Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 1 de marzo de 2023

MARY WESLEY. EL CÉSPED DE MANZANILLA; SHIRLEY HAZZARD. EL TRÁNSITO DE VENUS y EL GRAN INCENDIO 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Con la emisión de hoy, la primera del mes de marzo, inauguramos una serie, que se prolongará durante todo el mes antes de la llegada de las vacaciones, dedicada a la literatura femenina, o por ser más preciso, a libros escritos y en la mayor parte de los casos protagonizados por mujeres, una práctica, la de vincular nuestras emisiones marceñas al universo femenino, que nuestro programa lleva haciendo desde hace años con ocasión de la celebración en estas fechas, del Día Internacional de la mujer. 

Aprovecho además, para proponeros, en estas semanas, sugerencias literarias “sustanciosas”, no sólo en cuanto a que su contenido resulte de entidad, interesante y atractivo, requisitos a los que aspiro normalmente, sino en lo que se refiere a la segunda acepción del término en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua: “abundante o cuantioso”. Y es que la perspectiva, ya vislumbrándose en el horizonte, de algunas jornadas de descanso académico -escribo pensando en los supuestos destinatarios “naturales” del programa: los miembros de la comunidad universitaria- propicia, quizá, más que en ninguna otra ocasión, el gozoso abismarse en los libros, al disponer todos de una mayor cantidad de tiempo de holganza e inactividad. 

Por ello, esta tarde os traigo tres interesantes novelas que estoy seguro que os van a garantizar largas horas -entre las tres superan las mil páginas- de muy placentera lectura. Os hablo, citándolas en el orden en que voy a comentarlas, de El césped de manzanilla, de la británica Mary Wesley, desaparecida hace ahora veinte años, en diciembre de 2002, y de la que, inexplicablemente, aún no se había sido traducida a nuestra lengua ni una sola obra; de El tránsito de Venus, de la australiana Shirley Hazzard; y de El gran incendio, también de Shirley Hazzard. Los dos primeros libros han visto la luz en el pasado 2022 en la siempre magnífica colección rara avis (así, en minúscula), de la extraordinaria Alba Editorial, mientras el tercero nos lo trajo en un ya remoto 2005 la Editorial Destino, en su colección Áncora y Delfín. 

Quiero llamaros la atención, antes de entrar a reseñar en detalle cada una de ellas, que se trata de novelas escritas en 1984, 1980 y 2003, respectivamente, pero que, en el caso de las dos primeras, nuestro mercado editorial recupera ahora en una decisión comercial afortunada que revela, por un lado, la vigencia en cualquier tiempo de las propuestas literarias solventes que, independientemente de su fecha de publicación, siguen resultando significativas para el lector actual, y, por otro, las extrañas razones que mueven a los editores españoles, cuyos criterios a la hora de decidir la traducción de un libro a nuestro idioma resultan, más de una vez, veleidosos aunque muchas veces, como en estos casos, acertado. Por otro lado, la presencia aquí de El gran incendio, no reeditada en veinte años y prácticamente inencontrable fuera del circuito de las librerías de viejo, se debe a mi voluntad de “revivir” un título excelente con la excusa de la irrupción de su autora, Shirley Hazzard, en las librerías españolas con El tránsito de Venus

