Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de marzo de 2023


TOVE DITLEVSEN. TRILOGÍA DE COPENHAGUE; LAS CARAS

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro prosigue hoy con su serie “femenina” que, como es práctica acostumbrada desde hace años, incorporamos a nuestras emisiones del mes de marzo, con la excusa de la celebración, el día 8 de este mes, del Día Internacional de la Mujer. La presencia monográfica de escritoras en las dos últimas ediciones del programa se continúa hoy con una nueva propuesta algo exótica, porque proviene de un ámbito, el escandinavo, no demasiado frecuentado en nuestro espacio. 

Y, en efecto, mujer es, y escandinava también -danesa, por más señas-, Tove Ditlevsen, de la que la editorial Seix Barral presentó el pasado 2021 su espléndida Trilogía de Copenhague, en traducción del danés de Blanca Ortiz Ostalé. La obra recoge, en un único volumen, los tres libros autobiográficos de la escritora nórdica, el magistral Infancia, Juventud y Dependencia. Hace apenas unas semanas, en la misma editorial y con idéntica traductora, acaba de aparecer Las caras, de lectura también recomendable, igualmente vinculada a la trayectoria biográfica de su autora, y de la que os dejaré un breve apunte en la parte final de esta reseña. 

Tove Ditlevsen era, para mí, una autora desconocida hasta que leí esta trilogía que ahora os presento. Nacida en Copenhague en 1917, los episodios más relevantes de sus cuatro primeras décadas de vida, en particular sus primeros años en el barrio obrero de Vesterbro, en su ciudad natal, aparecen recogidos en las tres novelas -si podemos llamarlas así- que integran su obra principal. De existencia convulsa, con adicciones recurrentes (que tendrán su reflejo, precisamente, en Las caras), se casó cuatro veces y tuvo numerosos amantes. Su obra, copiosa, con decenas de novelas, poemarios y libros de memorias, obtuvo numerosos premios y el reconocimiento, quizá algo tardío, de sus lectores. Ditlevsen se suicidó en 1976 ingiriendo una sobredosis de barbitúricos. 

Infancia, el primer libro de la serie es, a mi juicio, el mejor de los tres y, “objetivamente”, una obra genial. La Tove protagonista del libro es una niña inteligente, sensible y algo “rarita” que crece en un barrio proletario, un entorno en el que hay prostitutas, borrachos, crimen y violencia, viviendo en un modesto apartamento de dos habitaciones con sus padres, Ditlev (Ditlevsen significa “hija de Ditlev”) y Alfrida, y su hermano mayor, Edvin. La vida es, en lo material, pobre y sin demasiadas expectativas (la niña tiene que ir a la panadería cada día para ponerse a la cola y recoger el pan sobrante del día anterior; y le estarán para siempre vedados los estudios superiores), y en lo sentimental, triste porque su sensibilidad y su prematura lucidez la llevan, muy pronto, a sentirse desajustada en el opresivo y falto de miras ambiente familiar y social. Los libros a los que accede en la biblioteca municipal, la poesía, los versos que escribe desde los ocho años, provocando las burlas de sus compañeros de colegio, de su hermano y de su padre, que piensa que la escritura no es tarea para las niñas, son su único refugio, un mundo en el que los sueños, la mirada que alcanza más allá de su triste realidad, la imaginación de una edad adulta distinta a la del resto de los pobladores del barrio, la reconfortan y la salvan de la mediocridad de su atribulada niñez. 

