Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 21 de septiembre de 2022

JONATHAN COE. EL SEÑOR WILDER Y YO; CAMERON CROWE. CONVERSACIONES CON BILLY WILDER; AA.VV. EL UNIVERSO DE BILLY WILDER

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura, que como director del programa elijo siempre con criterios de calidad y en la confianza de que mis recomendaciones puedan interesaros. A lo largo del actual septiembre y con la excusa de la celebración entre los días 16 y 24 de este mes de la septuagésima edición del Festival de San Sebastián y de la llegada del de Venecia al nonagésimo aniversario de su creación, he decidido dedicar al arte cinematográfico en general una serie de cuatro emisiones, de la que mi sugerencia de esta tarde constituye su tercera entrega. En las semanas precedentes han comparecido aquí, en la primera de ellas, José Luis Garci y su libro de homenaje a Lo que el viento se llevó, la inconmensurable monografía de Eduardo Torres-Dulce sobre El hombre que mató a Liberty Valance y el atractivo librito de Luc Moullet en el que el crítico francés reivindicaba la importancia del cine de actor, con su Política de los actores, el apasionado repaso a las trayectorias de cuatro intérpretes magistrales, Cary Grant, James Stewart, Henry Fonda y John Wayne. Hace siete días, en la segunda entrega del ciclo, era Alfred Hitchcok el protagonista único del programa con otros cuatro magníficos libros que lo tenían como centro: Las fascinantes rubias de Hitchcock, de Serge Koster; El enemigo de las rubias, de Abraham “Abe The Ape” Menéndez; El universo de Alfred Hitchcok, la insuperable monografía de Ediciones Notorious, que recoge múltiples aproximaciones a la obra del genio británico a cargo de diversos expertos y críticos de cine de nuestro país; y las indispensables -si se está interesado en la figura de Hitchcock- conversaciones del orondo director con su talentoso admirador francés, François Truffaut. 

Hoy continuamos, pues, con la serie cinematográfica ocupándome de otro director genial, Billy Wilder, del que os recomiendo, casi sin excepción, su entera filmografía y, en nuestro estricto ámbito libresco, tres estupendos volúmenes, de naturaleza, enfoques y propósitos diversos en torno a su figura: una novela, un libro de conversaciones y un ensayo sobre su vida y obra. El señor Wilder y yo, que publicó la editorial Anagrama en los primeros meses de este 2022 en traducción de Javier Lacruz, es una espléndida novela del escritor inglés Jonathan Coe, del que presenté aquí hace algunas temporadas otra de sus creaciones, la conmovedora La lluvia antes de caer. El director Cameron Crowe mantuvo un largo encuentro con el legendario director, fruto del cual es Conversaciones con Billy Wilder, publicado originariamente en un ya lejano 1999, y aparecido un año después en nuestro país en el sello de Alianza Editorial traducido por María Luisa Rodríguez Tapia. Por último, dentro de la colección El universo de… que Ediciones Notorious viene dedicando desde hace décadas a algunos de los principales actores y directores, sobre todo hollywoodienses, la editorial nacida bajo los auspicios de José Luis Garci presentó en 2015 el número monográfico dedicado a Billy Wilder, en un título hoy prácticamente inencontrable. Os propongo, pues, como puede deducirse de la mera enumeración de mis sugerencias, un estupendo itinerario para conocer a un director de leyenda y adentrarse en su formidable filmografía. 

