Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 5 de mayo de 2021

GÉRALDINE SCHWARZ.  LOS AMNÉSICOS

No estaba especialmente predestinada a interesarme por los nazis. Los padres de mi padre no habían estado ni del lado de las víctimas, ni del lado de los verdugos. No se habían distinguido por actos de valentía, pero tampoco habían pecado por exceso de celo. Simplemente eran Mitläufer, personas «que siguen la corriente». Simplemente, en el sentido de que su actitud había sido la de la mayoría del pueblo alemán, una acumulación de pequeñas cegueras y de pequeñas cobardías que, sumadas unas a las otras, habían creado las condiciones necesarias para el desarrollo de los peores crímenes de Estado organizados que la humanidad haya conocido jamás. Después de la derrota y durante largos años, a mis abuelos les faltó perspectiva, como a la mayoría de los alemanes, para darse cuenta de que, sin la participación de los Mitläufer, incluso aunque hubiera sido ínfima a escala individual, Hitler no habría estado en condiciones de cometer crímenes de aquella magnitud. 

El propio Führer lo presentía y tanteaba regularmente a su pueblo para ver hasta dónde podía llegar, lo que se toleraba y lo que no se toleraba, a la vez que lo inundaba de propaganda nazi y antisemita. La primera deportación masiva de judíos organizada en Alemania que serviría para sondear el umbral de aceptabilidad de la población justamente tuvo lugar en la región donde vivían mis abuelos, en el sudoeste del país: en octubre de 1940, más de 6.500 judíos fueron deportados de Baden, el Palatinado y Sarre hacia el campo francés de Gurs, situado al norte de los Pirineos. Para acostumbrar a los ciudadanos a este espectáculo, las fuerzas del orden habían procurado salvar un mínimo las apariencias, evitando la violencia y fletando vagones de pasajeros, en lugar de trenes de mercancías como harían más tarde. Pero los responsables nazis querían saber a ciencia cierta de lo que era capaz el pueblo. No vacilaron en actuar a la luz del día, obligando a cientos de judíos a recorrer el camino hasta la estación por el centro de la ciudad, con sus pesadas maletas, sus chiquillos llorosos y sus ancianos agotados, ante los ojos de ciudadanos apáticos, incapaces de dar muestras de humanidad. Al día siguiente, los Gauleiter (jefes de distrito) comunicaron con orgullo a Berlín que su región era la primera de Alemania que había sido judenrein (depurada de sus judíos). El Führer debió de alegrarse de ser tan bien comprendido por su pueblo: estaba maduro para «caminar con él». 
 
Un episodio en particular había demostrado que la población no era tan impotente como quiso hacer creer después de la guerra. En 1941, la oposición de ciudadanos y obispos católicos y protestantes alemanes había conseguido interrumpir el programa de exterminio de las personas discapacitadas mentales y físicas o consideradas como tales, ordenado por Adolf Hitler con el objetivo de purgar la raza aria de estas «vidas sin valor». Cuando esta operación secreta llamada Aktion T4 estaba en su apogeo y ya había causado 70.000 muertos, gaseados en centros especiales en Alemania y Austria, Hitler cedió ante la indignación popular y puso fin a su proyecto. El Führer había comprendido el riesgo que corría ante la población al mostrarse demasiado abiertamente cruel. Por otra parte, también es una de las razones por las que el Tercer Reich desplegó una energía absurda en organizar la logística extremadamente compleja y costosa del transporte de los judíos de Europa y de la Unión Soviética para exterminarlos lejos de la vista de sus compatriotas, en campos aislados en Polonia. 

