Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 2 de febrero de 2022

IAN MANOOK. TRILOGÍA YERULDELGGER

Hola, buenas tardes. Como todos los miércoles Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, sale a vuestro encuentro con una nueva propuesta de lectura, escogida con criterios de interés y calidad de entre los miles de libros que inundan los anaqueles de nuestras librerías, renovándose de un modo efímero y fugacísimo a razón de más de ochenta mil nuevos títulos cada año. 

Hoy quiero presentaros -y este último término resulta sin duda bastante pretencioso, porque probablemente muchos de nuestros oyentes ya los conozcan- a un muy apreciable escritor del género negro, Ian Manook, y a su más destacada creación novelesca, el muy singular comisario Yeruldelgger, figura principal de una notable trilogía integrada por Yeruldelgger. Muertos en la estepa, Yeruldelgger. Tiempos salvajes y Yeruldelgger. La muerte nómada, los tres libros publicados por la editorial Salamandra en su colección black -de rúbrica explícita- en traducción de José Manuel Fajardo. Las novelas vieron la luz en la Francia natal de su autor en 2013, 2015 y 2016, respectivamente, y en nuestro país en ese 2016, en 2017 y en el pasado 2019, en que apareció el último de la serie. 

Ian Manook, francés de origen armenio, es el seudónimo de Patrick Manoukian. Con más de setenta años ya a sus espaldas, este licenciado en Derecho y Ciencias Políticas por la Sorbona y en Periodismo por el Institut Français de Presse, es un multifacético personaje que ha ejercido de periodista, ha viajado con profusión y publicado artículos y reportajes sobre turismo, ha sido editor y propietario de una agencia de comunicación especializada, cómo no, en autores de viajes, y es responsable de una nutrida obra escrita que incluye guiones para cómics de humor, dos libros de viajes y algunas novelas más cuya cifra crece a un ritmo frenético pues, según confiesa en una entrevista reciente, su hija Zoe le retó a "escribir dos libros por año cada uno con un seudónimo diferente y de género diferente”, tarea en la que desde entonces se ha implicado con intensidad y de la que la saga de Yeruldelgger es su primera consecuencia. Con el primer título de la trilogía que ahora os presento logró el reconocimiento mundial, obteniendo numerosos premios y siendo objeto de infinidad de traducciones a diversas lenguas. Otro tanto ha ocurrido con la segunda entrega, e idénticas trazas lleva la aún incipiente carrera de su tercera y última propuesta. 

Yeruldelgger Khaltar Guichyguinnkhen, de impronunciable nombre mongol, es, como digo, la figura central de una serie que resulta altamente recomendable por, al menos, cuatro grandes razones. En primer lugar, el personaje del comisario, eje sobre el que gravitan las obras, es una formidable construcción literaria, que bebe también de las fuentes de otros autores de la novela policial pero que presenta una bien perfilada y muy atractiva personalidad propia; otro tanto ocurre con el resto de sus colaboradores, el peculiar equipo que lo rodea, cuya presencia dota también de hondura e interés al texto y lo hace especialmente sugestivo. Por otro lado, en las tres novelas se recogen y se recrean con solvencia y originalidad (pero también con elementos merecedores de crítica, a mi juicio) los grandes tópicos del género negro: asesinatos, corrupción, negocios sucios, oscuros intereses económicos, policías venales, prostitución, contrabando, tráfico de mercancías prohibidas, personajes siniestros, mujeres espléndidas y mujeres fatales (a menudo ambas condiciones a la vez), honrados e insobornables defensores de la ley y el orden, por citar solo algunos de los más relevantes. En tercer lugar, las tramas de los libros son envolventes y adictivas (también algo confusas, como luego se verá), llenas de hilos que se desarrollan en paralelo a la línea argumental principal, abriéndose a focos de atracción alternativos, involucrando a diversos personajes y, sobre todo en las dos últimas entregas del ciclo, moviéndose en escenarios muy diferentes, elementos todos que hacen de la lectura una suerte de complejo pero apasionante rompecabezas que obliga al lector -un lector forzosamente “activo” y necesariamente atento- a “conectar” los distintos episodios, aparentemente alejados del núcleo central aunque finalmente convergentes en él. Por último, y en lo que desde mi punto de vista constituye el mayor logro de la creación de Manook, la ubicación de lo esencial de los conflictos y las investigaciones del comisario y de las pesquisas e indagaciones de su muy competente grupo en los misteriosos, fascinantes y bellísimos parajes de la Mongolia más salvaje, natural e incontaminada y de su capital, una Ulán Bator, sucia, oscura, opresiva y agobiante, permite al autor incorporar a sus novelas aspectos de la cultura, la gastronomía, las costumbres, la historia y el sistema de valores de una civilización ancestral, que se debate entre la fidelidad a unas tradiciones y una espiritualidad condenadas a la extinción y la plena incorporación a una modernidad tecnológica, depredadora y consumista, para la que el pasado es un obstáculo que frena el ciego progreso y la riqueza a cualquier precio, en una dimensión de los libros que constituye su mejor rasgo distintivo y que, probablemente, constituye la causa de mayor peso en su extraordinaria repercusión internacional. 

