidos a finales de los años 90 el término indica cómo no somos conscientes, no detectamos siquiera, la desbordante riqueza vegetal que nos rodea, incluso cuando estamos en el campo o en un bosque. Nuestra mirada superficial es ciega a las plantas, que o no vemos o, de hacerlo, percibimos en mucha menor medida que la que requeriría su inmensa variedad. Cuenta el autor que algunos de sus amigos y conocidos coincidían en considerar El Descendimiento de Van der Weyden como una de sus obras favoritas de todo el arte occidental, pero que cuando ante esa afirmación él les preguntaba si también apreciaban las plantas que aparecen en el cuadro, siempre se encontraba con la misma respuesta: “no había ninguna planta”. Pues bien, más de una docena de especies vegetales están ahí, esperando a que les prestemos atención, para cerrar, pedagógico, el relato de la elocuente anécdota. Se trata, en definitiva, de mirar un cuadro -y la vida- “de verdad”, con genuina aplicación, con paciencia, con pausa y con lento placer, con atención… 

… Y con entusiasmo. Porque el tercer rasgo valioso del libro es la pasión y el entusiasmo que rezuma. Pese a su juventud, apenas cuarenta y dos años, la vida de Barba parece haber contenido veinte más, tan grande son el ardor, el interés, el voluntarioso afán con que describe cada acontecimiento vivido, incluso los más nimios. “¿Cómo es posible” -se dice el lector, perplejo y hasta algo enfadado consigo mismo- “que a mí la vida solo me dé para este tibio discurrir cotidiano, cuando el bueno de Barba no para de vivir experiencias exultantes?” Pero la pregunta es, a la postre, retórica, porque la respuesta está ante sus ojos, en El jardín del Prado: la vida se multiplica si eres capaz de apreciar y disfrutar con la apacible disposición de un ramo de rosas en un búcaro que se esconde en un plano alejado de la figura principal de un cuadro, o extasiarte con la nota de color, que aleja la grisura de los días, de una flor, apenas entrevista, prendida del pecho de un personaje representado en una pintura, o deleitarse con el suave olor de una ramita de lavanda que se lleva en el bolsillo, o gozar de la leve caída de un pétalo sobre la hierba de un parque urbano, o detener tu acelerado paso “laboral” para observar, en tu rutinario “trasladarte” por la ciudad, el encanto de una maceta florecida en un pequeño balcón. Todo eso lo hace de continuo Eduardo Barba y nos lo cuenta en su libro y nos contagia su optimismo y su fervorosa alegría de vivir. 

No quiero cerrar mi reseña sin dejar siquiera un esbozo de imposible muestrario -imposible por la dificultad de seleccionar, todos son valiosos; hay que leer el libro- de algunos de los comentarios sobre los cuadros y las plantas analizados. Así, la malva real, que aparece en Jardín de la casa de Fortuny, de Mariano Fortuny y Raimundo de Madraza, es la excusa para hablar de lo perdurable de las sensaciones que se experimentan ante un jardín (de Fortuny es también el magnífico Los hijos del pintor en el salón japonés, que propicia la explicaciones sobre el popular geranio); la búgula, que está presente en Los desposorios de la Virgen, de Robert Campin, permite el comentario sobre la tarea del jardinero, en el pasado y actualmente; de Luis Paret y Alcázar, coetáneo de Goya, se resalta que es el gran amante de las rosas en el Museo del Prado, pues en los once óleos de su autoría que se conservan en el museo, solo uno, el de su autorretrato, no contiene una rosa; ante el diente de león, que puede observarse en el Tríptico de la Redención: Adán y Eva expulsados del Paraíso, el autor evoca el juego infantil de soplar el fruto de la planta pidiendo un sueño y recuerda los suyos propios cuando visita la muy artística Florencia y quiere “verlo todo”; de Patinir, con dos “apariciones” en el libro, destaca también dos plantas, el azulejo, la planta viajera, un arqueófito, una planta que ha sido introducida y asilvestrada en la flora de una región antes del descubrimiento de América, que puede percibirse en el Descanso en la huida a Egipto, y la azucena, que está en el que quizá es el cuadro más conocido del maestro flamenco, El paso de la laguna Estigia, en el que la posición de la barca de Caronte lleva al curioso investigador a indagar entre los gondolieri venecianos su probable deriva, ¿hacia el cielo?, ¿hacia el infierno? 