Pero, después de la guerra, nadie o casi nadie en Alemania se planteaba la cuestión de saber lo que habría ocurrido si la mayoría no hubiera ido a favor de la corriente, sino contra una política que había revelado bastante temprano su intención de pisotear la dignidad humana como se aplasta una cucaracha. Haber ido a favor de la corriente como el Opa, mi abuelo, estaba tan extendido que la banalidad se había convertido en una circunstancia atenuante de este mal, incluso a los ojos de las fuerzas aliadas que se habían empeñado en desnazificar Alemania. Después de su victoria, americanos, franceses, británicos y soviéticos habían dividido el país y Berlín en cuatro zonas de ocupación, en las que cada uno se había comprometido a erradicar los elementos nazis de la sociedad, con la colaboración de cámaras arbitrales alemanas. Habían fijado cuatro grados de implicación en los crímenes nazis; los tres primeros justificaban teóricamente la apertura de una investigación judicial: los «incriminados mayores», los «incriminados», los «incriminados menores» (Hauptschuldige, Belastete, Minderbelastete), y luego estaban los Mitläufer. Según la definición oficial, este último designaba «a quien solo ha participado nominalmente en el nacionalsocialismo», en especial «los miembros del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) [...] que se contentaban con pagar las cuotas y participar en las reuniones obligatorias». En realidad, en el Reich, que contaba con 69 millones de habitantes en sus fronteras de 1937, el número de Mitläufer superaba el marco de los ocho millones de miembros del NSDAP. Unos millones más se habían unido a organizaciones afiliadas y muchos otros habían aclamado el nacionalsocialismo sin por ello adherirse a una organización nazi. Mi abuela, por ejemplo, que no tenía carné del partido, estaba más apegada a Adolf Hitler que mi abuelo, que sí lo tenía. Pero los Aliados no tenían tiempo para estudiar detenidamente esta complejidad. Ya tenían suficiente trabajo con los incriminados, menores y mayores, es decir, con la multitud de altos funcionarios que habían dado órdenes criminales en este laberinto burocrático que era el Tercer Reich y todos los que las habían ejecutado, a veces con un celo infame

Hola, buenas tardes. Así, con este texto tan sugerente y tan explícito que constituye, en cierto modo, el germen de la obra que hoy quiero presentaros, empieza Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Se trata del fragmento inicial del primer capítulo de Los amnésicos, interesante ensayo, con elementos de crónica periodística y ficción autobiográfica, que publicó la periodista, escritora y documentalista franco alemana Géraldine Schwarz en 2017 y que vio la luz en nuestro país a finales de 2019 en el seno de la editorial Tusquets, que la presentó, con el subtítulo de Historia de una familia europea, en traducción de Núria Viver Barri y con un ilustrativo epílogo de José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales en la Universidad Complutense de Madrid. Los amnésicos obtuvo en 2018 el Premio del Libro europeo, aunque en la categoría de novela, lo cual nos hace reflexionar, una vez más, acerca de lo lábiles que son, en muchos casos, las fronteras entre géneros literarios. 

El interés natural de Géraldine Schwarz por averiguar las razones por las que una inmensa mayoría de alemanes, esos indiferentes y conformistas Mitläufer a los que alude en el texto introductorio, se “dejaron llevar por la corriente” y consintieron -por no hablar de quienes participaron directamente-, con su ceguera o cobardía, en que los crímenes del nazismo pudieran producirse, se vincula desde muy pronto en su biografía con la propia historia familiar. Indagando en el sótano de la casa de Mannhein en donde había nacido su padre y rebuscando en los archivadores que allí conservaba su abuelo, Karl Schwarz, acaba por encontrar entre multitud de viejos papeles amarilleados por los años un contrato en el que se concretaba la compra, que su abuelo había llevado a cabo en 1938, de la empresa que le habría proporcionado su muy holgada posición económica. La empresa, de productos petrolíferos, Siegmund Löbmann & Co. pertenecía a dos hermanos judíos, Julius y Siegmund Löbmann, y a su cuñado, también judío, Wilhelm Wertheimer, con cuyas hermanas, Mathilde e Irma, los dos primeros se habían casado. La intuición, que refuerza la fecha del negocio, ese año de 1938 en que muchos judíos se vieron obligados a malvender su bienes e intentar la huida de Alemania ante la amenaza de una muerte inminente como consecuencia de la cada vez más agresiva política hitleriana, de que el lucrativo modo de vida de los Schwarz, la sociedad desde ese momento conocida como Schwarz & Co. Mineralölgesellschaft, pudiera tener un origen oscuro, un expolio, un robo consentido (valga el oxímoron), una simulación contractual innoble por la que los legítimos propietarios se hubieran visto desposeídos de la firma familiar, acrecentará la curiosidad de la periodista por conocer el comportamiento de sus parientes, singularmente sus abuelos, en aquellos días aciagos. 

