Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 14 de septiembre de 2022

SERGE KOSTER. LAS FASCINANTES RUBIAS DE HITCHCOCK; ABE THE APE. EL ENEMIGO DE LAS RUBIAS; GUILLERMO BALMORI. EL UNIVERSO DE ALFRED HITCHCOCK; FRANÇOIS TRUFFAUT. EL CINE SEGÚN HITCHCOCK

Hola, buenas tardes. Alberto San Segundo os da la bienvenida a esta segunda edición septembrina de Todos los libros un libro, un mes, que por mor de la celebración del Festival de San Sebastián, que abre sus puertas el próximo sábado, día 17, llegando a su septuagésima edición, y del cumplimiento de los noventa años de la inauguración del Festival de Venecia, he querido que tenga en nuestro espacio un contenido especialmente cinéfilo. Así, la semana pasada, os hablaba de tres magníficas obras, la entrañable aproximación de José Luis Garci a Lo que el viento se llevó, la exhaustiva monografía de Eduardo Torres Dulce, El asesinato de Liberty Valance, en torno al clásico de John Ford, y la singular propuesta de Luc Moullet, Política de los actores, reivindicando el genio de James Stewart, Gary Cooper, Cary Grant y John Wayne, como reacción frente a la generalizada mitificación, sobre todo en Europa, y a partir de los años sesenta, de los directores, a los que se les otorgó el enfático estatuto de “autores” y a los que la crítica intelectual francesa -pero no sólo- hizo descollar por sobre el resto de profesionales -guionistas, montadores, productores e intérpretes- que contribuyen a que las películas queden en la memoria del espectador. 

Con el mismo aire nostálgico que impregnaba mis comentarios de hace siete días, en el caso de hoy, mi propuesta, de nuevo plural, gira sobre, esta vez sí, un indiscutible “creador” cinematográfico, el incomparable Alfred Hitchcock, de cuya primerísima película, Number 13, se cumplen cien años este 2022, y cuya compleja figura se presenta y analiza desde cuatro acercamientos distintos. En primer lugar, uno de los tópicos recurrentes del director, su atracción por las actrices rubias, a menudo ambigua, algo turbia y siempre perturbadora, se estudia en el estupendo Las fascinantes rubias de Hitchcock, escrito por el francés Serge Koster y publicado en 2015 por Periférica en traducción de Manuel Arranz. Incidiendo en esa adoración obsesiva del cineasta por las atractivas blondas, el pasado 2021 la editorial Lunwerg nos ofreció Alfred Hitchcock. El enemigo de las rubias, un desenfadado librito de Abe The Ape, “nombre de guerra” de Abraham Menéndez, que cuenta con unas curiosas ilustraciones del propio autor y que complementa el libro de Koster ya desde el título, pues la fascinación de uno y la enemistad del otro constituyen los dos ejes contrapuestos que definen la ambivalente mirada del británico sobre sus, a la vez, deliciosas y perversas, idolatradas y temidas actrices. 

La aproximación libresca a Hitchcock carece de sentido sin la paralela visión de sus películas, que ayuda a profundizar en los inteligentes y perspicaces análisis de Koster y Menéndez. En los últimos meses he revisado lo esencial de su filmografía, placentera tarea que recomiendo a nuestros oyentes. Para ello, resultan de inestimable ayuda otros dos libros, estos ya de mayor enjundia y extensión, absolutamente indispensables, a mi juicio, para cualquier interesado en el mundo “hitchcokiano” y para disfrutar de sus muchas obras maestras: El universo de Alfred Hitchcock, un título, coordinado por Guillermo Balmori en 2019, encuadrado en la formidable serie de Notorious Ediciones, en la que, bajo la rúbrica unificadora de El universo de…, el sello madrileño lleva años ofreciendo al cinéfilo sus desbordantes estudios sobre las principales figuras de la era dorada de Hollywood. Y si, como a mí, al lector le mueve el afán de conocimiento y quiere ahondar en las claves últimas de las películas de nuestro invitado de esta tarde, qué mejor que entregarse a la apasionada lectura de El cine según Hitchcock, la larga conversación -más de cincuenta horas- que mantuvieron en un lejanísimo 1966, “Hitch” y el director François Truffaut; un libro cuya primera edición española en Alianza Editorial es de 1974, aunque ha conocido decenas de reimpresiones y reediciones desde entonces, siempre con la traducción de Ramón G. Redondo, a la que se ha incorporado la colaboración de Miguel Rubio, Jos Oliver y Ricardo Artola para el capítulo 16, añadido en las versiones más recientes, las presentadas a partir de 2010, y que incluye comentarios sobre los títulos postreros del británico: Topaz, Frenesí, La trama y, por último, The Short Night, la película que Hitchcock preparaba cuando murió. 

