Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 16 de febrero de 2022

COLIN HARRISON. MANHATTAN NOCTURNE; HAVANA ROOM; UN MAPA PARA UN CRIMEN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada semana os proponemos una sugerencia de lectura. Hoy llegamos a la penúltima entrega del ciclo de novela negra que, durante un total de cinco semanas, está protagonizando nuestras emisiones. 

En el caso de esta tarde quiero ofreceros una triple recomendación que pueda llenar conveniente y placenteramente las muchas horas libres que se presentan en el horizonte inmediato, con el paréntesis carnavalesco al alcance de muchos de vosotros (¡y  la Semana Santa no está tan lejos...!). Se trata, en efecto, de tres libros de un mismo autor, el norteamericano Colin Harrison, que resultan pertinentes no solo porque su extensión -casi 1.300 páginas entre los tres- los hacen especialmente propicios para las que pueden ser largas jornadas de descanso, sino también porque su temática -son thrillers de lectura irresistible- es, quizá por su mayor ligereza (en apariencia), idónea para una lectura despreocupada y más ágil, como la que reclama el tiempo de una cierta holganza vacacional.

Manhattan Nocturne, Havana Room y Un mapa para un crimen, que esos son los títulos de las tres novelas, se publicaron originariamente en Estados Unidos en 1996, 2004 y 2017, respectivamente, las dos primeras con el mismo título con el que han aparecido en nuestro país y la tercera bajo la rúbrica de You belong to me, de insólita traducción española. La peripecia editorial de las novelas en España ha tenido algunos vaivenes. Manhattan Nocturne ya se había publicado en la editorial Salamandra en 1998, y Havana Room en Mondadori en 2005, en ambos casos sin una especial repercusión ni de público ni de crítica. El lanzamiento de Un mapa para un crimen, la más reciente obra de Harrison, en 2020, ha llevado a la editorial Navona, responsable de ella, a reeditar las otras dos ese mismo año, cosechando, esta vez sí, un mayor impacto mediático. Las tres obras se presentan con idéntico prólogo del escritor y crítico literario Rodrigo Fresán, un texto interesante y muy personal, como de costumbre en el argentino. En el caso de Havana Room la editorial ha optado por dar cabida al libro en su colección Los ineludibles, muy cuidada formalmente, con su cubierta de tela y su elegante cinta marcapáginas. Las traducciones son de Eduardo Hojman, la de Manhattan Nocturne, rescatada de la versión de Salamandra; Santiago del Rey, para Un mapa para un crimen; y Aurora Echevarría Pérez, la de Havana Room, recuperada también de la edición en Mondadori, aunque en esta actual de Navona se han hecho numerosos cambios, no siempre para mejor. Así, ahora se ha optado por el uso constante de “la van” en vez de “la furgoneta”; por sustituir “zumbante” por “zumbadora”; por obviar un descontextualizado “tableado” reemplazándolo por el más oportuno “cableado”; por evitar, en una enumeración de objetos en la basura, “sandías” y preferir “restos de sandía”, por poner algunos ejemplos de las muchas y no siempre demasiado comprensibles modificaciones. Además, los años, que en la traducción primera se presentaban en letra, se pasan convenientemente a cifras; se actualizan los acentos, haciendo desaparecer las tildes en vocablos como ésas o sólo, y se retoca la puntuación. En fin, no sé si se trata de pulcritud y rigor de la editorial o de algún más oscuro criterio comercial relativo a la vigencia de los derechos de reproducción, aunque algo extraño hay en el hecho de que en el colofón del libro se haga constar que El editor no ha podido localizar a la traductora, a quien en tono caso reconoce sus derechos sobre esta versión española. ¿Se le reconocen sus derechos y se cambia su traducción? ¿Y cómo se le liquidarán esos derechos si no se la ha podido localizar? En fin, un buen caso para Sherlock Holmes. 

