Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 12 de mayo de 2021

PATRICK RADDEN KEEFE. NO DIGAS NADA
  
Hola, buenas tardes. Un miércoles más, os saluda Alberto San Segundo, responsable de Todos los libros un libro, el programa de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca. En las dos últimas semanas nuestro espacio os ha ofrecido sendas recomendaciones de libros de género híbrido, que participan simultáneamente de los rasgos del reportaje periodístico, el ensayo de investigación, la crónica histórica, la narración novelística, el true crime y el relato policial, una propuesta literaria, en auge en los últimos años, algunos de cuyos más destacados practicantes -Emmanuel Carrère, David Gann, incluso Javier Cercas, entre otros muchos- han encontrado acomodo en Todos los libros un libro en ediciones emitidas en temporadas precedentes.

Tras dos títulos muy interesantes, Arthur Conan Doyle, investigador privado, de Margalit Fox, y Los amnésicos, de Géraldine Schwarz, le llega el turno esta tarde a No digas nada, una apasionante y a la vez estremecedora muestra de historia, biografía, política y periodismo narrativo, presentada a finales del pasado 2020 por Patrick Radden Keefe, un escritor y periodista norteamericano de origen irlandés, con una amplia trayectoria como articulista en cuyo transcurso ha obtenido diversos premios por sus crónicas y reportajes. El libro, publicado por la editorial Reservoir Books, aparece en traducción de Ariel Font Prades, al que se le escapan un par de “fallitos” subsanables: allí faltaba un miembro del comando: el onceavo [sic] componente; siniestros [de nuevo sic] credenciales. No digas nada fue elegido mejor libro del año 2019 por The New York Times, The Washington Post, The Times y Time Magazine. Además, ganó el National Book Critics Circle Award y el Premio Orwell, y fue finalista del National Book Award. Por otro lado, escritores tan prestigiosos, y de criterio siempre fiable, como Javier Marías, John Banville, Guillermo Altares o Enric González, no han ahorrado elogios y, en algunos casos, no han dudado en calificar de obra maestra el libro de Radden Keefe. 

Una noche de diciembre de 1972, en Belfast, Jean McConville, una viuda de clase trabajadora, que en sus treinta y ocho muy católicos años había dado a luz a catorce hijos, de los que sobrevivían diez, entre los seis y los veinte años, vio irrumpir en su casa, humilde y austera, en un edificio destartalado, a un grupo de personas en actitud violenta. Los diez o doce “asaltantes”, hombres y mujeres, todos con la cara cubierta por pasamontañas o medias de nylon, uno de ellos empuñando un arma de fuego, conminaron a Jean, que, recién salida de la bañera, aún en bata, intentaba calmar a los niños asustados, a que se vistiera (Ponte el abrigo) y los acompañara. Ante la reacción espantada de los chicos, que se negaban a dejar que los intrusos se llevaran a su madre, los encapuchados, que se dirigían a los menores por su nombre de pila (el pequeño Michael, de solo once años, se dio cuenta, con horror, de que las personas que se llevaban a su madre no eran gente desconocida: eran vecinos suyos), acabaron por convencerles de que se trataba tan solo de una conversación de un par de horas y de que, tras ella, la devolverían a su casa. 

Jean nunca volvió a aparecer. En el barrio, un “reducto” católico” en un entorno mayoritariamente protestante, los rumores responsabilizaban al IRA del secuestro, una represalia por una supuesta colaboración de la mujer con el ejército británico, que el republicanismo católico veía como “fuerzas de ocupación”. En aquel clima bélico -los Troubles, el trágico período de treinta años que ensombreció Irlanda con su violencia etnicista- en que discurría la vida de los habitantes de Belfast una desaparición o una muerte más no llamaban especialmente la atención (fueron cerca de 3.500 los muertos entre 1969 y 1998, cuando se firmó el acuerdo de paz, el Acuerdo del Viernes Santo; otras fuentes hablan de 3.700; en nuestro país, ETA no “llegó” a los mil), por lo que, pese al interés de los hijos por averiguar lo sucedido, los hechos permanecieron sin aclarar hasta que, en 2003, los restos mortales de McConville fueron desenterrados en una playa solitaria. 