El señor Wilder y yo es una muy interesante novela, llena de encanto y sensibilidad, de nostalgia y ternura, también de sugerentes temas de reflexión y apetitosas referencias cinéfilas. Más allá de la presencia esencial de Billy Wilder, como luego veremos, la novela gira sobre Calista Frangopoulou, una casi olvidada compositora de bandas sonoras para el cine que vive en Londres con su marido Geoffrey, también vinculado al mundo del séptimo arte, y que, en enero de 2013, a sus casi sesenta años, se encuentra sumida en una suerte de crisis existencial (¿Qué va a ser de mí, Geoff? […] Tengo talento para dos cosas. Dos cosas que me dan una razón para seguir viva. Soy una buena compositora, y soy una buena madre. Componer y criar niños. Eso es lo que sé hacer. Y ahora me vienen a decir, más o menos, que ninguna de esas dos habilidades le hace falta ya a nadie. No tengo nada que hacer en los dos frentes. Kaput. ¡Y solo tengo cincuenta y siete años! Cincuenta y siete años nada más), que sobrelleva gracias a sus recuerdos y a la entrega incondicional al terapéutico consumo de queso (Cuando estoy así de desesperada, solo hay una cosa que me consuela. Siempre guardo por lo menos tres clases distintas de Brie en la cocina para situaciones de emergencia). En el plano profesional no le llegan apenas encargos desde hace tres lustros, pues su concepción de la música cinematográfica, añorante de la frescura de ideas y de la abundancia de melodías de la época dorada del cine, no encaja en el ruido de explosiones, tiros y choques de coches y el estrépito de los estruendosos fondos orquestales de las actuales películas de acción, tan alejadas de su educación clásica (La música siempre fue mi pasión, pero a los compositores que me gustaban más (Satie, Debussy, Ravel, Poulenc, todos franceses por alguna extraña razón) ni se les había dado una oportunidad esa vez). Su vida familiar experimenta igualmente una etapa de cambio, con el aburrimiento consiguiente a veintisiete años de casada y la tenue aparición del “síndrome del nido vacío”, con la decisión de la menor de sus gemelas, Fran, de poner fin a su embarazo antes de incorporarse el otoño próximo a la universidad de Oxford, y, sobre todo, con la inminente partida de su otra hija, Ariane, a Australia, en donde disfrutará de una ventajosa beca. La marcha de su hija desde Heathrow, a donde la ha acompañado para tomar su largo vuelo, le trae el recuerdo de una ocasión similar en la que su propia madre se despidió de ella, en julio de 1976, en el aeropuerto de Atenas, cuando una joven Calista de veintiún años se había lanzado a la experiencia de recorrer Estados Unidos de mochilera durante tres semanas en verano. Una vez en el vasto territorio norteamericano, el encuentro fortuito en Springfield con Gill, otra chica inglesa más o menos de su edad, igualmente viajera por libre, las unirá en el resto del viaje, que compartirán visitando St. Louis, Oklahoma, Nuevo México, el Gran Cañón y, por fin, Las Vegas. Allí, acompañará una noche a Gill a una cena de compromiso en Beverly Hills con un director de cine, antiguo amigo de su padre al que había prometido la visita y al que ninguna de las dos conoce. ¿Es famoso?, preguntará, curiosa, Calista. No creo, responderá su amiga, para empezar, tiene unos setenta años

Sin embargo, el anciano director sí era famoso, ni más ni menos que Billy Wilder, con una larga y magistral carrera a sus espaldas, con varios Oscars en su haber, como guionista y director, aunque se encuentra ya, no obstante, en el ocaso de su deslumbrante trayectoria profesional. Las tímidas y avergonzadas muchachas se enfrentan en el restaurante, desconcertadas e indecisas, con el viejo señor Wilder, que está acompañado por su esposa Audrey, su amigo y colaborador habitual, el productor I.A.L. Diamond, y la mujer de éste, Barbara. “Obligadas” a una cena con un personaje del que ignoran absolutamente todo, incluido su muy reconocido legado artístico, y al que solo le unen el encargo del padre de Gill, la velada es un fracaso, entre otras razones porque las constantes menciones a Marlene, Con faldas y a lo loco, Jack Lemon, la Garbo o El apartamento, y el extraño acento de Billy, constituyen un enigma insondable para Calista, la única realmente interesada en el desarrollo de la conversación, pues Gill, despechada por la obligada separación de un novio al que acababa de conocer en su periplo norteamericano, abandonará sin dar explicaciones la cena en pos de su fugaz enamorado dejando a su bostezante amiga ante un incómodo trance. El hecho de que Calista sea griega y se desenvuelva con normalidad en ese idioma y en inglés activa la curiosidad del director y el productor que en esos días están intentando sacar adelante, no sin gran esfuerzo, la financiación para el rodaje de su nueva película, tras unos años de, con notables excepciones, constantes fracasos en taquilla y sucesivos varapalos de la crítica. Fedora, que así se llamaría el penúltimo filme del austríaco (aunque Sucha, su lugar de nacimiento, en esa Galitzia tan martirizada por la Historia, hoy pertenece a Polonia), debía de rodarse en alguna isla griega aún por determinar. Pese a ese tenue elemento de interés común, el cansancio de la chica, su sensación de desconcierto por lo extraño de la situación, sola entre desconocidos, y la dificultad para sumarse a la conversación de los comensales conducirán al progresivo distanciamiento de la muchacha y abocarán a un final sorprendente en el que Calista acabará por pasar la noche en la mansión de los Wilder, para abandonarla a la mañana siguiente con el guion de Fedora bajo el brazo como inesperado regalo del muy amable y algo paternal director. 

Meses después, en mayo de 1977, la muchacha, de vuelta ya en Grecia, se licenciará en la universidad, realizará sus primeros y muy modestos pinitos como compositora, y se entregará, espoleada por la voluntad de superar el recuerdo del lamentable encuentro con Wilder, a la enfebrecida memorización de enciclopedias de cine (mis conocimientos sobre cine habían pasado de ser inexistentes a ser enciclopédicos, literalmente hablando. Podía decirte los títulos de cientos de películas de Hollywood y los años en que se habían realizado, aunque nunca hubiera visto ninguna). Su vida seguía adelante sin especiales alicientes en una nebulosa de tedio apenas soportable hasta la última semana de mayo del 77. Entonces, una llamada de una mujer que decía pertenecer al despacho de producción de la película Fedora, transmitía al padre de Calista que el señor Wilder le había pedido que se pusiera en contacto conmigo. Tres días después volaba hacia Corfú para vivir la gran Aventura de la Intérprete Griega, como dirá Wilder, y, desde ese momento, su vida sería ya otra para siempre. 