En Las fascinantes rubias de Hitchcock, Serge Koster analiza, tras avanzar las claves de su planteamiento en un interesante prefacio, cuatro figuras femeninas de leyenda, rubias por supuesto, que encarnan, en sus distintas apariciones en las películas del director, ese prototipo equívoco y paradójico de la mujer que constituye el núcleo central de la dimensión erotómana de su cine: Grace Kelly, Kim Novak, Eva Marie Saint y Tippi Hedren, cada una de ellas estudiada en un filme especialmente significativo: La ventana indiscreta, Vértigo, Con la muerte en los talones y Marnie la ladrona, aunque en el texto aparecen también otras de sus interpretaciones en Atrapa a un ladrón, Crimen perfecto o Los pájaros

Koster nació en París en 1940 y murió este pasado enero. Fue profesor de literatura y colaborador en medios radiofónicos y televisivos, entre los que destaca Apostrophes, el legendario programa de libros de Bernard Pivot. Experto en Racine, Voltaire, Rousseau o Proust, publicó ensayos y novelas. Para abrir el libro que hoy os presento eligió una muy reveladora cita extraída, precisamente, de la obra de Truffaut que comentaré al término del espacio: Cuando abordo cuestiones sexuales en la pantalla, le confiesa Hitchcock a su entrevistador francés, no olvido que, también ahí, el suspense lo es todo. Si el sexo es demasiado escandaloso y demasiado evidente, se acabó el suspense. ¿Por qué razón elijo actrices rubias y sofisticadas? Buscamos mujeres de mundo, verdaderas damas que se transformarán en «putas» en el dormitorio. Quizá esta última frase resulte intolerable para la actual mojigatería biempensante, esa corrección política presuntamente de izquierdas que no duda en abrazar las prácticas censoras de la derecha más ultramontana, pero, en cualquier caso, formulada hace casi siete décadas, resulta altamente reveladora del sentir del director y constituye la piedra angular del ensayo de Koster. 

En “El deseo según Hitchcock”, título del preámbulo de breve librito, su autor adelanta los ejes más relevantes de su ensayo. Vamos a estar en compañía de algunas de las criaturas del Maestro, anticipa. Estrellas de la pantalla, sólo existen para ser vistas una y otra vez, estrellas que brillan para deleitarnos, para deslumbrar nuestros sueños, estrellas cuyo «fundamento» es la carne que no se ve. En esta mención a lo oculto, lo insinuado, lo apenas entrevisto radica ya una de las pautas sustanciales del apasionado análisis que nos disponemos a leer. Una lectura, por cierto -obligado aviso para navegantes-, en la que aflora la indudable condición de Koster como “intelectual francés”. Y entrecomillo porque se trata de una “especie” bien definida, ya registrada en las imprecisas taxonomías con las que calificamos a los exponentes más destacados de la cultura occidental. Un “intelectual francés” quiere decir Derrida, Althuser et alii; quiere decir coqueteo con el psicoanálisis; quiere decir concepción de la cultura como arma (más o menos) arrojadiza; quiere decir erudición “sobreactuada” (son decenas las referencias literarias que inundan el texto); quiere decir elitismo en el fondo y en las formas; quiere decir, en fin, y esta es la dimensión que más nos afecta como lectores, categorías conceptuales algo abstrusas y sofisticadas, devoción por un simbolismo freudiano ligeramente forzado, léxico abigarrado, prosa enrevesada rozando a veces la ininteligibilidad. Un intelectual francés escribe con la nariz alzada, en una posición moral que sitúa al resto del mundo por debajo de una desmedida inteligencia de la que el autor es consciente y que subraya de continuo de modo ostensible. 