En este siniestro episodio se encuentra el origen del libro de Radden Keefe. Simultáneamente subyugado y horrorizado por el suceso, el periodista empezó en 2014 la investigación de los hechos, de sus causas y sus consecuencias, un trabajo ingente -aunque previsiblemente apasionante- que le obligó a indagar en las raíces sociales, religiosas, morales, políticas y hasta étnicas, que sustentaron las siniestras décadas de violencia en Irlanda del Norte, y que acabaría por desembocar en el libro que ahora tenemos entre manos. En la nota que cierra el volumen, el autor explica el proceso de creación y el desarrollo de su estudio, que le ocupó cuatro años (el libro apareció en Estados Unidos en 2018). En ese tiempo hizo siete viajes a Irlanda del Norte y se entrevistó con más de cien personas, aunque muchas más se negaron a colaborar -o accedieron inicialmente para, más adelante, reconsiderar su decisión-, dada la naturaleza muy “sensible” de las cuestiones examinadas. Destaca la significativa ausencia -pero de ello hablaré más adelante, pues es sustancial en el enfoque y el propósito del libro- de la voz “directa” de Gerry Adams, el controvertido líder del Sinn Féin, brazo político del IRA, y una de las figuras fundamentales para entender los episodios narrados, que se negó a hablar con Keefe. Éste, además, como es exigible en un trabajo de esta índole, consultó una ingente cantidad de documentación, un extremo que dota de fiabilidad al texto y que puede apreciarse en las casi cien páginas de notas (de un total de quinientas cincuenta), el centenar y medio de referencias bibliográficas y el copioso índice onomástico del voluminoso libro. 

Esto no es un libro de historia sino una obra de no-ficción narrativa, declara su autor. Nada -o apenas nada- en el libro es inventado. Si se describen los pensamientos de algún personaje, se recogen tal y como el propio interesado los manifestó al propio Radden Keefe o a algún otro interlocutor. Al analizar un tema tan controvertido -en esencia, la tortuosa historia del IRA en los últimos sesenta años-, sobre el que los protagonistas, los testigos, los observadores externos, los especialistas y los expertos mantienen interpretaciones divergentes y aun radicalmente opuestas, el escritor, en su pretensión de ofrecer un retrato fidedigno de los episodios narrados y en su voluntad paralela de no someter al lector a un relato abierto de continuo a digresiones, puntualizaciones y desarrollos y planteamientos alternativos que entorpecerían la lectura, se vio obligado a optar por la versión más plausible de los hechos en el texto principal, dejando para las notas las versiones alternativas y otros matices. En estas notas, que no son necesarias, por lo tanto, para la estricta comprensión del texto, se mencionan las referencias de las muchas fuentes de información manejadas por el cronista: noticias aparecidas en la prensa contemporánea, además de cartas, emails inéditos, documentos del gobierno recientemente desclasificados, autobiografías publicadas e inéditas, propaganda, declaraciones juradas, deposiciones, informes de pesquisas, informes forenses, testimonios de testigos, diarios personales, imágenes de archivo y grabaciones de conversaciones telefónicas. En este vasto elenco destaca una de las entrevistas recogidas en las cintas de lo que se ha llamado el Proyecto Belfast, una iniciativa del Boston College dirigida a principios de los 2000 por el periodista Ed Moloney y el antiguo miembro del IRA Anthony McIntyre. La Universidad norteamericana ofreció a destacados protagonistas de ambos bandos del conflicto irlandés -en su mayoría pistoleros y terroristas involucrados en “hechos de sangre”- expresarse con libertad sobre sus experiencias, con la promesa, a la postre traicionada, de no difundirlas hasta una fecha futura en la que los participantes hubieran muerto, y con la intención de que solo en ese momento -apagado ya el “fragor de la batalla”- sirvieran para la investigación académica sobre la convulsa etapa histórica de la que los declarantes habían sido personajes principales. De las decenas de conversaciones y los cientos de horas registradas, Radden Keefe solo pudo acceder a la transcripción de las palabras de Brendan Hughes, un siniestro cabecilla del IRA, asesino confeso, cuyas sangrientas peripecias, que ocupan un lugar destacado en la obra, se recogían en el libro póstumo Voces desde la tumba, que firmó Moloney en 2010. El resto de los testimonios, que acabaron convirtiéndose en armas políticas, siendo usadas como pruebas en juicios, probablemente sean ya inaccesibles para siempre. 