El comisario Yeruldelgger es, ya desde el título de las diferentes novelas, el elemento sobre el que gravita el ciclo entero. Yeruldelgger Khaltar Guichyguinnkhen -en su idioma: Regalo de Abundancia de la familia Perra de Cara Sucia- es el jefe de la Brigada Criminal de Ulán Bator, un hombre ya mayor (en ningún pasaje de sus “aventuras” se menciona su edad exacta, pero sí que está en la segunda mitad de su vida, en su declinar; además, muchas de las personas con las que se encuentra en sus investigaciones lo llaman “abuelo”, y no solo por el respeto tradicional hacia los mayores que imponen las costumbres de su pueblo). Muy baqueteado por la existencia, duro, agresivo, sanguíneo y hasta violento (El comisario hacía tiempo que no era un regalo para nadie), pero también sensible y emotivo, se desempeña como policía en la capital del país, aunque con frecuencia se ve obligado, por la naturaleza de los casos que debe indagar, a desplazarse por los vastos territorios de las estepas y las montañas mongolas. Su carácter torturado, su corazón herido, su odio interior, sus súbitos arrebatos de cólera, su casi perpetua irascibilidad, la frustración de su vida, que se desliza hacia una nada fría y muda, nacen de un momento crucial, anterior en diez años al inicio del primero de los libros: cuando perseguía la pista de los poderosos responsables de un caso de corrupción a gran escala, alguien secuestró y mató a Kushi, su pequeña hijita, para presionarle y forzar su abandono de la investigación. Esa muerte, el abandono y la locura posterior de Uyunga, su mujer, y el distanciamiento e inmersión en las drogas de su otra hija, Saraa, lo destrozaron anímicamente -y lo endurecieron y llenaron de odio-, y desde ese momento chapotea en su vida deshecha, intentando permanecer a flote. Su desengaño existencial, su rabia apenas contenida, su voluntad autodestructiva se manifiestan en una desastrada apariencia física: es un hombretón de gran tamaño y manos enormes al que describe, en retrato esclarecedor y no exento de humor, un novio de Saraa: ¿Un tipo mayor, mal afeitado y con la cara llena de arrugas, visiblemente al borde de una apoplejía de furia y vestido como un adefesio, no podría ser por casualidad tu padre?; pero, sobre todo, su drama se percibe en su íntimo pesar, en la dificultad para seguir manteniendo en un mundo violento y cruel sus nobles principios, su dignidad como ser humano, sus difusas creencias espirituales -a las que luego me referiré- enraizadas en las enseñanzas tradicionales de su pueblo, su bienintencionada voluntad de mejorar las vidas de sus allegados y conciudadanos. Él mismo se define con rotunda clarividencia: Soy un policía viejo y cansado. Pasarme los días persiguiendo a tipos de mierda como tú me ha jodido la vida. He perdido amores, muchos amigos, buena parte de la salud y mucho tiempo; y apostillará, en un corolario de importancia decisiva en la eficacia de su tarea profesional, al punto de que hoy sólo soy un poli desengañado que no tiene gran cosa que perder. Pero es, también, un tipo simpático, un eficiente policía y, en contrapartida, el generador de follones más productivo, creativo y prolífico que conozco, como le dirá una de sus muchas interlocutoras (Ian Manook llena sus novelas de sustanciosos personajes femeninos). 