La novela, que alterna de continuo esos dos planos temporales, el presente de conflicto personal y la rutina familiar en Londres y el pasado que aflora en la remembranza de la inolvidable experiencia del rodaje de Fedora, se centra, fundamentalmente, en el relato de esa primera, afortunada y decisiva incursión de Calista en el universo del cine, en su imborrable relación con un Wilder simultáneamente afable y gruñón, cercano y cascarrabias, en unos meses, que transcurren en diversos escenarios -sobre todo en Grecia, en la isla de Lefkada, a lo largo del verano de 1977, pero también en Múnich, París y los ya citados de Londres o Los Ángeles-, que la harán superar su timidez y su inseguridad (mi auténtica naturaleza: introvertida, melancólica y solitaria), la abrirán al mundo, a la edad adulta, al amor, cambiarán su vida, y serán la causa, claro está, de su a la postre decisiva dedicación profesional al séptimo arte. 

La novela es, así, especialmente interesante para los amantes del cine y, en particular, para los que -como yo mismo- son devotos seguidores del inolvidable director. Las circunstancias que rodearon la difícil puesta en marcha de esa Fedora en cierto modo crepuscular, los insalvables obstáculos a superar para conseguir la financiación necesaria, las muchas vicisitudes del muy complicado rodaje, filmado en escenarios en Alemania, Francia y Grecia, con actores de diversos países, distintas culturas y variadas escuelas interpretativas, los enfrentamientos con Marthe Keller, la actriz principal, que no resulta del agrado del viejo Wilder, el escaso éxito de crítica y público una vez estrenada (salvo, significativamente, en España, en donde sí gozó de una cierta repercusión) son aspectos “reales” que dan cuerpo a la historia personal de Calista y que “obligan” -una exigencia altamente placentera- al lector a ver la película en paralelo al exaltado y ameno avanzar por las páginas del libro, y, por otro lado, a no detenerse en este solo e incomprendido título sino a aprovechar para zambullirse en la filmografía entera del director -deslumbrante en la mayor parte de sus títulos- para el mejor disfrute de un texto salpicado por una infinidad de referencias cinéfilas, no sólo relativas a la obra de Wilder. Así lo he hecho yo en los meses transcurridos entre mi lectura de la novela en enero de este mismo año, en los que he “devorado” la casi totalidad de las veintitantas películas que integran su descomunal legado artístico. He gozado de nuevo, con placer indecible, las grandes obras del Wilder director, La tentación vive arriba, El crepúsculo de los dioses, Perdición, Con faldas y a lo loco, Testigo de cargo, El apartamento, Un, dos, tres, Irma la dulce, Días sin huella, Primera plana, En bandeja de plata, la mayor parte de las cuales había visto ya varias veces en mi juventud; he revisado algunas otras de muy vago recuerdo en mi memoria, Sabrina, Ariane, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? o La vida privada de Sherlock Holmes; y me he acercado por primera vez a algunos títulos menos conocidos pero siempre estimables como Bésame, tonto, El gran carnaval, El vals del emperador, Berlín Occidente o Cinco tumbas al Cairo; además de Bola de fuego, Si no amaneciera o Ninotchka, obras maestras en las que Wilder se desempeñó como guionista. 

Y es que Billy Wilder se nos muestra, entre los hilos de la historia inventada de Calista Frangopoulou, como el verdadero protagonista de la novela. Un Wilder al que vemos, acompañado en todo momento por otro gran “personaje”, su contrapunto, su álter ego, el gran Iz Diamond, guionista y productor habitual en la última etapa de la carrera de su amigo, luchando vanamente en defensa de un tipo de cine -ligero, entretenido, rezumando ilusión, maravilla, gracia, alegría, humor y risas, vida intensa y feliz- que, irremisiblemente, ha quedado arrumbado en un pasado que la fulgurante aparición de la “panda de la barba” (Coppola, Spielberg, Scorsese) amenazaba entonces por hacer olvidar. El cine ha cambiado, dice el director en la novela, pesaroso y resignado. Sufrió una revolución en los años sesenta, igual que la sociedad. Y si no eres capaz de tener eso en cuenta, estás acabado. Muerto y sepultado. El muy entrañable personaje que “dibuja” Coe, se ve superado por ese nuevo cine hecho por intelectuales, inspirados y alentados por la culta intelligentsia europea -los sesudos críticos de Cahiers du Cinema-, en una deriva hegemónica en las salas desde finales de los sesenta: películas brillantes pero desesperanzadas, con sus problemas, sus conflictos, su caos existencial, su amargura, su desilusión, su despiadada inmersión en los aspectos más descarnados, más dramáticos, más trágicos incluso, de la cruda realidad. Películas tras las que, como vanamente intenta explicarle a Calista un muy adusto novio juvenil, te sientes emocionalmente agotada. Te sientes como si alguien te hubiera dado una auténtica paliza. Te han machacado el alma. Han destrozado tu fe en la humanidad. Nunca habías visto tanta fealdad y tanto horror en una pantalla. Ante lo que Calista, cuya progresiva cercanía sentimental con Wilder en la novela la hará compartir la melancólica visión del mundo del anciano, se dirá: Empezaba a pensar que a lo mejor había nacido en el momento equivocado

