Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 8 de marzo de 2023

ASHLEY AUDRAIN. EL INSTINTO

Hola, buenas tardes. Como cada miércoles, desde Radio Universidad de Salamanca os saluda Alberto San Segundo, al frente de Todos los libros un libro, ofreciéndoos una nueva sugerencia lectora. Recordad que a lo largo del mes de marzo, y con la innecesaria excusa de la celebración, hoy mismo, día 8 del mes, del Día internacional de la mujer, os estoy ofreciendo libros escritos por mujeres y con un especial protagonismo femenino en sus tramas. 

En el caso de hoy, quiero hablaros de una novela, publicada en nuestro país en 2021 y que pertenece vagamente a un género, el thriller, al que se adscribe de una manera singular, pues no constituye un exponente convencional, canónico, de ese hoy muy frecuentado ámbito literario sino que lo “roza” con inteligencia y originalidad, compartiendo algunos de los rasgos de las novelas policiales clásicas, pero alejándose de ellas en un planteamiento y un desarrollo libres de los corsés del género y abiertos a frentes que claramente los desbordan. 

Se trata de El instinto, publicada el pasado año en nuestro país en edición de Alfaguara con la traducción de Carlos Jiménez Arribas. Estamos ante la primera novela de Ashley Audrain, una escritora de Toronto para mí absolutamente desconocida hasta este momento. Rastreando en internet he podido saber que es joven -de 1982-, guapa (aunque la corrección política hubiera aconsejado que omitiera ese dato), directora de Comunicación de Penguin Books de Canadá antes de dedicarse a la escritura, ocupación en la que “incurrió”, al parecer, por tener que retirarse del trabajo “convencional” en 2015 a causa de un problema de salud de uno de sus dos hijos. De acuerdo con la no siempre fiable fuente “wikipédica”, Audrain habría firmado un acuerdo millonario con la Penguin para la escritura de dos novelas, del que este El instinto -The Push, su título original- es el primer fruto; muy exitoso, por otra parte, pues el libro se ha convertido en un best-seller internacional con traducción a numerosos idiomas y difusión en decenas de países. La segunda, The whispers, ya tiene anunciada su fecha de “estreno”… ¡el 23 de julio de 2023! 

Estamos en Nochebuena y Blythe Connor está sentada en su coche espiando desde la calle la feliz nueva vida del que fuera su marido, Fox. Las cortinas abiertas, la luz resplandeciente de las habitaciones, la oscuridad exterior, le permiten pasar desapercibida y contemplar las entrañables escenas de lo que parece una velada navideña ideal de una familia perfecta: las velas encendidas, la música sonando, las copas, la pareja bailando, los gestos cariñosos, el árbol, la engalanada repisa de la chimenea que relumbra, el hijo pequeño, risueño, que es alzado en brazos una y otra vez por los padres, la madre que se acaricia el vientre, intuyendo la promesa de una nueva vida. Y además, está Violet, la enigmática adolescente hija de Blythe y Fox, que por un momento, algo ajena al bullicio y la alegría comunes, se acerca a la ventana y escruta la noche, “detecta” a su madre, la observa fijamente con mirada altanera, dura, desdeñosa. Entonces coge a su pequeño hermano, lo lleva ante la ventana, lo abraza y lo besa sin quitar los ojos de Blythe, escenificando provocadora una armonía fraternal, retando con su impostada pose de felicidad hogareña a la sombra que la examina inmóvil desde el automóvil, en un gesto desafiante, firme, amenazante incluso. Parece que vaya a echar la cortina, pero no. Ahora la que no aparta los ojos soy yo. Cojo el taco de hojas que tengo al lado, en el asiento del copiloto, y siento el peso de mis palabras. He venido a darte esto. Es mi versión de la historia