El ámbito familiar es el primer círculo, inmediato, en el que se desenvuelve la vida de Tove. El padre (En lo más hondo de mi infancia está mi padre, riendo, en uno de los pocos recuerdos tiernos de la niña), que desde chico tuvo el sueño de convertirse en escritor, había encadenado desde muy joven trabajos manuales, aprendiz en un diario, mozo de una panadería, fogonero que llega a casa con los ojos permanentemente enrojecidos. La madre, diez años más joven que su marido, había servido en varias casas en las que nunca llegó a permanecer el tiempo suficiente como para hervir un huevo. Ella, que fue joven y feliz, es ahora un ser enigmático e inquietante, capaz de guardarle rencor a su hija durante días, negándose a hablarle y a escucharla sin que la niña pueda llegar a saber cuál ha sido la supuesta ofensa: Para mí era un enigma, una desconocida, y me decía a mí misma que me habían cambiado al nacer y que ella no era mi madre. En su versión de la historia familiar, el padre es un espíritu tenebroso que aplasta y destruye todo lo que es bello, luminoso y alegre, que agría el carácter de su mujer, que la convierte en distante y fría para con su hija: Mi madre pegaba a menudo y con mucha fuerza, aunque por lo general de forma arbitraria e injusta, y en tanto el castigo se prolongaba, me embargaban una especie de vergüenza secreta y una pena enorme que me llenaban los ojos de lágrimas y aumentaban más aún la dolorosa distancia que nos separaba. Tove intenta de modo desesperado ganarse su atención y su cariño (¿Será que me quiere, después de todo?, pensará, tras una muy tímida muestra de afecto). Mi relación con ella es estrecha, dolorosa y trémula, siempre debo andar buscando algún indicio de amor, en una de las claves de la experiencia infantil de la chica, la explicación, quizá, de su tortuosa existencia posterior. El padre, en cambio, es bueno con ella y será quien inducirá en su hija la pasión por los libros (Suyos eran todos los libros de mi niñez). En su quinto cumpleaños me regaló -dirá- una edición maravillosa de los cuentos de los hermanos Grimm sin la que mi infancia habría sido gris, triste y pobre, abriendo así otro de los hilos esenciales del libro, la literatura como “liberación” de la grisura cotidiana. En una descripción en la se aprecian las notas de sinceridad que impregnan la novela entera, Tove dirá de sus progenitores: Eran dos seres tan distintos que parecían venir de planetas diferentes. Mi padre era melancólico, serio y moralista en extremo, mientras que mi madre, al menos de joven, era alegre y frívola, imprudente y vanidosa

Al inicio de la narración, cuando la niña es aún muy pequeña (yo tenía siete años cuando la desgracia se abatió sobre nosotros), el padre es despedido de la fundición en que trabaja y con cuarenta y tres años resulta demasiado mayor para encontrar un nuevo trabajo estable. Cuando la ayuda del sindicato se agota, la familia debe recurrir a la beneficencia. Tove no pasa hambre pero, afirmará, sí conocí ese apetito permanente que despierta el aroma a comida que sale de los hogares acomodados después de varios días viviendo a base de café y bollos secos. Se ocultará el oprobio familiar que representa el desempleo paterno con los embustes más demenciales, mientras intentan sobrellevar la desgracia. 

Y está también Edvin, con sus sueños de convertirse en un obrero cualificado, colmando así las aspiraciones de la familia y poniendo de relieve las limitaciones de la pequeña Tove: Los obreros cualificados ponen la mesa con un mantel de verdad en lugar de con periódicos, y comen con cuchillo y tenedor. Nunca se quedan desempleados y no son socialistas. Edvin es guapo y yo soy fea. Edvin es listo y yo soy tonta, en otra manifestación de la tristeza y la soledad que marcan la infancia de la protagonista: Todo el mundo se encariña con mi hermano y yo muchas veces pienso que a él su infancia le cae mucho mejor que a mí la mía. Tiene una infancia hecha a medida que va ensanchando con armonía a la par que él crece, mientras que la mía la cosieron para otra niña a la que seguro que le habría sentado la mar de bien

La infancia es larga y estrecha como un ataúd, y no se puede escapar de ella sin ayuda. Esta es la idea -y el tono- que domina en la novela: desesperanza, melancolía, aliento poético, extraordinaria lucidez. Son muchas las reflexiones de la narradora en torno a su pasado infantil, y todas de una formidable belleza y una desgarradora poesía. Os dejo aquí algunas muestras, además del fragmento que cerrará el espacio y de los muchos incisos con textos del libro que entrelazaré en mi reseña (incapaz de resistir al influjo de poneros en contacto con una prosa muy cruda aunque muy bella): 

Oscura es la infancia, siempre gañendo como un animalillo encerrado en un sótano y olvidado. Te sale de la garganta en forma de vaho, unas veces muy pequeña, otras muy grande. Nunca del tamaño exacto. Solo cuando se desprende como una piel desechada puedes observarla con calma y hablar de ella como de una enfermedad superada. 

Ahora la infancia duele; lo llaman dolores de crecimiento y duran hasta los veinte años. 

Pasó el tiempo, y la infancia se fue volviendo tenue y plana, como de papel. Estaba raída y fatigada, y en sus instantes de mayor decaimiento parecía incapaz de durar hasta que yo fuese adulta. 

Vayas donde vayas, acabas siempre dándote de bruces con tu infancia. 