Colin Harrison es un escritor y editor (ha publicado a la plana mayor de la “nueva” literatura norteamericana: David Foster Wallace, Jane Smiley -que aparecerá aquí dentro de algunos meses-, Russell Banks, Jonathan Franzen, entre otros) que cuenta con ocho novelas, incluidas las hoy seleccionadas, en su haber. Todas, al parecer -yo solo he podido leer estas tres-, tienen como escenario Nueva York -protagonista esencial, sin duda, en los títulos que ahora os comento- y, en su mayoría, se inscriben en el género negro, aunque con una singular e interesante reelaboración de sus lugares comunes y sus tópicos más reconocibles. Como bien ha sabido ver Fresán en su estudio preliminar, no estamos ante un “formato” de novela detectivesca en la que un investigador de mente privilegiada es capaz de desentrañar, casi en el mero y muy abstracto plano de su pensamiento, enrevesadas tramas hiladas por inextricables lógicas, cuyo paradigma lo constituyen las aventuras del talentoso y cerebral Holmes o del agudo psicólogo Poirot, sobre los que gravitan los relatos de Conan Doyle o de Agatha Christie, en un modelo de literatura policial absolutamente ajeno al universo de Harrison. 

No nos hallamos tampoco, aunque en este segundo caso sí que hay una mayor cercanía del “prototipo” con los libros que esta tarde os presento, frente a narraciones que nos muestran a investigadores como Sam Spade y Philip Marlowe, independientes, escépticos, duros, incorruptibles, cínicos, solitarios, mujeriegos en el mejor sentido de la palabra (en estos tiempos puritanos hay que poner muchas vendas previas a las ficticias, o en el mejor de los casos minúsculas, heridas que hacen bramar a personalidades picajosas permanentemente ofendidas), en apariencia impasibles aunque con una apreciable sensibilidad, “duros encajadores”, que se mueven como peces en el agua -no sin dejar de recibir golpes de unos y otros- entre los corruptos y sórdidos ambientes de la delincuencia -de altos y bajos vuelos- en las novelas de Dashiell Hammet y Raymond Chandler. 

En el caso de los protagonistas de Colin Harrison -las tres novelas son distintas, en personajes y argumentos, pero tienen muchos nexos en común- estamos ante individuos normales, que ni están vinculados, por profesión, familia, costumbres o posición social, con el crimen, ni, mucho menos, son detectives profesionales. No hay en ellos, en principio, nada de oscuro o torturado, de siniestro o malévolo, de sombrío u opaco, nada de prohibido o proscrito; nada de “negro”, pues, en sus ordenadas realidades. Sus vidas, convencionales y hasta banales, más allá de que se desenvuelven en ámbitos económicamente más que desahogados, no rozan siquiera los difusos límites en los que, en ocasiones, legalidad e ilegalidad, orden y transgresión, decencia y delito se confunden. Un periodista, en Havana Room, y dos abogados, en las otras dos novelas, de relativamente apacible vida familiar (en Un mapa para un crimen, el personaje principal es, empero, divorciado y sin hijos), éxito profesional y más que acomodada existencia, “triunfadores”, pues, en cierto sentido, se ven envueltos a su pesar, por algún desafortunado azar, casi siempre relacionado con la aparición de una mujer (una mujer “fatal”, en otro de los tópicos del género que Colin Harrison reescribe con maestría, como luego veremos), en negocios turbios, incidentes peligrosos, crímenes truculentos, peripecias clandestinas y transacciones arriesgadas, que no solo afectarán -desmantelándolos de arriba abajo- a los parámetros en los que hasta ese momento se desarrollaba su plácida vida normal, resquebrajando carreras profesionales y estructuras familiares, rompiendo hábitos y pautas de conducta conocidas, destruyendo las referencias consabidas que los habían sostenido hasta entonces, sino que, como consecuencia de este “extrañamiento” forzoso, mostrarán resquicios ocultos de unas almas aparentemente seguras y asentadas, equilibradas y satisfechas, pero que a partir de ese inesperado acontecimiento, ese punto de inflexión desafortunado, revelarán sus debilidades, su desconcierto, sus dudas, sus inseguridades, sus miedos, su confusión, lo precario de la supuesta estabilidad, profesional, familiar, económica, moral y hasta de identidad, sobre la que sustentaban su, a la postre, frágil equilibrio vital. Debo confesar -reflexionará un perplejo Bill Wyeth, sobre el que gravita Havana Room- que mientras presenciaba cómo se escabullía cada fragmento de mi vida, mi trabajo, mi matrimonio, mi hijo, mi casa, mi dinero, mis amigos, sentía una curiosidad malsana por saber qué iba a quedar al final. Tras el brutal “impacto”, el ordenado y familiar “yo” de los protagonistas se “cuarteará” permitiéndoles atisbar el yo que desea embarcarse en un diálogo secreto con todo el mal que hay en la naturaleza humana. Este planteamiento, común, ya se ha dicho, en las tres obras (aunque de un modo más tenue y matizado en la última), las emparienta (como ha hecho ver la crítica y es evidente desde el principio para quien conozca la referencia) con La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe, aunque sin el cinismo y la frivolidad superficial que tanto aborrezco en las novelas del “nuevo periodista” dandi. 