Junto a él encontramos a Solongo, una muy bella mujer, destacada forense, que vive en su yurta -la construcción tradicional mongola-, levantada en el corazón de la caótica capital. Rodeada en su trabajo de muerte, cadáveres y cuerpos despedazados, aporta eficacia y rigor profesional a las indagaciones de Yeruldelgger, siendo para él, además, en el plano personal, una compañera que equilibra, con su profunda tranquilidad, la áspera dureza del comisario, entrando en sus dolorosas cicatrices como agua sanadora para calmar sus pesadillas. Ambos comparten igualmente el respeto por las antiguas creencias de su país, en una vertiente que, como se verá, resultará fundamental en el desarrollo de las obras. Más “occidentalizada” está Oyun, una guapísima inspectora, que en la primera de las novelas aparece como tenue y secretamente enamorada de su jefe. De vida más mundana, sin tanta conexión con el universo ancestral mongol, amante, no obstante, de su país, aunque escéptica frente a las interferencias de extrañas fuerzas místicas, Oyun es empecinada y concienzuda, decidida y valiente hasta el extremo de arriesgar su vida, por lo que se verá envuelta en muy desgraciadas situaciones en el curso de sus arriesgadas misiones. Más allá de este núcleo principal, hay una pléyade de personajes secundarios de entidad pese a su menor presencia en los relatos: la prostituta Colette, el malvado Erdenbat, el casi niño Gantulga, el agente Zarza, el Nerguii -un sabio y fantasmagórico monje Shaolin-, la enigmática Tsetseg, la libérrima Odval, la siempre al borde de un ataque de nervios teniente Guerléi, la siniestra Madame Sue, y tantos otros… 

Todos ellos dan vida a unas tramas apasionantes, que impiden al lector un mínimo instante de respiro, y en las que, ya se ha dicho, se recrean los lugares comunes de la novela negra. En cada uno de los libros hay tres, cuatro o hasta cinco vías paralelas que Manook abre, en principio sin conexión entre sí, centradas en apariciones de cadáveres, misteriosas escenas de difícil interpretación para la lógica convencional, descubrimientos insólitos, presuntos asesinatos o desapariciones injustificadas que desencadenan las pesquisas desde diferentes frentes, y a veces a cargo de distintos inspectores en localidades y hasta continentes diversos, que acabarán confluyendo en complejos entramados por los que desfilan los grandes temas del noir: corrupción política y policial, espionaje y servicios secretos, crueles e implacables mafias locales, abusos de poder, amplias redes de crimen organizado, fraudes económicos y saqueos empresariales, dirigentes codiciosos esquilmando los bienes públicos con total impunidad, sicarios impasibles y sin escrúpulos, decenas de asesinatos, tiroteos, ejecuciones, torturas y cadáveres despedazados, y, claro está, investigadores “más o menos” intachables e íntegros en lo profesional pero asediados por las dudas, la angustia y otros demonios personales, que intentan resolver los enrevesados casos en ambientes sórdidos y siniestros frecuentados por gentes patibularias de toda condición. Los hilos argumentales se complican y entremezclan, la acción salta de Mongolia a Normandía, de Quebec a Nueva York, de Rusia a Australia, la narración se enreda con la presencia de militares mongoles, policías de jurisdicciones diversas, espías alemanes y británicos, nostálgicos del antiguo orden soviético, fanáticos nacionalistas xenófobos, “ángeles del infierno” pasados de peso añorantes del nazismo, empresarios coreanos, informadores chinos, estrategas uzbekos y kazajos, periodistas franceses, miembros del gobierno, cosmopolitas sicarios y guardaespaldas apátridas, en unas narraciones vertiginosas que acaban por revelar turbios, ilegales e inmorales negocios millonarios, trata de seres humanos, redes internacionales de prostitución, contrabando de mercancías robadas, exportaciones clandestinas de “metales raros”, expolio de minerales y materias primas estratégicos en el nuevo orden mundial, alteración masiva de cursos de ríos con espurios intereses económicos, gobiernos que venden la riqueza de su país, sobornos a cargo de multinacionales mineras de voracidad ilimitada, desvío de fondos, amaños y comisiones millonarias en las concesiones públicas, compra venta de residuos nucleares y otros tantos espeluznantes ejemplos de los intereses geopolíticos más sórdidos y criminales. 

