Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 7 de septiembre de 2022

EDUARDO TORRES-DULCE. EL ASESINATO DE LIBERTY VALANCEJOSÉ LUIS GARCI. LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ; LUC MOULLET. POLÍTICA DE LOS ACTORES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un curso más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde inauguramos la temporada abriendo una serie, que se prolongará durante cuatro semanas, en la que nos adentraremos en la dimensión más cinéfila del programa -una de las muchas en las que habitualmente nos movemos- a partir de la innecesaria doble excusa de la inauguración, el próximo día 16 de este mismo mes, del festival de San Sebastián, que este año llega a su septuagésima edición, y también con la celebración, en estos mismos días, de los noventa años (ediciones son setenta y nueve, por los distintos paréntesis vividos en su larga historia) del nacimiento del más antiguo festival de cine del mundo, la "Mostra" de Venecia, que abrió sus puertas por primera vez en 1932. Con ocasión de ambos redondos aniversarios, os propongo hoy varios libros que no sólo tienen en común su coincidencia temática con el universo cinematográfico, sino que, además, representan, los tres -pues de esta cantidad de obras estamos hablando-, un recuerdo, una defensa y una reivindicación, en ocasiones teñida de nostalgia, de un cierto tipo de cine, que podríamos llamar “clásico”, cuyos mayores logros se desarrollaron en un marco temporal flexible que abarca, no obstante, tres décadas del pasado siglo (de mitad de los años treinta hasta mediados los sesenta), en las que se multiplicaron las obras maestras del séptimo arte. 

Debo añadir, además, que mis propuestas septembrinas no se limitan a la recomendación de lectura de una serie de libros, de y sobre el cine, muy sugestivos, sino que, como es obvio, se abren igualmente -y casi de manera principal- a las películas a las que se refieren o que aparecen citadas en ellos, siendo decenas las que, en las cuatro emisiones, aflorarán en mis reseñas, que constituyen también así, por tanto, una invitación a su disfrute. 

En una de ellas, El hombre que mató a Liberty Valance, se centra precisamente mi primera sugerencia de hoy, a partir de un libro muy interesante, El asesinato de Liberty Valance, escrito por Eduardo Torres-Dulce, experto jurista, profesor de Derecho Penal, antiguo fiscal general del Estado y, a los efectos que hoy nos interesan, empedernido cinéfilo. Tema y autor son ciertamente recurrentes en Todos los libros un libro, pues tanto la magistral película de John Ford como el propio Torres-Dulce han estado presentes ya en nuestro espacio en más de una ocasión. 

Mis comentarios sobre el clásico fordiano aparecieron aquí por primera vez en febrero de 2018, a propósito del libro de Juan Antonio Molina Foix. Historias de cine. Relatos que inspiraron grandes películas, publicado por la Editorial Siruela, en el que se presentaban once cuentos o relatos breves que están en el origen de otras tantas conocidísimas y significativas cintas. Entre ellos se encontraba la historia escrita por Dorothy Marie Johnson en 1949 y que daría pie, trece años después, a la legendaria película. Por otro lado, los libros de Dorothy M. Johnson fueron protagonistas de nuestra emisión en octubre de 2019, cuando os recomendé la lectura de Indian Country y El árbol del ahorcado, las dos recopilaciones en las que la Editorial Valdemar recoge lo esencial de los “cuentos del Oeste” de la escritora norteamericana, entre los que se incluye, claro está, este El hombre que mató a Liberty Valance que hoy vuelve a ocuparnos. Meses antes, en enero de 2019, cuando estaban a punto de cumplirse los ciento veinticinco años del nacimiento del irlandés, dediqué un programa monográfico al prolífico director, en una emisión que giraba sobre el libro de entrevistas con el recientemente fallecido Peter Bodganovich en el que, como resulta evidente, no podían faltar las referencias a la que quizá es la más importante película de John Ford. 

Torres-Dulce es también un asiduo visitante de nuestro espacio, tanto como invitado principal, en tanto autor de Casablanca. 75 años de leyenda, un libro que presenté aquí pocos meses después del redondo aniversario, como en su condición de colaborador en libros colectivos, como El universo de los Hermanos Marx o El universo de John Ford, entre otros. Es autor, además, de muchos otros libros de cine, de los que no he podido dar cuenta aquí -las limitaciones del programa y las mías personales son, por lo demás, bien evidentes-: Jinetes en el cielo (estudio exhaustivo de la Trilogía de la caballería de Ford: Fort Apache, La legión invencible y Río Grande), Los amores difíciles (en torno al melodrama y el cine romántico de las décadas de los treinta a los sesenta del pasado siglo), entre otros. 