Los amnésicos es el fruto de esa curiosidad y de la investigación que la sigue. Schwarz relata en primera persona la historia de su familia, no solo en su rama alemana, la de su padre Volker y su abuelo Karl, a la que directamente alude el episodio referido, sino también la francesa de su madre, afectada también, como luego veremos, por las consecuencias de la guerra. A partir de los documentos hallados, la subyugante -y también terrible- pesquisa de la autora profundiza en la dramática experiencia de los Löbmann y los Wertheimer, asesinados en Auschwitz en su mayor parte, a los que sigue los pasos en una búsqueda apasionante y emotiva que la lleva a encontrar difusos rastros de sus descendientes en Chicago y, sobre todo, una pista más fiable en Inglaterra, en donde localizará a Lotte Kramer, sobrina de Wilhelm, la cual, una lúcida ancianita de noventa y cinco años que vive en una residencia en Peterborough, al norte de Londres, accederá a entrevistarse con ella. Un poema de Lotte cerrará, de forma emotiva, el texto de Schwarz. 

Pero este primer eje del libro, personal y más directamente biográfico, conectado con la necesidad de saber cómo se comportaron sus familiares ante los crímenes nazis, se entremezcla de continuo -hasta constituir un todo indiscernible con él- con otro hilo conductor, el que podríamos llamar “objetivo” y colectivo, que tiene que ver con la reflexión sobre esos hechos históricos, sobre sus causas y sus consecuencias: esa salvaje destrucción de Europa, esa aberrante aniquilamiento de los más elementales valores de la civilización que provocó el Tercer Reich con toda su ignominiosa carga de vileza y maldad. En el primero de los frentes comparecerán Karl, el abuelo afiliado al NSDAP, el Partido nacional socialista alemán; su mujer, Lydia, no militante aunque entusiasta seguidora de Hitler, arrebatada por su carisma; el otro abuelo, Lucien, un gendarme francés al servicio del régimen de Vichy, Josiane, la abuela francesa, que no podía desconocer, en la Francia ocupada en que vivían, las expulsiones, la represión contra los miembros de la resistencia y, en definitiva, el destino funesto de los judíos. A través de ellos, y con la presencia relevante de los padres, sobre todo de su progenitor alemán, Volker, la aventura familiar llega a la generación de Géraldine, que con cuarenta y seis años se define como hija de esa Europa de raíces convulsas pero que vive, desde mucho antes de su propio nacimiento, una etapa magnífica de paz democracia y prosperidad; Géraldine, una niña que no ha conocido ninguna guerra y que desde esa posición de privilegio se pregunta el porqué del mal. 

La segunda vertiente nos permitirá conocer, en un recorrido detallado que abarca siete décadas, los modos en los que los distintos países afectados -singularmente Alemania y Francia, pero también Inglaterra, Italia, Austria, Rusia o los países de la antigua órbita soviética (las menciones a España son escasas y episódicas: una alusión sesgada a la Inquisición, y un par de referencias de pasada al encuentro Franco-Hitler y a ETA)-, han intentado reflexionar sobre su pasado, analizar los atroces hechos ocurridos, superar sus traumas, reconocer y digerir sus culpas, recuperar y mantener viva su memoria. Y es en la inteligente construcción de esos dos planos entreverados en donde surge el propósito del libro: Tejer los dos hilos juntos, dar amplitud al relato familiar sometiéndolo al juicio de la Historia, a la sabiduría de los historiadores, esos detectores de mentiras y de mitos. Ofrecer a cambio un alma a la ciencia, la carne y la sangre de una memoria familiar, la impresión de la condición humana. Y de manera aún más elocuente afirma también Schwarz: Quiero comprender lo que era para saber lo que es, devolver a Europa sus raíces, que los amnésicos intentan arrancarle