No digas nada está estructurado -vagamente- por dos ejes que corren en paralelo, aunque en su recorrido se imbrican muchos otros, con infinidad de historias, personajes y temas que se relacionan con los desarrollos argumentales principales, constituyendo su conjunto un formidable mosaico que refleja con verosimilitud la tragedia que supusieron aquellos años de guerra tribal en cierto rincón olvidado de Europa, en palabras de John Banville. Las vicisitudes de la familia McConville, antes y después de la desaparición de la madre, su afán por conocer la verdad de su siniestro destino, el establecimiento de la identidad de quien acabó con su vida (dato que el periodista proporciona, en una información inédita hasta el momento, en las páginas finales del libro), constituyen el hilo conductor central -bien que en muchos momentos se difumina y permanece oculto, casi, en la narración- que articula la investigación de Radden Keefe y el asunto de su libro. A su lado, atraviesa el texto la agitada trayectoria vital de Dolours Price, una icónica miembro del IRA, de extraordinario atractivo personal, que, junto a su hermana Marian (a la que los británicos llamaban “fabricante de viudas”, por las muchas víctimas que causó entre los soldados destacados en el Ulster), perpetró atracos, secuestros, colocación de bombas y asesinatos -llamados ejecuciones, en la eufemística jerga militar de su organización-, pero que, guapas ambas (Dolours era una joven de una belleza arrebatadora, con sus cabellos cobrizos, sus chispeantes ojos turquesa y sus pestañas claras), aparecían rodeadas de un aura de fascinación y encanto, un “look rebelde” muy apreciado en la época -finales de los sesenta y principios de los setenta (Dolours había nacido en diciembre de 1950)-, lo que la llevó, incluso, a posar para un reportaje periodístico en Paris Match. Los itinerarios de ambas familias -McConville y Price- se acercan y se alejan en numerosos pasajes del texto, cruzándose una y otra vez para acabar convergiendo finalmente. 

En torno a esas dos líneas “nucleares” se construye el cuerpo fundamental del libro, que recoge el análisis del conflicto de Irlanda del Norte, la problemática composición sociológica de la sociedad irlandesa, el contencioso entre católicos y protestantes, la convulsa relación histórica ente Irlanda y Gran Bretaña, los primeros enfrentamientos agresivos entre grupos, la creación del IRA y la profesionalización de las milicias republicanas, la lucha armada y la represión del Estado británico, la progresiva y dramática escalada de violencia, la proliferación de grupos paramilitares “antiterroristas”, el papel de las mujeres en la iconografía de la revolución, las discrepancias y escisiones entre diversas facciones del IRA, el clima permanente de desconfianza y sospecha, de paranoia y delaciones, de secretismo y silencio, las explosiones y las bombas, los atentados, los secuestros, los asesinatos, los juicios, las cárceles, las huelgas de hambre, y más bombas y más crímenes y los miles de víctimas, también las actuaciones políticas, las negociaciones, los acuerdos, las dudas gubernamentales, el estado actual de la cuestión, el Brexit y su paradójica repercusión sobre la sociedad irlandesa, pues hay quien aventura -el historiador Liam Kennedy, por ejemplo, experto en el tema- que la salida británica de la Unión Europea puede poner en peligro la paz en Irlanda. Y en otro plano, complementario al de la “fotografía” de esa realidad social “enferma”, se muestra la esfera íntima de algunos de sus protagonistas, su fanatismo, su locura sanguinaria, sus convicciones ciegas, su crueldad y su ausencia de compasión, su odio, su exaltada intolerancia, sus -en algunos casos- dudas y vacilaciones, sus contradicciones internas, su evolución ideológica, su premeditación y sus cálculos, su -en muchos casos, también- inquietante normalidad, las tragedias personales que vivieron (de muy diferente dimensión: unos como víctimas, los otros como verdugos), las existencias destrozadas, los desequilibrios mentales, los traumas psicológicos, el alcoholismo, los suicidios… 