En el caso de mi propuesta de hoy estamos, en mi opinión, ante una obra mayor de su autor -no exenta de claroscuros, como luego se verá-, una impresionante monografía publicada a finales de 2020 en la que se examina desde todos los ángulos imaginables este título esencial de la historia del séptimo arte que cumple el próximo noviembre los sesenta años. El asesinato de Liberty Valance vio la luz en Hatari! Books, una editorial auspiciada por el propio autor y José Luis Garci, entre otros, y responsable de un puñado de excelentes publicaciones sobre el universo del cine clásico. El libro, de pastas duras y tamaño voluminoso, aunque acogedor, incorpora a su erudito y apasionado texto (que ocupa trescientas cincuenta de las cuatrocientas páginas de la obra entera) infinidad de imágenes, algunos dibujos, una completa ficha técnica de la película, un par de cartas -con su correspondiente transcripción- de Ford a la autora del relato, el cuento completo en el que se basó el filme (en traducción de José Menéndez-Manjón, cedida cortésmente por la editorial Valdemar, a partir de la publicación ya comentada), una nutrida bibliografía y dos índices finales, uno de películas citadas y otro onomástico, conformando todo ello una propuesta de consulta absolutamente indispensable si se quiere conocer a fondo la magna obra “fordiana”; aunque sean muchas, como he anticipado, las deficiencias, algunas muy graves, de la muy mejorable edición. 

Desde el punto de vista formal, el libro es un horror, y siento no poder encontrar una calificación más “discreta”. Como por desgracia suele ser habitual en la, por lo demás, muy recomendable editorial, los disparates sobrepasan todos los límites admisibles, el texto aparece plagado de erratas, despistes ortográficos y de puntuación, fallos tipográficos y anacolutos de toda índole. Frases que empiezan y no acaban, concordancias “discordantes”, pies de foto equivocados, sintaxis desmañada y, cuando no, enrevesada, incontables errores. Las sensaciones que invaden al lector medianamente sensible mientras avanza en la lectura son las de perplejidad, desconcierto y pasmo, la de una incomodidad insoportable, llegando, con frecuencia, a la irritación. Y ello a pesar de que, al parecer, yo no he leído la primera edición (aunque en los “créditos” del libro no se hace mención alguna a que no se trate de la original), porque los despropósitos de los que dan cuenta, en diferentes foros, los lectores de ese texto entregado a la imprenta inicialmente son aún mayores de los que yo he podido apreciar en “el mío”, yerros descabellados, de juzgado de guardia, incoherencias y fallos garrafales que exigirían la devolución íntegra del importe del libro a sus incautos compradores. 

Pero es que, además, a la dejadez editorial, permitiendo dar a la luz una obra con tal cantidad de incorrecciones (e incurriendo además en una suerte de desfachatez, pues los editores incorporan, en la página de créditos, la referencia a un supuesto “corrector ortotipográfico”, un Álex Herrero que, obviamente, no se ha ganado el sueldo), se suma -y este hecho es, a mi juicio, más grave- una cierta desidia bien notoria del propio autor, el siempre brillante Torres-Dulce. El texto -por lo demás interesante, como se ha dicho y como expondré a continuación- es a menudo disperso y deslavazado, acumulativo y farragoso, e incurre de continuo en reiteraciones, ideas recurrentes, redundancias, frases que se repiten casi íntegras, de manera insistente, de un capítulo a otro. A menudo el lector tiene la impresión de que los distintos epígrafes han sido escritos por separado, incluso con fechas, propósitos y destinos autónomos, y que sólo en un momento posterior se han “aprovechado” para ser presentados como un todo, sin revisión adicional alguna, conformando una obra conjunta, valiosa por la insuperable abundancia de perspectivas que ofrece sobre el filme, pero que, sin embargo, aparece sin pulir, sin haber limado las repeticiones, sin que se haya integrado adecuadamente lo aportado en cada capítulo. Bien es verdad que analizar la película, “desmenuzándola” hasta su mínimo detalle, en treinta capítulos durante trescientas cincuenta páginas, sin incurrir en reiteraciones y aportando ideas y enfoques nuevos a cada paso es tarea poco menos que imposible, pero, también aquí, al igual que en los aspectos ortográficos y tipográficos, se hubiera hecho indispensable una mejor labor de edición. 