Esa explosión que trastoca sus cómodas existencias, ese descenso a los infiernos de Porter Wren, Bill Wyeth y Paul Reeves, los tres infortunados personajes centrales de las respectivas novelas, se producen a causa directa o con el concurso necesario de una femme fatale, ese arquetipo afortunado de la literatura y el cine criminales. Las mujeres de Harrison deberían presentarse, siempre, de nuevo es Rodrigo Fresán el que habla, con una señal de warning! tatuada en sus cuerpos siempre a desnudar, por lo que, claro, ya será demasiado tarde cuando se reciba esa advertencia y consejo de alejarse lo más pronto de esas zonas de catástrofe con piernas largas y mirada profunda. Muy al contrario, nuestros ingenuos y esperanzados y en el fondo desconcertados héroes se acercarán, despreocupada y peligrosamente, a esas fascinantes e irresistibles Allison Sparks, Caroline Crowley (¿Puede uno enamorarse de una creación literaria? Pregunta retórica, claro que puede, y hasta llegar al sufrimiento por su obvia inaccesibilidad; y no digo nada si quien la encarna en el cine, luego hablaremos de la película, es la irreal -en el sentido de solo concebible en la imaginación- Yvonne Strahovski) y Jennifer Mehraz (aunque en este caso, la trágica influencia femenina es más tangencial) que los atraerán, los seducirán, los harán caer rendidos a sus pies, para luego desarbolarlos y arruinar sus vidas (en casi todos los sentidos), en un esquema idéntico que, con ligeros matices, se repite en cada una de las tres novelas. Cada una a su manera -de un modo deslumbrante y arrebatador, capaz incluso de “dañar” al lector en su sillón, en el caso de Caroline Crowley-, aparecen en las tramas sin, en apariencia, ningún signo ostensible que las distinga como depredadoras mantis religiosa, para aniquilar a sus involuntarias víctimas. Y es que las mujeres de Harrison, a diferencia de otros ejemplos similares en la literatura negra, no son consciente y voluntariamente funestas. Tampoco son mosquitas muertas, cierto es. Pero se trata de mujeres relativamente normales, de belleza extrema, claro, de atractivo magnético, de encanto arrollador, que, casi sin pretenderlo, encandilan, enredan y -el fatal destino del hombre inteligente hipnotizado por la belleza- “arrasan” a su maravillado, y a esas alturas de la historia ya entregado, aunque suspicaz, admirador (no estaba entero, sólo era una colección de fragmentos que esperaban, por así decirlo, a que ocurriera algo, algo inesperado). 

Todo ello -la resplandeciente aparición de las “bellas” y el correlativo hundimiento de sus víctimas, pero también las tramas policiacas, el crimen, las investigaciones, los misterios por resolver, el encadenamiento de episodios narrados en un electrizante flujo de lances que impiden al lector abandonar las páginas de las respectivas novelas- transcurre en un Nueva York a la vez oscuro y fascinante, maravilloso y siniestro, palpitante, luminoso y febril, inquietante y seductor, fulgurante y ominoso, elitista y marginal, un abigarrado universo de contrastes (lo burbujeante y decadente de Nueva York) cuya presencia, de mucha más entidad que la de un mero telón de fondo para la acción, constituye otro de los grandes alicientes de la serie. Y esta fotografía de la ciudad, interesante en sí misma porque la refleja en toda la contradictoria variedad de mundos que alberga, es aún más importante porque se abre a lo que podríamos llamar la “dimensión sociológica” de las novelas, que nos permiten, además de sus restantes valores meramente literarios, conocer la sociedad neoyorquina (el degradado escenario que definimos como civilización urbana norteamericana) de las últimas dos décadas (o incluso de los dos últimos siglos, y no exagero, porque en un largo fragmento que os dejo en su integridad al término de esta reseña, Harrison, que demuestra conocer muy bien Manhattan, aunque viva en Brooklyn, resume en tres intensas páginas y a través de un hilo conductor vinculado al mercado inmobiliario, muy presente en las novelas, la historia entera de la gran capital del mundo). 