Empecemos por El césped de manzanilla, cuya lectura me entusiasmó este pasado verano (quizá la estación más propicia para leerlo, como podréis comprobar tras mi recensión). El libro, cuya autora cuenta con una trayectoria literaria ciertamente singular, aparece con la traducción de Catalina Martínez Muñoz. Mary Alyne Minors Farmar (Wesley, el nombre elegido por ella para su carrera literaria, es una abreviación de Wellesley, el apellido de su abuela materna) nació en 1912 en Englefield Green (Surrey), hija de un oficial del Ejército. Educada, al parecer, en casa, con institutrices, intentó paliar su falta de formación “formal” con estudios en el Queens College de Londres y en la London School of Economics and Political. La nota biográfica que ofrece la editorial (que aporta datos claramente discrepantes con los de la necrológica que publicó el New York Times en enero de 2003, a los pocos días de su fallecimiento, y que he podido consultar) menciona un primer matrimonio en 1937 con lord Swinfen, del que se divorciaría en 1944 (el NYT habla del “barón” Swinfen y de un divorcio en 1945). Durante la Segunda Guerra Mundial colaboró con los servicios de inteligencia británicos y conoció al periodista y dramaturgo Eric Siepmann, con quien vivió aunque estaba casado y con quien pudo contraer matrimonio en 1952 (cuando la mujer de él consintió en el divorcio). Algunas de estas circunstancias -los dos matrimonios, la relación “a tres”, la guerra mundial- están presentes en la trama de El césped de manzanilla, que, quizá por el clima nostálgico y la precisión en el retrato de los personajes, respira un aire que el lector adivina en algún modo autobiográfico. Animada por Siepmann llegó a publicar dos libros infantiles (en 1968 o 1969, según las fuentes), pero no fue hasta la muerte de su segundo marido y cuando ella contaba más de setenta años, cuando se decidió a escribir literatura para adultos, movida quizá por su precaria situación económica (el fallecimiento de su cónyuge la dejó casi sin dinero y con un hijo adolescente que cuidar) y por el desánimo provocado por la pérdida. Desde 1983 en que apareció su primera novela, Jumping the Queue (que habla de una viuda de mediana edad que contempla la idea de suicidarse y reflexiona sobre su vida), hasta 1997, cinco años antes de su muerte, publicaría diez novelas (de la que El césped de manzanilla es la segunda), que tuvieron un gran éxito de crítica y lectores llegando, algunas de ellas, a convertirse en series televisivas. 

Estamos en agosto de 1939, en los días previos al inicio de la participación de Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial. Richard Cuthbertson y su mujer Helena viven en una agradable casa, sosa y fea pero en un sitio maravilloso, sobre los acantilados de Penzance, en Cornualles (la cinematográfica región del sudoeste de Inglaterra, ambientación literaria de Rebeca o Mi prima Rachel, de Daphne du Maurier, aquí presentada). No tienen hijos, pero como todos los veranos desde hace diez años, cuando Helena y Richard se casaron y compraron la casa, los sobrinos de la pareja se reúnen en el muy acogedor enclave. Hasta allí llegan -desde la cercana estación de tren- Calypso, Walter, Polly y Oliver, todos de diecinueve años, salvo Walter, con uno menos. Calypso, bellísima, resplandeciente, objeto de admiración y deseo, y de la que todos -jóvenes y adultos- están enamorados, es la hija única del hermano mayor de Richard, John Cuthbertson, un modesto abogado rural casado con una mujer tan guapa como insulsa. Polly, también guapa (a los diecinueve años ya despuntaba su belleza) y Walter son hermanos, hijos del hermano menor de Richard, Martin Cuthbertson, un cirujano muy prometedor. Oliver, que vuelve a su país tras su fugaz participación en la guerra española, es también hijo único de Sarah, la hermana mayor de los Cuthbertson. Y además está Sophy, hija de una hermanastra de Richard, fruto de un error que mató a la madre y dejó a la niña sola en el mundo. La pequeña, de sólo diez años, vive con la pareja, que se ha hecho cargo de ella sin demasiada convicción por, entre otras razones, lo “difuso” de su origen (Nunca quiso indagar a fondo qué había hecho la hermanastra de Richard, dónde o con quién había estado, pensará Helena, en el estilo indirecto libre al que recurre con frecuencia Wesley), al que apuntan el aire exótico, oriental de sus rasgos (una niña flaca, con el pelo negro y los ojos rasgados, que parece un gato siamés. Llama la atención entre las inglesitas pavisosas). 

El jardín de la casa, su césped de manzanilla, es el lugar de reunión de los jóvenes y los adultos -Helena y Richard; pero también el matrimonio Erstweiler, Max y Monika, judíos huidos de la Alemania nazi, en donde han dejado atrás a su hijo Pauli, probablemente encerrado en un campo de concentración; y en ocasiones el clérigo Floyer y su esposa, abnegados vecinos, ocupados en la atención a los refugiados de la contienda europea, que aportan a los gemelos, David y Paul, de la misma edad que los chicos). Sentados sobre el césped juegan, conversan, bailan, comen (Los primos habían sacado las sillas y las mesas del comedor. La mesa estaba puesta con mantel blanco en el césped de manzanilla, con el mar y el sol poniente como telón de fondo), bromean y ríen, prolongando las jornadas con velas en la mesa y la luna que salía sobre el mar. El profundo olor de las margaritas inunda sus sentidos y confiere una intensidad adicional a esas escenas que serán siempre inolvidables. 