Por lo demás, el libro es apasionante y enriquece hasta límites insospechados la visión de la película, en una manifestación paradigmática del placer que siempre proporciona el conocimiento. Un director, un guionista, unos cuantos actores, decenas de profesionales y técnicos, entregan meses de sus vidas en “levantar” una obra, y el espectador, en apenas dos horas, la “liquida” y la olvida, sin más que un leve -o intenso; en el fondo resulta indiferente- rastro en su memoria. Y sin embargo -y la reflexión es válida para un libro, para un cuadro, para cualquier manifestación artística- hay muchos elementos, muchos aspectos, muchas ideas, muchos planteamientos tras esas obras -pretendidos de modo expreso por sus creadores o escondidos para ellos de modo impremeditado e inconsciente- que un análisis riguroso, exhaustivo, profundo, penetrante, intuitivo e inteligente de un maestro, un erudito, un sabio, descubre y desvela para el lector, para el espectador, para el oyente, que amplía así sus horizontes, aumenta su conocimiento y, por tanto su disfrute, y alcanza a “comprender” con mayores profundidad y coherencia las ocultas claves de la obra estudiada. Eso es Torres-Dulce, un sabio, y eso su creación, El asesinato de Liberty Valance, una muy aguda e iluminadora indagación, un gozoso desvelamiento de una película, en sí misma una obra genial, que se engrandece, no obstante, gracias a las atinadas y esclarecedoras reflexiones de su exégeta. 

No es mi intención destripar aquí el argumento de la cinta, pero la más mínima información sobre el libro exige desvelar, al menos, las líneas generales de su trama. El senador Ransom Stoddard (James Stewart) llega en tren, acompañado de su esposa Hallie (Vera Miles) a Shinbone, un pequeño pueblo del Oeste americano, para asistir al funeral de Tom Doniphon (John Wayne), que fue amigo de ambos años atrás. Las fuerzas vivas del poblado -el alcalde, el director del periódico local, el Shinbone Star- reciben al ya venerable senador interesándose por la razón de su viaje, pues la muerte de Doniphon -un don nadie, casi un anónimo desconocido- ha pasado desapercibida para todos. En un largo flashback (que contendrá algún otro en su seno) Ransom evocará ante sus interlocutores la historia de su pasada amistad con Doniphon, a partir del momento en que éste lo rescatara malherido en el desierto tras el asalto y la paliza que le propinó, en su primer viaje a Shinbone, entonces en diligencia, el temible Liberty Valance (Lee Marvin), al frente de su banda de ladrones. Stoddard, entonces un joven e idealista abogado que se dirigía al Oeste para intentar extender el dominio de la ley y el orden en esos salvajes territorios de “la frontera”, se verá obligado, pues la banda de Valance le robó sus escasos bienes y todos sus ahorros, a trabajar fregando platos en el comedor que regentan los Ericson, un matrimonio de emigrantes suecos, en el que llevará a cabo su tarea mano a mano con Hallie, de la que acabará por enamorarse. Hallie es la chica de Tom, si bien el carácter solitario, retraído y algo tímido del rudo vaquero le ha impedido hacérselo saber formalmente, aunque el pueblo entero es consciente de la atracción que siente hacia ella. 

Ransom, imbuido de ese espíritu ilustrado y racional que deriva de su profesión, provisto con sus libros de leyes y, lo que es más importante, con su equipaje de ilusiones lincolnianas, se rebela contra el inicuo dominio que Liberty Valance ejerce sobre la región y, frente a la violencia, las armas de fuego, la ausencia de reglas, la ley del más fuerte que definen el estilo de vida del Oeste, pretende aportar a esas gentes y a esos territorios indómitos las ideas de civilización y progreso, de orden democrático y Estado de Derecho, de educación y cultura, de libertad e ilustración, de normalidad institucional y respeto a las autoridades. Tom, por el contrario, en consonancia con su independencia radical, permanece fiel a los códigos de aquellos espacios sin normas, es un pequeño ranchero acostumbrado a las cabalgadas en solitario, es también el tirador más rápido de la zona, con Liberty sólo un paso por detrás, sigue creyendo en la fuerza de los puños, y por tanto no encaja en la optimista bondad culta, regeneradora e instruida del recién llegado, si bien posee una integridad moral que lo aleja igualmente del bronco y brutal, del primitivo Valance. En paralelo, los sentimientos de Hallie, ambivalentes, van desplazándose de modo tenue hacia el joven, quijotesco y de nobles ideales Stoddard. 

En la escena central de la película, Ransom, que “relajando” sus principios ha practicado -con escaso éxito- en su manejo de un colt (Torres-Dulce, no sé si conscientemente o fruto de una más de las innumerables erratas, escribe en todo momento “una colt”, en femenino; "una" colt no deja de ser un arma, aunque la RAE propone su uso en masculino), deberá enfrentarse al forajido en un duelo a muerte de resultado claramente desequilibrado en su contra, pero que, de manera inesperada acaba con Stoddard herido en un brazo y con el malhechor muerto. El heroísmo del abogado decantará definitivamente el amor de Hallie y acentuará en Doniphon su soledad y su aislamiento, ahora acentuados por la irremisible ausencia de esperanza. 

Pero, ¿quién fue realmente el hombre que mató a Liberty Valance? Una pregunta que se resolverá al término del filme cuando se cierre el largo flashback del ahora canoso senador, y que yo no puedo revelar sin arruinar la dimensión de enigma que la historia encierra. Tras despedirse del cadáver de su amigo, Ransom y Hallie vuelven al Este, cerrando circularmente la película con el tren que ahora avanza en dirección opuesta a la de su llegada. 