La historia es El instinto, la narración, organizada desde este punto de vista retrospectivo y narrada por la voz de Blythe que se dirige en segunda persona a su exmarido, en la que la mujer nos cuenta el nacimiento del amor entre ella y Fox (dos extraños en la biblioteca de la facultad, con una risa nerviosa, estudiando la misma optativa), el éxtasis del enamoramiento (Enseguida cumplimos los veintiuno y nos hicimos inseparables. Nos quedaba menos de un año para licenciarnos. Lo pasamos en la cama de mi habitación, durmiendo juntos como náufragos en una balsa y estudiando cada uno en un extremo del sofá, con las piernas entrelazadas. Íbamos al bar con tus amigos, pero siempre acabábamos recogiéndonos pronto, en la cama, con la novedad del calor mutuo), el ilusionado amor juvenil que todo lo espera (El día de mi cumpleaños, me regalaste una nota escrita con las cien cosas que te encantaban de mí. «14. Me encanta que ronques un poquito justo cuando te quedas dormida. 27. Me encanta lo maravillosamente bien que escribes. 39. Me encanta dibujar mi nombre en tu espalda con el dedo. 59. Me encanta comerme contigo una magdalena de camino a clase. 72. Me encanta lo contenta que amaneces los domingos. 80. Me encanta cuando acabas un buen libro y te lo aprietas contra el pecho al pasar la última página. 92. Me encanta lo buena madre que serás algún día.» —¿Por qué crees que seré buena madre? —dejé la lista encima de la mesa y, por un momento, sentí que a lo mejor no tenías ni idea de cómo era. —¿Por qué no ibas a serlo? —me clavabas en broma el dedo en la barriga—. Eres cariñosa. Y dulce. No veo la hora de tener bebés contigo), las primeras -tenues, imperceptibles- dudas (Preguntaste por mi madre en muy contadas ocasiones. Me limité a exponer los hechos: (1) me dejó cuando tenía once años, (2) después de eso solo la vi dos veces, y (3) no tenía ni idea de dónde estaba. Sabías que me guardaba más, pero nunca insististe; tenías miedo de lo que pudiera contarte. Lo comprendí. Es normal que esperemos ciertas cosas de los demás y de nosotros mismos. Y lo mismo pasa con la maternidad. Todos esperamos tener una buena madre, y casarnos con alguien que lo vaya a ser, y serlo), la boda (Me pediste que me casara contigo el día que cumplí veinticinco años. Con un anillo que todavía llevo a veces en la mano izquierda) y, por fin -pero eso sólo será el principio, no hemos llegado siquiera a la página cincuenta - el embarazo y la llegada de Violet: 

La pusieron encima de mi pecho desnudo. Parecía una barra de pan caliente que no paraba de gritar. Le habían limpiado mi sangre y estaba arropada en la manta de felpa del hospital. Tenía la nariz manchada de amarillo; y los ojos, acuosos y oscuros, clavados en los míos. 
—Soy tu madre. 
La primera noche en el hospital no pegué ojo. La miraba sin decir nada, ambas detrás de la cortina de malla que rodeaba la cama. Los dedos de los pies parecían hileras de guisantes de nieve. Le abría la manta y pasaba el dedo por su piel para ver cómo se estremecía. Estaba viva. Había salido de mí. Olía como yo. No se agarraba a mi calostro, ni siquiera cuando me estrujaron el pecho como una hamburguesa y le levantaron la barbilla. Dijeron que le diera tiempo. La enfermera se ofreció a llevársela para que yo durmiera, pero necesitaba mirarla. No me percaté de mis lágrimas hasta que le cayeron en la cara. Las limpié todas con el meñique y las probé. Quería saborearla. Sus dedos. La punta de sus orejas. Quería tenerlos en la boca. Me notaba entumecida físicamente por los calmantes, pero por dentro estaba ardiendo con la oxitocina. Habrá habido madres que lo hayan llamado amor, para mí era algo más parecido al asombro. Como quedarse maravillada. No pensé en lo que tenía que hacer después, en lo que haríamos cuando llegáramos a casa. No pensé en criarla y cuidar de ella ni en qué se convertiría. Quería estar a solas con ella. En ese espacio de tiempo tan surrealista, quería sentir cada uno de sus latidos. 
Una parte de mí sabía que ese momento no volvería a existir jamás