El momento equivocado. El inexorable paso del tiempo. La añoranza de un ayer en el que todo es percibido -desde nuestro ya triste presente- como exultante y feliz. El pasado que queremos inútilmente atrapar pero que no vuelve. Fedora (un filme que fundamentalmente trataba de un viejo productor de cine que intenta hacer una película ya nada acorde con los tiempos) es, en este sentido, una suerte de testamento artístico de su director, a la vez que la metáfora perfecta del estado de ánimo, del sentir, de la nostalgia que aqueja el alma de Billy Wilder en esos momentos declinantes de su carrera. Wilder -y Diamond, otro personaje retratado con ternura- han llegado a la conclusión de que lo que teníamos que ofrecer ya no lo quería nadie: un mundo, el suyo, por desgracia entonces ya periclitado, en el que la joie de vivre coexistía siempre con una melancolía implacable y persistente, la sutil, dulce, tierna y grata melancolía de La tentación vive arriba, Con faldas y a lo loco o El apartamento, por citar sólo tres ejemplos cimeros del “espíritu” cinematográfico wilderiano. Ambos, pese a sus incontestables carreras profesionales, se ven obligados a peregrinar por los despachos de los productores de Hollywood ofreciendo su película en vano (Billy y yo no estamos precisamente en la cresta de la ola ahora mismo -dirá Iz-. Nuestro último gran éxito fue hace catorce años. Y en estos últimos un par de películas han perdido mucho dinero. Pero mucho. En Hollywood la gente tiene en cuenta ese tipo de cosas. No te lees Cahiers du Cinéma lo primero por la mañana antes de ponerte a trabajar. Lees los resultados de taquilla). Y a pesar del rechazo, y de las muchas dificultades, y de tener que “emigrar” a Europa para encontrar financiación, Wilder se empecina en sacar Fedora adelante, la historia -una suerte de El crepúsculo de los dioses revisitado- de una vieja actriz que lo fue todo en el glamuroso universo hollywoodiense y que ahora, víctima de ese cruel paso del tiempo que a todos nos aniquila, intenta inútilmente mantener vivos su encanto, su belleza y su poderoso influjo en la añorante legión de sus apasionados admiradores. Billy ve la película como una tragedia. Es la tragedia de alguien que solía tener el mundo a sus pies pero que ya no lo va a volver a tener más. La película no es sobre Barry Detweiler [el productor, interpretado -como en El crepúsculo de los dioses- por William Holden, que se acerca a Fedora para intentar recuperarla para el cine; una Fedora alejada de los platós desde hace décadas y recluida (escondida, en realidad) en una pequeña isla griega]. Él es un personaje secundario. Es sobre Fedora. Ella es la heroína trágica. Y con quien Billy se identifica. Por eso quiere hacer esta película

En último término, El señor Wilder y yo es, además de una muy apreciable novela que se disfruta con fruición (yo la leí, embebido y ajeno al paso del tiempo, en un viaje en tren de ida y vuelta a Madrid, pesaroso de que el trayecto -el literario- llegara a su fin), una muy melancólica reflexión sobre la pérdida de la juventud (esos personajes […] que luchan por encontrar su papel en un mundo al que ya solo le interesan la juventud y la novedad), sobre el quebranto de las ilusiones, sobre lo que la vida hace con nuestros sueños, sobre el fracaso y la derrota consustanciales a la existencia. Y, a la vez, es un muy vivificante alegato sobre los muchos motivos para la felicidad, sobre la necesidad de disfrutar con pasión de cada instante, de cada detalle, de cada momento, de cada vivencia, sobre los innumerables alicientes que ella nos ofrece (Te depare lo que te depare –dijo–, la vida siempre tiene placeres que ofrecerte. Y deberíamos aprovecharlos. –Y entonces aquel hombre que había conseguido tantos logros en su vida, y sufrido tanto al mismo tiempo, ladeó el sombrero que llevaba en la cabeza para que quedara en el ángulo justo, y lo inclinó un poco hacia mí–. Acuérdate de eso –añadió. Y siempre lo he hecho, afirmará Calista, conmovida). Una Calista tiernamente agradecida -como lo está el lector- por las enseñanzas del maestro (Una inefable sensación de agradecimiento hacia Billy, de agradecimiento por que se hubiese tomado el trabajo de concebir y alimentar a aquella criatura extraña y única, de traerla al mundo para que de diversas maneras pudiese conmover e inspirar a la gente que la viera), que llevará consigo hasta este presente en el que la crisis de su madurez la hará recordar con dulzura aquellos episodios de hace más de tres décadas. 