En sus treinta capítulos el libro examina, con profundidad, agudeza, minuciosidad, sabiduría e inteligencia los más sutiles recovecos de la película, sin dejar ni una sola de las innumerables derivaciones de la historia sin analizar. Y así, comparecen los recuerdos familiares, con la primera vez que, en su infancia, Torres-Dulce vio la película y con la evocación de la hermana pequeña que llamaba Tipi Balas al sanguinario bandolero; la figura de Dorothy Johnson, autora del cuento que está en la base del filme; el personaje literario de Bert Barricune, que será Tom Doniphon en la película; el modo en que John Ford “modela” Liberty Valance; las circunstancias del rodaje; el viaje al pasado que suponen los dos grandes flashbacks de la cinta; ese mismo viaje desde singularidad que supone el retorno para Hallie; la importancia del ferrocarril, simbolizada en ese tren que llega y parte de Shinbone, desde el Este hacia el Oeste y viceversa; el rancho de Tom Doniphon; la figura del senador Stoddard; el austero ataúd de Doniphon; la diligencia en la que, en la cerrada noche del Oeste, será asaltado Ransom en su primera llegada a Shinbone; Liberty, el hombre del látigo con empuñadura de plata; la cocina de los Ericson, uno de los lugares privilegiados de la acción dramática; el bistec por los suelos que, indirectamente, centra otro de los momentos culminantes de la historia; Link Appleyard, el timorato Marshall del pueblo, que recibirá a la pareja en la estación del tren cuando, años después, regresen para el funeral; la escuela, ese bienintencionado intento de Stoddard de dejar atrás el salvajismo y la ignorancia de aquel pueblo perdido; la complejidad de los tres personajes -Ransom, Tom y Hallie-, ambiguos, contradictorios, moviéndose por fuerzas opuestas, obligados a tomar decisiones difíciles, dolorosas; Pompey, el criado negro de Tom, uno de los muy relevantes secundarios; Dutton Peabody, el dueño y editor del Shinbone Star en los días de Liberty Valance, un individuo shakesperiano, otro de los fundamentales emblemas de la película, símbolo de la libertad de prensa, de la valentía y el arrojo en defensa de la justicia y el imperio de la ley, una representación viva del progreso y el futuro en aquel territorio atrasado; los Ericson, emigrantes suecos, orgullosos de su nueva nacionalidad adquirida; la sutil banda sonora, con el tema de Ann Rutledge, presente ya en El joven Lincoln, de 1939, y que Ford compró a su autor, el compositor Alfred Newman, para incorporarlo, con su extraordinario valor simbólico, a los momentos determinantes de la trama (os lo dejo aquí al término de la reseña); la flor de cactus, significativa en la historia; la expresionista iluminación de Bill Clothier; la importancia de las cosas como símbolos de lo que se nos cuenta (el tren, la diligencia, el cactus, el bistec, el látigo, la página del periódico, un libro de leyes, un arma) y de los lugares como escenarios que “explican” los episodios que en ellos suceden (el comedor, la cocina, el periódico, el porche, el rancho incendiado, la escuela). 

Y entre todos los detalles técnicos, Torres-Dulce presenta, con machacona y en ocasiones algo enojosa insistencia, los distintos y apasionantes planos de lectura de la película (un filme que puede entenderse como un western noir o un thriller político, un melodrama amoroso o un ensayo sobre la Historia y la historia, la ley y la violencia): el tema del traidor y del héroe; la derrota y el fracaso; la ley de la frontera frente a la fuerza del Derecho; la libertad de expresión y la de prensa; las connotaciones políticas a partir de la elección de representantes; los vínculos con Shakespeare; el cambio que supone la llegada de Stoddard, favorecido por el desarrollo del ferrocarril (el dejar atrás la “selva” para dar paso a la ley y a oficiales que la impusieran, a escuelas, iglesias, instituciones públicas, regadíos, ferrocarriles, el incontenible avance del progreso y la industrialización); la Historia (con mayúscula) de los Estados Unidos, que, como es habitual en la filmografía de John Ford, se puede seguir y estudiar a través de sus películas, contada a través a través de las historias (con minúscula) que protagonizan las gentes corrientes; el recuerdo de los pioneros, los padres peregrinos (Tom llama pilgrim a Ransom); el papel de las mujeres; los dramas íntimos de los personajes; los pequeños y grandes detalles que dotan de lirismo y épica a una película, la última que John Ford rodó en blanco y negro, pese a estar en 1962, por tantos motivos inolvidable: 