En las novelas de Harrison está el Nueva York del glamour, del poder, del dinero, de los negocios, de la prosperidad y la clase social alta, de la especulación y los privilegios, el mundo de la prensa, de la política -¡en Manhattan Nocturne aparece incluso, en un fugaz “cameo”, el alcalde Rudolph Giuliani!-, de los artistas, las celebridades del cine, el deporte y la televisión, de la “gente guapa”, en su universo de lujo, de apartamentos inmensos, de limusinas ostentosas, de locales exclusivos, de fiestas suntuosas, de entregado personal de servicio -chóferes, porteros, secretarios, guardaespaldas-, de esmóquines y relojes de pulsera de diez mil dólares. Pero está también el submundo criminal, los barrios de aluvión, tristes y violentos, los vecindarios obreros de casas de ladrillo adosadas, las modestas viviendas construidas por debajo del ruido y la contaminación de las autopistas elevadas, los guetos marginales en los que hasta los niños van armados, los inaccesibles círculos de las mafias de negros, portorriqueños y chinos, los solares repletos de tapacubos, envases de cartón de aceite de 10/40W, vasos de batidos, bolsas de vómito de niños mareados, gorras de los Yankees perdidas, pañales usados, colillas, botellas de cerveza, cintas de casete desechadas, condones, restos de sandías, tapas de radiador y Dios sabe cuántas cosas más que caen o arrojan los coches y camiones tras su paso, el Nueva York de la miseria y la discriminación, el de los muelles de carga, los locales de masaje, los “dormitorios” de los homeless, los inconcebibles subterráneos en donde se refugian los excluidos, los sótanos y los espectáculos de striptease, las casas de apuestas clandestinas y los fumaderos de crack (en la ciudad hay esas fisuras, profundas grietas en el paisaje por las que se cuela lo malo). Como escribirá el periodista Porter Wren, el hedor de la basura y el tintinear del oro. Y en medio de ambos mundos, la enorme masa anónima, la que llena a la hora del almuerzo el Havana Room, abogados, policías, corredores de bolsa, conductores de taxi paquistaníes, porteros de edificios, prostitutas, traficantes de espacio y corredores de deudas, mordedores de sexo y devoradores de mentiras—, en otras palabras, precisamente la gente que ha hecho siempre de Nueva York la ciudad tan espléndida que es

Y en ese bullicioso y palpitante microcosmos se desarrollan los argumentos de las novelas, que incluyen fraudes inmobiliarios, negocios oscuros, intereses económicos ilegales, escándalos periodísticos, inversores falaces, sociedades opacas, crímenes truculentos, tragedias, venganzas, delitos, perversiones, cadáveres escondidos, tórridas aventuras sexuales, en los que, indefectiblemente, se verán envueltos los desamparados protagonistas que aportan, claro está, el contrapunto moral a tanta degradación. Desamparados, hay que decirlo… y sentimentales, porque en las tres novelas pueden resaltarse apreciables matices de melancólico romanticismo, pues la sucesión de infortunios que “devasta” a los personajes está hecha de dolor, de desilusión y desesperanza, de traición, de culpa, también de redención, de algo parecido, en fin, al amor, a un desencantado amor. He mencionado antes a Tom Wolfe, pero aquí no hay rastro del cinismo y el artificio de sus personajes; los de Harrison son más humanos, más sensibles, más cercanos; con ellos cabe, más fácilmente, la identificación. Aunque en las tres novelas, como también en Wolfe, el dinero mueve el mundo, la codicia, en mayor o menor medida, la última ratio que guía los comportamientos de los individuos. 