El núcleo central de la novela (en realidad casi el libro entero) permitirá al lector ubicarse entre esos dos extremos temporales (el amor inicial y la distancia final) y resolver las preguntas fundamentales que suscita la primera “escena”: ¿por qué se rompió ese inicialmente idílico matrimonio entre Blythe y Fox?, ¿por qué Violet vive con la nueva familia de su padre?, ¿por qué el “espionaje” de Blythe?, ¿por qué esa aparente desafección e incluso hostilidad entre madre e hija?, ¿por qué ha tenido que escribir la mujer su “versión de la historia”? Audrain apuntará las respuestas a esas cuestiones mientras relata el desarrollo de la relación conyugal y, sobre todo, la ambigua y compleja maternidad de su protagonista. 

Y es que Blythe, casi desde el momento del parto -como puede leerse entre líneas en el fragmento anterior-, empieza a experimentar sentimientos que no “encajan” en lo que, supuestamente, debe sentir una madre primeriza. Hay en ella, claro, ilusión y amor por su hija, pero hay también -y con una intensidad mayor que la que se espera tras la consabida depresión posparto- sensación de cansancio, ansiedad e impotencia ante las dificultades -el dolor, la falta de sueño, las incomodidades, la dependencia- que acarrea la cría de la niña, tenues sombras de desapego y rechazo frente a la recién nacida y, consiguientemente, sentimiento de culpa por no ser capaz de estar a la altura de lo que se espera de una madre. Hay, por encima de todo, el propio cuestionamiento de su rol materno, hay inseguridad, hay indecisión, hay temor por defraudar las expectativas familiares, en particular las de Fox, hay agotamiento mental ante tanta exigencia, ante tanto reto inalcanzable. La autora dibuja con maestría ese confuso estado de ánimo que envuelve a Blythe en un párrafo magistral que encierra la esencia plena de lo que el lector se va a encontrar en el libro: 

Ya me habían advertido de que habría días así de duros al principio. Me habían advertido de que los pechos me pesarían como bolas de hormigón. Que tendría que estar disponible para las tomas a demanda y usar sacaleches. Había leído un montón de libros. Había hecho mi trabajo de documentación. Pero nadie me habló de cómo se siente una al despertar a los cuarenta minutos de haberse quedado dormida, con las sábanas manchadas de sangre y el pánico por lo que viene a continuación. Me sentía como la única madre en el mundo que no lo superaría. La única madre incapaz de reponerse después de que le cosieran el perineo desde el ano hasta la vagina. La única madre que no podía soportar el dolor de las encías de una recién nacida en los pezones, como si fueran cuchillas. La única madre que no podía fingir que le funcionaba a la perfección el cerebro sin haber dormido nada. La única madre que miraba a su hija y pensaba: «Haz el favor de desaparecer de mi vista». 
Violet solo lloraba cuando estaba conmigo; parecía hacerlo a traición. 

Porque Violet desde muy pronto parece mostrarse como una “enemiga” de su madre, manifestando de continuo (de modo sutil e inconsciente -apenas sonríe, es muy inquieta- de muy niña; explícitamente con el correr de los años) distancia, frialdad, desafección, indiferencia y hasta animadversión y hostilidad hacia su progenitora, prefiriendo siempre -y haciéndolo notar de modo ostensible- el contacto con su padre. Violet aparece -en el “dibujo” que pergeña la narradora, su madre- caracterizada, de un modo sutil pero evidente (y esa ambigüedad es, una vez más, talento de la escritora), como una niña algo “rara”, muy alejada del “mito” de la inocencia y la pureza infantiles. La mente de Blythe hierve en los primeros años de crecimiento de su hija, acrecentados la preocupación y el sufrimiento no solo por su percepción del comportamiento de Violet, en la que ve desafío, rivalidad y provocación, sino por la falta de apoyo familiar, pues ni siquiera su marido comparte la desconfianza y las vacilaciones, la para él distorsionada versión de los hechos de su mujer. 