Ese presente del tiempo verbal -“intentan arrancarle”- me parece relevante a la hora de definir el planteamiento, el propósito que anima a la autora de Los amnésicos. Porque examinar lo acontecido, esclarecer los hechos, escrutar en los resquicios ocultos del pasado, reavivar la memoria colectiva y reaccionar contra esa amnesia culpable a la que tan inequívocamente alude el título del libro, no son tareas que Géraldine Scharwz encare solo con un afán retrospectivo de conocimiento y comprensión, de empatía y verdad, de justicia y dignidad, de restitución y resarcimiento moral; por el contrario, su propuesta se extiende hasta el tiempo actual, rastreando en los movimientos populistas de nuestros días, en el auge de la ultraderecha y los partidos neofascistas, los vínculos teóricos -indisimulados, en algunos casos- con los postulados del nazismo y, en consecuencia, su peligrosa pervivencia en nuestros días. Hay, pues, en el libro, una abierta toma de posición, explícitamente de izquierdas, sobre los asuntos tratados. Este apriorismo de partida lastra a mi juicio el último tercio de la obra, el que abandona -aunque no del todo- la descripción y el escrutinio del pasado -soberbios, a mi juicio- para adentrarse en el análisis, más político que histórico, más subjetivo que “factual”, más “de parte” que neutral, de las corrientes ideológicas ultramontanas que permean en no escasa medida algunos de los parlamentos de las democracias occidentales. Frente al fascinante retrato de la Alemania nazi y la Francia ocupada, frente al conmovedor relato de las vicisitudes de las familias Schwarz, Löbmann y Wertheimer, frente al lúcido y profundo examen de la connivencia pasiva -o no tanto- de infinidad de ciudadanos anónimos que se aprovecharon o se dejaron llevar por el estado de cosas vigente impuesto por el terror del Reich, frente a los apasionantes “fragmentos de vida” que se ofrecen en las magistrales doscientas cincuenta primeras páginas de la obra, las ciento treinta finales pierden intensidad, porque al alejarse del “calor” de la experiencia viva de sus antepasados -interesante en sí misma, más allá de la mirada de quien narra-, o bien afloran más claramente en el texto los presupuestos ideológicos de la escritora, o bien el relato se resuelve en “batallitas” personales de menos trascendencia: encuentros con amigos, charlas con periodistas, viajes como reportera… en todo caso vinculados al asunto central del libro pero que acaban aproximando la obra a un reportaje periodístico -documentado y relevante- o a una crónica política -valiosa y en gran medida acertada en sus reflexiones sobre el espíritu de los pueblos- más convencionales, más consabidos, más comunes, y con muchísimo menos atractivo, aliciente y originalidad que la faceta histórico-familiar de la obra, intensa, cálida, palpitante, emotiva. Dicho en otras palabras y de manera más simple: lo que tiene Los amnésicos de recreación novelada de unas vidas “reales” (entre las páginas del libro encontramos fotos del archivo personal de la familia de la autora, en las que conocemos y podemos “acercarnos” a los protagonistas) resulta más “universal”, más fácilmente compartible por cualquiera, más indiscutible “verdad” (la insuperable verdad de la narración inteligente y honesta), nos “enseña” más que la siempre discutible sucesión de análisis sociológicos y opiniones políticas de la escritora, que, aunque bien fundamentados, excelentemente hilados en un discurso coherente y persuasivo (y, en mi caso particular, compartidos casi en su totalidad), no dejan de ser limitados, matizables, parciales, marcados -quizá por su cercanía en el tiempo- por un cierto carácter coyuntural, siempre algo fugaz y evanescente. 

Delimitado así el plano general del libro, quiero subrayar ahora con mayor detalle algunas de las más interesantes cuestiones que plantea. La primera y sustancial es la mera formulación de la pregunta que desencadena la investigación base del ensayo: ¿por qué? ¿Por qué siendo notorios los abusos, siendo flagrantes las vejaciones, los atropellos, las agresiones, las desapariciones de tantos y tantos conciudadanos, modélicos vecinos, conocidos y aun amigos hasta entonces, siendo evidentes las consecuencias primero molestas e incómodas, más adelante dolorosas, trágicas al fin, siempre injustas, de las medidas antisemitas que se tomaron durante años en infinidad de pequeñas poblaciones -imposible el desconocimiento, pues-, la gente común, el ciudadano medio -no ya el fanático “concienciado”- miró hacia otro lado, se recluyó en su silencio indiferente, consintió, pues, se dejó llevar, no cuestionó, no opuso resistencia, no protestó, no intentó interferir? 