El Bosco está representado por dos plantas, ambas en el inagotable, en todos los sentidos -también en el botánico-, Tríptico del jardín de las delicias: la aguileña, llamada también palomilla, por su parecido a estas aves en vuelo, de la que se resalta su poder como afrodisíaco masculino, y el drago, ocasión para rememorar los muchos jardines visitados (Ni yo mismo sé cuántos jardines habré visto a lo largo de mi vida). Los Brueghel aparecen tres veces, una el Joven, cuyo desbordante La Abundancia hace coincidir en la misma pintura flores de distintas estaciones, lo que lleva una vez más a Eduardo Barba a “perderse” en bosques, campos y paseos por el sur de Francia, los alrededores de Sevilla, la meseta castellana, los almendrales malagueños o los olivares andaluces; y las otras dos el Viejo, junto con Rubens, en El Olfato (con más de sesenta plantas representadas, de las que se nos comenta en particular el lilo, del que se destaca que con sus ramas se “fabrican” flautas) y La Virgen y el Niño (con el protagonismo de la vincapervinca, que lleva al narrador a su remembranza de su primera visita al Metropolitan de Nueva York, en el que sufre una suerte de mezcla del síndrome de Stendhal y un muy artístico pero igualmente estresante FOMO (fear of missing out, pavor a no poder verlo todo). También de Rubens (y su taller), se selecciona el tulipán, que sirve para explicar el mito recogido en el cuadro El rapto de Proserpina

Fra Angelico es uno de los pintores favoritos de Barba, y ello tiene su reflejo en la elección de dos de sus cuadros en el libro, su obra maestra, La Anunciación, con la higuera que delimita la escena de la Virgen y el ángel, en el lado derecho de la tabla, y la expulsión del Paraíso, en el izquierdo; y La Virgen de la granada, en cuyo estudio podemos leer que en la religión cristiana el granado es un símbolo de la esperanza en la inmortalidad y la resurrección, además de conocer los lugares -viviendas, pero sobre todo paisajes- que conoció el propio pintor en Vicchio. 

El interesante “catálogo” no podía obviar a otros pintores fundamentales en la historia del Arte, que constituyen, igualmente, la muestra más destacada de la inigualable oferta del Museo del Prado. Aparecen, así, Velázquez y su San Antonio Abad y san Pablo, primer ermitaño, en el que la mirada se posa en las malvas y la imaginación viaja con ellas a la infancia del escritor; Francisco de Goya y El columpio, en el que se interpreta la presencia de sus muchos protagonistas y, a propósito de un clavel, del que casi podemos oler su fragancia, que retrotrae a Barba, una vez más, a su infancia y al recuerdo agradecido a todas las mujeres que en mi familia cuidaron plantas, a las que conocí y a las que no, todas ellas unidas en el perfume de una sola flor; Zurbarán y la caléndula, que encontramos en el cuadro Santa Isabel de Portugal, de la que se cuenta su leyenda de la trasmutación de monedas en rosas. Y está Claudio de Lorena, con la palmera datilera en Moisés salvado de las aguas; y Sandro Botticelli, con el modesto pino piñonero, significativo fondo de La historia de Nastagio degli Onesti, que permite la evocación de Segovia y nos trae la conocida frase de Lawrence Durrell, en El cuarteto de Alejandría: Una ciudad es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes; y Tiziano, por dos veces: en la Ofrenda a Venus, en la que pinta, entre otras plantas, una trinitaria, también llamada pensamiento salvaje o, en algunos de sus nombres en inglés: salta y bésame, nadie tan linda, la delicia de Cupido, beso en la puerta del jardín, acaríciame. Incluso atendiendo al misterioso lenguaje de las flores de la época victoriana, hallamos otro significado apasionado: «amor a primera vista», sin que nos sorprenda, por tanto, que se trate de una flor dedicada a los amantes; y en La bacanal de los andrios, con muchas violetas desperdigadas por el cuadro, unas flores que se usaban en Roma para curar las resacas; y está también Nicolas Poussin, con el laurel, símbolo de virtud y de recompensa, destacado en El Parnaso

Y aparece la hiedra, junto a la rosa, la planta más representada en los cuadros de El Prado, aquí presente en el magnífico La siesta o Escena pompeyana, de Lawrence Alma Tadema. Y el limonero en un espléndido Bodegón de caza, hortalizas y frutas de Juan Sánchez Cotán. Y la chirivita, el dondiego de día, la gardenia, el roble, el narciso de los poetas y el jacinto, la cimbalaria, la arañuela y el jazmín, el alhelí encarnado y el amarillo, el abrótano, macho y hembra, el lirio… que hallamos en obras de Juan de Flandes, Mariano Salvador Maella, Juan de Arellano, Meissonier, Juan van der Hamen, Jean Ranc, Hans Memling, Robert Campin, Frans Snyders. Todo ello entre referencias a los sombreros en las carreras del hipódromo de Ascott, anécdotas de mi vecina Mari en Marbella, reflexiones sobre el olivo como símbolo de la unión de las naciones, apuntes sobre las singulares denominaciones de las flores, curiosidades en torno al lenguaje de las plantas, jugosas apreciaciones sobre la flor urbana, y hasta algún comentario humorístico, como el que vincula a Clark Gable y un mono comedor de fresas en el Bodegón con sirvienta del citado Snyders. 