Hundimientos vitales, mujeres deslumbrantes y aciagas, el poliédrico espacio neoyorquino, tramas adictivas y melancolía existencial, forman parte, pues, del sabroso cóctel que define la literatura de Colin Harrison, ingredientes a los que hay que sumar la habilidad de su escritura para seducir al lector, su potencia narrativa, la eficaz creación de un “clima”, la capacidad para “arrebatarlo”. Hay un uso de la primera persona que induce a la cercanía, a la proximidad. Bueno, contemplad al adúltero, nos interpela Wren; y en Havana Room un deslumbrante comienzo en tercera persona dará paso, pronto, una vez más, a la primera, con la que el narrador/protagonista propone una suerte de interlocución con el que lee, creando una atmósfera de confesión casi íntima, muy personal, de modo que resulta imposible no sentirse “implicado”, no ponerse de su parte, compartir, emocionado y solidario, sus endiablados padecimientos. 

En Manhattan Nocturne, Porter Wren es un prestigioso y reconocido redactor de un diario sensacionalista de Nueva York. La descripción de su oficio, que en síntesis consiste en explorar las calles de la ciudad buscando carnaza –morbosa o sensiblera- con que llenar las portadas, se recoge en unas cuatro primeras páginas del libro magistrales. Con una vida profesional bien asentada, una bonita casa, una mujer, cirujano de manos, a la que quiere y que le corresponde, dos pequeños hijos estupendos, una noche, en una fiesta elegante en un lujoso apartamento de Manhattan, se le acercará la atractiva y misteriosa Caroline Crowley, que, apelando al conocimiento que Porter tiene de los “submundos” neoyorquinos, le encargará una investigación sobre su marido, un excéntrico director de cine, cuyo cadáver apareció en extrañas circunstancias entre los escombros de un edificio derruido. A partir de ese encuentro inicial, atraído irrefrenablemente por la chica, su vida se complicará sumiéndolo en un imposible caos existencial. 

El esquema se repite, ya se ha dicho, en Havana Room. Bill Wyeth es aquí la víctima propiciatoria. Abogado de éxito, miembro de un acreditado bufete, con un sueldo escandaloso, en plena progresión profesional, casado con Judith, una guapa y ambiciosa mujer con la que tiene un hijo, Timothy, de ocho años. En una fiesta infantil con los amigos del pequeño, un accidente fortuito -uno de los niños morirá en un descuido de Bill, que se encargaba de cuidarlos- desencadenará la tragedia que arruinará su vida. Reclamaciones judiciales millonarias -es conocida la voracidad de los abogados norteamericanos, el delirante concepto de la responsabilidad civil, las copiosas reparaciones económicas que se exigen por el más trivial incidente-, despido en el despacho, proscripción pública, reducción súbita y considerable de ingresos, abandono de la espléndida vivienda familiar, desapego y consiguiente alejamiento por parte de su esposa, separación y pérdida del hijo y, en definitiva, desaparición de las enormes ventajas de clase, raza y sexo de las que hasta entonces había disfrutado. En su limitada y solitaria nueva vida entrará un día, por azar, en un restaurante, el Havana Room, en donde el encanto irresistible de su administradora, Allison Sparks, lo “obligará” a visitar el lugar una y otra vez accediendo así a un universo secreto que se encierra más allá de sus reservados, una existencia indescifrable y enigmática que lo alejará de su ordinaria y previsible estabilidad y lo pondrá en contacto con mafias inmobiliarias, arriesgadas prácticas gastronómicas chinas, “reaparecidos” cadáveres enterrados hace décadas y que lo llevará, en definitiva, como a Porter Wren, al más absoluto desequilibrio vital. 