El libro recoge bastantes ejemplos de episodios que de ningún modo podían haber pasado desapercibidos para un ciudadano común, singularmente en Mannheim, una población que en la época no llegaba a trescientos mil habitantes. No eran solo los judíos señalados con la estrella de David, sus tiendas marcadas cuando no destrozadas, la propaganda antisemita omnipresente, ni los abogados, los comerciantes o los médicos obligados a abandonar sus profesiones, ni los profesores represaliados, ni los niños judíos expulsados de sus colegios, circunstancias todas de imposible “invisibilidad” para el resto de sus vecinos… Lo que resulta difícil de comprender -y aquí la perplejidad de Schawrz es también la nuestra- es, por todo ejemplo, cómo el 22 de octubre de 1940 la población permaneció impasible cuando alrededor de dos mil judíos de Mannheim fueron sacados de sus domicilios, reunidos en diferentes puntos de encuentro de la ciudad y después trasladados a pie y en autobús hacia la estación para ser deportados. Algunos cruzaron el centro urbano en fila ante los ojos de los habitantes, que, al ver a estas familias expulsadas de su propia ciudad, mostrando una dignidad ejemplar, tranquilas y erguidas en sus trajes de domingo, habrían tenido que acudir para levantar a una niña que había tropezado o ayudar a un anciano a caminar. (…) La gente de Mannheim, continúa la autora, habría tenido que interponerse, preguntar a la policía: pero ¿con qué derecho te llevas a nuestro compañero, con el que hicimos la Gran Guerra, a nuestro hermano a los ojos de Dios, a nuestro peluquero al que confiamos nuestros problemas, a nuestro amigo de la universidad, a nuestros vecinos, cuyos hijos juegan con los nuestros, o a nuestro sastre, que confecciona nuestros trajes desde hace generaciones? Pero el espectáculo fue muy diferente, como han descrito los testigos judíos: «Algunos aplaudían, otros miraban y algunos se daban la vuelta, visiblemente avergonzados»

Es cierto que el Tercer Reich fue un régimen de terror, con un sistema represivo implacable, intimidatorio y violento, pero ello, nos dice Schwarz, permite dar con una de las causas de que el continuado genocidio pudiera desarrollarse, pero no lo aclara del todo, porque es también verdad el que salvo en casos extremos, en los que la negativa a obedecer órdenes llevaba directamente a la muerte, el proceso de progresiva “arianización” de Alemania tuvo muchos fases, de las cuales las deportaciones y el exterminio en los campos (situaciones en las que oponerse constituiría, sin duda, una tarea solo propia de héroes) fueron solo las últimas. Antes, hubo infinidad de medidas obscenamente arbitrarias, ilícitas, abusivas, inmorales, que contaron con la participación activa de cientos de miles de alemanes y la complicidad pasiva de otros varios millones. 

Y es verdad también que la formidable maquinaria de propaganda y seducción masiva que el nazismo construyó encandilaba a las gentes, los hacía sentirse partícipes de una esperanzadora “comunidad del pueblo”, una comunión colectiva con aquel Führer de irresistible magnetismo y su proyecto generador de entusiasmo, una igualadora unidad que rezumaba ilusión y optimismo social, un frenesí popular capaz de arrastrar a las masas y de conducir a tantos individuos anónimos, a personas “normales”, a la lealtad incondicional a Hitler y a la ciega sumisión a su desquiciado propósito hasta el punto de cerrar los ojos, aceptar o incluso colaborar con prácticas abierta y objetivamente asesinas. 