Y, pese a ello, el libro aporta ideas, sugiere enfoques, descubre facetas no apreciadas en una visión “convencional” de las películas. Hay inteligencia y gracia, perspicacia y humor, que se abren paso con naturalidad entre las menciones al deseo, a la represión, a los falos erectos que afloran por doquier -una rígida escayola, un corsé, un bastón-, al cabello femenino como anticipo del vello púbico, a las frases banales que, por metonimia, “equivalen” a propuestas sexuales, a la insinuación carnal tras una frase anodina (un "su cara me gusta”, “significa” la mano en la bragueta, metonímicamente hablando, [una] abierta invitación al desenfreno en el marco de las convenciones sociales), a la castración alegórica, a las referencias al orgasmo que se ocultan tras un accidente de tráfico, a la vagina ofrecida a la que alude la apertura de un bolso, al coito implícito tras la imagen de un tren que se adentra en un túnel, al voyerismo y la vampirización, todos esos excesos del discurso filosófico galo post-68, que Koster maneja con soltura y pertinencia (teniendo en cuenta, por otro lado, que la sinuosa personalidad cinematográfica de Hitchcock justifica con creces, y hasta provoca, ese adentramiento en los más turbios abismos del alma humana).

Si el cine hollywoodiense creó las estrellas de los años treinta, me parece incuestionable que fue Alfred Hitchcock uno de los que más contribuyó a darles una dimensión mítica, cuya proyección se mide por contraste con el mediocre estatus de artista al que el cine actual reduce a sus protagonistas más notorias, independientemente de la calidad de las películas, obligadas como están a frecuentar los estudios, los platos de las televisiones, que las utilizan para vender sus intercambiables servicios. Ese mundo que encarnan las actrices fetiche de Hitchcock está, definitivamente, desaparecido, y es por ello -entre otras causas- por lo que la revisión de sus películas resulta todavía inquietante. La mirada del director transforma a sus “víctimas”, las convierte en la encarnación de la belleza, del deseo, de la seducción. Una mirada perversa y calenturienta, simultáneamente gélida y febril, que encierra timidez enfermiza y curiosidad insaciable, atracción compulsiva y sed infinita de sexo, puritana represión y obsceno atrevimiento. Una mirada que sugiere una promesa que une el placer y la felicidad, la carne y el espíritu, el arte y la eternidad, el amor y la muerte. Cita a este respecto el autor a Serge Kaganski, periodista musical francés, para el que el apellido del director encierra una clave oculta, pero indudable: «Itch cock» es la «picazón en la polla», el «pene que pica». Ingenioso, aunque, lo dicho, demasiado francés. 

Las rubias de Hitchcock se nos muestran, a causa de ese enfoque pervertido, vicioso y depravado del director (que en más de un caso las aborrece personalmente), como diosas inaccesibles, míticas, rodeadas de un aura espiritual, intangible, evanescente, por encima de la condición humana, y aparecen, también y simultáneamente, como la apoteosis de la carnalidad, la huidiza promesa del sexo, la más viva e incandescente representación del erotismo, de la lujuria, de la sensualidad. La vertiente «tierna» y la vertiente «sensual» se fusionan sin problemas, sin inhibiciones. Y ese dualismo -uno de los leitmotivs recurrentes en el estudio de Koster- lo lleva a preguntarse, ante el cóctel venenoso que nos inocula el brujo británico al mostrarnos la atracción melancólica y fúnebre de Kim Novak en Vértigo, la frigidez, la cleptomanía y el carácter homicida de Tippi Hedren en Marnie la ladrona, la elegancia provocadora de la inocente y aparente “mosquita muerta” Grace Kelly en La ventana indiscreta, el promisorio erotismo de la insensible y ardiente Eva Marie Saint en Con la muerte en los talones: ¿Existe hoy alguna actriz a cuyos elixires sucumbiríamos con semejante placer? 

Su enorme talento permite que, frente a las fascinantes rubias que nos muestra, todos nos convirtamos en espectadores encadenados enamorados de sus cadenas. Como subraya con agudeza Koster: Wanted: el letrero de «se busca» pegado a un muro en los westerns, ¿qué individuo de sexo masculino no lo lleva también pegado a la piel? El más maniático inventor de planos cinematográficos no filma otra cosa que esta obsesión, cuya represión infiltra su genio. Como una bomba de relojería dispuesta para explotar en el momento oportuno, a la altura de la bragueta, en el asiento de atrás de un taxi (según algunos de los términos que él mismo utiliza en su diálogo con François Truffaut), Alfred Hitchcock coloca su cámara de manera que inyecte lo esencial del suspense en «las cuestiones del sexo en la pantalla», que exigen la mayoría de los resortes de la intriga policíaca