El plano de un féretro desnudo de un hombre olvidado coronado por una flor de cactus, una sombrerera, una diligencia arrumbada y cubierta de polvo, unos libros de leyes remendados y leídos mientras se friegan unos platos, un bistec caído en el suelo de una casa de comidas, la mirada de una mujer asomada a una puerta sobre un hombre que desaparece en la oscuridad de un callejón silencioso, un tiroteo en el que nadie sabe bien quién dispara y desde dónde, un rancho incendiado, un borrachín citando a Shakespeare antes de morir con dignidad, una verdad que es mentira y una mentira que es verdad, una vida construida sobre la gloria y la derrota de la vida que ha hecho posible esa gloria, una mujer que elige a un hombre y nunca olvida a quien abandonó, una escuela multirracial en un pueblo sin escuelas, un marshall que era un gordinflón cobarde pero que al cabo de mucho tiempo es un tipo lleno de dignidad que sabe a dónde quiere ir, una mujer que aprieta entre sus manos una sombrerera, un viaje —o muchos viajes— a Shinbone, al pasado que es siempre presente y un regreso que se adivina como de siempre jamás. 

Inolvidable es también Lo que el viento se llevó, otro clásico sobre el que gira mi segunda y ya apresurada recomendación de esta tarde, un muy personal, entusiasta y apasionado libro -tampoco exento de fallos, como luego veremos-, escrito por José Luis Garci y presentado a finales de 2021 por la editorial Notorious con el muy explícito título de Lo que el viento se llevó. Un recuerdo, un comentario. La edición, formalmente brillante, con pastas duras, papel satinado y bastantes fotografías acompañando el texto, es acogedora y hace apetecible la lectura, más allá del propio interés de la materia tratada, que es grande para cualquiera que ame el cine, conozca y disfrute de la legendaria película o admire la figura del director, divulgador y también escritor madrileño, que acaba de presentar también, en la editorial Reino de Cordelia y bajo el título de Telegramas cinéfilos, una muy apetitosa recopilación de sus artículos semanales para el ABC Cultural.

Garci es un personaje público bien conocido, como lo son también sus virtudes y sus deficiencias. Entre las primeras, su erudición y su insuperable conocimiento de cada una de las dimensiones -incluso las, en apariencia, accesorias- de la industria y el arte cinematográficos, su amor por las películas, su visión romántica del cine y de la vida, su melancólica añoranza del tiempo pasado -el de la infancia y el de las salas de cine, en él casi indiscernibles-, su contagioso entusiasmo, su alegría, su sensibilidad y su emoción, su vitalismo, su insobornable capacidad de disfrute (no sólo cinéfila), su incombustible voluntad pedagógica, el insistente vínculo entre su obra y su experiencia personal, manifestadas en su apreciable filmografía, en sus persistentes proyectos televisivos y también en sus libros. Todo ello está, sin duda, en el título que hoy os traigo, constituyendo, además, el principal aliciente de su lectura. 

Sin embargo, y siempre a mi modesto juicio, Garci no es un buen escritor. Sus textos -y no hablo exclusivamente del que ahora presento- aparecen siempre como desaliñados, formalmente defectuosos, algo deslavazados, dispersos, profusos y desordenados, triviales a veces, ingenuos no tanto por su muy valiosa arrebatada inocencia sino por una cierta simplicidad de redacción de bachiller. Entre el aluvión de datos -todos interesantísimos, capaces de despertar, por sí solos, el ansia de conocimiento del lector- y la recurrente apelación a la nostalgia -que induce, de un modo soberbio, la de quien, contagiado, le lee con avidez y deleite-, el hilo del “discurso” se pierde, convertido el texto en una sucesión -un “bombardeo”, en realidad- de impresiones, de datos, de evocaciones, de nombres, de informaciones, de anécdotas y sucedidos, de chistes (tirando a flojos) que funcionan como “pegotes”, frases, párrafos, sustanciosos en sí, pero deshilvanados, carentes de ilación, incapaces de articular un conjunto consistente, cerrado en sí mismo, con unidad y vida propia. En definitiva, Garci escribe como habla… y todos sabemos cómo habla, atropellado, anárquico, desorganizado, titubeante, a menudo embrollado, fragmentario, con digresiones que nunca retoman el hilo conductor (si lo hay). Cada una de sus afirmaciones es notable, y muy estimulante en sí misma, pero siempre da la impresión -por escrito y oralmente- de ser incapaz de insertarlas en una estructura coherente (Lo que trato de decir es que nadie me ha enseñado a escribir, sí a redactar. Por eso, no he aprendido. Lo que hago es poner una letra detrás de otra, a la pata la llana, en confesión explícita del propio autor). Su saber cinéfilo es desbordante y envidiable, pero le falta sistemática, armazón, profundidad conceptual (aunque quizá penséis, y con razón, para qué diablo necesitamos un “corpus” consistente de carácter académico cuando la pasión impregna cada una de sus palabras y “toca” al lector y lo emociona). 