Pero ni la justificación por el miedo invencible ni la de las conciencias trastornadas por un siniestro experimento de psicología social, explican del todo el fenómeno. Los amnésicos aporta una tercera y muy significativa causa: el interés, la codicia, el saqueo, el afán de lucro, el egoísmo, la miseria moral, la abyección, en definitiva… la maldad. Hay profusión de informaciones y datos que avalan esta tesis: La cámara de comercio de Mannheim librándose de sus miembros judíos, es decir, de su presidente y un tercio de sus efectivos, en un proceso, sin causa objetiva alguna, que se repetía por toda Alemania; infinidad de instituciones, universidades, colegios médicos y asociaciones de industriales, de comerciantes, de abogados, que en cualquier rincón del país excluían abrupta y despiadadamente a los judíos, muchas veces para medrar en su lugar, ocupar sus plazas, ganar sus clientelas; multitud de insensibles y despiadados ciudadanos, muchos sin vínculo ideológico con el nazismo, que se aprovecharon, por interés económico, de los judíos obligados a abandonar su casas y sus bienes para huir, comprando a precios irrisorios sus prósperas empresas, adquiriendo en subastas repugnantes (repugnantes porque los bienes por los que se “pujaba” eran los de sus propios vecinos, con los que habían compartido amistad hasta hacía meses y que, todos lo sabían, habían sido expulsados a la fuerza de sus casas) los enseres -ropas, muebles, joyas, objetos decorativos, obras de arte, relojes- de quienes eran forzados a dejar sus hogares (Volker, el padre de la autora, se percatará, al ver unas fotos del domicilio familiar de antes de la guerra, de que los rústicos muebles que en ellas aparecían no se correspondían con el mobiliario art déco, la biblioteca, el gran escritorio, las lujosas alfombras, la vajilla china, que él recordaba de su infancia tras la contienda, ¿fruto todo ello del expolio?). Lo que hacía que aquellas subastas fueran realmente nauseabundas era que la mayoría de ellas tenían lugar en la propia vivienda de los judíos. Por lo tanto, los compradores sabían muy bien a quién pertenecían las cosas. Y el texto es aún más nítido: La codicia y la avidez los hacían despiadados. Aunque no se conozca el importe de las transacciones, debía de tratarse de auténticos negocios, a juzgar por el ambiente descrito por los observadores a través del país: un verdadero «ambiente de buscadores de oro». Joseph Goebbels observó que sus compatriotas arios se precipitaban «como buitres sobre las migajas tibias de los judíos». Los interesados no vacilaban en solicitar a las autoridades que les reservaran este o aquel bien, en el que se habían fijado, a veces incluso antes de la deportación de su propietario. El corolario que extrae Géraldine Schwarz de estas informaciones es explícito y de una contundencia irrefutable: Esta conducta me parece esencial, porque echa por tierra la excusa principal de la generación de aquella época, es decir, que no sabían nada de la suerte final de los judíos; los que compraban bienes en aquel ambiente de redistribución de los frutos de un saqueo digno de la Edad Media, ¿no sospechaban que sus propietarios nunca iban a volver, y que nunca estarían en condiciones de reclamarlos, porque estarían muertos o casi? 

Pero todo ello ocurría no solo con los bienes, sino también con las viviendas, que se adquirían a precio de saldo o se “expropiaban” para beneficiar a los amigos del régimen. Y en los desgraciados y muchas veces fallidos intentos de los judíos de procurarse una salida hacia Francia, España, Portugal, Inglaterra, como lugares de paso hacia América, un sinnúmero de intermediarios corruptos reclamaban pagos, sobornos, entrega de acciones, favores sexuales: agencias de viajes, consulados, conductores, barqueros, hosteleros, funcionarios corruptos..., ¡cuántos se enriquecieron a expensas del antisemitismo! E infinidad de empresas, ya poderosas entonces y aún hoy punteras, se aprovecharon de la mano de obra esclava integrada por las masas -más de diez millones de trabajadores forzados del Reich- de deportados por el nazismo condenados a trabajar hasta la muerte en los campos. Los nombres de Flick, Krupp, Siemens, que ya habían aparecido, con idénticas connotaciones, en El orden del día, la magistral novela de Éric Vuillard que ya presenté aquí hace unos años, afloran en las páginas de Los amnésicos como ejemplos innobles de esa explotación criminal. 