Y así, en ese apasionante repaso por la presencia fílmica de sus divas, comparece Grace Kelly, la rubia chic, que bajo su frágil apariencia de inocente candidata al matrimonio -como aspiración última en La ventana indiscreta, como realidad perturbadora en Crimen perfecto-, con su belleza fría y elegante, su pasión interior, su mente despierta (y la sumisión total a su dueño) acaba por revelarse como la encarnación de los fantasmas personales y profesionales del cineasta, la actriz más colaboradora que conoció nunca. Ese dualismo “constitutivo” de las rubias de sir Alfred se manifiesta de modo paradigmático en su papel junto a James Stewart en la “voyerística” y exitosa película que los unió: Virgen en vísperas del matrimonio, concupiscente ante la idea de la noche de bodas, el doble mito Madonna/Magdalena. En esta obra maestra indiscutible, la fascinante Grace otorga su aura máxima a la encarnación del deseo de acuerdo con la declinación hitchcockiana. 

Koster, goloso, se recrea en el análisis de la exhibición de la lencería íntima que insinúa, pero no muestra los encantos escondidos; que promete, pero no otorga el deleite prohibido. Aflora entonces en la memoria del autor, tan retorcido al menos como el director al que analiza, la figura de Georg Wilhelm Pabst, ordenando a su actriz Louise Brooks, primero reticente y luego convencida, que se ponga, en lugar del «soberbio negligé de seda amarillo», la «basta bata blanca»: «La llevarás, y el público debe saber que estás desnuda debajo», en otra manifestación -extrapolada al bueno de Sir Alfred- de la tortuosa mente del creador. 

Y luego están los besos, los innumerables, demorados, interminables, lentísimos, extáticos besos de las películas de Hitchcock, el resquicio tierno y jadeante de los besos, que todos los amantes hitchcockianos intercambian con un fervor en el que el idealismo romántico disfraza un frenesí sensual cuya iniciativa es competencia de la dama (para solaz del cineasta y de los espectadores). Grace Kelly protagoniza algunos de los más memorables, como harán Kim Novak, de nuevo con James Stewart como partenaire, Eva Marie Saint, con Cary Grant en el tren de Con la muerte en los talones, o Tippi Hedren con un exageradamente viril Sean Connery en Marnie, entre infinidad de otros ejemplos. Hitchcock puede tranquilamente filmar la felicidad en el rostro de los amantes y confirmar la fórmula del místico Angelus Silesius: «Hay un signo infalible en el que reconocerás que amas a alguien de verdad, y es cuando su rostro te inspira más deseo físico que cualquier otra parte de su cuerpo»

Hitchcock detesta a Kim Novak y se arrepiente de su participación en Vértigo, (Al menos tuve el placer de arrojarla al agua, afirmará, malévolo, recordando las muchas tomas a las que obligó a someterse a la actriz, en la escena de su intento de suicidio sumergiéndose bajo el Golden Bridge de San Francisco), y ello porque en opinión del cineasta la actriz se equivoca tres veces al interpretar su película. Para empezar, Kim no era su primera opción, sino que Vera Miles era la actriz inicialmente elegida para el papel, pero tuvo que abandonar a causa de su embarazo cuando comenzaba el rodaje. Además, la ostensible (en todos los sentidos) voluntad de la actriz de no llevar sujetador, sus pechos tensando el jersey, chocan con el puritanismo del director, que canaliza su ansia sexual de un modo menos notorio. Por último, plantea un conflicto entre el pelo suelto o recogido en un moño del personaje que encarna, y ello -la cabellera desatada- quiere decir que está ya casi desnuda ante él pero se niega aún a quitarse las bragas, en frase, al parecer, del propio Hitchcock. 