Estas “limitaciones” afloran también, y para mi gusto de una manera excesiva, en Lo que el viento se llevó. Un recuerdo, un comentario, un libro más que estimable organizado, a grandes rasgos, en torno a esos dos ejes que se anticipan en el título: el recuerdo personal, íntimo, de la primera vez en la que el director se acercó, con arrobo aunque de modo muy limitado y parcial, al clásico hollywoodiense, y el comentario, más “objetivo”, de las singularidades artísticas y técnicas del monumental filme. El desencadenante, por así decirlo, de la narración, que abre la primera parte del libro, centrada en la personal “remembranza” del pasado, lo constituye la pérdida de un bolso. El domingo 14 de enero de 1951, el pequeño José Luis, al que le queda menos de una semana para cumplir siete años, acompañará a su padre al Palacio de la Música, en la Gran Vía madrileña. La madre -y esposa- había perdido su bolso, supuestamente en el cine, la noche anterior, cuando el matrimonio había asistido a la proyección de Lo que el viento se llevó, que acababa de estrenarse en Madrid y Barcelona (al resto de España llegaría sólo un año más tarde) Su estancia en las entrañas del local se prolonga, tras la entrevista con el gerente del mejor cine del mundo, la espera de la llegada del personal -acomodadores, señoras de la limpieza, técnicos- para recabar información sobre el destino del bolso y otras infructuosas gestiones para recuperar el objeto, sentimentalmente valioso, hasta el comienzo de la sesión de tarde, de la que el niño llega a entrever, deslumbrado, algunos escasos minutos -la película no es para menores, dirá su padre-, unos instantes que dejarán un rastro indeleble en la memoria del muchacho, que tendría que esperar a febrero de 1962, ya con dieciocho años, para ver la película, en su reestreno en España. 

El recuerdo de esa jornada es la excusa para que Garci hilvane, en esa primera sección del libro, algunos destacados episodios de su infancia, marcada por la fascinación por el cine, y con ellos reviva el escenario en que se desarrolló, el Madrid de los cincuenta y sesenta del pasado siglo (aunque con constantes desplazamientos a otras décadas), en una evocación llena de nostalgia jubilosa, que conforma una suerte de memorias de un setentón. Así, el lector conoce la modesta felicidad del hogar familiar, con el amor de los padres (A mis padres ‒reza la dedicatoria del libro‒ el gran tesoro que recibí de niño. Dos personas que supieron aunar maravillosamente inteligencia y bondad. Hoy creo que la posteridad, lo inmortal, es su ejemplo, un fulgor que me acompañará mientras viva. Y a mi tía Luisa, más cinéfila que Henri Langlois), la abuela Obdulia, esa tía Luisa entrañable y de trágica existencia (todos aficionados, conocedores, devotos de las películas, hoy diríamos cinéfilos -aunque ninguno de ellos hubiera usado ni probablemente conocido el término- en mayor o menor grado), los populares programas de radio de la época, los anuncios y las marcas comerciales de entonces, el paisaje urbano -bulevares, tiendas, autobuses, vendedores ambulantes, night-clubs, modernas cafeterías, bares, tapas-, la afición por el fútbol, los partidos en el viejo Metropolitano, el abandono de los estudios y el trabajo de administrativo en distintos bancos, la abigarrada agitación de la Gran Vía y, en ella -pero no sólo, Madrid era un hervidero de salas que afloraban por doquier- los cines, con su hechizo y su magia -ya irremisiblemente perdidos desde mucho antes de la mortal amenaza de internet-, los carteles gigantescos y prometedores, las guapas taquilleras, los acomodadores elegantes, los porteros impecables, las amables gentes del bar, los programas de mano, los peculiares olores del vestíbulo, de la sala, la excepcional limpieza, la atmósfera encantada de ese inolvidable territorio de los sueños. 