Y frente a la fea realidad, la niña, callada, sigilosa y atenta, huye en sus sueños, en los libros: siempre sueño con conocer a alguien extraordinario que me escuche y me comprenda. En los libros he leído que hay personas así, pero no existe ninguna en la calle de la infancia. También en la calle (Istedgade es la calle de la infancia, y su ritmo latirá siempre en mi sangre y su voz siempre me llegará y seguirá siendo la misma de aquellos tiempos lejanos en que nos juramos fidelidad. Es siempre cálida y luminosa, animada y apasionante, y me envuelve por completo como si estuviera hecha para satisfacer mis necesidades íntimas de expansión vital. Por ella iba de niña, de la mano de mi madre, aprendiendo cosas tan trascendentes como que un huevo en el Irma costaba seis céntimos; una libra de margarina, cuarenta y tres; y una libra de carne de caballo, cincuenta y ocho), en la compañía dolorosa, y pese a todo liberadora, de las amigas. 

La infancia triste (Mi infancia remendada revolotea a mi alrededor y tan pronto como zurzo uno de sus agujeros se abre otro un poquito más allá); el fallido intento de encontrar reconocimiento en la figura de la madre (Me acuerdo de cuando saber si mi madre me quería me parecía la cosa más importante de este mundo, aunque la niña que tanto ansiaba ese amor y andaba siempre a la caza de algún indicio que lo probara ya no existe), en una relación hecha a medias de extrañamiento y ternura; la familia como espacio a la vez acogedor y opresivo; la búsqueda ansiosa, y a la postre frustrada, de refugio en la amistad (He dejado de salir por Istedgade de noche con Ruth y Minna porque sus conversaciones empiezan a reducirse a alusiones entre risitas a cosas burdas y soeces, que no siempre acceden a transformarse en líneas rítmicas y delicadas en el interior de mi alma, que cada vez es más sensible); la inteligencia y la lucidez, y su corolario, la nítida conciencia de la propia “diferencia”, de la compleja personalidad; la difícil construcción de la identidad; los sueños imposibles de un futuro estable, apacible, convencional (El futuro es un coloso inmenso y arrollador que de un momento a otro se abatirá sobre mí y me aplastará); el fuerte deseo de escapar de un destino presumiblemente mediocre y oscuro, doloroso y precario (me oprime el pecho y me hace desear estar muy lejos del patio, de la calle y de los bloques de casas. No sé si habrá otras calles, otros patios, otras casas y otras gentes); la literatura como evasión, son algunos de los temas que atraviesan esta primera parte del libro, narrada desde el punto de vista de una niña, delicada y sensible, brillante y, en cierto modo, adulta. 

Tove es una niña “especial”, cuando se incorpora a la escuela ya sabe leer y escribir sin faltas de ortografía. Desastrada y fea a causa de las limitaciones económicas de su familia (Era una cara pálida de mejillas redondas y ojos asustados. Los incisivos de arriba tenían el esmalte dañado a consecuencia del raquitismo que había tenido de pequeña. Lo sabía por la dentista del colegio, que había dicho que era una enfermedad causada por una mala alimentación), es extremadamente consciente de su propia singularidad (Yo sé muy bien que es terrible no ser normal, me cuesta un mundo aparentar que lo soy) y de la hostilidad del mundo que la rodea; debe, desde muy pequeña, soportar este “desencuentro” con la realidad externa. Su vida en esos días es de una sensibilidad extrema, que se manifiesta en llantos, inadaptación (La infancia tenía que durarme hasta los catorce años, pero ¿qué culpa tenía yo si la mía se gastaba antes de tiempo?), incertidumbre (Las preguntas importantes jamás obtenían respuesta), melancolía (no le encontraba explicación a mi creciente melancolía) y difusas ensoñaciones suicidas (Me convencí hasta tal punto de que quería morir que, un día que mi madre había salido a comprar, aproveché para hacerme con el cuchillo del pan y la emprendí contra mi muñeca con la esperanza de dar con la arteria). 