Novak no le gusta tampoco a Koster (ni a mí, por si ello interesara): Cara demasiado llena, trasero muy marcado, complexión robusta, una dosis de exceso por todas partes. No es mi tipo. Demasiado alejada, con su desbordante y algo vulgar carnalidad, de la languidez espiritual, de la etérea elegancia de las otras rubias “peligrosas”. Y, sin embargo, Hitchcock hace girar sobre ella su deslumbrante película. Es cosa de magia, leemos, haber hecho de esta mujer de andares un poco torpes un ídolo, una idea de mujer, un arquetipo carnal; una presencia inasible en su primera encarnación, una loba acorralada después, para terminar por no saber cuándo es ella misma, ni quién es. Una vez más, la ambivalencia de las féminas “hitchcockianas”, ¡Cuánto ha amado, cuánto nos ha hecho amar este cineasta mojigato y audaz a las mujeres de dos caras! Cocinándolas a fuego lento, ¡a qué régimen las habrá sometido, invitándonos al festín con una mueca de sibarita, sazonadas y devoradas! 

Por otro lado, Vértigo, con su indudable trasfondo psicológico, permite que Koster lleve hasta el paroxismo esta lectura freudiana, psicoanalítica, que encuentra claves, desvela signos, explica significados ocultos, todos ellos con ambiguas y rebuscadas interpretaciones de índole sexual. El desdoblamiento, la caída, la impotencia, las pulsiones de Eros y Tánatos, los componentes masoquistas, la angustia, los fantasmas, las oscuras metáforas (moño/sexo femenino; lencería/desnudez; corsé quirúrgico/impotencia), las elipsis endiabladas (la aparición de Kim, desnuda, en la cama del protagonista, tras haberla él salvado de las aguas: No cabe duda: la ha desnudado, tocado, visto. Fulgurante elipsis, erótica castidad, blasones del cuerpo femenino imaginados. Ya no se trata de ninguna persona ni de su alias, sino de ese cuerpo, oculto por el brazo, y luego por el batín rojo del anfitrión, ese cuerpo que curiosea por las habitaciones, paseando, prometiendo su desnudez oculta (…). Ofrecida como pasto a nuestra concupiscencia frustrada, este cuerpo, este sexo confieren a la sublime marioneta hollywoodiense un valor identitario que trasciende todas las villanías que, sabemos, han tenido lugar en los alrededores del plato. Se convierte en el arquetipo de la desnudez victoriosa de todas las infamias imaginadas por el abominable Hitch)

Un “juego” similar nos plantea Koster en relación con Tippi Hedren (y altero, aunque sólo a causa de esa similitud, el orden en el que, en el libro, se nos presentan a las actrices, postergando a Eva Marie Saint, tercera en aparición, al último lugar en mi reseña). Con la madre de Melanie Griffith, Hitchcock se entrega a una doble masacre, tanto en el evanescente ámbito del universo fílmico, situándola en el papel de víctima ante los sañudos ataques ornitológicos en Los pájaros y frente a la angustia psicológica de la traumatizada Marnie, como fuera de escena, donde parecen constatadas las acechanzas, insinuaciones, propuestas y ofrecimientos del ya muy maduro director sobre su -en Marnie la ladrona- anoréxica y frígida objeto de deseo. Hombres, les dices no, gracias y ya quieren ponerte la camisa de fuerza, hará que exclame su personaje, en una paradójica asunción de culpabilidad. Aquí reaparecen, con más fuerza, pues forman parte de la trama, los lugares comunes del psicoanálisis: el trauma infantil, la figura de la madre, la aversión al contacto físico, el instinto masoquista, la obsesión por el sexo, la simbología sugerida (el bolso/vagina, la sangre y el rojo, también, de nuevo, el moño que imanta la mirada y provoca destellos: desatar, destrenzar, penetrar esta arquitectura capilar dorada mientras se sueña con acariciar los bucles que adornan el monte, algo más abajo, donde se curvan las bragas fetiche de Hitch), los equívocos y rebuscados tópicos que oculta la enfebrecida imaginación del director, presentes todos en otra película magistral. 