Sin embargo, pese a lo interesante de los temas y la muy talentosa narración de Manook -ritmo ágil, diálogos muy vivos, personajes atractivos, humor sutil pero apreciable, fidedigna ambientación local-, hay algunos defectos que, al menos en mi opinión, rebajan la calidad del resultado final. Hay una cierta previsibilidad en el tratamiento de los asuntos mencionados: ya hemos visto y leído infinidad de veces en el cine y la literatura las mismas historias sobre los poderes ocultos que manipulan y dirigen nuestras sociedades sin que los pobres ciudadanos de a pie siquiera sospechemos su influencia; sobre las tenebrosas fuerzas económicas que depredan el mundo sin otro norte que el del propio beneficio; sobre las oscuras redes que mueven en la sombra los hilos que condicionarán la actuación de nuestros gobiernos; sobre la corrupción de esos mismos gobernantes asegurándose comisiones ocultas de las grandes empresas a las que dispensan un trato de favor, otorgando concesiones y privilegios. Ya hemos visto y leído infinidad de veces novelas y películas del género pobladas de policías enfrentados a su entorno, a sus superiores y a las autoridades; de incorruptibles investigadores abismados en sus miserias interiores que, sin embargo, luchan, ejemplares, contra el mal; de conflictos entre diversas fuerzas policiales, víctimas de los celos, las rivalidades y la ambición profesional; de atractivas mujeres que, desacomplejadas, caen rendidas y entregan libremente sus cuerpos perfectos seducidas por el arrebatador magnetismo de detectives indiferentes; de crímenes aparentemente inexplicables que se resuelven por la casi sobrenatural perspicacia del agudo Sherlock Holmes de turno; de cadáveres descuartizados, de monstruosos psicópatas, de salvajes torturadores, de criminales sin alma; de desprejuiciadas escenas de sexo fogoso y salvaje; de “interrupciones” en el desarrollo normal del hilo argumental que el autor aprovecha para recrearse en la descripción, con toda minuciosidad, de las excelencias de la gastronomía local. Todos estos rasgos están en muchos de los grandes nombres del género y todo ello está también en la serie de Yeruldegger, que incluso, peca de una cierta artificiosidad en lo que puede tener de más original: la frecuente y algo impostada presencia de citas cultas -Dino Buzzatti, Victor Hugo, bastantes poetas franceses, Irène Némirovsky, Isaac Bashevis Singer, Sófocles-; el poco verosímil recurso a inmateriales “espíritus” (valga el pleonasmo) o a imprecisos chamanes -que se vinculan a la filosofía ancestral de los monjes mongoles- para resolver “escenas” de difícil explicación racional (derribo de helicópteros por la imposible acción de un hombre desarmado, seres vivos en apariencia inmunes a los disparos, que siguen vivos tras ser tiroteados mortalmente, animales de condición casi mitológica de presencia sin embargo real y hasta “consciente”, lobos humanizados, voces de ultratumba que guían los pasos de los personajes, sueños premonitorios que encierran la clave de un misterio largo tiempo estudiado, movimientos imperceptibles pero categóricos a lo “Kung-fu” que inmovilizan al amenazante enemigo fuertemente armado, y tantos otros recursos esotéricos…); casualidades improbables, cogidas por los pelos, que permiten la aclaración de enigmas o el discurrir de las pesquisas en unas vueltas de tuerca de la acción que no podría avanzar sin ese recurso fácil y en el fondo tramposo (una placa metálica que, guardada bajo las ropas, impide el paso de la bala mortal; una foto de relevancia sustancial en la trama que sólo llega a verse cuando por azar cae de entre unos papeles que se van al suelo tras un tropezón difícil de explicar; entre otras…) 

Pese a estos condicionantes menores que, para mi gusto, desmerecen el valor final de los libros, las tres narraciones son trepidantes y su lectura atrapa y subyuga. En Muertos en la estepa el desencadenante último de la trama reside en los metales raros, diecisiete elementos de la tabla periódica con propiedades extraordinarias e incalculable valor por su indispensable presencia en la producción de las tecnologías más actuales (eólicas, motores híbridos, paneles solares, nuevas aleaciones), abundantes en el subsuelo mongol, que despiertan la codicia de opacos grupos económicos y el ambicioso interés de más de un político corrupto. Tres geólogos chinos y dos prostitutas aparecen torturados con ensañamiento y salvajemente mutilados y asesinados en una fábrica abandonada de Ulán Bator. A la vez, a decenas de kilómetros, en la desolada y hermosísima estepa mongola, unos campesinos desentierran por azar el cuerpo de una niñita, sepultada junto a su triciclo cinco años atrás. Yeruldelgger y su equipo iniciarán las investigaciones para esclarecer los hechos, unas pesquisas que los llevarán a adentrarse en una complicada red con infinidad de derivaciones en una sucesión de apasionantes vicisitudes que incluyen la presencia de una banda de nazis autóctona, el ilegal doble juego de algunos destacados miembros del Departamento de Policía, la proliferación de crímenes, venganzas y represalias, ejecuciones y torturas despiadadas, dantescos episodios en las cloacas de la ciudad, y, como telón de fondo, la siniestra implicación de gobiernos y poderosos lobbies chinos, coreanos, rusos y mongoles, también europeos o canadienses, en unos negocios cruciales en el actual equilibrio geopolítico del mundo. Manook hace repetir a uno de sus personajes la frase del dirigente chino Deng Xiao Ping: Los árabes tienen petróleo, ¡nosotros, los minerales raros!, poniendo de relevancia así, de modo explícito, una de las claves del libro. 