Cuando, años después, nazca el pequeño Sam, Blythe pensará que tiene una segunda oportunidad, que va a superar la indiferencia, la falta de interés, el desentendimiento y el rechazo que ha sentido -y siente- de modo instintivo hacia Violet, que han convertido su experiencia como madre en una sucesión de episodios intrincados, sombríos, angustiosos. Pero, muy al contrario, Blythe verá agravados sus padecimientos, pues los previsibles celos de la niña ante su hermano menor, su “peligrosa” cercanía a él, sus exageradas muestras de curiosidad y cariño frente al bebé, que coexisten con otras de indiferencia o repudio, agudizarán en su ya muy enmarañada y confundida mente los rasgos más inquietantes de la personalidad de una Violet que se nos mostrará -ahora de un modo aún más intenso- como una niña siniestra, oscura, callada, cruel, inteligente y maligna, que sabe de la debilidad de su padre por ella, que conoce bien las fragilidades de Blythe y que explota esa vulnerabilidad materna en su beneficio. Blythe y Violet no se entienden, no tienen ese clásico vínculo emocional indestructible que parece definir las relaciones madre-hija. Al contrario, se desafían mutuamente, compiten hasta extremos alarmantes. La madre ve el mal en los ojos de su hija, un matiz atravesado, perverso, en la mirada y la actitud de una niña que nunca ha sido capaz de sentir como realmente suya. Violet es despótica, caprichosa, intrigante y siempre está en el centro de pequeños y misteriosos accidentes. Y entonces el niñito Sam (atención: aquí “destripo” un elemento relevante de la trama que quizá alguno de nuestros seguidores prefiere desconocer; es la ocasión de interrumpir la lectura en este momento y avanzar hasta el párrafo siguiente) morirá en circunstancias extrañas en presencia de su hermana, y las dudas y la obsesión maternas se exacerban y la intriga se apodera del lector. 

En este sentido, y en tanto los interrogantes y los elementos mencionados definen el eje principal de la novela, esta puede encuadrarse sin demasiado esfuerzo en el género del thriller, aunque en su variante “psicológica”, porque no hay cadáveres, no hay muertes violentas, no hay indagación detectivesca al uso, pero sí una trama inquietante, perturbadora (y un giro final escalofriante), que se adentra en las interioridades de la mente del personaje principal, en sus preocupaciones, en sus miedos, en sus obsesiones, en sus dudas, en sus inseguridades, en su drama psicológico con ribetes, en ocasiones, de tortura mental. A todo ello -a la construcción de un clima de suspense e intriga- contribuye también el que, convenientemente desperdigados a lo largo de la narración se intercalen algunos capítulos, fechados en 1939-1958, 1962, 1964, 1968, 1969, 1972-1974 y 1975, en los que se presentan recuerdos de la infancia de Blythe y de la de su propia madre, Cecilia, y de la madre de esta, Etta, existencias ambas también marcadas por experiencias trágicas y maternidades conflictivas (la abuela se suicidó, la madre la abandonó). Estos intensos flashbacks amplían los ecos de la novela, le dan complejidad y hondura a su estructura, y aportan luz al retrato psicológico de la protagonista, además de, como se ha dicho, apuntalar las notas de “extrañeza” e inquietud de la historia principal. 

El desarrollo de este hilo conductor, la perturbadora vivencia de la maternidad de Blythe Connor, permite a Ashley Audrain -que escribió el libro a lo largo de tres años, cuando el primero de sus hijos, afectado por una rara enfermedad, cumplió seis meses, y habiendo tenido el segundo en el transcurso de su redacción- apuntar (de manera tangencial, no explícita y sin enojosos subrayados) algunos de los grandes temas que mueven a la reflexión del lector durante y tras la lectura de la novela: la maternidad y los fenómenos asociados a ella, tanto los previsibles -el amor, la ternura, el apego- como los que constituyen tabú: el miedo, la culpa por el incumplimiento de las expectativas, la imposibilidad de acomodarse a los cánones de perfección que la sociedad “impone” a las madres, el rechazo o el insuficiente amor a los hijos recién nacidos, el arrepentimiento por haber tenido hijos, el deseo de no ser madre, el sentimiento de cárcel que puede tener una madre que se percibe “atrapada” en su nuevo estado, el resentimiento hacia los hijos no del todo queridos, los cambios en la pareja tras el nacimiento de los hijos, la decepción, la soledad, la depresión. También, y ya en otro ámbito distinto al de la maternidad, el peso del pasado y la dificultad de escapar a un destino que quizá esté escrito en los genes, los a veces difusos límites entre la sensibilidad exacerbada y la locura... 