Y todo este complejo proceso de extorsión requirió la intervención activa, nos dirá la autora, de numerosos actores: el Estado y los compradores, pero también los intermediarios, agentes inmobiliarios, corredores, bancos, prestamistas de casas de empeños, notarios, juristas y casas de subastas. Probablemente, es el crimen nazi que implicó a círculos más amplios de la sociedad alemana. Si frente a las deportaciones, la población había sido sobre todo culpable de apatía, frente el expolio, había brillado por su sentido de la iniciativa y su falta de escrúpulos

No es de extrañar, pues, que, con estos cimientos, la posterior política de exterminio hubiera podido prosperar. Y es que, más allá de la inhumana falta de comprensión y solidaridad, más allá del saqueo económico, miles de alemanes (y no solo, el libro, ya se ha dicho, estudia también los casos de otros países, singularmente el de la Francia colaboracionista) fueron colaboradores necesarios en el intento de aniquilación de los judíos. Cita Schwarz al estadounidense-austriaco Raul Hilberg, autor de La destrucción de los judíos europeos, libro en que se cifra en varios cientos de miles el número de personas implicadas con conocimiento de causa en la logística y la ejecución del Holocausto: los altos dirigentes del Reich, burócratas en casi todos los ministerios, los verdugos de los campos, los Einsatzgruppen, una parte de la Wehrmacht, ferroviarios, médicos, expertos de IG Farben, las empresas alemanas que explotaban a los trabajadores forzosos de los campos… 

Otra vertiente de interés en el libro la constituye el análisis de los procesos de desnazificación en la posguerra, las distintas formas de revisar el pasado por los cuatro países que se hicieron cargo del control de Alemania y que se “repartieron” Berlín tras la derrota del Reich. El rigor inicial de los americanos, minuciosos en la exigencia de responsabilidades y su cambio de criterio posterior, la “relajada” política final; la tibieza de los británicos, que no persiguieron convincentemente a los nazis y se limitaron a una reeducación social a través de los medios de comunicación; la indulgencia francesa, generosos con los industriales que habían colaborado con Hitler a cambio de participaciones en sus negocios; la brutalidad rusa, su purga política que incluía a presuntos dirigentes del régimen junto a todos cuantos se oponían a la instauración en el sector oriental del país del nuevo modelo soviético. 

La general laxitud de unos y otros se explica, en primer lugar, por la aceptación de la dudosa tesis según la cual los crímenes nazis fueron obra de un pequeño grupo de criminales fanáticos concentrados en torno al delirio paranoico de su enloquecido Führer mientras que el resto de los intervinientes o bien ignoraban la exacta dimensión de la tragedia o bien fueron obligados a cumplir órdenes. Sin embargo, Los amnésicos desmonta esas argumentaciones y ofrece otras convincentes para explicar el escaso afán de los aliados -y más delante de las propias autoridades alemanas- en la depuración de culpabilidades: la mala conciencia francesa por la deleznable complicidad del régimen de Vichy; los brutales -y ahora, con la perspectiva de los años y las nuevas investigaciones, también criminales- bombardeos británicos masivos contra los civiles alemanes (entre 300.000 y 400.000 civiles habrían muerto bajo las bombas); las salvajes violaciones y las atrocidades sin cuento perpetradas por el Ejército Rojo en su avance hacia Berlín (más de 1,4 millones de mujeres alemanas fueron violadas por los soldados rusos y centenares de miles de hombres fueron enviados a los gulags y sometidos a trabajos forzados); el sentimiento de culpa norteamericano por la venganza nuclear sobre Japón; las ventajosas contrapartidas que obtuvieron los aliados por pasar más o menos de puntillas sobre los hechos, aprovechando su posición de fuerza para robar elconocimiento tecnológico a los alemanes (El historiador americano John Gimbel ha estimado que los británicos, pero sobre todo los americanos, sustrajeron a Alemania un patrimonio intelectual por un valor de 10.000 millones de dólares de la época, es decir, el equivalente a 100.000 millones de dólares actuales: conocimiento científico y tecnológico, patentes, inventos, innovaciones en múltiples ámbitos, microscopios electrónicos, fórmulas cosméticas, máquinas textiles, registradores, insecticidas, una máquina distribuidora de servilletas de papel, pero también submarinos, torpedos, radares, obuses, motores de carro de combate, satélites y, obviamente, los miles de expertos que implementarían todo ello en Norteamérica, Inglaterra, Francia, Rusia…); la presencia de antiguos dirigentes nazis en las instituciones alemanas que debían llevar a cabo la exigencia de responsabilidades a los asesinos, fueron, entre otras, las principales causas que impidieron la exhaustiva clarificación sobre la autoría de los crímenes y la adecuada condena a sus autores. 