Como lo es, igualmente, Con la muerte en los talones, en la que, más allá de la siempre sobresaliente presencia de Cary Grant, campa a sus anchas, dominadora, poderosa, Eva Marie Saint, que seduce al espectador (Grant es un medio en manos de Hitchcock), que se agita ante el irremediable desasosiego que suscita la belleza, la maestría, la turbación, los mensajes sensibles que emite, toda la sobriedad y la sofisticación de una actriz que se mueve por la pantalla con una gracia maravillosa; que se inquieta por la invitación a la felicidad y la amenaza de muerte que transmite la encantadora rubia (de nuevo condenada a la duplicidad como mujer y como espía); que cae rendido -¡qué remedio- y subyugado ante la inversión de roles sexuales que encarna (en todo momento es ella quien dirige el juego del gato y el ratón); que se entrega definitivamente, simultáneamente atraído y desconcertado, en la escena del vagón restaurante en la que, con su coqueto traje de chaqueta negro, su pelo impecable, como recién salida de la peluquería, y luciendo una sonrisa burlona que es una invitación a la prudencia tanto como a la depravación, lady Eve se presenta); y que arde, por fin, con la combustión de los besos en la que Grant operará como mero testaferro del espectador y, claro está, del propio y libidinoso director, que se esconde, pudoroso y lascivo -valga el oxímoron- tras la imagen inequívoca de la marcha jadeante del tren a través de una noche de lujo y de placer y hacia la oscuridad del túnel y su promesa de happy end (Es el final más impertinente que he rodado nunca, confesará Hitchcock). 

Estas cuatro inolvidables beldades blondas están presentes también, junto con algunas otras, casi todas al menos tan atrayentes como las elegidas por Koster, en Alfred Hitchcock. El enemigo de las rubias, el muy interesante volumen, escrito e ilustrado por Abe The Ape, el nombre comercial con el que se presenta el diseñador Abraham Menéndez, publicado por Lunwerg Editores el pasado 2021. 

El autor es un joven (o quizá no tanto: nació en 1977) licenciado en Publicidad y Relaciones Públicas por la Universidad Complutense de Madrid y diplomado en Diseño de Moda por el Instituto Europeo de Diseño. Diseñador (colabora con marcas como Chanel, Dior, Shiseido, Perrier o Massimo Dutti) creador de su propia firma de platos decorados, de cerámica, objetos decorativos, camisetas e ilustraciones muy personales y reconocibles, muy alegres y coloristas, El enemigo de las rubias es su primer libro y en él destacan, por encima de su interesante contenido, las deslumbrantes imágenes que cubren más de dos tercios de las largas doscientas páginas del volumen. Su estilo, pop, sesentero, elegante, divertido, glamuroso y sexy, luminoso y seductor, muy vinculado con el universo, los iconos y los tópicos de la moda y la publicidad, convierte en extraordinariamente agradable la lectura de unos textos, por lo demás también sugerentes, rebosantes de informaciones y anécdotas, llenos de ironía y humor, optimistas, desenfadados, escritos con una tono ligero, desenvuelto e informal. 

El libro se abre con un prólogo de Esperanza García Claver, en el que se pone el acento, sobre todo, en el interés de Hitchcock por la moda, el diseño gráfico y la creación artística del siglo XX, aspectos que se reflejan en su obra a través de la cuidadosa elección de los vestidos de sus heroínas, del significativo uso del color, de la atención a los detalles (los bolsos, los moños, las llaves, las joyas) que Menéndez recoge en sus espléndidas ilustraciones, que tan bien reflejan ese elenco de mujeres irresistibles, bellas, frías y majestuosas, representando la que quizá sea principal “marca de la casa hitchcockiana”. 

Tras una sucinta introducción que resume brevemente la trayectoria biográfica del director, y en la que Abe the Ape se detiene en analizar la evidente misoginia (El problema de hoy en día es que no torturamos a las mujeres lo suficiente, afirmación que, en nuestros puritanos días, hubiera condenado al ostracismo a su provocador autor) del supuesto homosexual reprimido que era el británico (imperturbable, gordo, cínico, misógino, machista, fetichista, reprimido, ambiguo y genial, lo califica, además, en una prueba muy reveladora de la desprejuiciada ausencia de corrección política en su texto) la obra se adentra en sus capítulos sustanciales. 

Así, en Chicas Hitchcock se presentan los perfiles de Barbara Bel Geddes, Carole Lombard, Doris Day, Eva Marie Saint, Grace Kelly, Ingrid Bergman, Janet Leigh, Joan Fontaine, Kim Novak, Madeleine Carroll, Marlene Dietrich, Tallulah Bankhead, Tippi Hedren y Vera Miles, algunas de las más destacadas actrices de sus películas, de las que se relatan las circunstancias más sobresalientes -incluidos abusos, vejaciones y torturas psicológicas- de sus interpretaciones bajo la férula del genial tirano. 

La Pandilla nos acerca al grupo de fieles colaboradores “técnicos” y artísticos con los que, de un modo más o menos recurrente, Hitchcock contaba para sus filmes: su inseparable y muy paciente Alma Reville, siempre detrás del director, y siempre en silencio, pese a que ahora sabemos que su participación en las decisiones artísticas de su marido era todo menos testimonial (trabajaron juntos en más de cincuenta películas, aunque ella sólo aparece en los créditos de dieciséis); el gran compositor Bernard Herrmann, presencia constante en las películas de Hitchcock (Con la muerte en los talones, Vértigo o Psicosis, entre otras); la directora de vestuarios Edith Head, figura clave de Hollywood en su ámbito; el director de fotografía Robert Burks o el diseñador Saul Bass, cartelista genial, reconocible responsable de los créditos de innumerables éxitos.

En el apartado titulado Películas comparecen algunas de las más representativas, en concreto 39 escalones, Alarma en el expreso, Rebeca, Sospecha, La sombra de una duda, Náufragos, Encadenados, La soga, Extraños en un tren, Crimen perfecto, La ventana indiscreta, Atrapa a un ladrón, El hombre que sabía demasiado, Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis, Los pájaros, Marnie, la ladrona, Frenesí, Recuerda. Bajo la rúbrica Televisión se incluye un sucinto comentario sobre la muy notable presencia del director en la pequeña pantalla, a través de la muy popular serie Alfred Hitchcock presenta, que apareció en las televisiones de todo el mundo a principios de los años sesenta. La entusiasta recepción de la filmografía del director por parte de la crítica francesa más “intelectual”, la que orbitaba en torno a Cahiers du cinéma, se recoge en Vive La France!, el penúltimo capítulo del libro que, antes de la entregada declaración de amor de su autor en el epílogo que le pone fin, aún acoge otro corto apartado -Influencia- dedicado a a rastrear el poso que el cine de Hitchcock ha dejado en películas y directores ajenos, Brian de Palma, Spielberg, Tarantino, Polanski, David Lynch o Scorsese. 

Todo ello presentado, ya se ha dicho, mediante un tratamiento ligero, muy fresco, sin ninguna pretensión académica, con numerosos toques de humor, en epígrafes muy breves, de una o dos páginas, a lo sumo, de amplia tipografía, repletas de anécdotas y apreciaciones subjetivas y “decoradas” -en lo que, para mí, es el principal logro del libro- con unas muy sugerentes láminas. 

Ya sin tiempo apenas para algo más que una rápida despedida, dejadme presentar los dos libros finales de esta muy larga reseña, dos obras voluminosas y más académicas y rigurosas que las de Koster y Menéndez, siempre ligeras y desenfadadas. Dos libros que, como he señalado, resultan de consulta casi obligada mientras se repasa la filmografía esencial del director; dos libros imprescindibles si el lector quiere adentrarse, con profundidad, rigor, detenimiento y paciencia, en la inconmensurable obra del británico; dos libros de lectura reposada, complementaria al visionado de las películas; dos libros, pues, merecedores cada uno de ellos de una reseña autónoma, que hay que leer a lo largo de los meses, en una suerte de enriquecedor “Seminario Hitchcock” en el que se degusten los innumerables detalles magistrales de sus filmes, subrayados, analizados, y objeto de las inteligentes y perspicaces explicaciones recogidas en ambos textos. Así llevo haciéndolo yo desde hace casi un año y, creedme, la experiencia proporciona un placer difícilmente igualable. 

El monográfico que, a cargo de Guillermo Balmori, presentó en 2019 la editorial Notorious (nombre hitchcockiano, el título original de la película que en España se conoce por Encadenados), dentro de la ambiciosa e imprescindible serie El universo de…, centrada en esta ocasión en el director británico, es una muy completa enciclopedia sobre todo cuanto aspecto quepa imaginar en relación con su vida y su obra. Con centenares de imágenes -fotografías, carteles publicitarios, fotogramas- el libro analiza en sus primeras trescientas páginas la filmografía completa del director, con comentarios de cada una de sus películas, incluyendo las de su inicial etapa británica y los trabajos para la televisión ya antes comentados. El resto de la obra, que alcanza casi las quinientas páginas, lo ocupa un “diccionario” en el que, por orden alfabético, se estudian los principales temas que configuran lo esencial de la muy singular creación artística de Sir Alfred. Dos necesarios índices -de películas y de “conceptos”- facilitan la búsqueda de información, allanando el camino al lector en un volumen que no se lee de corrido sino “picoteando” aquí y allá -con gozo y placer infinitos- en paralelo al exhaustivo repaso -muy recomendable, ya se ha dicho- de las inolvidables películas del genio. 