La acción de Tiempos salvajes transcurre un año después a estos acontecimientos. Abierto, como ocurre en el resto de los libros, a diversas subtramas simultáneas, el relato incluye un cadáver que aparece a lomos de su caballo y sepultado por un yak caído del cielo, todos congelados, en las vastas extensiones de la Mongolia desértica; un hombre muerto sobre una pared rocosa a la que solo puede haber llegado si se precipitó desde las imposibles alturas; el cuerpo de un individuo, asesinado hace diez años, encontrado en una gravera; los cadáveres de siete pequeños, muertos de sed encerrados en un contenedor en el puerto de Honfleur, en Normandía, en una historia rocambolesca mezclada con una novela de John Le Carré [que] implica a las cancillerías alemana e inglesa, al M16, al BND, un enrevesado puzle que incorpora tráfico de niños, contrabando de mercancías robadas (vino, champán, perfumes, cosméticos), mafias policiales, monstruos sociópatas, militares corruptos, ciudades fantasma indetectables incluso para Google Maps, minas de uranio clandestinas en la región de las tres fronteras entre China, Rusia y Mongolia, y por el que se cuelan figuras y episodios de la vida real, como Vladimir Putin o su “enemigo”, el oligarca Jodorkovski, deportado por aquel en Krasnokamensk, la mencionada ciudad, devorada por la radioactividad (aquí comemos uranio, bebemos uranio y respiramos uranio), y que con una esperanza de vida de cuarenta y dos años es el lugar favorito del régimen ruso para “ablandar” a sus opositores. Esto comienza a parecer una madeja enredada, afirmará uno de los personajes, y, en efecto, la abundancia de vertientes, implicaciones, escenarios, personajes, intereses, ramas secundarias y líneas de desarrollo en la novela hace que, en ocasiones -y esta es otra de las deficiencias de la trilogía, muy acusada en el segundo y el tercer libro; el primero es casi perfecto-, el lector se suma en un cierto caos, pérdidas las referencias que le permitan ordenar aquella inextricable amalgama de informaciones aparentemente heteróclitas. 

Esta sensación de vorágine provocada por el exceso de frentes abiertos por la ambiciosa arquitectura urdida por Manook en sus novelas, es especialmente notoria en la tercera, La muerte nómada, cuya acción transcurre cuatro meses después de los hechos narrados en la anterior. Una enigmática mujer mayor busca a su hija desaparecida; otra mujer, más joven, quiere saber quién es el hombre quemado vivo en su yurta calcinada; unos jóvenes artistas de excursión en la luminosa estepa mongola se encuentran con un cadáver dispuesto con una parafernalia que hace pensar en un crimen ritual; cuatro cuerpos, con los miembros destrozados, aparecen bajo una extraña alfombra en una carretera de un perdido valle rural; una geóloga canadiense informa de la desaparición de uno de sus colegas; un millonario mongol, corrupto directivo de un organismo público, es defenestrado en un rascacielos neoyorkino, un directivo australiano de una compañía minera es encontrado muerto en Perth y sus últimos momentos son retransmitidos por televisión; una huidiza y poderosa mujer alemana campa a sus anchas por Ulán Bator dejando a su paso un rastro de cadáveres. Esos son algunos de los hechos que, de un modo u otro, acaban convergiendo en la figura de un Yeruldelgger que, supuestamente retirado de sus funciones policiales, busca el reposo y la tranquilidad de su alma, la redención y la armonía, en unos parajes perdidos en el interior de la Mongolia más remota e inaccesible. Ramificada en vías que parten de tantos focos diversos, la trama se pierde -y el término es apropiado, como ya hemos visto- en un conglomerado algo caótico de maquinaciones, conflictos, negocios turbios, enredos, intrigas, implicaciones políticas que afectan a las más altas esferas del poder local, repercusiones económicas que involucran a los servicios secretos y el espionaje de media docena de países, en un mosaico construido con decenas de personajes y situaciones que se entremezclan y conectan entre sí con el consabido fondo de corrupción institucional, especulación, ultranacionalismo fascista y fraudes empresariales de magnitud internacional, con las minas de oro, uranio y metales de importancia estratégica como eje central. Todo ello aderezado con la habitual profusión de crímenes y descuartizamientos, suspicacias entre policías enfrentadas, referencias cultas, gotas de humor inteligente, refinadas recetas de platos exóticos y sabrosas escenas de sexo convenientemente espolvoreadas en el relato. 