Por último, en Un mapa para un crimen, el protagonismo principal -en una novela mosaico, que se abre a numerosos escenarios y personajes, presentados con detalle incluso en el caso de “apariciones” esporádicas- es Paul Reeves. Algo mayor -cincuenta años- que Wren y Wyeth, Reeves es un abogado especializado en resolver problemas de inmigración a clientes con posibles, de economía desahogada -no “rico” en el sentido de Nueva York, pero sí adinerado. Estable. Entre diez y quince millones en total, en descripción que hace su amiga Rachel, muy descriptiva del deplorable mercantilismo del universo que refleja Harrison-, con una obsesiva pasión por el coleccionismo de mapas antiguos de Nueva York (soy un patético yonqui de los mapas, un hombre de mediana edad que atesora viejos pedazos de papel), de los que posee cientos, algunos de extraordinario valor económico. En su “persecución” de piezas mayores de “caza” aún no adquiridas -el D.T. Valentine, de finales del siglo XIX, y el Stassen-Ratzer de 1766, dos mapas de “leyenda”- acabará involucrado en los asuntos amorosos de su vecina, la bellísima Jennifer Mehraz, casada con un millonario iraní nacionalizado estadounidense. La chica, seductora, le pedirá que dé alojamiento temporal a un amante que ha reaparecido en la ciudad, y desde ese momento todo serán complicaciones en una trama -menos sutil, a mi juicio, que las de las dos novelas anteriores, aunque mucho más adictiva, si cabe- que incorpora matones iraníes, sicarios mexicanos, boxeadores hormonados, exmarines desequilibrados, violencia y persecuciones, asesinatos truculentos, maquinaciones financieras, complejas triquiñuelas legales, y también -en otra recurrente “marca de la casa” Harrison- escenarios rurales, infancias felices, recuerdos nostálgicos de la inocencia perdida, sueños imposibles de una vida sin complicaciones y, claro está, el consabido cuestionamiento de su existencia por parte del protagonismo. Todo ello en un escenario múltiple que, con centro en Nueva York, en Manhattan, nos lleva también a París, Hong Kong o California. 

Un breve apunte, antes de terminar, sobre la película, Manhattan Night, basada en la primera de las novelas. Estrenada sin éxito en 2016, con un paso fugaz por las salas, desde muy pronto “desviada” al circuito de las televisiones de pago, su director es un omnipresente Brian DeCubellis, que no solo se encarga de la realización, sino que escribe el guión (con participación del propio Colin Harrison) y compone alguna de las piezas de la banda sonora, en particular la espléndida If I Never Met You, que en la película se interpreta dos veces, por Lucy Woodward y Catey Shaw. Con un excelente reparto que cuenta con Adrien Brody y la inenarrable Yvonne Strahovski en los papeles principales y con la casi legendaria (al menos para Nanni Moretti) Jennifer Beals como esposa del protagonista, la película no llega, ni mucho menos, al nivel de la novela, a su complejidad, a su hondura, a su “oscuridad”, a su fatalismo. Hay cambios en el guión, imagino que para hacer asequible la trama del libro, mucho más densa, y actualizaciones en las referencias (entre otras, la Sharon Stone de la novela se convierte en Jessica Chastain en la cinta) pero pierde bastante con respecto al texto, “aplana”, aligera, trivializa la historia. Sorprenden estas deficiencias, sobre todo porque Colin Harrison ha estado presente en la traslación cinematográfica de su obra y porque, además, también ha arriesgado su dinero (en la producción está también la propia Jennifer Beals) y no parece tener sentido que decidieran implicarse personal y económicamente en un proyecto cuyos logros finales no se hubieran, en cierta medida, garantizado. Pese a todo, a mí me ha interesado verla, quizá, no lo niego, por el intenso magnetismo que desprende Ivonne Strahovski, que ya me había arrebatado en su “puritano” papel de Serena Joy Waterford en la serie El cuento de la criada

Os dejo ahora con Catey Shaw y su versión de If I Never Met You, que suena mientras corren los créditos finales de la película. 