La novela se mueve en dos planos temporales que intentaré presentar sin desvelar los importantes elementos de sorpresa o inesperados cuya aparición Wesley dosifica con maestría. En el “presente” de la novela se narran las vidas de estos personajes -y algún otro que adviene con posterioridad- en los años de la guerra. Intercalados entre los capítulos que describen la evolución personal de todos ellos (claramente marcada por la contienda: los varones jóvenes serán llamados a filas), la autora nos traslada a una situación más de cuarenta años posterior, cuando algunos de los protagonistas se dirigen al funeral de uno de ellos (y no puedo ser más preciso sin arruinar la lectura a quien se decida a adentrarse en ella, por lo que no diré ni quién es el muerto ni quiénes son los que, reunidos cuatro décadas atrás en el césped de manzanilla, han sobrevivido al cruel paso de los años). Con muy notable talento literario, Mary Wesley enlaza ambos tiempos muy sutilmente, a veces en el curso de dos líneas de diálogo consecutivas, imbricando el relato de las vivencias de los jóvenes y sus mayores en el tiempo de guerra con los recuerdos de todos ellos camino del funeral, en la propia ceremonia religiosa en que se despide al difunto y en el breve encuentro posterior en la casa de Cornualles. 

No hay nada más, no hay -en propiedad- una “historia” en El césped de manzanilla. Seis años de vida -muy singulares, eso sí, con los jóvenes varones movilizados y con el resto, adultos, chicas, bajo la amenaza de los bombarderos nazis- y la mirada retrospectiva -madura ya, y algo desencantada- en el colofón de cuarenta y cinco años después. Y sin embargo, la novela es espléndida y en ella, en las trayectorias de sus personajes, el lector se reconoce, pues resulta veraz, intensa, profunda. Wesley penetra en las almas de sus criaturas y muestra seres humanos auténticos, con sus afanes, sus amores, sus dudas, sus deseos y sus ilusiones, sus sueños, sus expectativas y sus fracasos, sus debilidades, sus aspiraciones, sus sufrimientos. Además, es una obra formalmente notable, con una escritura muy ágil, con una narración que avanza a partir -casi exclusivamente- de los diálogos, con el ya mencionado juego de la inteligente trabazón de los episodios en los distintos tiempos, un recurso en el que los flashbacks se insertan de un modo leve, casi imperceptible, permitiendo que la tenue trama avance sin sobresaltos mientras se presentan, bien dosificadas, las novedades, las informaciones que dan cuenta de los cambios habidos. 

Tres son, a mi juicio, los temas principales que cruzan la novela, muy atractivos, por universales, aunque quizá ya algo trillados en la literatura y en el cine: el paso del tiempo y la nostalgia de la infancia; la guerra y sus convulsiones; y, en lo que quizá constituye la vertiente más novedosa del libro, la desprejuiciada presencia del sexo, que aflora de modo muy libre entre sus páginas de un modo quizá inusual en relación con otras novelas similares. 

El césped de manzanilla, silencioso protagonista del libro, evocado de continuo por los personajes -ya se ha dicho- como un olor, una imborrable fragancia, grabada para siempre en sus memorias (soñaba con la manzanilla, con el olor seco y aromático de su juventud), opera como metáfora del origen (pero nuestras raíces están en el césped de manzanilla) y la pérdida (–Todos hemos cambiado –dijeron los gemelos–. ¿Quién iba a imaginarse hace un año que estaríamos en una cocina vestidos de etiqueta? Los días del césped de manzanilla han terminado). Ese locus amoenus es la infancia, es el lugar del idealizado ayer, de los recuerdos, es el paraíso idílico en el que la ausencia de preocupaciones, el juego y la felicidad, la existencia segura y tranquila, el amor y las pulsiones del deseo, la libertad y la vida plena no dejan espacio apenas (más allá de algunos muy sutiles atisbos: los enamoramientos no correspondidos, la acechante cercanía de una imprecisa guerra, la tenue intuición de los inexorables cambios: No hablemos de política ni de guerra. Puede que estas sean nuestras últimas vacaciones de verano –dijo Polly en tono autoritario–. Ya no podemos evitarlo) al dolor, a la tristeza, a los padecimientos, al siempre aciago discurrir de la vida, a la muerte. Un espacio protegido, apacible, femenino, que pronto se verá amenazado por el muy masculino impulso bélico. Los jóvenes no podrán olvidar -ni en los años de la guerra ni en sus remembranzas medio siglo posteriores- las experiencias en cierto modo iniciáticas vividas en los veranos en Cornualles, de las que el césped es emblemática representación. Piensa en el césped de manzanilla: es mágico, dirá Oliver. Y Helena: Lo sembraste tú, ¿no? –Sí –asintió Helena, recordando–. Todo el mundo decía que no iba a crecer. También Calypso: La guerra parecía tan lejana como su infancia, barrida por los cambios que Monika había hecho en la casa. Hasta el césped de manzanilla ha perdido su aroma, pensó con pena. Y sobre todo Sophy, cuyos recuerdos, tan pequeña entonces, ha quedado impregnados por la nostalgia con más fuerza: Todas las noches, antes de dormirse, se imaginaba en casa, en su habitación; allí podía escaparse por la rama del roble que cubría la manzanilla y aspirar su fragancia, mezclada con el olor a salitre; o incluso de un modo más evidente: Se agachó para tocar la textura de la hierba. Era increíble que aún resistiera. La acarició con la palma de la mano, aspirando la esquiva fragancia que evocaba otros tiempos, otros amores