Además de la descarnada introspección en que consiste la novela tiene también, sobre todo en esta primera sección del libro, una vertiente en la que se refleja la mirada de su protagonista sobre la realidad social. Así, conocemos la crudeza de la vida en el barrio, la terrible pobreza de sus gentes (su pobreza no es triste ni agobiante porque todas abrigan una esperanza, todas sueñan con una vida mejor), el paro, el hambre y el frío (los desempleados pasan frío, pero aun así están ahí, con las manos bien hundidas en los bolsillos y una pipa apagada entre los labios), las profundas desigualdades sociales, la sordidez del entorno, las bulliciosas tabernas, repletas de parroquianos ebrios y pendencieros, de prostitutas, las canciones soeces y las expresiones groseras, los míseros edificios, los portales con su repugnante olor a cerveza y orines, el miedo de la niña ante los excesos lascivos de los hombres borrachos, ante el crimen, ante la violencia. Este poco propicio ambiente será también el caldo de cultivo de una muy confusa conciencia política. Tove conocerá, perpleja, los conflictos familiares a cuenta de la política: el padre, el hermano, un tío, son socialdemócratas y viven en esos días con apasionamiento la injusta condena a Sacco y Vanzetti, que enfurece a su progenitor, enardecido además porque la niña, inconsciente, pretende hacerse socia de un club recreativo de derechas, iniciativa que cree inducida por su madre (mi padre miró a mi madre con los ojos inyectados en sangre, como si yo fuese víctima de su influjo pernicioso en el terreno político, y dijo: Ya ves, mamaíta. Ahora la niña se nos ha vuelto una reaccionaria). También la poesía y la religión son motivo de enfrentamiento (A mis padres no les gusta que crea en Dios y tampoco les gusta el lenguaje que empleo. A mí, en cambio, me horroriza la forma en que hablan ellos, que siempre utilizan las mismas palabras y las mismas expresiones groseras y toscas sin lograr que expresen cuanto querrían decir), que se agudiza, ya mayorcita, en las fiestas navideñas: En Nochebuena entonamos himnos socialdemócratas mientras bailamos alrededor del árbol de Navidad, y el corazón se me encoge de miedo y de vergüenza al oír los bonitos villancicos que cantan por todo el edificio, hasta en las casas más impías y alcoholizadas. Hay que honrar al propio padre y a la madre, y yo intento convencerme de que lo hago, pero ahora me resulta más difícil que de niña

De todo ello, del sufrimiento íntimo y de la estrechez y la indigencia del entorno, Tove escapa con la poesía, con su lectura (pongo un pie por vez primera en una biblioteca y me quedo sin habla de la impresión al ver reunidos en un solo sitio todos los libros del mundo) y su escritura: Mi único consuelo en un mundo trémulo e inseguro era escribir poemas como este: Ayer fui joven y hermosa/fui dicha, fui regocijo/ fui ardiente como una rosa/Hoy solo hay vejez y olvido. Tenía entonces doce años). Por las noches se sube al alféizar de su ventana (un recuerdo que aflorará en Las caras) y, allí sentada, escribe poemas en su libro. La poesía es la salvación (Leo mi cuaderno de poesía mientras la noche pasa de largo ante los cristales y, sin que me dé cuenta, mi infancia cae silenciosa al fondo de mi recuerdo, la biblioteca del alma de la que extraeré saber y experiencia por el resto de mis días), aunque sus primeros intentos de publicar sus versos y de ser reconocida, fracasan dolorosamente al ser rechazados por un editor (Jamás seré famosa, mis poemas no valen nada. Me casaré con un obrero cualificado con trabajo estable que no le dé a la botella o tendré un empleo fijo con derecho a pensión), en una constante de esos años, la insatisfacción y el cansancio de vivir, la imposibilidad de superar la infancia y la desilusión y, frente a todo ello, el persistente refugio en la escritura: Aunque a nadie le gusten mis poemas, no me queda más remedio que escribirlos, porque mitiga la pena y la añoranza que encierra mi corazón

Y este dualismo, el abrupto contraste entre la deplorable realidad (No siento demasiado aprecio por la realidad) y el consuelo de la ficción (A mí la realidad nunca me ha gustado y jamás hablo de ella en mis poemas), es otro de los elementos nucleares de la vida de la protagonista, y por lo tanto del libro. La escuela (He comenzado la escuela media y con ello mi mundo ha empezado a ensancharse) y las frecuentes visitas a la biblioteca (a mi padre no le hace gracia que lleve a casa poemarios de la biblioteca. Sentimentalismos, dice con desdén, no tienen nada que ver con la realidad) también son un medio para esa necesaria evasión de la romas expectativas que la esperan en la mediocridad familiar y social circundantes. 