Voy a dejaros con un fragmento del libro en el que de manera brillante se describen los cambios que supone la maternidad en la vida de una mujer. Con él y con la canción Lullaby, de las Dixie Chicks, que ahora han acortado su denominación original por las connotaciones “sureñas”, racistas, del Dixie, me despido por esta semana. 

Tú y yo. Éramos pareja, compañeros, creadores de estos dos seres humanos. Pero vivíamos vidas cada vez más diferentes, como la mayor parte de los padres y las madres. Tú eras creativo y cerebral, inventabas espacios y vistas y perspectivas, tus días tenían que ver con la luz, la elevación, los acabados. Hacías tres comidas diarias. Leías frases escritas para adultos y llevabas una bufanda muy bonita. Para ti la ducha tenía razón de ser. 

Yo era una soldado, ejecutaba una serie de acciones físicas en bucle. Cambia el pañal. Prepara la leche en polvo. Calienta el biberón. Echa los cereales en el plato. Pasa la bayeta. Negocia. Suplica. Cámbiale el pijama a él. Quítale la ropa a ella. ¿Dónde está la tartera? Atavíalos. Camina. Más rápido. Llegamos tarde. Dale un abrazo de despedida. Empuja el columpio. Busca la manopla perdida. Frota el dedo que se ha pinchado. Dale algo para que chupe. Trae otro biberón. Besa, besa, besa. Mételo en la cuna. Limpia. Recoge. Busca. Haz. Descongela el pollo. Sácalo de la cuna. Besa, besa, besa. Cámbiale el pañal. Siéntalo en la trona. Límpiale la cara. Friega los cacharros. Haz cosquillas. Cámbiale el pañal. Haz cosquillas. Mete la merienda en una bolsa. Pon la lavadora. Arrópalo. Compra pañales. Y detergente. Corre a buscarla al colegio. ¡Hola, hola! Deprisa, deprisa. Destápalo. La secadora. Los dibujos animados. Tiempo muerto. Por favor. Escucha lo que te digo. ¡No! Quitamanchas. Pañal. Cena. Platos. Responde cien veces a la misma pregunta. Prepara el baño. Quítales la ropa. Friega el suelo. ¿No me oyes? Cepilla dientes. Encuentra el conejito de peluche. Pon pijamas. Da de mamar. Léele un libro. Léele otro. Sigue, y sigue, y sigue. 

Recuerdo que un día me di cuenta de la importancia que tenía mi cuerpo para nuestra familia. No ya mi intelecto, ni mis ambiciones de hacer carrera como escritora. No ya la persona que treinta y cinco años de vida habían moldeado. Solo mi cuerpo. Me quedaba desnuda delante del espejo cuando me quitaba la sudadera, llena del puré de guisantes que Sam me había escupido encima. Se me marchitaban los pechos, igual que las plantas de la cocina que no me acordaba de regar nunca. Me colgaba la tripa por encima de la marca que había dejado el elástico de las bragas como espuma en una taza de capuchino tibio. Tenía los muslos como nubes de malvavisco atravesadas por un espeto. Estaba hecha papilla. Pero lo único que importaba era que fuera capaz de sacar a todos adelante físicamente. Mi cuerpo era el motor de la familia. Me perdonaba lo que veía en aquella mujer irreconocible en el espejo. No se me pasaba por la cabeza la idea de que mi cuerpo no volviera a ser útil de esa forma nunca más: necesario, fiable, atesorado.
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Ashley Audrain. El instinto

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