Y no quiero cerrar mi reseña sin mencionar a la única mujer presente en el libro (la única artista; ya se ha dicho que “las mujeres de Barba” desempeñan un papel principal en su vida y en su vocación profesional): Clara Peeters, de la que pudimos ver en el Prado una formidable exposición antológica, El arte de Clara Peeters, hace tres o cuatro años. Su Bodegón con flores, copa de plata dorada, almendras, frutos secos, dulces, panecillos, vino y jarra de peltre propicia el análisis de los magistrales juegos con los reflejos en vasos, jarras y otras superficies de cristal, típicos de la pintora flamenca; una breve digresión sobre los significados simbólicos del romero, vinculados al amor, la vida, la muerte y la sexualidad; y hasta la agradecida evocación de la figura de otra mujer, Clara Quintanilla, restauradora del Museo del Prado durante tres décadas y media. 

En fin, son decenas, como veis, los motivos por los que merece acercarse a este El jardín del Prado, el más que interesante ensayo de Eduardo Barba Gómez. Con mi encarecida recomendación de su lectura os dejo ya con una canción obviamente relacionada con el universo floral. The secret life of plants, el clásico -con más de cuarenta años ya a sus espaldas- de Stevie Wonder. 


Trébol blanco, Taller de Jan van Eyck. La Fuente de la Gracia 

«¿Podrías identificar esta planta?». Un amigo muy querido me planteó esta cuestión, así de sencilla, y me propuse responderla. No lo sabía entonces, pero algo cambió en mi vida a partir de ahí. Hay preguntas que te llevan a otros lugares sin ni siquiera proyectarlo. Y así fue con aquella. Siempre le estaré agradecido con todo mi corazón por exponerme su duda, que fue savia nueva para mis días jardineros. La enigmática planta aparecía en una xilografía del Hortus Sanitatis, un tratado de historia natural del siglo XV. La especie nunca pude adivinarla, por la tosquedad con la que está diseñada, pero el descubrimiento me llegó de otra manera. Empecé a pensar en identificar todas las plantas que crecían en los cuadros, dibujos, esculturas y objetos diversos de artes decorativas que estaban expuestos en el Museo del Prado, como una manera más de aprender de la colección, de ampliar mi mirada. No tenía muy claro en qué jardín me estaba metiendo en ese momento. 

Una mañana fui al museo y me compré un pequeño cuaderno con el manzano de la laguna Estigia de Patinir en la portada, y comencé mi labor precisamente por la sala donde cuelgan los cuadros de este artista. El Descanso en la huida a Egipto fue una de las primeras obras donde me detuve. Al ir apuntando especie tras especie, no podía creer la grandísima cantidad de botánica que el pintor había reunido en su tabla. Se trataba de un ecosistema completamente autónomo, y era como si yo estuviera sentado también al lado de ese pequeño estanque, rodeado de un biotopo tan real como uno pudiera imaginar, oyendo alguna rana mofletuda escondida entre ese cancel de las ninfas, que es un ranúnculo acuático de pequeñas flores blancas. De repente estaba en Bélgica, en la provincia de Namur, y Patinir me enseñaba la riqueza de su tierra a través de sus ojos. 

Y aquello fue solo el comienzo. Obra tras obra y sala tras sala completaba la tarea. Me llevó varias semanas, meses, observar y catalogar todo el museo. Para cuando hube terminado, me di cuenta de que podía apreciar la caligrafía botánica de los artistas un poquito mejor que como lo había hecho al principio, así que comencé una segunda vuelta completa para apreciar detalles que se me hubieran podido escapar. Y vaya si los había. Los inestimables vigilantes de sala del Prado, que se desvelan por la seguridad de nuestras obras de arte, se asustaban viendo mi proximidad a las pinturas. Y con razón, porque a veces estaba tan cerca de ellas que, si sacaba la lengua, podía probar alguna de las frutas de sus bodegones, y me llevé más de una reprimenda mientras salivaba con algún jugoso descubrimiento. Así que entonces, por recomendación de una amiga, me compré un monóculo para aumentar esas plantas en ocasiones de tamaño minúsculo, con lo que amplié mis observaciones a la escala ínfima del detalle pequeño. ¿Qué más podía ocurrir? Pues que mi cultivo en el museo poco a poco se fue conociendo, y me convertí en la persona «que buscaba las plantas en los cuadros».
 Videoconferencia
Eduardo Barba. El jardín del Prado

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchísimas gracias, Alberto, por tu preciosa y detallada reseña, un maravilloso regalo que me haces. Es una gran alegría para mí saber que el libro ha conectado contigo, y que lo has hecho tuyo. Te mando un muy cordial saludo, con unas flores rojas, blancas y azules de un bodegón de Arellano. ¡Que las plantas acompañen tus pasos!

Eduardo Barba

Alberto San Segundo dijo...

El agradecido soy yo, Eduardo, por el mucho "placer" que me ha proporcionado la lectura del libro. Espero que desde este modestísimo espacio haya podido transmitir mi entusiasmo por él a más posibles lectores, y persuadirlos, además, de la "necesidad" de disfrutar de su belleza. Muchísimas gracias por tus amables palabras. Un abrazo.