Pero donde la propuesta de Manook revela su sobresaliente originalidad es, como ya he anticipado, en la muy verosímil ambientación de las historias en los sugestivos paisajes de Mongolia, tanto los urbanos, con una Ulán Bator de perfiles casi apocalípticos, como, sobre todo, los rurales, en los que brillan las descripciones de la naturaleza salvaje de la inmensa estepa y los interminables desiertos del exótico país del Asia Central. Y todo ello salpicado con constantes y muy atractivas referencias a la historia, las costumbres, la cultura y la realidad mongolas, en un permanente juego -en realidad una tensión irresoluble- entre tradición y modernidad. Ulán Bator se dibuja como una ciudad fea, hecha de piedra y polvo progresivamente sustituidos por hormigón y cristal. Segunda ciudad más contaminada del mundo, los personajes de las novelas se mueven entre efluvios de gasolina pésima y mal quemada, sin visión más allá de diez metros de distancia a causa de una neblina amarilla que asfixiaba la ciudad desde el amanecer. Las moles de edificios altos y rotundos, espantosos vestigios de la más gris arquitectura soviética, son el contrapunto “externo” de la miseria de las cloacas que atraviesan la ciudad dando albergue a miles de personas sin hogar que habitan en ellas entre pestilencia, inmundicias, cucarachas y ratas, en un universo de criminalidad subterránea. Pero podemos ver también una ciudad que iba ya en fuga hacia un porvenir desenfrenado y también completamente materialista, con restaurantes de lujo, modernos gimnasios, discotecas luminosas y reveladores atisbos de bienestar material. 

En contrapartida, está también la Mongolia de la perfección de las tierras infinitas y las encrespadas montañas, en las que Yeruldelgger se deleita contemplando una yurta blanca plantada libremente en la estepa, una mujer con un deel de satén azul ocupándose de las ovejas, un hombre inmóvil a caballo con su larga urga -la lanza tradicional- horizontal bajo el brazo, unos jinetes galopando al viento entre el sudor de sus caballos y el redoble de los cascos, o unos niños curtidos por el sol frío corriendo detrás de un perro amarillo con el rabo entre las patas. Es la Mongolia de la cultura nómada hecha de misticismo y comunión con la naturaleza, la Mongolia primordial y romántica pero que muestra también su envés, agresivo y rudo, la Mongolia que llegó a reinar sobre la cuarta parte del mundo y que ahora, ante la mirada desesperanzada y triste de un derrotado Yeruldelgger, se encuentra en una encrucijada, después de un pasado histórico glorioso con Gengis Kan, una cultura nómada que ha durado más de mil años, tres generaciones seguidas de régimen soviético muy duro, y luego un sistema liberal capitalista a la china, en una muy resumida síntesis de una convulsa historia que, en sus muchos detalles de imposible comentario ahora, se desarrolla en los tres libros. Ian Manook describe de manera magistral ese desgarrador contraste entre un mundo idílico, bucólico, inocente -más allá de su salvajismo natural-, condenado a desaparecer, y otra realidad que se impone, deshumanizada, cruel, carente de raíces y principios. 

La visión nostálgica comparece en la descripción de los rituales (los protocolos de alineación de los muebles en las yurtas, las ancestrales fórmulas de cortesía al entrar en las casas, la protección de los viajeros mediante gotas de leche que quienes los despiden deben salpicar hacia los cuatro puntos cardinales, las estrictas prescripciones en la preparación de las apetitosas comidas, las reglas de respeto y decoro en los enterramientos, la conservación de los patronímicos vinculados al clan, los eficaces ungüentos y remedios tradicionales para curar las enfermedades, entre otras muchas cosas de viejos que constituyen, sin embargo, los vínculos que nos unen). Pero, sobre todo, se refleja en la frecuente apelación a una dimensión espiritual, en el misterio de las inexplicadas conexiones entre lo que está dentro de nosotros y lo que ignoramos, en el misticismo de los monjes shaolin, en la influencia de fuerzas desconocidas y las interacciones con espíritus de poderes sobrenaturales, en la presencia de un conocimiento anónimo, una suerte de divinidad que vela por las almas buenas, en la vigencia de leyendas milenarias. 