Adjunta: una historia abreviada del mercado inmobiliario de Manhattan: una cordillera de piedra, más vieja que Matusalén; doce mil años de glaciares pulverizados que, al retroceder a medida que empezaba a escribirse la historia, dejaron atrás una isla de lecho de roca sepultada bajo grava y arena, así como un ancho río que desembocaba en una bahía protegida; extensiones ininterrumpidas de robles, arces, olmos y castaños; infinitas ostras, almejas, peces, ciervos, castores, conejos y zorros; indios algonquinos y sus frondosos senderos; Henrik Hudson y la Compañía Holandesa de las Indias Orientales; Peter Stuyvesant y su
bouierie; mejoras en la construcción de barcos de vela; el rey Carlos II y su hermano menor, el duque de York; la revuelta de esclavos negros de 1720, que aceleró la segregación de sus viviendas; el Tratado de París de 1763, por el que se cedía a Inglaterra toda América del Norte; la adopción del camino algonquino más largo como una «vía ancha» de norte a sur; un encantador plátano en Wall Street bajo el cual los hombres con sombreros de castor comerciaban con valores; Robert Fulton y su humeante barco de vapor, que mejoró el comercio río arriba; el gran incendio de 1835, que destruyó el barrio comercial; el canal del Erie, que conectaba Manhattan con el interior del continente y permitía que cantidades incalculables de madera, whisky de centeno, ganado y productos agrícolas flotaran corriente abajo hasta las entrañas de la nueva ciudad; la prolongación de Broadway hasta el final de la isla; la hambruna de 1846 por culpa de las malas cosechas de patatas, que inundó la ciudad de mano de obra irlandesa barata; la revolución fallida de 1848, que inundó la ciudad de mano de obra alemana barata; las barriadas del centro de la isla, tan infestadas de pestilencia, crimen y escandalosa inmoralidad que los fundadores de la ciudad decidieron despejar la zona para hacer un inmenso parque; la buena disposición para llenar las cuevas que había en los bancos del río Hudson de ostras, botellas, caballos muertos, balas de cañón, zapatos de cuero y cualquier otra cosa; la guerra civil, que enriqueció a los comerciantes; las mejoras en la obtención de hierro; Cornelius Vanderbilt y su ferrocarril de Pensilvania; la anteriormente mencionada purificación y el amplio suministro de aguas de la cuenca del norte de la ciudad, capaz de mantener a una gran población; la construcción de grandes muelles a ambos lados de la isla; el descubrimiento de petróleo al oeste de Pensilvania; el banquero J. P. Morgan y su enorme y colorada nariz, tan fea que asustaba a los que, de otro modo, se habrían opuesto a él; la invención en 1878 por Thomas Edison de la bombilla, que se volvió al instante irresistible y condujo al cableado de la ciudad; la conversión de las máquinas de vapor en trenes eléctricos; los prostíbulos del Lower East Side, que enardecían los apetitos sexuales de incontables jóvenes; «Boss» Tweed, quien, pese a robar ciento sesenta millones de dólares, aceleró la nacionalización de los extranjeros, entre ellos cientos de miles de italianos y judíos de la Europa del Este, muchos de los cuales vivían apelotonados en el Lower East Side y frecuentaban los prostíbulos; la invención del tren elevado electrificado que movilizó a las masas; el boom de la Bolsa; la documentación, por parte del fotógrafo Jacob Rus, de la pestilencia, el crimen y la escandalosa inmoralidad del Lower East Side; la llegada de las «especialidades medicinales», a menudo poco más que opio y por tanto tan agradables que los que las consumían olvidaban que iban a morir de disentería; el crack de la Bolsa de 1804; la caída en desuso de los barcos de vela de madera; el desarrollo de la arquitectura de hierro fundido; las mejoras en el refinamiento del petróleo crudo; la invención del motor de combustión interno; el nuevo e irresistible teléfono, que llevó al cableado de la ciudad; las mejoras en la fabricación de acero estructural; la primera guerra mundial, que inundó la ciudad de mano de obra negra barata procedente del sur y enriqueció a los comerciantes; la destrucción de Europa; la nueva e irresistible radio; la caída en desuso del caballo; el surgimiento del Harlem como centro de la cultura negra, gran parte de la cual procedía del sur; la Ley Seca y la aparición de bares clandestinos; la presencia o ausencia de un lecho de roca sobre el que podían erigirse ahora altos bloques de oficinas; el auge de la Bolsa; la mercantilización de cierta petulancia irónica y forrada de dólares que mantenía a diversos proveedores de esa