Esta presencia simbólica del césped colmado de olorosas florecillas es un tópico literario, de modo que el lector viaja a través de sus aromas a otros escenarios similares, singularmente al conocido poema de William Wordsworth, la Oda a la inmortalidad, y a su fragmento más repetido: Aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste en el recuerdo, para siempre en nuestra memoria a partir de su aparición cinematográfica en Esplendor en la hierba, el clásico de 1961 dirigido por Elia Kazan e interpretado por Natalie Wood y Warren Beatty. La fugacidad del tiempo, el recuerdo luminoso de la exaltación juvenil, del ardoroso primer amor, de la ilusión de la vida por hacer, lo imperecedero de la belleza, la inocencia por desgracia finalmente marchita, la nostalgia por la juventud perdida, están también, como en el bellísimo poema, y constituyen la idea sobre la que gravita el libro entero, en este melancólico El césped de manzanilla

La cruda realidad de la vida irrumpe en ese dulce y plácido entorno, esbozado tan sólo en las muy primeras páginas de la novela, cuando Gran Bretaña entra en guerra. Los chicos se alistarán o serán llamados a los distintos frentes bélicos, Walter en la Marina, Oliver en el Ejército de Tierra, los gemelos en la Aviación. Las chicas irán a Londres; Calypso dejará pronto su trabajo en el servicio secreto para casarse, jovencísima, con un adinerado viudo cuarentón; Polly colaborará con la Cruz Roja y encadenará un trabajo tras otro en distintos servicios oficiales. La guerra lo impregna todo, convulsiona de modo drástico sus vidas, también las de Richard y Helena (ambos ya afectados por la Primera Guerra Mundial), Monika y Max. En la novela vuelan los cazas alemanes, suenan las alarmas, retumban las bombas y las explosiones, las ventanas de las casas se oscurecen, las luces permanecen apagadas en cuanto se hace de noche, las calles londinenses se pueblan de soldados de diversos ejércitos, las familias acogen a los refugiados, en los hogares se siguen las noticias por la radio en emisoras de todo el mundo, llegan los telegramas de las autoridades militares con sus funestas novedades. Pese a ello, las huellas del conflicto, presentes y perceptibles, son sólo un mero telón de fondo que, en segundo plano, enmarca el transcurrir de las existencias de todos los personajes, cuyas vicisitudes centran el desarrollo de la narración. Son sus vidas marcadas por la guerra y no la guerra que afecta a sus vidas lo que interesa a la escritora (Recordaba las risas y los gritos de dolor cuando los chicos le pisaban los pies [al bailar], los cócteles cuando se hicieron mayores y las ventanas abiertas en las calurosas noches de verano. Y ahora todo era muerte y polvo). 

Y en esas vidas -y en esa guerra- el sexo tiene una presencia muy relevante. Ya desde el momento inicial, cuando Oliver, hastiado de la guerra española, llega al lugar de veraneo y manifiesta abruptamente a Calypso su pulsión sexual, el deseo (Conozco la lujuria. Creo que no conozco el amor), los encuentros eróticos, las relaciones promiscuas (Mira, aquí nadie está casado. Esto es un caos. La guerra vuelve a la gente lasciva), los adulterios serán constantes (¿Eran fieles la mayoría de las mujeres a sus maridos ausentes? ¿Eran leales las novias?) y constituirán sin duda uno de los ejes principales del libro. El sexo aparece como liberación, como exaltación, como celebración de la vida entre tanta violencia y muerte (El miedo se palpaba en el ambiente. Monika buscó la mano de su marido. Helena cruzó una mirada de desesperación con Max. Luego, en las caras de los jóvenes, vio el miedo mezclado con una combustión sexual de la que más adelante se acordaría), también como rebelión (A las chicas como yo nos educaron para ser respetables. La guerra sacudió estos principios, pero la sacudida era dolorosa. A la gente como Calypso no parecía preocuparla, pero yo tenía muchas dudas. Nunca he llegado a conocer a Calypso a fondo, porque no se deja. Hubo montones de chicas que siguieron siendo virtuosas, pero nosotras estallamos) frente a las rígidas costumbres de una sociedad que aún mantiene rasgos victorianos (yo no llevo bragas cuando hace mucho calor. Las bragas son un invento victoriano). 
 