La mayor parte de estas pautas que se nos presentan en la infancia de la protagonista, persisten en el segundo libro, Juventud: su condición de chica sensible y “especial”, algo inadaptada, los conflictos familiares, la vocación de escritora, que ahora fragua en publicaciones y libros. Tove debe ganarse la vida en una sucesión de trabajos encadenados -limpiando casas, en la Oficina Estatal del Grano-, a cuál más deplorable (trabajo doce horas en una cocina grasienta y llena de hollín donde nunca tengo paz ni un minuto de descanso), de los que es despedida o que acaba por abandonar (No duré más que un día en mi primer trabajo), presa de una insatisfacción permanente, de un ansia de búsqueda que rechaza la estabilidad (Estoy pensando en el fantasma de mi infancia: el obrero cualificado con trabajo estable. No tengo nada contra los obreros, es por la palabra estable, que bloquea cualquier sueño de futuro. Es gris como un cielo lluvioso que ni el rayo de sol más alegre puede atravesar), que no le permite encontrar acomodo. Lo mezquino y oprimente del hogar familiar (echo un vistazo a mi alrededor, hacia mi familia, estos rostros que han rodeado toda mi infancia, y los encuentro cansados y envejecidos, como si los años que yo he dedicado a hacerme adulta a ellos los hubieran consumido por completo. Hasta mis primas, que no son mucho mayores que yo, tienen un aire raído y desgastado) sigue haciendo sus estragos (se apodera de mí el miedo a no poder escapar nunca de este lugar que me ha visto nacer). Su inadaptación, sus sueños quiméricos, la imposibilidad de encontrar reconocimiento externo a su personalidad (Para el mundo no soy más que un cero a la izquierda), a su cuerpo juvenil (Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que la mayoría de las mujeres ejercen una atracción irresistible sobre los hombres, yo soy la única que no), la aíslan y la convierten en un ser huraño y esquivo (no entiendo por qué no soporto a la gente), retraído y asocial (no me gusta la gente que va en grupo), independiente y solitario, perdido (hay perros sin dueño que corretean confusos entre las piernas de la gente y no parecen gozar de su libertad. Yo me parezco a esos perros, desgreñada, confusa y sola). El relato se puebla entonces de manifestaciones de su inconformismo frente al mundo y, sobre todo, frente a sí misma, de su falta de estima, de su ramplonería (soy bastante ramplona), de sus carencias, de su profunda soledad, de una furia ciega contra mi escasa educación, mi ignorancia, mi lenguaje, mi total falta de formación y cultura, de la falta de expectativas de su vida aciaga y sin esperanzas (Como todas las jóvenes, quiero casarme y tener hijos y un hogar que sea mío. Hay algo frágil y doloroso en ser una chica joven que se gana el pan. Al mirar hacia delante no se divisa ninguna luz. Además, no veo la hora de ser dueña de mi tiempo y no andar siempre vendiéndolo). Se suceden los encuentros sexuales con hombres, casi todos incompletos, frustrantes, la búsqueda algo desesperada de un novio, las pérdidas de algunos de sus parientes, el tío Carl, la tía Rosalie, lo que incorpora a sus reflexiones la sombría presencia -constante en el libro; también en Las caras- de la muerte. 

El encuentro con un librero de lance, el señor Krogh, un viejo judío, libidinoso aunque muy amable, le permite acceder a su muy poblada biblioteca. En ella leerá, embelesada y feliz, Las flores del mal, lo que acentuará su vocación de escritora e introducirá un vendaval de aire fresco a su vida (Solo estoy viva de veras en casa del señor Krogh). Pese a sus limitaciones materiales (siempre he soñado con tener mi propia habitación) y a la oposición familiar (¿Tú sabías que se dedicaba a esas cosas? No, contesta mi madre sin más explicaciones, pero es asunto suyo), escribe poemas, lee con fruición, ansía un espacio propio para desarrollar su pasión (Me encantaría tener un cuarto con cuatro paredes y una puerta cerrada. Un cuarto con una cama, una mesa y una silla, con una máquina de escribir o un cuaderno y un lápiz, nada más. Bueno, sí, una puerta con pestillo. No tendré nada de eso hasta que cumpla dieciocho años y pueda irme de casa), para poder publicar sus obras y hacer disfrutar con ellas a quienes tienen sensibilidad para la poesía. Esa voluntad sostiene su vida (Mi único consuelo en este mundo es un puñado de poemas). Algunos de sus versos aparecen en revistas, se edita un primer libro, Alma de muchacha. Por fin algo de luz ilumina su juvenil existencia. 