El segundo eje vertebrador del libro lo constituye el análisis -nada sesudo ni “intelectualizado”, aunque sí, ya se ha dicho, desbordante de erudición y entrecruzado por los melancólicos recuerdos personales- de esa película de leyenda. En esta mitad final del libro se suceden los datos y las anécdotas sobre el rodaje, el estreno, los detalles técnicos, la fotografía, la música, el vestuario, los decorados, el montaje, los guionistas y directores -pues fueron varios-, las interioridades del difícil (sobre todo en el caso de Scarlett O’Hara) casting de actores y actrices (Vivien Leigh, Olivia de Havilland, Clark Gable, Leslie Howard, en los cuatro papeles principales, pero también Hattie McDaniel, como la sirvienta Mammy, o el genial Thomas Mitchell interpretando a Gerald O’ Hará, el padre de Scarlett), las escenas principales y tantos otros elementos destacados de un filme, que el conocimiento y la agudeza de Garci, que se expresan en multitud de referencias cinéfilas, agotan sin dejar aspecto alguno por tratar (eso sí, con su habitual y ya mencionado desorden expositivo). Por mencionar alguna de estas “curiosidades”, citaré la recreación del estreno norteamericano en 1939 (la jornada se declaró fiesta local en Atlanta, la localidad natal de Margaret Mitchell, autora del libro en que se basó la película, y las escuelas cerraron tres días), con un éxito inusitado y mantenido en el tiempo, algo más meritorio aún teniendo en cuenta el estallido de la Segunda Guerra mundial; el acontecimiento del “debut” en Madrid, con la avalancha de gentes llegadas de toda España; la universalidad de las reacciones del público ante la película, constatada cuando Garci asistió a un pase en México; las singularidades de la biografía y la obra de Margaret -Peggy- Mitchell, autora del best-seller que, por cierto, está a punto de reeditarse en España, en la editorial Reino de Cordelia; la sucesión de directores al frente de la realización (George Cukor, a quien se debe el extenso trabajo previo al rodaje y que fue despedido a los pocos días de iniciarlo por presiones de Clark Gable, Victor Fleming, que filmó la mayor parte del metraje, Sam Wood, y la participación esporádica del propio productor, David O. Selznick, y de William Wellman, Cameron Menzies, Val Lewton -otro productor- e incluso el actor Leslie Howard, que interpretaba en la película a Ashley Wilkes y que, al parecer, dirigió alguna escena); los guionistas, como mínimo una decena, sin que se pueda -afirma Garci- calcular el número exacto de contribuciones literarias secretas, y aunque sólo lo firma Sidney Howard, fueron muchos los Sherezades (como llama el madrileño a los escritores que ofrecían soluciones -relatos, historias, chistes, líneas argumentales, descripciones- para “desatascar” guiones) que intervinieron, con distintos grados de participación: de nuevo David O. Selznick, Scott Fitzgerald, Ben Hetch, Jo Swerling o Robert Sherwood, entre otros; el papel de William Cameron Menzies, director artístico y diseñador de producción, que ganó un Oscar especial honorífico por la película; el de Ernest Haller, responsable de fotografía y de un asombroso Technicolor, desconocido hasta entonces; las seis mil prendas empleadas para vestir a cincuenta personajes y centenares de extras, en un portentoso diseño de vestuario a cargo de Walter Plunkett; la épica música de Max Steiner; el formidable montaje de Hal Kern (con un gran “oído”, dice Garci, indispensable para captar el ritmo de la película); el descomunal movimiento de cámara en la escena de la estación, un largo plano secuencia filmado con una grúa gigante que se alzaba 40 metros y un brazo que se extendía 25 (hoy se filmaría con drones y helicópteros, subraya el autor), con miles de extras y maniquíes, y con la anécdota de la fugaz aparición de un termómetro, un invento de 1866, dos años después del asedio de Atlanta durante la Guerra de Secesión norteamericana, que se refleja en la escena (Selznick argüiría que hay documentación que fecha la invención del artilugio en 1861); las frases “míticas”, tan recordadas: el “señorita Scarlett”, que hoy no resiste el juicio inclemente de la corrección política, el “juro que jamás volveré a pasar hambre”, la rotunda línea final a cargo de Gable (my dear, I don’t give a damm, doblado con un “cariño, me importa un bledo -o una mierda- lo que va a ser de ti”, con ese "damm", cuya connotación blasfema, provocó la reacción de los censores del Código Hays); entre otras muchas… 

Garci define la película como un melodrama de marcado aliento histórico, épico y romántico, una muy sugestiva mezcla de guerra y pasión amorosa, fiesta y bailes, sexo, plantaciones, racismo, un clásico, en fin, desentrañado en este interesantísimo libro, que, junto al de Torres-Dulce, os recomiendo encarecidamente. 

Ya sin tiempo quiero al menos mencionar otro librito muy sugerente, sobre todo para aquellos de vosotros interesados en ese cine clásico que tan bien representan El hombre que mató a Liberty Valance y Lo que el viento se llevó. En 1993, Luc Moullet, cineasta, crítico y profesor francés, miembro de la nouvelle vague, publicó un breve ensayo, Política de los actores, que el pasado 2021 fue vertido por primera vez a nuestro idioma, en traducción de Juan José Vidal para el sello Athenaica en edición de Pablo Piedras. 