Porque, a la postre, lo que nos ofrecen Calista, el Wilder personaje, Jonathan Coe y, sobre todo, las magistrales películas del director, es un amable aunque contundente alegato a favor del cine. Porque el cine (un tipo muy particular de cine, el de la época dorada de Hollywood, del que apenas quedan, por desgracia, rastros en las actuales frenéticas pantallas de las languidecientes salas) es una de las más inteligentes, inspiradoras, emocionantes, cautivadoras, agradables, encantadoras y eficaces armas para escapar del absurdo de la insulsa y roma cotidianidad, para poblar de magia y deseo y anhelos y quimeras y ensueños y fantasía nuestras vidas, para dotar de sentido a la existencia. El cine es la vida mejorada, multiplicada, embellecida. La vida es horrible. Eso lo sabemos todos. No te hace falta ir al cine para darte cuenta de que es horrible. Vas porque durante un par de horas le darán a tu vida un poco de chispa, ya sea por el humor o las risas, o aunque solo sea..., no sé, por unos trajes bonitos o unos actores guapos o algo; una chispa que no tenía antes. Un poco de alegría, supongo, como Wilder le cuenta a su joven colaboradora en la espléndida novela que hoy os traigo. 

Y ese personaje entrañable, cercano, afable, íntimo, cálido, afectuoso, que se abre a Calista, que le hará confidencias (hay una notable mención a la madre muerta en Auschwitz, en un hilo, menor pero relevante, que sólo puedo apuntar aquí), que le mostrará sus debilidades, su fragilidad (tengo setenta y un años y sé lo que es ser viejo, y te puedo jurar que es una auténtica putada) es el que comparece también, provocando una insuperable experiencia lectora, muy gozosa y placentera, a lo largo de casi cuatrocientas páginas, en el segundo de los libros que esta tarde, ahora ya de un modo más apresurado, quiero recomendaros. Conversaciones con Billy Wilder es el resultado de una larga serie de entrevistas, que se desarrollaron a lo largo de más de un año, de comienzos de 1997 a la primavera de 1998, entre un entonces joven director, Cameron Crowe, que acababa de estrenar su tercera y exitosa película, Jerry Maguire, y la ya muy anciano mito de Hollywood, que en ese momento contaba ya 91 años, aunque, pese a sus limitaciones -se mueve con ayuda de un bastón y lleva diez años sin dirigir- se mantiene activo, acudiendo diariamente a su despacho en Beverly Hills, lee, sigue en contacto con el mundo del cine y, sobre todo, conserva una envidiable lucidez intelectual. 

Crowe se había puesto en contacto con su muy admirado referente en 1995 con la intención de ofrecerle el papel de Dicky Fox en Jerry Maguire (Fox era el mentor del personaje que interpretó Tom Cruise en la película, una suerte de “coach del management” -y perdón por la (reveladora) concesión al extranjerismo-, que acabaría encarnando Jared Jussim, él mismo un alto ejecutivo norteamericano). Tras una fría entrevista inicial en la que Cameron sólo obtuvo una aséptica firma en el cartel de El apartamento con el que acudió a la cita, se sucedieron sus llamadas y sus nuevos intentos de aproximación (para los que buscó incluso la mediación de Cruise), obteniendo por todo logro un reiterado ¡Déjeme en paz! En 1997, alentado por el oscarizado éxito de su película, Crowe publicó en Rolling Stone un diario de la gestación de su filme en el que relataba algunas anécdotas de aquella primera frustrante conversación. Wilder, al que le llegó a través de una amiga, lo leyó, le gustó y accedió a una nueva conversación siempre que su publicación fuera en una revista y dejando claro que no quería otro libro de entrevistas sobre él. Ese “nuevo” primer encuentro fue distendido, la conversación fluyó, el viejo cascarrabias se sintió cómodo, habló sin parar y contó y contó creando entre ambos un primer y tímido vínculo emocional. Y así, poco a poco y sin premeditación (al menos aparentemente) fue haciéndose este Conversaciones con Billy Wilder, que apareció en Estados Unidos en 1999 y que vio la luz en España un año después en una espléndida edición de Alianza Editorial (hay varias posteriores, en bolsillo, no tan brillantes formalmente) en traducción de una muy reconocida especialista, María Luisa Rodríguez Tapia. 