El tercer tomo de la serie, Dependencia, nos la muestra, con apenas veinte años, ya casada con Viggo, el primero de una serie de cuatro matrimonios, en una trayectoria sentimental muy libre, pero también algo atribulada y turbulenta, envuelta en vaivenes emocionales, habituales también en su muy compleja cotidianidad, marcada por su visión sombría y malhumorada de su propia realidad, la insatisfacción permanente (los días van cayendo imperceptibles como el polvo, cada uno idéntico al anterior), las sensaciones de opresión y de agobio existenciales, el ansia de horizontes y el deseo de normalidad (¿Por qué te interesa tanto ser tan normal y corriente?, pregunta Ebbe asombrado. Es un hecho que no lo eres. No sé qué contestarle, pero es lo que he deseado desde que tengo uso de razón), la alternancia de largos períodos de desánimo y leves atisbos de inaprensible felicidad, la conciencia del fracaso, el profundo vacío interior. La escritura y la poco a poco consolidada carrera literaria -publicaciones de sus poemas y sus novelas, entrevistas en la prensa, relativa repercusión pública- resultan una isla en su conflictivo acontecer vital (cada vez soy más consciente de que lo único para lo que sirvo, lo único que me absorbe y me apasiona, es construir frases, formar grupos de palabras o escribir sencillas estrofas de cuatro líneas), que, pese a ello, se desliza por una amarga pendiente de afligida y melancólica insatisfacción. Amantes, hijos, abortos, maridos, flagrantes infidelidades y, en un determinado momento, la adicción a la petidina, un potente opiáceo analgésico (me puso otra inyección y pensé: Quiero vivir así siempre, no me dejéis regresar a la realidad nunca más), que la sostiene en su difícil lucha con la vida: sonreí con gratitud mientras el líquido me penetraba en la sangre y me elevaba hasta el único plano donde me sentía a gusto con la vida, y a la que accede a través de uno de sus maridos, un médico no del todo cuerdo, excesivo y problemático como ella misma y como la mayor parte de sus relaciones. 

Quiero finalizar mi comentario a la trilogía -y antes de dejaros un par de apuntes sobre Las caras- mencionando la significativa presencia en el libro de las referencias “externas” que enmarcan la peripecia íntima de la autora. Los episodios que se relatan tienen, casi siempre, su correlato en alguna fecha o suceso de la vida pública de Dinamarca, en particular en lo que se refiere a los aciagos días de la Segunda Guerra Mundial. Ya desde las primeras páginas -nací el 14 de diciembre de 1918- Ditlevsen sitúa su narración en su contexto social y político -Fue el año en que concluyó la Gran Guerra y se introdujo la jornada de ocho horas-. Hay así, menciones a la gripe española y al tratado de Versalles, a la subida al poder de Hitler en Alemania, a la guerra civil en nuestro país, a la invasión nazi de Austria, a los campos de concentración, a la declaración de guerra a Alemania por parte de Inglaterra, a la batalla de Stalingrado, a los bombardeos, las alarmas antiaéreas y las detenciones, y, por fin, a la Victoria aliada en mayo de 1945. 

Un libro duro, descarnado, doloroso a veces, irónico otras, melancólico, perturbador y, sin duda, altamente recomendable. Como lo es también, y por las mismas razones, aunque llevadas al extremo, Las caras, que Ditlevsen publicó originariamente en 1968, entre medias de la aparición del segundo y tercer tomo de su trilogía. En nuestro país, Seix Barral acaba de ofrecernos, en enero de este año, la edición española, también en traducción de Blanca Ortiz Ostalé. La personalidad algo inestable de la autora aparece aquí, exacerbada, en un relato claramente autobiográfico y con indudables vínculos con la serie de Copenhague, aunque esta vez, imagino que por razones estrictamente literarias, pues la ocultación resulta imposible con tantas referencias objetivas a sus circunstancias vitales, su persona aparece disimulada, “escondida” bajo el nombre asignado a su protagonista, una Lise Mundus en cuyas trágicas peripecias no resulta difícil identificar las vividas por la propia Tove Ditlevsen. 