En su presentación del entorno sociológico en el que se perpetró el secuestro de Jean McConville, Radden Keefe subraya el conflicto religioso de base. La isla de Irlanda es de población originaria y mayoritariamente católica. La llegada, ya a comienzos del siglo XVII, de colonos escoceses e ingleses, protestantes, sirvió de caldo de cultivo a un conflicto que se mantuvo vivo, y cruento, durante siglos. La “ocupación” británica nada pudo hacer frente a la pujanza del nacionalismo católico que desembocó en la creación, en 1922 y tras dos años y medio de guerra civil, del Estado Libre de Irlanda, independiente del poder de Londres, que agrupaba a veintiséis de los treinta y dos condados de la isla. Los otros seis, el Ulster, en el norte, en los que la población, al contrario que la tendencia dominante en el resto del territorio, era de religión anglicana, y cercana, pues, a los británicos, se mantuvieron como “unionistas”, vinculados a Gran Bretaña aunque con un cierto grado de autonomía política. Desde la independencia del sur, los católicos, minoritarios en el norte -apenas el treinta y cinco por ciento- y partidarios de una república irlandesa unida, persuadidos de que la partición entre ambas “regiones” era artificiosa e ilegal, y convencidos del carácter democrático y legítimo de sus reivindicaciones, manifestaron su oposición y comenzaron un enfrentamiento, que pronto sería armado y llegaría a la violencia contra el “unionismo opresor”. El IRA, Ejército Irlandés Republicano, en sus siglas en inglés, que había nacido en la mencionada guerra de la Independencia y que, sin dimitir de su voluntad de lograr la emancipación por la fuerza de las armas, se había mantenido en un relativo segundo plano durante cuarenta años, volvió a la carga a finales de los sesenta canalizando el malestar general de la población católica frente al poder central londinense. 

Este marco de referencia general impregnaba la vida cotidiana de los irlandeses del norte y en particular la de los habitantes de Belfast. Keefe describe con maestría la atmósfera de reticencias, sospechas, enemistades, antipatías, desprecios, ofensas enquistadas, bulos, recelos, afrentas, traiciones, amenazas, aversión, odio, paranoia, hostilidad, enfrentamientos y agresiones en el que convivían ambas comunidades. Los dos grupos se cerraban en compartimentos estancos, con fronteras -también físicas: alambradas, empalizadas, vallas, muros que aislaban a unos y otros como animales en un zoológico; pero sobre todo ideológicas- infranqueables. La no pertenencia al “clan” dominante en cada entorno resultaba una categórica causa de exclusión de ese respectivo ámbito -personal, profesional, social, mercantil-. Los colegios segregaban en función de la fe religiosa. Los lugares de ocio y esparcimiento se regían por lógicas de una férrea endogamia. Las paradas de autobús “eran” católicas o protestantes. El marido de Jean, Arthur, que moriría pronto tras una larga y dura enfermedad, había perdido su trabajo en cuanto sus jefes descubrieron que era católico. Las familias anglicanas ocupaban las viviendas de los católicos obligados a abandonarlas por la presión social, los señalamientos, las delaciones, las ostensibles manifestaciones reprobatorias en las puertas de sus casas. Y el fenómeno se repetía a la inversa, en un clima social insoportable. Era, leemos en el libro, una limpieza étnica al por menor: Paisley [un reconocido ultra anticatólico] iba soltando direcciones: el 56 de Aden Street, el 38 de Crimea Street, los dueños de la heladería; y desde ese momento, la vida de esa familia se volvía un infierno. Fruto de este estado de cosas, miles de personas se habían convertido, de un día para otro, en refugiados en su propia ciudad. Michael McConville recordaría esos días con horror, convertidos en forasteros en tierra extraña. Expulsados de East Belfast por ser demasiado católicos, en West Belfast los consideraban intrusos por ser demasiado protestantes

Los constantes malentendidos, los roces inevitables, los incidentes menores en un día a día muy convulso, alimentados por las absurdas creencias en mitos fundacionales y por las delirantes interpretaciones de un pasado histórico construido a voluntad, llevados al extremo por la histeria colectiva imperante acabaron por convertir los iniciales movimientos pacíficos por los derechos civiles en una guerra sangrienta, impregnada de connotaciones etnicistas y tribales (con un protagonismo relevante de lo simbólico, las banderas, los carteles, las pintadas: KAT, siglas de «Kill all Taigs», un término ofensivo para llamar a los católicos; KAH, siglas de «Kill all Hunes», en alusión a los protestantes, los «hunos»). Llama la atención, y se trata de hechos anecdóticos que, sin esfuerzo, pueden ser elevados a una categoría que revela esta componente primitiva, irracional, prelógica, absurda e inhumanamente fanatizada de los comportamientos de la época, cómo los terroristas, una vez detenidos, juzgados y encarcelados, rezaban juntos en sus celdas, íntimamente convencidos de la bondad de sus comportamientos; o cómo, en alguna de sus ejecuciones sumarias, extraían de sus propios bolsillos el rosario que demandaba en sus últimos instantes el supuesto chivato o espía o colaborador británico al que estaban a punto de fusilar. 