El libro ofrece también capítulos de interés -y la enumeración ya debe ser rápida, con el tiempo consumido- sobre la insolidaridad de muchos países en relación con los miles de refugiados que escapaban del terror del Reich; sobre la conflictiva reunificación alemana tras la caída del muro, sobre la presencia durante décadas y sobre la actual pervivencia, que por desgracia va más allá de la mera nostalgia- de los valores y el ideario nacionalsocialista en Austria, Italia, los Balcanes, el Este de Europa; sobre el resurgimiento de la extrema derecha; sobre la necesidad de unas políticas de memoria histórica rigurosas, matizadas, reflexivas y libres de prejuicios y apriorismos ideológicos. 

 En fin, un libro altamente recomendable este Los amnésicos de Géraldine Schawrz, del que quiero dejaros ahora otro largo fragmento que, por sí solo, bastaría como prueba de su interés y de su actualidad. Las imágenes de la llegada a Múnich, en 2015, de los primeros contingentes de refugiados sirios, tras la valiente apertura de fronteras decidida por Angela Merkel, remite a la autora a escenas similares vividas setenta años atrás en el Mannheim de su familia. El acompañamiento musical a mi interpretación del libro es un tango polaco, El tango de Auschwitz, compuesto antes de la guerra pero cantado, con modificaciones adaptadas a la situación, por los judíos del campo. Aquí lo podéis escuchar, con subtítulos en italiano, en la versión de la gran Ute Lemper. 

Cuando encendí la televisión el primer día de la llegada de los refugiados a Múnich, la primera imagen que vi fue un tren de la Deutsche Bahn en el andén donde desembarcaba una multitud de viajeros, algunas mujeres con velo, niños, pero, sobre todo, hombres solos, bastante jóvenes. Durante una fracción de segundo, temí que la acogida transcurriera mal y, al ver su aspecto, ellos debían de pensar lo mismo. Al instante siguiente, la cámara mostró estas palabras escritas por todas partes en el suelo, pancartas, banderolas, «Willkommen! Welcome! ¡Bienvenidos!» y se oían aplausos y aclamaciones de alegría. Centenares de ciudadanos alemanes habían acudido a esperarlos con pelotas, ositos de peluche, agua, ropa, algunos incluso habían confeccionado pequeñas bolsas que contenían naranjas, sándwiches y galletas. Los rostros de los extranjeros se iluminaron, primero con una pequeña sonrisa tímida, un momento de sorpresa y después la alegría franca del alivio, manos que saludaban, que hacían el signo de la victoria, otras que estrechaban la bandera alemana contra su corazón. 

En mi mente, todo iba muy deprisa, aquellas imágenes se superponían a las de los trenes de la Reichsbahn abarrotados que soltaban su carga humana en la rampa de los campos, donde los guardianes recibían a los condenados a puntapiés, gritándoles para que se apresuraran a ir a morir. Volvía a ver las columnas de judíos en la estación de Mannheim, con una maleta en la mano y un chiquillo en la otra, las multitudes de alemanes adoctrinados que hacían el saludo hitleriano al unísono, la foto del joven alemán oriental Peter Fechter en un charco de sangre al pie del Muro, condenado por los guardias fronterizos a morir solo después de haber agonizado durante una hora porque había querido ser libre. Me di cuenta de que el acontecimiento histórico era aquello: después de un largo recogimiento para purgar la herencia envenenada de sus antepasados, los monstruos nazis, los criminales comunistas y la multitud de Mitläufer que los había acompañado, el pueblo alemán por fin tenía una actitud buena, la mejor incluso que había imaginado nunca que tendría un día, la de caballero de la humanidad, profeta de la fe en el ser humano.
  
Videoconferencia 
Géraldine Schwarz. Los amnésicos 

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