Estamos en 1968 (al igual que en las novelas antes reseñadas, hay referencias explícitas a acontecimientos externos que permiten fechar la acción: la guerra de Vietnam, que comparece en los noticieros y en las manifestaciones de repulsa en las calles, o los sucesos del mayo francés, a los que se alude en algún pasaje del texto). Lise, casada con Gert -aunque manteniendo con él un extraño vínculo que poco se asemeja al propio de un matrimonio convencional- y con tres hijos -una chica y dos niños, no todos del mismo padre-, es una mujer en torno a la cuarentena, con serios problemas psicológicos. Las ostensibles infidelidades de su marido la sumen en una espiral de paranoia y desesperación, acrecentada por una inseguridad paralizante que la atenaza y que acentúa en ella el miedo, con el que convive desde joven, a que la desenmascararan, a que viesen que actuaba y que se hacía pasar por alguien que no era, a que su desempeño literario y su existencia entera no fueran vistos más que como una superchería, una impostura. El desconcierto, la angustia, el terror que la oprimen, acaban por conducir a un estado de delirio cuya manifestación más evidente reside en la visión de unas caras, que, deformadas y en permanente transformación (Llevaba ya mucho tiempo evitando salir porque la multitud de caras que poblaban las calles la amedrentaba), la asaltan y perturban, trastornando su existencia cotidiana. El uso desmedido de somníferos agudiza su desorden mental, provocando la enfermiza percepción de voces y la visión de disparatadas alucinaciones (los somníferos empezaron a hacer efecto y, como no estaba en guardia, una cara se apartó de las demás y comenzó a observarla con la maldad sin tapujos de antaño. Era la cara de un enano al que se había vuelto a mirar de niña y que también había movido la cabeza para mirarla a ella). El auxilio de un especialista -el doctor Jørgensen- no solucionará sus problemas, por lo que habrá de ser internada en un hospital psiquiátrico. 

Las caras narra, en un desgarrador relato en el que Lise ocupa el centro de manera permanente, las tres espantosas semanas que la mujer vivirá en su internamiento, una sucesión de delirios, episodios agresivos, desvaríos, pesadillas, convulsiones, suposiciones neuróticas, inyecciones y medicación, estancias en módulos de aislamiento, horas atada a la cama con un cinturón y, de continuo, una permanente angustia existencial, muy “nórdica”, como revela de un modo muy esclarecedor este pasaje: El infierno la envolvió y escondió la cara entre las manos. Cuando las lágrimas le rodaron por las mejillas, fue como si la cara se le fundiera y se le escurriese entre los dedos; una descripción breve pero muy significativa del tono y el planteamiento del libro, en una imagen que recuerda al noruego Munch y su grito desesperado. 

En sus desquiciadas elucubraciones, que oscilan entre los desatinos irracionales (caras que difuminan sus contornos y, desmadejadas, cuelgan de perchas como esos vestidos que nunca sientan bien; micrófonos que la espían aflorando de entre las sábanas o debajo de la almohada en su cama; absurdas insinuaciones, nunca proferidas realmente, de sus compañeras de encierro; cañerías que hablan; inexistentes complots urdidos por el personal médico) y una esporádica e infrecuente lucidez, surgen los rasgos principales que ya aparecían en la Trilogía de Copenhague, aunque ahora llevados ya al límite de la exasperación, del sufrimiento, del dolor, de la enfermedad, del delirio, de la locura: la infancia tortuosa (Estaban marcadas por una infancia que no era suya y que siempre había sido amarga e infeliz); la permanente amenaza de la vuelta a la pobreza del pasado (Lise aún recordaba lo que era ser pobre. Saltarse una comida a fin de comprar un libro largo tiempo codiciado. La catástrofe que suponía una carrera en tu único par de medias. Cruzar a pie la ciudad de un extremo a otro para ahorrarse el dinero del tranvía. La pobreza te envolvía como un olor desagradable); la conflictiva presencia de la figura de la madre (A mí mi madre no siempre me ha entusiasmado) y los problemas y dificultades -¿consecuencia de su propia experiencia?- surgidos en la relación con su hija, a la que adora (Hanne entraba y salía de su mente como un rayo de sol en un cuarto sombrío. Su primer bebé, el milagro, una niña. Escribía todos sus libros para ella, cuentos, historias para niños, novelitas que transcurrían en un mundo de fantasía infantil, femenino) pero que, ya adolescente, le reprocha su egoísta falta de atención: siempre escribías sobre ti misma. Eres lo único que ves en este mundo; las infidelidades y el miedo al abandono (Cuando Asger la dejó diez años atrás […] para ella fue como hundirse en una grieta en el hielo, porque entonces aún lo amaba y la obsesionaba la idea de perderlo), el fracaso, el suicidio (Grete, amante de su marido, se suicidará, convulsionando la existencia de Lise, ya marcada por esa pulsión: ¿Qué sentir y qué decir cuando la amante de tu marido se quita la vida?); la desesperada añoranza de los escasos momentos de felicidad (Aún recordaba el periodo Baudelaire que ambos habían pasado cuando los niños eran pequeños. Vivían entre sus citas y Gert compró una edición especial de sus obras, aunque no sabía tanto francés como para sacarle partido. ¿Qué les había sucedido desde entonces?); el desajuste con la realidad (La realidad, le dirá su psiquiatra, solo existe en su cerebro. Se encontraría mucho mejor si lo comprendiese. Carece de una existencia objetiva) y la ansiosa búsqueda de la propia identidad (yo solo quiero ser yo misma); el tenue aunque perceptible efecto benéfico de los premios -sobre todo en el ámbito de la literatura infantil- y la fama (La fama había apartado con una fuerza brutal el velo que siempre la había mantenido al margen de la realidad); la firme convicción en la necesidad de entrega a la literatura (Lo único que deseaba en este mundo era escribir versos, y cualquier cosa que se lo impidiera despertaba su hostilidad) y el alivio, el desahogo y la liberación que supone la escritura (Si empiezo a escribir de nuevo, terminará toda esta pesadilla). 