Esa vertiente exaltada, intransigente, obstinada y fanática, se manifiesta de modo emblemático en la creación del fenómeno conocido como whataboutery, un sintagma que designa la cerrazón intelectual y moral, la ausencia de empatía, la ciega sinrazón y la cerril intolerancia de quienes vivían acomodados en sus encastilladas posiciones, inflexibles, tozudos, rígidos, incapaces de la menor concesión. Así ilustra el fenómeno Radden Keefe en un breve e iluminador párrafo: Bastaba pronunciar el nombre Jean McConville para que alguien dijera: «¿Y el Domingo Sangriento, qué?». A lo que uno podía responder: «¿Y el Viernes Sangriento, qué?». A lo que otro podía decir «¿Y lo de Pat Finucane, qué? ¿Y el atentado a La Mon, qué? ¿Y la masacre de Ballymurphy, qué? Bueno, ¿y lo de Enniskillen, qué? ¿Y lo del bar McGurk, qué?¿Y lo otro, qué? ¿Y lo de más allá, qué?»

Es imposible entrar, aunque solo fuera de manera breve, en las muchas dimensiones hacia las que se abre este muy estimulante -también muy duro- libro. Mencionaré tan solo, en estos párrafos finales de mi reseña, un par de ellos, el primero de presencia constante en casi cada una de las páginas de la obra, el segundo no explícito en ella, aunque ha aflorado de continuo en mi mente durante su lectura. 

Más allá de los análisis históricos, de la indagación en las raíces culturales y religiosas del conflicto, de la consideración de las tesis políticas esgrimidas por los distintos protagonistas, No digas nada interesa y sobrecoge al lector por la nítida, veraz, fidelísima y atroz fotografía de una época (muy próxima en el tiempo y muy cercana en el espacio a nuestra satisfecha normalidad de vida en las “desarrolladas” sociedades occidentales; en un fenómeno similar al que, con otra magnitud, ocurrió en los Balcanes hace poco más de treinta años), brutalmente marcada por el permanente clima de violencia, la atmósfera opresiva, el miedo, las mafias terroristas, los juicios sumarísimos, el espionaje y el contraespionaje, en una locura febril que convertía los consabidos hábitos de una existencia convencional (el desplazamiento al trabajo, las compras, los juegos de los niños en el parque, la diversión en los espacios públicos), en una lotería sangrienta en la que cada nueva jornada encerraba una amenaza cierta de muerte. Conocemos así los diarios disturbios con lanzamiento de ladrillos, piedras, cócteles molotov, réplicas de armas de fuego; las diversas facciones armadas -militares, civiles y paramilitares- patrullando amenazantes en cada esquina; las noches tenebrosas con las luces de las casas apagadas y el implacable repicar de los tiroteos en las calles; los gritos desesperados de los heridos; el miedo de las familias ante el estallido de una nueva bomba y la angustiosa espera de la vuelta a casa de los hijos, por esta vez afortunadamente indemnes; los señalamientos de quienes aparecían como sospechosos de colaborar con “el enemigo” (si de una mujer se rumoreaba -bastaba con esto, la mera presunción- que había confraternizado con un soldado británico, una turba rodeaba a la «culpable», le rapaba la cabeza, la untaba con alquitrán caliente, luego le tiraba por encima toda una funda de almohada llena de sucias plumas, y finalmente la ataba por el cuello a una farola, como se haría con un perro, para que su vejación sirviera de espectáculo a toda la comunidad. «¡Follasoldados!», la escarnecía la chusma); las delaciones basadas en conjeturas y sus consiguientes secuestros, desapariciones o asesinatos; las implacables -e igualmente delictivas- acciones de la contrainsurgencia británica, con el general de brigada Frank Kitson, el especialista en acciones militares “de baja intensidad” y responsable del MRF (una unidad de élite tan turbia y clandestina que la gente ni siquiera se ponía de acuerdo en algo tan básico como el significado del acrónimo en sí. Tal vez Fuerza Móvil de Reconocimiento. O tal vez Fuerza Militar de Reconocimiento. O quizá Fuerza Militar de Reacción), conocido por sus inicuas -e ilegales- técnicas de interrogatorio y por sus inhumanas y degradantes acciones de contraterrorismo; el Bloody Sunday, que protagoniza la canción de U2 que cierra el programa (en un vídeo sesgado ideológicamente, aviso para navegantes), una fecha tristísima de la historia de Irlanda, un domingo de enero de 1972 en el que una multitudinaria manifestación, en principio pacífica, acabó con los disparos de los soldados del ejército británico respondiendo al lanzamiento de piedras -hay fuentes que hablan también de tiros- de grupos violentos de manifestantes, en una jornada aciaga que provocó catorce muertos y decenas de heridos; y tantas otras manifestaciones del horror. 