La vida, amenazada, se vivía con intensidad (Vivimos intensamente. Hicimos cosas que en otras circunstancias nunca habríamos hecho. Fue una época muy feliz), la persistente cercanía de la muerte impregnaba las situaciones cotidianas con un aura de excepcionalidad (Siempre estaba asustada y preocupada, pero así los placeres eran más placenteros y las sorpresas más sorprendentes). En aquellos días convulsos, los personajes, pese a todo, se divierten (La gente como Oliver, Walter, David y Paul -dirá Polly- aparecía y desaparecía, y era maravilloso ver que seguían con vida. A mis padres los mataron. Yo creía que en Godalming estarían seguros. Yo sobreviví en Londres. Calypso sobrevivió. Si nos enamorábamos era a tope. Nos divertimos. Sé que Calypso se divirtió. Yo me divertí, y Helena, que no se había divertido en la vida, lo aprovechó muy bien), eran felices (Es increíble, se decía, quitándose la crema y empezando de nuevo, que con las noticias tan tremendas que llegan de Oriente Próximo […], mientras la guerra se extiende por todo el mundo, yo sea tan feliz). Como resumirá Sophie con acierto: Estábamos todos enamorados, pensó, deteniéndose en la punta de tierra a contemplar el mar. El tío Richard de Monika, Max de Monika y de Helena, Polly de los gemelos, Helena de Max, yo de Oliver, y Oliver y todos los hombres de Calypso, que decía que no sabía lo que era el amor. Y ese contagioso espíritu vitalista y alegre -pese a la muy notoria melancolía- es otro de los grandes aciertos de un libro altamente recomendable. 

Mi segunda propuesta de esta tarde es también muy interesante. El tránsito de Venus es una novela de 1980, escrita por la australiana Shirley Hazzard, que hace unos meses apareció, como El césped de manzanilla, en la colección “rara avis” de la editorial Alba, en traducción de Jesús Cuéllar Menezo. Shirley Hazzard es australiana, de Sydney, donde nació en 1931 de padres británicos (padre galés y bebedor empedernido y una madre escocesa y maníaco depresiva; circunstancias de las que me ha parecido apreciar un rastro en su obra) que habían emigrado a Australia después de la Gran Guerra. De joven viajó con su padre, diplomático, por distintos países y ya a los dieciséis años colaboró con el Servicio Secreto británico en Hong Kong. Vivió en Nueva Zelanda, Italia (Roma, Nápoles, Capri), Nueva York, en donde trabajó para la Secretaría de Naciones Unidas y en donde murió en 2016. Una consulta en internet permite conocer que escribió cuatro novelas, un par de colecciones de cuentos y numerosos ensayos y textos de “no ficción”. En España, que yo sepa, está traducido un librito de recuerdos de su amistad con Graham Greene con Capri como escenario, y la otra novela que hoy os presento, El gran incendio. Su obra, en particular las dos novelas mencionadas, han obtenido numerosos reconocimientos críticos con nominaciones para, entre otros, los premios Man Booker o diversos galardones de “libro del año” en distintos medios. 

Caroline y Grace Bell son dos jóvenes hermanas australianas. En 1939, siendo unas niñas, sus padres se ahogaron en el hundimiento de un ferri en la bahía de Sidney. Tras la Segunda Guerra Mundial viajarán a Inglaterra acompañadas de su hermanastra mayor, la desagradable y algo señorona Dora. En un encuentro fortuito en un concierto, Grace y Dora conocen a Christian Thrale, que, sentado a su lado en el patio de butacas, caerá rendidamente enamorado de la joven y bella Grace. Las chicas acabarán por instalarse en la casa de los Thrale, en donde las encontramos al comienzo de la novela. Grace es tranquila, más convencional que su hermana, aceptando gustosa un futuro familiar de marido e hijos y casera cotidianidad. Caroline, en cambio, es inconformista, algo rebelde, curiosa e inquieta, extraordinariamente independiente, preferirá las experiencias mundanas, trabajará en una oficina, se relacionará con diversos hombres. 