No quiero despedirme sin dejar aquí un fragmento revelador que muestra la compleja y afligida personalidad de la protagonista (y de su creadora, que se suicidaría con una sobredosis de barbitúricos, apenas ocho años después de la publicación del libro) y también la belleza y la poesía de su estilo: 

Afuera llovía aún. Llovía desde un cielo que no volvería a ver. Era el cielo de su infancia, el que el lucero de la tarde agujereaba con su hilillo de luz clara al caer en el alféizar de la ventana del dormitorio, donde ella se sentaba con las piernas encogidas, perdida en dulces ensueños. 
Detrás estaban la oscuridad, el miedo y el olor a sudor, a sueño y a polvo. Detrás estaba la cama, con su edredón frío, húmedo y plomizo como la tapa de un ataúd. Detrás estaban las vagas voces nocturnas de su padre y su madre desde ese mundo sexuado que ella no entendía. Detrás estaba la noche aprisionada, fermentando como la compota en un tarro sin aire. 

Os dejo ahora con un tema musical al que se alude en el primero de los libros recomendados esta tarde. Se trata de “Mor! Er det Mor! (Soldatens sidste Syn)”, una canción danesa de la Primera Guerra Mundial -¡Madre! ¿Eres tú, madre? (La última visión del soldado)-, interpretada aquí por Helge Leonhard. 

La infancia es larga y estrecha como un ataúd, y no se puede escapar de ella sin ayuda. Está ahí todo el rato y todo el mundo la ve con la misma claridad que el labio leporino de Ludvig el Guapo. Ocurre con él lo mismo que con Lili la Guapa, que es tan fea que cuesta imaginar que tuvo madre algún día. De todo lo que es feo o desafortunado se dice que es bonito, y nadie sabe por qué. Nadie escapa de la infancia, que se te adhiere como un olor. La notas en otros niños y cada una tiene su propio aroma. El tuyo no lo conoces y a veces temes que sea peor que el de los demás. Estás hablando con otra niña con una infancia que huele a ceniza y carbón y, de pronto, retrocede al percibir el hedor de tu propia infancia. Estudias a hurtadillas a los mayores, que llevan su infancia dentro, andrajosa y agujereada como una manta vieja y apolillada que ya ni recuerdan ni necesitan. A simple vista no se les nota que han tenido una infancia y no te atreves a preguntarles cómo consiguieron superarla sin que les dejara el rostro marcado de hondas cicatrices. Sospechas que se han servido de un atajo secreto y han adoptado su forma adulta muchos años antes de que llegara su hora. Lo hicieron un día que estaban solos en casa y la infancia les oprimía el corazón como los tres aros de metal del Juan de Hierro de los hermanos Grimm, que no se rompen hasta que su señor es liberado. Pero cuando no conoces ese tipo de atajos, hay que soportar la infancia e ir desgastándola hora tras hora por espacio de un número de años incalculable. Morir es lo único que puede liberarte de ella, por eso piensas mucho en la muerte y la imaginas como un ángel complaciente vestido de blanco que una noche bajará a besarte en los párpados para que no se abran más. Siempre creo que mi madre no me querrá hasta que yo sea mayor, como ahora quiere a Edvin. Porque a ella mi infancia la exaspera tanto como a mí misma, y solo somos felices juntas cuando de pronto se olvida de su existencia. Cuando eso ocurre, me habla igual que habla con sus amigas o con la tía Rosalia, y yo procuro que mis respuestas sean tan cortas que no se acuerde de repente de que no soy más que una niña. Le suelto la mano y me mantengo un poco apartada para que tampoco pueda olerme la infancia.
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Tove Ditlevsen. Trilogía de Copenhague

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