Para un conocimiento más profundo de ese estimulante “planeta Hitchcock” resulta obligada la lectura de El cine según Hitchcock, las conversaciones entre el director británico y su homólogo francés, François Truffaut. Hay infinidad de ediciones del libro en nuestro país, la que yo he leído es la de Alianza Editorial de 1977 y a ella os remito para sumergirse en el inteligente diálogo entre dos genios del séptimo arte. Hay, también, e igualmente resulta de visionado indispensable, un documental sobre el libro, dirigido en 2015 por Ken Jones, con el título Hitchcock-Truffaut y que puede verse en Filmin.

Muy fuera de tiempo os dejo ya con un fragmento del libro de Serge Koster, con Grace Kelly “provocando” a James Stewart en La ventana indiscreta. Como cierre musical a esta ya muy larga reseña sonará Doris Day cantando Que Será, Será (Whatever Will Be, Will Be), un tema decisivo en la resolución de la trama de El hombre que sabía demasiado, la película de 1956 en la que Hitchcock “revisita” uno de sus títulos primeros, de 1934. 


Por la noche surge ella (Grace Kelly) de los arcanos de la ciudad, su morfología como un bello objeto. «¿Cómo está tu pierna?». «Me duele un poco». «¿Y tu estómago?» «Vacío como un balón de rugby». «¿Y tu vida amorosa?» (Vale decir sexual.) «No demasiado activa». Y ella pronuncia estas otras palabras cuando él pregunta «¿Quién eres tú?». «De arriba abajo, soy Lisa… Carol… Fremont», y mientras responde enciende, una a una, las lámparas del cuarto y aumenta el resplandor, que alumbra su impecable cabellera. 

Su ocupación de la pantalla, su perfección ansiogénica, la exhibición de la lencería íntima hacen balbucir al fotógrafo, cuya herida no le impide radiografiar, con una mezcla de éxtasis y de fastidio, los magníficos secretos de esta anatomía que descubre su etérea y última prenda: «Tu ropa interior que no pesa ni doscientos gramos… ¡Cien gramos!». La (futura) casada (casi) desnudada por su propio (director). Esto nos recuerda, sin duda, a Marcel Duchamp, pero también, y sobre todo, a ese precursor: Georg Wilhelm Pabst, ordenando a Louise Brooks, primero reticente y luego convencida, que se ponga, en lugar del «soberbio negligé de seda amarillo», la «basta bata blanca»: «La llevarás, y el público debe saber que estás desnuda debajo». Don de videncia concedido a los grandes creadores, don de obediencia del que están dotadas las más sublimes intérpretes. Ellas lo narran, y nosotros lo repetimos sin cansarnos. 

Vista por detrás. Desnuda debajo. ¿Quién no se excitaría? ¿A quién no obnubilaría la impaciencia de vérselas con el «bagaje» de la rubia? Descoser las costuras, olfatear el maquillaje, el culo al aire, todo en desorden. Hay uno que, al menos en apariencia, se queda de piedra o, más bien, de escayola: James Stewart, gentleman y reporter un pelín grosero. ¿Grosería debida a su egoísmo de soltero o a su accidente? Él pretextará con un simbolismo equívoco: lo encadena el cilindro que aprisiona su pierna; ese enjaezamiento rígido tiene algo de provocador para la dama, que puede verlo como un impresionante consolador erecto por el deseo y por su represión; de manera que parece tenerlo a su disposición sin poder disponer de él. Él no le concede, sin comprometerse demasiado, más que el resquicio tierno y jadeante de los besos, que todos los amantes hitchcockianos intercambian con un fervor en el que el idealismo romántico disfraza un frenesí sensual cuya iniciativa es competencia de la dama (para solaz del cineasta y de los espectadores). Bajo el maquillaje y el brillo del rostro que ilumina la noche pálida y umbría, la rubia fascinante, cansada del papel de madonna y ávida de los desvanecimientos de Magdalena, se convierte en la zorra que aspira a ser, nos susurra al oído Hitch.
  
Videoconferencia
Serge Koster. El enemigo de las rubias

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