conciencia, entre ellos docenas de bares, hoteles y clubes famosos; los teatros de variedades llenos de humo, que enardecían los apetitos sexuales de infinidad de jóvenes; los nuevos e irresistibles transatlánticos; el crack de la Bolsa de 1929; la Gran Depresión, durante la cual se terminaron de construir el Chrysler Building, el Empire State, el Waldorf-Astoria y el Rockefeller Center; el nuevo e irresistible cine; la segunda guerra mundial, que enriqueció a los comerciantes; la conversión de los viejos teatros de variedades de Times Square en cines; las revueltas de los negros de 1943 en Harlem; la destrucción de Europa; la construcción del edificio de Naciones Unidas, que introdujo en la ciudad el rascacielos de paredes de cerramiento de cristal; el aumento de inmigrantes portorriqueños, gran parte de los cuales se hacinaron en el Lower East Side al marcharse los judíos e italianos; las mejoras en el refinamiento de petróleo crudo para crear un nuevo producto llamado jet fuel; la nueva e irresistible televisión; la caída del precio de los vuelos nacionales; las revueltas de los negros de Harlem de los años sesenta; el auge de la Bolsa; la construcción de redes de autopistas interestatales que impulsó la industria camionera; la quiebra de las compañías ferroviarias y la demolición en 1966 de la vieja estación de Pensilvania (que se erguía neoclásicamente espléndida, civitas capturada en piedra), que provocó un aluvión de protestas; la llegada de la heroína, tan agradable que los adictos cometerían delitos graves a diario para costearse su adicción; la conversión de los cines de Times Square en cines porno, que enardecían los apetitos sexuales de infinidad de jóvenes; el hundimiento y la supresión de los muelles medio podridos y caídos en desuso de ambos lados de la isla: la huida de los blancos de la ciudad; la caída de la Bolsa: la construcción de las Torres Gemelas de ciento diez plantas del World Trade Center; los barrios residenciales como refugios; las revueltas de gays de Stonewall en el Village; los barrios residenciales como desiertos; la llegada de la cocaína de alta calidad, tan agradable que a la gente no le importaba que le agujereara el cerebro; el auge de la Bolsa; las explosiones demográficas de Haití, la India y Pakistán; la caída del precio de los vuelos internacionales en jumbos; la llegada del crack, tan agradable que hacía que la gente chupara alegremente la pata de una silla; la desintegración de la Unión Soviética; el retorno de los blancos a la ciudad por motivos de especulación inmobiliaria y sociabilidad; el elevado y llamativamente almenado edificio producto del ego de Donald Trump; el crack de la Bolsa de 1987; la caída en desuso de los transatlánticos; la revuelta de los negros de 1904 en Howard Beach; las barriadas de Tompkins Square Park, en las que reinaba tal pestilencia, crimen y escandalosa inmoralidad que los fundadores de la ciudad decidieron despejar la zona; la mercantilización de cierta petulancia irónica y forrada de dólares que mantenía a diversos proveedores de esa conciencia, entre ellos docenas de bares, hoteles y clubes famosos, una oleada poscomunista de inmigrantes chinos que caminaban pisando fuerte y masticando ginseng; la nueva popularidad de internet, que condujo a un nuevo cableado de la ciudad y enardeció los apetitos sexuales de infinidad de jóvenes; la conversión de los cines porno de Times Square en hoteles para turistas; el auge de la Bolsa, que cobró impulso gracias a internet; los bares llenos de gente hablando de internet y de la Bolsa; la implosión posmilenaria de la Bolsa, y, por supuesto, el choque de dos jumbos contra las torres del World Trade Center que —según dirían algunos— señaló el verdadero c:omienzo del siglo veintiuno. 

Oculto dentro de esa constante metamorfosis siempre ha estado el laborioso trabajo legal de individuos y compañías que no cesan de comprar, vender, alquilar, solicitar hipotecas y redividir cada centímetro cuadrado de la isla, e incluso los derechos al aire con bruma que hay encima, en una codiciosa lucha por alcanzar sus propios intereses. Y aunque los detalles de esa codicia —los secretos amontonados y empapelados sobre quién es el dueño de los veinte o treinta mil edificios de la isla, y cuánto pagaron por ellos— podrían parecer casi infinitos, casi todos están contenidos en un solo lugar: en la sala 205 de la Corte Subrogante, en el número 31 de la calle Chambers, al sur de Manhattan.
 Videoconferencia
Colin Harrison. Un mapa para un crimen

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