A la casa llega Edmund -Ted- Tice, un joven talentoso que, como discípulo del profesor Sefton Thrale, una celebridad científica, pasará los meses veraniegos en la casa completando sus estudios de astronomía. Ted, tímido, fascinado por Caro, no será correspondido por la chica, algo altiva y distante, que lo aprecia pero no lo ama. La presencia del muchacho en la casa se desarrolla entre el deseo y la insatisfacción, entre la pasión que lo consume y la resignada aceptación de su impotencia (nada tiene menos encanto que el amor no deseado). Un ahijado de la señora Trhale, Paul Ivory, joven y prometedor dramaturgo, elegante y desenfadado, narcisista, egocéntrico, seductor y altamente seguro de sí mismo, y que está prometido con Tertia Drage, la hija del propietario del castillo vecino al hogar de los Trhale, completará el elenco de los personajes que coinciden en la casa. Las relaciones entre todos ellos se entrelazan: Ted ama ingenua, pura e incondicionalmente a Caroline, a quien atrae el vacuo Paul, que jugará con ella pero se casará con Tertia; Grace se casará con Christian Trhale, en un complicado juego de atracciones y rechazos, de amores platónicos y experiencias sexuales. 

Hazzard seguirá a las dos hermanas -y a los dos jóvenes satélites y a algunos otros personajes menores- a lo largo de treinta años, de Sidney a Londres, de Estocolmo a Nueva York, del Nuevo Mundo al Viejo Continente, en un viaje apasionante -que es el de la vida- de la inocencia inicial a la alcanzada madurez del final de la novela. Y como en toda vida, hay encuentros y separaciones, y matrimonios e hijos, y adulterios y decepciones, y frustraciones y fracasos, e ilusiones y amores, y sexo y fantasías y, como resulta inevitable, el tiempo que pasa. Y por debajo de la historia principal hay un hilo tenue, casi imperceptible, sólo intuido por el lector, que se desvelará al final. Tras los caprichos, los malentendidos, el desamor, los desastres, las pérdidas, los errores, las elecciones equivocadas, la confusión y el ruido de la existencia, algo más poderoso, el amor, prevalece, bien sea en el recuerdo del fugaz brillo de un instante que se consume en un parpadeo, bien sea en el sentimiento que dura toda una vida. La tragedia -se dice en un momento del libro- no es que el amor no dure. La tragedia es precisamente que haya amores que duren

La novela toma su título de un fenómeno astronómico: el paso de Venus frente al disco solar. Un fenómeno que permite una visión particularmente clara del planeta, pero que es muy raro y sólo se produce de forma excepcional cada muchos años. James Cook, contará Ted, se embarcó en el H. M. S. Endeavour rumbo a Australia para observar, de camino, en Tahití, cómo el planeta Venus cruzaba el rostro del Sol el 3 de junio de 1769, y para poder determinar así la distancia entre la Tierra y el Sol. Los cálculos en que se basaba esa suposición eran absolutamente erróneos. Años antes, un francés había viajado a la India para observar un tránsito anterior, pero su trayecto lo retrasaron las guerras y el infortunio. Después de perder su primera oportunidad, esperó en Oriente ocho años al siguiente tránsito, el de 1769. El día fijado, la visibilidad era insólitamente deficiente, no se podía ver nada. Hasta pasado un siglo no habría otro tránsito. Un hombre dedica su vida a ese preciso momento, a esa cita en particular. Cuando el “encuentro” se frustra, espera años una segunda oportunidad y cuando ésta surge, por capricho del azar, en un instante, vuelve a perderse la posibilidad del contacto. Años de preparación y luego, en el transcurso de unos minutos, todo ha terminado, ya nunca alcanzará el objeto de sus desvelos. La historia de ese hombre es tan noble -apostillará Ted- que casi no se puede decir que fuera una empresa fallida. He aquí la esencia de este espléndido El tránsito de Venus: Ted enamorado esperando el milagro del muy efímero paso del planeta. 