El libro es un apasionante recorrido por la vida y -sobre todo- la deslumbrante obra del entrevistado, que incluye, aparte de la obvia transcripción de las muchas horas de estimulante diálogo entre fervoroso admirador y accesible leyenda, ilustrado con una inagotable caudal de imágenes, fotogramas de las películas, carteles, fotos personales, de los actores y actrices, de los rodajes, de la promoción, etc., una filmografía completa comentada, que recoge las películas que Wilder firmó como guionista, una sección miscelánea con anécdotas, discursos, consejos a los guionistas, un índice de las películas citadas en el libro, y un inabarcable registro onomástico con centenares de referencias. 

En nueve extensos capítulos Cameron indaga en los recuerdos de su entrevistado, haciendo aflorar sus ideas, sus reflexiones, sus opiniones, su ingenio, su cáustico humor, siempre en relación con el mundo del cine en general y el de su trayectoria fílmica en particular. Y así, Wilder habla, sabiamente dirigido por Crowe -dentro de lo que cabe, pues la desbordante facundia del anciano lleva la conversación por donde él mismo quiere, mezclando lo personal y lo profesional-, de la felicidad; cuenta cómo escoge los nombres de sus personajes; ironiza con su edad; recuerda, de su etapa europea de periodista, la entrevista fallida con Freud, el momento culminante de mi carrera; refiere su preocupación por los aspectos técnicos de sus películas (la estética, los detalles visuales, la dirección artística, la iluminación, la fotografía); sonríe, socarrón, ante el dictamen de William Holden: Billy Wilder tiene el cerebro lleno de cuchillas; se manifiesta en contra del absurdo prejuicio de Hollywood -exacerbado hasta el delirio en nuestros días- de galardonar a los actores que interpretan personajes extremos, trastornados, con algún tipo de lacra o defecto o perturbación (cualquier actor que haga de jorobado tiene más posibilidades que un personaje atractivo. Es la venganza de los votantes, porque ellos no consiguen a la chica); reniega de los “barbudos”, los modernos directores “intelectualizados”; aboga por el tipo de películas que siempre ha valorado y que constituyen lo esencial de su producción, aquellas en las que el público se divierte y olvida sus preocupaciones -como ya defendía su álter ego en la novela de Jonathan Coe (Tengo una idea muy razonable de la gente con la que tratamos y sé que no estamos haciendo una película para la facultad de Derecho de Harvard, sino para gente de clase media, la gente que se ve en el metro o en un restaurante. Gente normal. Y confío en que les guste)-; recuerda a su madre, muerta en Auschwitz; se regodea en sus filias y fobias… en un amplio catálogo de temas de imposible resumen, que aparecen aliñados con infinidad de comentarios -algunos muy mordaces- sobre los actores, actrices, directores, guionistas, productores con los que había coincidido en su larga carrera. 

De este modo, en el largo recorrido comparecen los actores, su favorito Jack Lemmon; Cary Grant y la frustración por no haber podido trabajar con él; Marlene Dietrich y su imponente personalidad; la fascinación ante el encanto de Audrey Hepburn; Humphrey Bogart y su afición a la bebida, las quejas del resto del reparto de Sabrina porque escupe cuando habla y porque en el rodaje se portó como un imbécil; la rendida admiración ante Charles Laughton, el mejor actor que ha existido nunca. Y la irritación que le provoca Marilyn Monroe, por sus impuntualidades y sus despistes (No trabajaré nunca más con ella, afirmará tras La tentación vive arriba; aunque luego reincidiría Con faldas y a lo loco), y el “descubrimiento” de Joe E. Brown, para siempre en la historia del cine por su réplica “Nadie es perfecto” en esta última película, y el rechazo al “republicanismo” de James Cagney, y el antisemitismo de, de nuevo, Bogart; la incondicional entrega a Lubitsch y su “toque”, su elegante forma de contar la historia “de otra manera” (¡Dios mío, cuántas cosas se pueden hacer con la insinuación!); su cariño por sus actrices (Tengo afecto por todas mis actrices, excepto, tal vez, Marilyn Monroe, y eso era cuando me había hecho esperar un día entero, o incluso tres días, a veces). Y hay comentarios sobre William Holden, Gloria Swanson, Fred McMurray, Barbara Stanwyck, Kirk Douglas, Shirley MacLaine, el no muy buen actor Ray Milland, Walter Matthau, Dean Martin (Adoro a Dean Martin, el hombre más divertido de Holywood) y tantos otros. 

En otro plano, quizá menos conocido para el gran público, aparecen sus colaboradores “técnicos”, para los que tiene palabras cariñosas: Joseph LaShelle, su director de fotografía favorito; Charles Lang, otro de sus habituales directores de fotografía, muy apreciado; Alexander Trauner, frecuente director de producción y amigo, del que Wilder glosa su “creación” de la infinita oficina de El apartamento; el Iz Diamond coprotagonista de la novela de Coe, como en ella siempre taciturno, y Charles Brackett, por el contrario parlanchín, con los que escribió sus guiones, siempre encerrados en un apartamento, en dos etapas distintas de su carrera; Raymond Chandler, con quien escribió el guion de Perdición, y del que resalta las muchas discrepancias entre ambos; Edith Head, su muy habitual directora de vestuario (aunque se queja de su aparición en los créditos de Sabrina, pues los vestidos de la Hepburn eran todos de Givenchy). 