Y, como corolario de esta atmósfera “externa” invivible, sobresalen también las aportaciones de Radden Keefe sobre el “precio” psicológico pagado por la población civil. Se hablaba del “síndrome de Belfast” para designar una dolencia resultante de vivir en un estado de terror constante, donde el enemigo no es fácil de identificar y la violencia es indiscriminada y arbitraria. Los médicos recetaban sedantes y tranquilizantes para combatir lo que hoy se diagnosticaría como un persistente estado de estrés postraumático. Los cuchicheos, los comentarios de la gente, las miradas aviesas, las pintadas de advertencia o abiertamente conminatorias, los mensajes anónimos intimidantes, formaban parte del día a día de gran parte de los habitantes de Belfast, constituyendo una suerte de “veneno” cotidiano. Como consecuencia, y con idéntico desgaste psicológico, se imponía la cultura del silencio (el título de libro alude a un poema, Digas lo que digas, no digas nada, de Seamus Heaney, Premio Nobel de Literatura en 1995, un católico irlandés muy “implicado” en el conflicto), en la que la reserva y el ocultamiento, el disimulo y el doble juego, el miedo inoculado por las insinuaciones y los avisos, por el chantaje y la coacción, trastornaban las mentes de la población civil. 

Todo ello me permite traer a colación, para cerrar ya mi comentario, la constante “presencia” del País Vasco, revoloteando en mi mente durante la lectura del libro. Con unas dosis algo menores de violencia explícita -el clima bélico imperante en Irlanda, con dos facciones enfrentadas en las calles a tiros, en muchas ocasiones, no se alcanzó, por fortuna, en los peores días de la sangrienta trayectoria de ETA, que sin embargo sembró de cadáveres cuatro largas décadas de la vida en España-, el “universo” que se describe en No digas nada nos resulta fácilmente reconocible a quienes hemos vivido con espanto y repulsión la más cruenta versión del anacrónico nacionalismo vasco -todos lo son, desfasados y “antiguos”, trasnochados y tribales-, que representó ETA y sus complacientes corifeos que, sin mancharse las manos, explotaban los réditos políticos que proporcionaban los asesinatos (recuérdese el siniestro unos mueven el árbol y nosotros recogemos las nueces, del viscoso Arzalluz). El fanatismo étnico; la deliberada invención de ficciones históricas que reconstruyen el pasado para adecuarlo a los propios intereses; la interpretación unívoca y supremacista de una realidad sociológicamente compleja; la repulsiva connivencia de la Iglesia con la “lucha armada”; las proliferación de facciones y escisiones entre los terroristas, capaces de “ajusticiarse” entre sí; la comprobada existencia de grupos y acciones contraterroristas amparadas, en mayor o menor medida, por el Estado; los debates sobre la conveniencia o no del abandono de las armas; los controvertidos intentos de negociación con los asesinos por parte de diversos grupos políticos, son rasgos “macro” que están en nuestra historia reciente e impregnan, también, el relato de Radden Keefe. Desde este punto de vista, la figura de Gerry Adams, reconocido dirigente terrorista, más que presunto responsable de la orden que acabó con la vida de la viuda McConville, con muchos probables delitos de sangre a sus espaldas, incapaz de reconocer siquiera su pertenencia al IRA, artero político del Sinn Féin presentado como adalid de la paz, tachado de cobarde y falaz por sus compañeros de crímenes condenados a pudrirse en las cárceles, con sus vidas destrozadas, mientras el “prestigio” de su “camarada” crecía en una existencia regalada, ese Gerry Adams que es, en la sombra, el auténtico protagonista negativo de la historia de la que se nos da cuenta en No digas nada, recuerda en tantos de los rasgos de su trayectoria vital a su, en cierto modo, álter ego español, el para mí despreciable Arnaldo Otegi. 

Pero es, sobre todo, en el ámbito “micro”, el apegado a la realidad cotidiana de las gentes, en el que el paralelismo “vasco/irlandés” nos asalta reiteradamente y de un modo más notorio en el libro que os comento. La perversa fascinación que ejercía la violencia entre los jóvenes, las calles y plazas tomadas por la “iconografía” terrorista, el odio y el fanatismo, las agresiones, las palizas, los linchamientos, las amenazas, el señalamiento del “enemigo”, la exclusión, el miedo constante, los atentados, las bombas, la imposibilidad de una vida normal para gran parte de la población, esa asfixiante atmósfera en la que hubo de desenvolverse la existencia para muchos vascos en aquellas ominosas décadas, todo ese cúmulo de referencias bien reconocibles para quienes, como es mi caso, se han sentido interesados intelectualmente y estremecidos en su sensibilidad, por los viles efectos de la repugnante y criminal dictadura del terrorismo nacionalista, están también muy presentes en el espléndido libro de Radden Keefe cuya lectura, por tantos motivos, os recomiendo vivamente. 

Os dejo ya con el prometido Sunday Bloody Sunday, una canción magnífica, uno de los grandes éxitos de U2, en un vídeo que, ilustrando los acontecimientos de ese sangriento domingo de enero de 1972, carga las tintas, a mi juicio, sobre una de las dos versiones enfrentadas de los hechos. Dejo, obviamente, a vuestra libertad la búsqueda de información y la formación de un criterio propio sobre el terrible suceso. 


En la playa de la península de Cooley, las máquinas estuvieron excavando durante cincuenta días hasta dejar un cráter del tamaño de una piscina olímpica. Los McConville seguían reuniéndose allí a diario, aferrados a la esperanza de que la tierra pudiera proporcionar alguna pista: un botón, un hueso, una zapatilla, el imperdible que su madre llevaba siempre. Algunas noches se encerraban todos en el coche de uno de ellos y contemplaban el mar de Irlanda y el romper de las olas en la playa. Al final, sin embargo, la búsqueda se dio por terminada. Por lo visto, al dar las coordenadas de la tumba de Jean, el IRA se había equivocado. «Nos pusieron en ridículo», cuando secuestraron a Jean, dijo Agnes, el rímel corrido por las lágrimas. «Y ahora nos ponen en ridículo otra vez.» 

Los hermanos se separaron y cada cual se fue a su casa, pero en todas partes había cosas que les recordaban a su madre. Tal vez no supieran quién había ordenado asesinar a Jean o quién fue el encargado de cumplir esa orden, pero recordaban muy bien aquella noche de diciembre en que unos jóvenes vecinos de Divis habían irrumpido en su piso y se habían llevado a Jean. Los integrantes del comando se habían hecho mayores, se habían casado, tenían familia. De las vueltas que da la vida, esta era cruel: varios McConville ya no recordaban la cara de su madre, dejando aparte la única foto que quedaba de ella, pero sí la cara de los que la secuestraron aquella noche. Una vez, Helen llevó a sus hijos a un McDonald’s y reconoció a una de las mujeres que formaban parte del grupo. Estaba allí con su propia familia. Le gritó a Helen que la dejara en paz. 

En otra ocasión, Michael paró un taxi negro en Falls Road y una vez dentro vio que el hombre que iba al volante era uno de los raptores de su madre. El taxi arrancó. Hicieron el trayecto en silencio. ¿Qué podía decirle Michael? Cuando llegaron a la dirección indicada, pagó la carrera sin decir palabra y se apeó del taxi.
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Patrick Radden Keefe. No digas nada

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