Y todo ello contado con un lenguaje refinado, con una extraordinaria capacidad de introspección en el alma de los personajes, con la creación de una muy sutil estructura oculta que corre en paralelo a la principal, con la incorporación al texto de pequeñas trampas argumentales algo desconcertantes (en la muy temprana página 17 leemos: En realidad, Edmund Tice se quitaría la vida antes de alcanzar la cima del éxito. Pero eso ocurriría en una ciudad del norte, después de muchos años; pero esa información no volverá a salir en las casi quinientas páginas del libro, en las que nada “apunta” a ese hecho, ni en nada influirá al desarrollo de la trama, aunque sí contribuirá, de una manera indirecta, a “cerrar” esa otra historia que se nos cuenta mientras seguimos la que aparece en primer plano). 

Interesante novela, como lo es también la otra de su autora publicada en España, El gran incendio, aparecida en nuestro país en 2005 en la colección Áncora y Delfín de la editorial Destino con la traducción de Roberto Frías. La novela, que le proporcionó a su autora, en su momento, el prestigioso National Book Award, es fruto de veintitrés años de escritura, el tiempo que media entre la publicación de El tránsito de Venus y este El gran incendio, aunque en esas dos décadas Hazzard publicaría algún otro libro de “no ficción”. 

Como en El tránsito de Venus, la prosa exquisita de la australiana, su elegante estilo, su aliento poético, su cultura manifestada en numerosas referencias literarias, su talento para penetrar en la psicología de sus personajes, afloran en un relato, ambientado en escenarios diversos, singularmente Japón, pero también China, Nueva Zelanda, el Reino Unido, Marsella y California, que nos presenta al inglés Aldred Leith, experto en China, hijo de un famoso novelista, héroe herido en la guerra recién terminada (estamos en 1947), que llega a Kure, una isla cercana a Hiroshima, para estudiar, en el Japón arrasado tras la contienda, las consecuencias psicológicas y morales de la bomba atómica (en un marco referencial que guarda concomitancias con la experiencia vital de la propia autora, que vivió en Oriente, en particular en China, entre 1947 y 1948). En un mundo devastado, con Inglaterra en ruinas, Mao a las puertas del poder en China y Japón “soportando” la ocupación norteamericana, Aldred es un alma herida y doliente, que oscila entre los recuerdos del horror de la guerra, el sinsentido existencial de una época marcada por la irracionalidad, la destrucción y los millones de muertos de la gran catástrofe bélica -el Gran Incendio- y la amargura de un divorcio pasado, y, por otro lado, y pese a todo ello, la ilusión y la esperanza de una vida que quiere afirmar su fuerza poderosa. 

En su estancia japonesa el Mayor Leith conocerá a una pareja de jóvenes hermanos, hijos de un militar australiano destinado provisionalmente en la zona y que alojará por un tiempo a Aldred en su casa. Los chicos Driscoll, Helen, con apenas dieciséis años, y Benedict, afectado por una funesta enfermedad, degenerativa e incurable, viven ajenos al mundo, sin demasiado contacto con sus padres, que los han dejado solos a cargo de algún educador en numerosas etapas de sus vidas, afanados los progenitores, autoritarios e insensibles, despóticos y arrogantes, en sus intereses mundanos. Lo singular de su situación ha convertido a ambos en adultos prematuros, inteligentes, muy cultos, maduros y encantadores, alimentando su espíritu con la literatura, sobre todo poesía y novelas que la entregada Helen lee en alto a su progresivamente imposibilitado hermano. La llegada de Leith -que, pese a su amplia experiencia, sólo tiene treinta y dos años- les proporcionará una ventana abierta en su estrecho universo, pues es un interlocutor solícito y cercano, y un muy interesante narrador de historias apasionantes, con sus muchas peripecias en la guerra, sus viajes por países lejanos, sus insólitas aventuras trágicas y violentas. La adultez del militar, su conocimiento del mundo, su inteligencia, su capacidad de comprensión, su independencia y su soledad, el poso de dolor, la sombra de sufrimiento que se adivina en su semblante, su desvalimiento, su “desubicación”, la ausencia de un “centro” en su vida, de un hogar, de una esposa, atraen a Benedict y enamoran a la muy bella Helen, de fresca inocencia y, a la vez, precoz madurez física, psicológica e intelectual. 

El primer “frente” destacado de la novela que, sin embargo, no “asoma” hasta ya avanzado el libro (antes ya se han mostrado el psicológico y el histórico, ya mencionados), es, pues, el romántico, y en él comparecen la intensidad sentimental que conlleva el enamoramiento y las dificultades de un amor prohibido por la minoría de edad de la chica, marcado por los muchos años de diferencia entre los amantes, imposible por el secreto en que debe mantenerse la atracción ante la previsible oposición de los padres de ella y, también y sobre todo, por la separación que las divergentes trayectorias profesionales de Aldred y del cabeza de familia Driscoll imponen a la pareja. La exploración de los sentimientos de ambos personajes -también los de Benedict, el amigo de Aldred, Peter Exley, y otros caracteres secundarios- es uno de los grandes alicientes del libro. 

Como lo es, igualmente, el trasfondo de sufrimiento, la atmósfera de melancolía que impregna el relato. La presencia aún muy viva de la Segunda Guerra Mundial, el recuerdo -todavía notable- de las crisis de la Primera y de la Gran Depresión, la sensación de vacío que aflige a los personajes, la conciencia, triste, de habitar un mundo desolado, una civilización que ha estallado por los aires, la dificultad de construir una vida nueva desde cero, la ilusión y el miedo simultáneos frente al sentimiento que nace, la euforia ante el exaltado descubrimiento de la pasión y el temor ante su pérdida, que, en ese contexto, asaltan a quienes se abren al amor, incorporan a la novela una dimensión de preocupación existencial que la hace muy interesante y que la vincula -así, al menos me ha ocurrido a mí- a otras obras similares como Casablanca o El paciente inglés, en los que la guerra y el amor dominan la narración. Ese conflicto entre el rastro de muerte que rodea a Aldred y Helen y que parecería condenarlos al apagamiento y el tedio existencial, y, por otro lado, la entusiasmada atracción que los une y puede salvarlos, atraviesa el libro e “impacta” en el lector. Sin querer desvelar el desenlace de la trama, sí merece la pena subrayar ahora la última frase del libro, que resume su esencia: Muchos habían muerto. Pero no ella, no él. No todavía

En este sentido, resulta muy significativa -y en ello El gran incendio coincide con El tránsito de Venus- la idea de lo transitorio, de lo accidental, de las misteriosas fuerzas -las del amor- que prevalecen pese a que el curso “natural” de los acontecimientos parezca imponer otro desenlace. Cualquier existencia, declaró en alguna ocasión Shirley Hazzard, está sujeta al elemento accidental, a la intervención inexplicable, mágica o aterradora que no puede ser justificada por la lógica

Os dejo ya con un fragmento de El césped de manzanilla. Tras él, Putting on my top hat, que así se llama en el libro a la también conocida como Top hat, white tie and tails, la en su época popular canción de Fred Astaire. 


En todo Londres las chicas se estaban levantando. Con pijamas de rayas, camisones de viyela floreados, vestidos sueltos de algodón hechos por ellas mismas con dobladillos irregulares, o alguna sencilla prenda de nailon a la que se había añadido una rebeca para no pasar frío, las chicas retiraban las sábanas y las colchas y buscaban las zapatillas. Se ataban el cordón de la bata y se quitaban las horquillas del pelo, metían una moneda en la ranura del contador y ponían la tetera en el quemador de gas. Las que compartían piso se apartaban mutuamente a empujones y decían: «¡Y todavía es martes!». Las que vivían solas refunfuñaban y encendían la radio o la televisión. Algunas rezaban, otras cantaban. 

Es difícil precisar si tenían menos pasado, presente o futuro. Es difícil precisar cómo o por qué soportaban la habitación fría, la humedad en el camino al autobús, la oficina en la que no había ni futuro profesional ni diversión. Los fines de semana se lavaban el pelo y la ropa interior, e iban con desánimo y de dos en dos al cine. Para algunas, que no podían hacer otra cosa, el destino era ese, decretado por mamá, papá y la falta de dinero o de iniciativa. Otras habían venido desde el fin del mundo para hacerlo: habían llegado de Auckland, Karachi o Johannesburgo, después de ahorrar durante años para hacer precisamente esto, después de arrancarles a padres llorosos el dinero suficiente o de engatusarlos para conseguirlo. No todas eran muy jóvenes, pero todas, o casi todas, querían un vestido nuevo, un novio y, al final, un destino doméstico. Sin embargo, no había dos iguales: lo cual evidenciaba la victoria de la naturaleza sobre los condicionantes, la publicidad y las ciencias del comportamiento; no había aquí ningún triunfo, solo un éxito contra todo pronóstico.
  
Videoconferencia
Mary Wesley. El césped de manzanilla

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