Y, además, el texto, muy ameno, se ve salpicado de continuo por muy jugosas anécdotas -a menudo hilarantes-, sobre los actores y algunas escenas de sus películas: la tacañería de Cary Grant; la falta de profesionalidad “provocada” de Audrey Hepburn en Sabrina (la actriz aceptó fingir un retraso para posponer unos días el rodaje y dar tiempo así a Wilder a completar un guion inacabado); la puerta del pasillo que se abre hacia afuera en Perdición; la cámara fija sobre Barbara Stanwyck cuando Fred McMurray asesina a su marido, también en Perdición; la admirativa sorpresa del director ante la aparición de Marilyn Monroe en camisón, bajando por la escalera interna que une su casa con la de su enamorado vecino en La tentación vive arriba (“Nadie lleva sujetador debajo del camisón", "no llevo", repuso ella. Cogió mi mano y la puso sobre su pecho. No llevaba sujetador. Sus pechos eran un milagro de forma, firmeza y una pública resistencia contra la fuerza de la gravedad); las broncas con la actriz ante su “incompetencia”, incapaz de repetir “¿Dónde está ese bourbon?” y obligando a repetir la toma más de cincuenta veces); el cauce diplomático de Audrey; la elección por descarte de Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses; el disparatado diálogo de Jack Lemmon y George Cukor, muy representativo de la personalidad de ambos interlocutores, en Una rubia fenómeno (Lemmon llega acelerado al rodaje. Lee de un tirón media página de diálogo, brrrrrrmmmm, y suena: “Corten”, y mira a Cukor. Este se le acerca y le dice: “Ha sido estupendo, va a ser una gran estrella. Pero… en la gran parrafada, por favor, un poco menos. Ya sabe, en el teatro, estamos muy atrás, en plano general, y hay que entregarse. Pero en cine, si se intercala un primer plano, no puede haber tanto entusiasmo.” De forma que lo repite, menos enérgico. Y Cukor vuelve a decirle: “¡Fantástico! Totalmente maravilloso, ahora vamos a repetirlo, un poco menos.” Al cabo de diez o doce veces, en las que Cukor no deja de decirle: “Un poco menos”, Lemmon comenta: “Señor Cukor, por Dios, voy a acabar no actuando en absoluto”. Cukor replica: “Ahora nos vamos entendiendo”); la condición de conquistador del elegante Gary Cooper, un auténtico follador; la queja del marido de Jean Arthur porque, a su parecer, Wilder cortaba algunos de sus planos para favorecer a Marlene Dietrich, la otra intérprete de Berlín Occidente; los modos de sortear a la censura en Con faldas y a lo loco y Bésame estúpido; las estrategias “técnicas”, para disimular la diferencia de edad de Gary Cooper y Audrey en Ariane; un encuentro fortuito y fugaz con Greta Garbo, ya casi desaparecida de la vida pública, que accederá a tomar un Martini en su casa, para sorpresa de su esposa; la prohibición autoimpuesta de enamorarse de sus actrices (Siempre coqueteaba con la doble. Era una cosa tan buena o mejor que hacerlo con la actriz, porque a ésta le habrían tenido que arreglar el cabello después. Y habríamos perdido tiempo en el rodaje); la broma malévola a Cukor, perfeccionista con sus muchas tomas de cada plano, mostrándole en la sala de montaje ocho idénticas para que eligiera entre ellas la mejor; su deseo de rodar La lista de Schindler (se le “adelantó”, como es sabido, Spielberg), que Wilder quería que fuera su última película, porque su madre, a la que había podido ver fugazmente en un viaje a Viena en 1936, había muerto en Auschwitz; el regalo que le hizo Sinatra, un picasso, por ayudar al guionista de una de sus películas, Ocean’s Eleven, de 1960; entre una interminable sucesión de historias y episodios que convierten la lectura del libro, más allá de su innegable valor testimonial e informativo, en una placentera delicia. 