Las tres novelas están repletas de ocasiones en las que se enfrentan los valores, ya en franca retirada, de esa sociedad primitiva -la belleza, la elegancia, la libertad, el respeto, la sabiduría, la humanidad, la compasión, la concordancia con la naturaleza- con los despiadados intereses de un mundo mercantilizado, egoísta, ruin, violento, materialista y desprovisto de humanidad, como en este largo pero significativo fragmento que describe el presente de la capital: Niños embutidos en sus falsas parkas de marca, pero con el cuello grande abierto. Bonzos con los pies desnudos en sus sandalias, tan escasamente vestidos a treinta bajo cero como durante el sofocante verano. Nómadas con sus deels acolchados, inmóviles, como perdidos en medio del gentío vestido a la occidental. Neones a la europea, apagados, por encima de rótulos en cirílico. Vendedores ambulantes ilegales, delante de cualquier tienda. Puestos de kuushuurs y de buzz, humeantes de vapores grasientos y olorosos, y claveteados de reclamos que invitaban a beber el último refresco light de moda. Las caras de los ancianos nómadas, lijadas por el viento y el invierno, y las de las mujeres jóvenes, cargadas de maquillaje y rímel. Un mundo, complementario y discordante a la vez, que el tráfico descontrolado arrastraba en su flujo como un canto rodado. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar para que todos ellos acabaran convertidos tan sólo en los granos de arena de una misma playa, a orillas de un río desecado por el dzud en la eternidad de la estepa? Y ello aflora también en el curso de las investigaciones, en las que las intuiciones chamánicas de Yeruldelgger, siempre acertadas, son compatibles con la proliferación de smartphones, en las que los testigos se dejan llevar por el influjo de las series policiacas -CSI: Miami- que ven en sus yurtas dotadas de antenas parabólicas, en las que los inspectores manejan con soltura bases de datos en internet y rastrean los perfiles de los sospechosos en sus tecnologías punteras… 

En fin, fuera ya de tiempo, no queda más que volver a recomendaros esta espléndida trilogía protagonizada por el comisario Yeruldelgger y escrita por el francés Ian Manook. Son muchos, como veis, los motivos para decidirse a leerla. Os dejo una pieza musical innominada del director y compositor mongol Enkhtaivan Agvaantseren, al que se alude en una escena del primer libro. 

Hacía un día magnífico para celebrar el gran naadam. Un sol radiante había cristalizado el cielo de un azul intenso como si fuera un vitral emplazado sobre las cañadas verdes y amarillas del Terelj. Visitantes y concursantes habían llegado pronto por la mañana para plantar sus yurtas blancas. Se habían desparramado por el valle que había delante del rancho, distanciados un poco los unos de los otros. Unos niños de semblante adusto, vestidos con casacas de colores vivos, aguardaban a sus caballos mientras miraban, envidiosos, cómo se entrenaban los luchadores. Éstos eran todos hombres jóvenes, altos y fornidos, corpulentos, pero sin músculos marcados. Con sus cuerpos lisos y sin pelo y sus caras redondas de angelote parecía que estuvieran gordos en lugar de fuertes, aunque la gente, tanto hombres como mujeres, sólo tenía ojos para ellos. Llevaban un calzoncillo ajustado, rojo o azul, escotado por encima de las caderas, y el sombrerito tradicional, de terciopelo bordado y con forma de cono puntiagudo, sobre los cabellos recogidos a la manera de los sumos. Iban calzados hasta la mitad de la pantorrilla con botas de cuero de tacones de goma, trabajadas con motivos y símbolos de gran belleza. Llevaban cubierta la espalda con una chaquetilla del mismo color que el calzoncillo. Anudada con una cuerda fina sobre el vientre, la ligera vestimenta dejaba todo el pecho y la barriga al descubierto para evitar una humillación legendaria como la de la princesa que se hizo pasar por luchador, aplastando sus pechos con un pañuelo apretado bajo la túnica cerrada, y derrotó a todos los machos viriles que aspiraban al título de «titán». 

Habían plantado palos pintados de blanco para colgar guirnaldas con pendones amarillos y blancos, los colores de Gengis Kan, y por los grupos de altavoces sonaba música tradicional y fragmentos sinfónicos de Enkhtaivan Agvaantseren. La mesa de los jueces, alrededor de la cual se agolpaban los luchadores para inscribirse y poder participar en el sorteo, estaba situada entre dos postes. Los espectadores y los apostadores dejaban sus vehículos en el aparcamiento improvisado sobre la hierba, para reagruparse en torno a los concursantes. Todos llevaban sus deel de colores más hermosos, bordados con motivos tradicionales. Un poco apartadas, las mujeres calentaban calderos con aceite para echar pronto las empanadas de cordero cebado. Al abrigo del hedor de la fritura, alejada del escándalo nasal de los altavoces, se había instalado una mesa, cubierta con un mantel blanco, debajo de un dosel de seda amarilla. Aunque una tradición olvidada pretendía que no se bebiera delante de los luchadores, la mesa estaba cubierta de champán francés y vodka polaco. Las cervezas estaban al alcance de la mano, debajo de la mesa, dentro de las neveras. 

Erdenbat se pavoneaba en medio de sus invitados ilustres y de la delegación de empresarios coreanos. La media docena de periodistas, enviados por el periódico y la cadena de televisión de los que era propietario el señor del lugar, delataba su presencia con sus equipos y sus prisas diligentes. 

De pronto trajeron los caballos y la excitación se apoderó de los asistentes. Los chicos se convirtieron en el centro de interés de la muchedumbre, incluidos los luchadores, que los animaban a montar. Los jinetes tenían entre cinco y doce años. A veces los luchadores se divertían haciéndolos montar a lomos de sus animales con una sola mano. Luego los chicos formaron varios círculos para entretener a sus caballos y excitarlos, entonaron cantos estridentes y agridulces, se pusieron en línea y a la señal de un anciano respetable lanzaron sus monturas a galope tendido a lo largo de una quincena de kilómetros, acotados por los todoterrenos suicidas de parientes y seguidores, que asustaban a los caballos tanto como animaban a los niños. El inicio de la carrera despertó el fervor de la multitud. El ganador regresaría al cabo de una o dos horas, si es que su caballo lograba evitar meter las patas delanteras en algún hoyo de marmota que lo enviara a partirse la crisma contra el suelo. Sólo los arqueros y arqueras, bien apartados y de espaldas al resto para no poner en peligro a nadie, continuaban ajustando sus tiros de sesenta y setenta y cinco metros de distancia. 

A Yeruldelgger le gustaban los arqueros. Él había sido el mejor del monasterio. Le gustaba sentir la tensión de los músculos cuando preparaba el arco y lo sujetaba, y el vacío absoluto que uno debía crear en su interior para que la mano no temblara. Él tenía la corpulencia para haber sido un buen luchador, pero prefería el arco. En el naadam, sin embargo, éste se había convertido en el deporte de las mujeres. Los hombres tiraban cuarenta flechas a una diana situada a setenta y cinco metros. Las mujeres, menos de la mitad de las flechas a dianas emplazadas a sesenta metros. Pero los hombres que tiraban eran todos viejos. Pocos jóvenes querían practicar aquel deporte femenino. Y ningún arquero conseguía plantar todas sus flechas en la diana. Era raro que un concursante escuchara, a cada tiro, el canto agudo del juez que gritaba su puntuación. 

Al final del primer año en el monasterio, Yeruldelgger clavaba todas sus flechas en la diana. Era un arquero sin parangón. Para entrenarlo, el Nerguii de la época colocaba dianas al fondo del bosque y Yeruldelgger debía encontrar la línea recta que lo atravesara entre troncos y ramas. No había tocado un arco en mucho tiempo, pero tras su última estancia en el monasterio sabía que la potencia y la precisión de su tiro permanecían intactas. Eso era lo que había vuelto a enseñarle el Nerguii: «Todo permanece siempre en nosotros, somos nosotros quienes olvidamos.» Observó por última vez la escena desde lo alto de la colina: un naadam en el campo como los que había frecuentado durante su juventud. Cada mongol guardaba dentro de sí algún recuerdo inolvidable del naadam: la primera curda, el primer beso, el primer amor, la primera pelea, la primera herida, una ruptura, la soledad infinita en medio del gentío... No había duda de que ese naadam iba a marcar también la vida de Yeruldelgger.

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Ian Manook. Trilogía Yeruldelgger

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