La nouvelle vague fue ese movimiento, “organizado” en torno a la revista Cahiers du cinema, que, a finales de los cincuenta y a lo largo de los años sesenta del pasado siglo, surgió en Francia como reacción frente al cine más comercial, representado por las filmografías convencionales de Hollywood en las que la “presentación” de las películas se hacía en virtud de su adscripción a un género (el western, la comedia, el melodrama), una productora (la Universal, la Metro, la Paramount, la Warner) o unos intérpretes. Los críticos y directores franceses (aunando a menudo ambas condiciones), como Truffaut, Godard, Chabrol o Rohmer -nombres todos que están ya en la historia del cine- acuñaron la rúbrica “política de los autores”, poniendo el foco en la figura del director, enfatizando su protagonismo en las películas y atribuyéndole el papel de “creador” principal de la obra cinematográfica. Desde ese momento, el director es la estrella, como tituló Peter Bodganovich sus dos volúmenes de entrevistas con realizadores. 

El libro de Moullet con el que ahora cierro mi reseña constituye una “reacción a la reacción”, pues en él se defiende el papel de los actores como auténticos creadores, “autores” ellos mismos y por ello capaces, por sí solos, de dotar a las películas de un signo distintivo propio, de un sello, de una marca estilística perfectamente identificable si se analizan sus filmografías. Y eso es, precisamente, lo que nos encontramos en este atractivo texto, un estudio minucioso de la trayectoria artística de cuatro actores de leyenda que representan, al decir del profesor francés -impresión que corrobora cualquier modesto aficionado-, el paradigma de esa poco convencional tesis. En las doscientas páginas del libro se examinan con detalle, repasando decenas de películas, los rasgos que definen las personalidades cinematográficas de Gary Cooper, John Wayne, Cary Grant y James Stewart, reflejadas en los gestos, las posturas, las actitudes, los movimientos y las expresiones con las que dieron vida a los muchos personajes que interpretaron en sus exitosas carreras. 

Con el único inconveniente de que los títulos de las películas aparecen recogidos en inglés para evitar las que hubieran sido constantes acotaciones en relación con sus nombres en España, Argentina o México, países a los que se dirige la edición, lo cual entorpece levemente la lectura, el libro es extraordinario, ayuda a conocer mejor la obra de los insuperables actores e invita al acercamiento a sus principales películas. 

En fin, tres magníficas recomendaciones cinéfilas con las que Todos los libros un libro os invita a “ir al cine” en este mes de septiembre que he querido dedicar al séptimo arte con la excusa de la celebración de la llegada del Festival de San Sebastián, que abrirá sus puertas el próximo día 16, a su septuagésimo aniversario. Os dejo ya con un fragmento del libro de Eduardo Torres-Dulce sobre Liberty Valance y con el famoso tema de Anne Rutledge extraído de la banda sonora de la película de John Ford. 

Ransom Stoddard llega a Shinbone con su equipaje de ilusiones lincolnianas, desde un este en el que ha estudiado que la vida se atempera a las leyes y que los conflictos individuales y colectivos se someten al imperio de la ley y a la decisión de los jueces y tribunales. Nada de ello existe en Shinbone, un pueblo situado al sur del río Picketwire. La ley y el orden lo representa un gordinflón que duerme en la única celda de la cárcel que no tiene cerradura. Como le advierte Tom Doniphon a Stoddard, en Shinbone, en la frontera, los hombres arreglan por sí mismos sus problemas, con los puños o con las armas de fuego. El avance de las oleadas de emigrantes ha ido poblando el gran desierto americano, desde los grandes ríos a las Montañas Rocosas, desde el Atlántico hasta las nevadas cumbres, la Continental Divide, de esa espina dorsal montañosa y de esta al Pacífico. Ha sido un territorio pleno de violencia y sangre, de vida y muerte, entre indios primero, entre indios y blancos después, entre blancos siempre. Un darwinismo rampante ha surtido de vida y muerte a la colonización. Primero los Mountain Men, los cazadores, exploradores, la expresión de la más pura y radical individualidad, la que representa la frase de Liberty Valance cuando los burgueses de Shinbone le cierran el paso a una asamblea porque no vive en Shinbone, porque no está censado como elector en el pueblo: «Yo vivo donde cuelgo mi sombrero». Luego llegaron los ganaderos y extendieron por los pastos libres millones de cabezas de ganado y seguía no habiendo más ley que la del más fuerte, y esos eran los grandes ganaderos situados al norte del Picketwire. El siguiente conflicto era el de los pastos libres frente a las alambradas de los pequeños rancheros, los granjeros y los agricultores, que reclaman leyes, orden, oficiales que la impusieran, escuelas, iglesias, instituciones públicas, regadíos, ferrocarriles, el incontenible avance del progreso y la industrialización; era el momento de elegir entre una u otra forma de vivir en la frontera o, aún mejor, decidir si la frontera, su estilo de vida, violento, sin reglas, vital, podía pervivir siendo un territorio en manos de los poderosos ganaderos o se transformaba en un estado de la unión, desarrollando las ideas de civilización y progreso. 

Ese es el móvil de la narración, junto con la historia de amor a tres bandas, y ambas aparecen inextricablemente unidas.
 
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Eduardo Torres-Dulce. El asesinato de Liberty Valance

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