Y pese a que el tiempo y el espacio de esta reseña están ya claramente desbordados, no quiero ponerle fin sin, al menos, presentaros brevemente otro libro altamente recomendable para cualquiera mínimamente interesado en el director que hoy ha protagonizado nuestro espacio. El universo de Billy Wilder es uno de los más destacados títulos de la indispensable serie “El universo de…” que la editorial Notorious, surgida bajo los auspicios -y creo que también la financiación- de José Luis Garci y su círculo de amigos y colaboradores, muchos de los cuales han formado parte de los extraordinarios elencos de sus distintos programas televisivos a partir de aquel seminal ¡Qué grande es el cine!, que, en distintos formatos y en diferentes cadenas, han venido sucediéndose en nuestras pantallas desde hace ya casi treinta años. Con prólogo del propio Garci, con textos de David Felipe Arranz, Guillermo Balmori, Joan Bassa, Quim Casas, Ramón Freixas, Ignacio García Garzón, Fernando R. Lafuente, Juan Carlos Laviana, Miguel Marías, Luis Martínez, Alejandro Melero Salvador, Diego Moldes, Antonio José Navarro, Carlos Reviriego, Hilario J. Rodríguez, Moisés Rodríguez, Oti Rodríguez Marchante, Enric Ros, Gerardo Sánchez, José Luis Sánchez Noriega, Eduardo Torres-Dulce, Jaime Vicente Echagüe, el libro constituye una exhaustiva enciclopedia del director, en la que se analizan todas sus películas, se exploran sus temas favoritos, se presenta a sus actores y colaboradores “fetiche” (y también a los no tan relevantes) y se explora cuanto elemento susceptible de estudio puede encontrarse en la sobresaliente filmografía del creador, en una obra voluminosa -en extensión y en formato-, ofrecida con la habitual brillantez formal (en cuanto objeto: tapas duras, papel satinado, abundancia de excelentes fotografías; los “formalismos” tipográficos adolecen, por el contrario, de las mismas lacras que ya comenté aquí hace algunas semanas a propósito de otras obras del sello) de las publicaciones de Ediciones Notorious y de su editorial “hermana”, Hatari Books. 

En fin, espero que os haya resultado atractiva esta múltiple recomendación cinéfila de esta tarde, tanto como para, espoleados por el interés de los libros, decidiros a una completa inmersión en la excepcional filmografía de Billy Wilder, uno de los nombres mayores de la historia del cine (si no el mayor: recordad la frase de Fernando Trueba al recibir el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa en 1993 por su Belle Époque: Quisiera creer en Dios para darle las gracias, pero sólo creo en Billy Wilder, él es mi verdadero Dios. Gracias, Mr. Wilder. Al parecer, Wilder, que en ese momento estaba viendo la ceremonia en su casa mientras se tomaba su “séptimo Martini”, le dijo a su mujer, con su habitual ironía: Mándale a Trueba la factura de la tintorería de la alfombra). Os dejo ahora con un breve fragmento de El señor Wilder y yo, una muestra más -y la anécdota relatada no parece apócrifa- del ingenio del director. Tras él, uno de los muchos posibles acompañamientos musicales a esta reseña: el clásico Fascination interpretado por Jane Morgan que está en la banda sonora de Ariane.


–¿No conoces la historia de Nijinsky? –me preguntó–. Era un gran bailarín, pero se volvió majara. Acabó en un manicomio, teniendo unos delirios tremendos. También hay una historia divertida sobre eso. 

Parecía bastante raro, pero el señor Diamond estaba decidido a contármela de todas formas. 

–Una vez Billy estaba reunido con un productor. Y le estaba diciendo que quería hacer una película sobre Nijinsky. Así que le contó toda la historia de la vida de Nijinsky, y el tipo se quedó mirándolo horrorizado, diciendo: «No hablarás en serio... ¿Quieres hacer una película sobre un bailarín de ballet ucraniano que acaba volviéndose loco y pasando treinta años en un psiquiátrico pensando que es un caballo?» Y Billy le contesta: «Ya, pero nuestra versión de la historia tiene un final feliz. Acaba ganando el Derby de Kentucky.» 

Y esta vez sí me reí, en parte porque la historia me parecía divertida y en parte porque me gustó cómo la contó el señor Diamond, cómo le brillaron los ojos cuando llegó al final del chiste, cómo para él (aunque fuera solo un momento) contar aquella gracia aportaba un instante de extraña alegría y claridad al mundo. Y me di cuenta de que, para un hombre como él, un hombre esencialmente melancólico, un hombre para el que este mundo cruel solo podía ser una fuente de amargura y desilusión, el sentido del humor no era solo algo bonito sino algo necesario, que contar un buen chiste podía aportar un momento, fugaz pero maravilloso, en el que la vida tenía un extraño sentido y ya no parecía azarosa ni caótica ni inescrutable. Me alegró pensar que en medio de todos los problemas espinosos del mundo seguía conservando aquella fuente de consuelo.

(Fe de erratas: En la emisión radiada, se deslizan dos erratas que ahora aclaro. Califico a Drive my car de "película coreana", cuando en realidad es japonesa. Además, indico que el padre del personaje de Audrey Hepburn en Ariane es profesor, cuando se trata de un detective, encarnado por el gran Maurice Chevalier. El fallo es especialmente grave -y muy ilustrativo sobre mi endeble memoria- cuando la condición detectivesca de su profesión incide directamente en la trama de la película. Mis disculpas...)


Videoconferencia
Jonathan Coe. El señor Wilder y yo

No hay comentarios: