Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de noviembre de 2023

EDGAR LEE MASTERS. ANTOLOGÍA DE SPOON RIVER; CEES NOOTEBOOM. TUMBAS DE POETAS Y PENSADORES; WERNER FULD. DICCIONARIO DE ÚLTIMAS PALABRAS

Hola, buenas tardes. Un miércoles más, como todas las semanas, sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad. Esta semana llega a su fin la breve serie que con tres “episodios” estamos dedicando a los cementerios con ocasión de la celebración, el pasado 2 de noviembre, del Día de Difuntos. En la emisión de la víspera de la popular festividad os hablé aquí de Una tumba con vistas. Historias y glorias de cementerios, un muy sugestivo libro del periodista británico Peter Ross, publicado entre nosotros en junio de este mismo año en el sello Capitán Swing. Hace siete días el espacio se ocupó de Alguien camina sobre tu tumba, el libro de Mariana Enriquez, que apareció en la Editorial Anagrama en 2021, y en el que autora argentina sigue un planteamiento muy parecido al del escocés, aunque ampliando a necrópolis y camposantos del mundo entero el recorrido por unos cementerios que, en el caso de Ross, se centraba, casi exclusivamente, en los del Reino Unido. Esta tarde quiero, como digo, cerrar la serie con tres nuevas propuestas de lectura cada una de las cuales constituye un original y muy estimulante acercamiento a ese singular universo repleto de enterramientos, tumbas, sepulturas, mausoleos y sepulcros. Dos de esos libros ya habían sido reseñados aquí hace algunos años, aunque ninguno en el formato actual del programa, que incluye, complementando la emisión radiada, la versión audiovisual a través de YouTube. El tercero de ellos fue el núcleo central, también, hace casi dos lustros, de un par de programas en mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes. Recupero ahora mis comentarios sobre los tres con la voluntad, esperanzada aunque impregnada de escepticismo, de multiplicar la difusión de unas obras que me merecen calificativos como magistral, interesante y estimable, aplicados, de manera respectiva y siguiendo el orden de su aparición en el espacio, a cada una de las tres. 

Empecemos, pues, con la obra mayor de mis propuestas de hoy. Escrita en 1915 (mi reseña originaria es de 2015, cuando se cumplió el centenario del libro), la Antología de Spoon River, es la obra maestra, el clásico indiscutible de Edgar Lee Masters. De entre las distintas ediciones que han visto la luz en España, yo he manejado dos: una, más clásica y “ortodoxa”, que publicó en 1993, primero, y en sucesivas ediciones revisadas después, en 2004 y 2007, la editorial Cátedra, en una muy documentada presentación, con cincuenta páginas de análisis introductorio, una completa bibliografía y numerosas, ilustrativas e imprescindibles notas del profesor, novelista, poeta y ensayista Jesús López Pacheco, que fue responsable también de la traducción, conjuntamente con su hijo Fabio L. Lázaro; y una segunda, más reciente -en todos los sentidos también más “actual”- que presentó en 2012 la editorial Bartleby con traducción, prólogo y notas de Jaime Priede. Cualquiera de ellas es altamente recomendable, aunque “mi” Spoon River será siempre, inevitablemente, el primero de los libros citados, por ser el que leí inicialmente, aun admitiendo que algunas de las opciones elegidas en la traducción de Jaime Priede “suenan” más frescas, más fluidas, más “naturales” a nuestros oídos. Os aconsejo también, y encarecidamente, la lectura de los mencionados estudios preliminares de López Pacheco y Priede, respectivamente; proporcionan infinidad de claves que contribuyen a la mejor inteligibilidad y por consiguiente al mayor disfrute del texto, sitúan en su tiempo al autor y su obra de una manera muy conveniente y oportuna para el lector y aportan mucha otra información valiosa para conocer los antecedentes y las repercusiones del ya entonces exitoso y hoy universalmente conocido libro. Una versión abreviada del prólogo de Jaime Priede para la edición de Bartleby, presentada con el título de Murmullos de Spoon River en un artículo en la asturiana revista El Cuaderno, incluida en un número de la segunda quincena de noviembre de 2012, aparece al término de esta reseña como complemento a mis palabras. Igualmente, y cerrando esta introducción, aunque en otro plano mucho más modesto, me permito sugeriros la escucha de un par de emisiones de mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes. Emitidas en 2015, redifundidas ahora, en sendos programas del lunes pasado y el próximo, y accesibles en el blog del espacio, buscandoleonesenlasnubes.blogspot. com, recogen una veintena de los dos centenares y medio de poemas que integran esta Antología de Spoon River de la que ahora quiero hablaros con fervor. 

Y es que, en efecto, el libro que os presento es un poemario, un tanto singular, muy cercano a la prosa -el verso libre, el léxico, que oscila desde el coloquial al forense, desde el romántico al científico- pero, en definitiva, un conjunto de poemas (y no una antología en sentido estricto, como luego veremos, pese a la aparente obviedad de su título). Edgar Lee Masters da voz, en su recopilación, a cerca de doscientos cincuenta personajes, todos ellos, menos uno, originarios de Spoon River, un pueblo ficticio, fruto de la libre creación de su autor, aun cuando sus coordenadas imaginarias lo vinculen a la realidad del poeta, que vivió su adolescencia en Illinois, en un pueblo llamado Lewiston, bañado por el río Spoon. Quienes hablan son hombres y mujeres que ya han fallecido y permanecen enterrados en el cementerio local, en La colina, The hill, que da título al primer poema de la serie. En realidad, lo que leemos en el libro son los epitafios de estos ciudadanos, el texto -el breve texto- que figura en sus lápidas mortuorias y en el que los hablantes se presentan, muestran aspectos significativos de su existencia, desvelan secretos que habían permanecido ocultos, se rebelan contra la visión convencional o consabida de sus personalidades, confiesan sus miserias o las de sus conciudadanos, acusan o se vengan de manera póstuma de quienes les han dañado o perjudicado en vida, gritan, suspiran, protestan, ironizan, se indignan, dialogan entre sí, insultan, denuncian, profieren alegatos o refutan lo que consideran enfoques subjetivos y parciales de sus vecinos. Escuchamos, pues, las voces de los muertos dirigidas a nosotros, los aún vivos, y al resto de los pobladores de Spoon River, y en ellas, en la libertad que deriva de lo inexorable de su acabada condición, detectamos los diversos registros de la inteligencia, la sentimentalidad y la emoción humanas, lo que convierte a Antología de Spoon River en un microcosmos -y ese, el llamémosle metafísico, es uno de sus más fecundos niveles de lectura, y quizá el mayor de sus destacados logros- que refleja la esencia de la naturaleza humana: la rabia, el sarcasmo, la ternura, la pesadumbre, el lamento, la amargura, el amor, la desesperación, la nostalgia, el dolor, la esperanza, la impotencia, la melancolía, la denuncia, el odio, los celos, la tristeza... 

Edgar Lee Masters fue un abogado laboralista en Chicago -los principales detalles de su vida y su obra pueden ser leídos, como he dicho, en los prólogos de las dos ediciones españolas referidas- que en su experiencia profesional había conocido muchos casos conflictivos que llegaron a los tribunales y que le pusieron en contacto con todo tipo de gentes, tanto individuos sencillos, del común, como prebostes y potentados cuyos privilegios se sustentaban sobre el sufrimiento de la mayor parte de sus conciudadanos. Muchos de ellos aparecerán luego en sus poemas, publicados por entregas en la prensa antes de acabar “antologizados” en un libro. Además, las frecuentes remembranzas que de su pasado en Lewiston hacía con su anciana madre le proporcionaban también “material” para su obra, con historias e individuos que, convenientemente modificados, pasaban a poblar su lírico camposanto. Masters era también frecuentador del cementerio de su pueblo y de los de los alrededores y allí -y en los documentos oficiales del estado de Illinois, que también manejaba- encontraba extraños nombres y datos singulares de las biografías en las lápidas de los muertos, que también eran alterados o combinados para dotar luego de “realismo” a las vidas de sus protagonistas. Con todos estos referentes, Lee Masters conforma un fresco de ese pueblo inventado que está ya entre las grandes creaciones de territorios ficticios de la historia de la literatura: el Macondo de García Márquez, el Comala de Juan Rulfo, el Yoknapatawpha de Faulkner, la Santa María de Onetti o, por qué no, la Mágina de nuestro Muñoz Molina, entre otros. 

Los poemas, que se leen como una novela, con sus interrelaciones, las historias que se imbrican y se completan, sus personajes reiterados, que se citan en distintos epitafios precisando y enriqueciendo el perfil de los difuntos, encuentran su inspiración en la Antología griega, más exactamente la Antología Palatina, pues Masters, como hace notar el profesor López Pacheco en su estudio, contaba con una sólida formación en lenguas clásicas y conocía bien los epigramas que la conformaban. Rebosantes de humanidad -en sus vertientes más positivas y también en las más acerbas-, como se ha dicho, los poemas son excelentes y, en consonancia con esa tradición clásica, la mayor parte de ellos giran en torno al tópico literario del Ubi sunt, junto a algunos otros motivos en los que quiero detenerme antes de pasar a mi comentario de la segunda propuesta de la tarde. 

Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere, ¿dónde están los que en el mundo, antes de nosotros, han sido?, ¿dónde ha quedado la vida que rebosaban, su alegría y sus placeres, sus afanes y sus deseos, sus preocupaciones y su ilusión? ¿De qué ha servido tanto esfuerzo, tanta dedicación, tanto ahínco, tanta voluntad, borrados todos, irremediablemente, por la guadaña igualatoria de la muerte? Este tema medieval, con honda raigambre en el mundo latino, que aparecerá también en nuestro ámbito en las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, es una de las claves de la Antología de Spoon River, pues detrás de la mayor parte de los parlamentos de las almas difuntas subyace la reflexión -a veces no formulada como tal sino tan sólo presente como emoción entre líneas, escondida en el tono triste de las palabras del muerto- acerca de la inutilidad de la vida, de la fugacidad de nuestro paso por el mundo, del inexorable transcurso del tiempo, de lo superfluo de nuestros anhelos y pretensiones, de la inevitable soberanía de la muerte que a todos nos iguala, ricos y pobres, desdichados y favorecidos por la fortuna, seres anónimos o individuos que dejan un fulgurante rastro en su existencia terrenal. Este “lugar común” aparece con diversos matices, en formulaciones variadas, con acentos distintos según las diferentes disertaciones de los hablantes: la irrisoria ridiculez de la hueca retórica, de las falsas crónicas de las lápidas, la imposibilidad de vencer al ogro monstruoso de la vida, el profundo desconocimiento de lo que hacen los vientos y las fuerzas invisibles que rigen la vida, el amargo reproche a Dios por haber creado un sol para al día siguiente tener gusanos deslizándose por entre sus dedos, la despreocupada ligereza con la que vivimos nuestro tiempo y de la que sólo cabe lamentarse cuando la muerte nos alcanza (Ahora lo sé), y tantos otros ejemplos. 

Pero junto a este motivo clásico, que conforma lo que he llamado hace unas líneas la vertiente metafísica del libro, aparecen otros destacados que se desenvuelven en planos más “realistas”. Antología de Spoon River es también una furibunda denuncia de la corrupción del poder, de la venalidad de los políticos, del clasismo y la injusticia de quienes mandan, personificados en la figura de Thomas Rhodes, el máximo emblema de las fuerzas vivas locales en el poemario -aludido en sus palabras por muchos de sus conciudadanos y responsable él mismo de un cínico parlamento-, pero también la huella de la injusticia, los abusos, los privilegios y los atropellos, puede verse en abogados inmorales, presidentes de bancos ávidos de dinero, pastores de la Iglesia, reverendos y predicadores, a cual más fariseo, miembros de asociaciones reaccionarias (El Club de la Pureza Social), directores de periódicos, propietarios de fábricas y millonarios, alcaldes y jueces federales, funcionarios comprados, receptores de sobornos, evasores de impuestos, perpetradores de injusticias, capitostes de toda condición, los que ganamos y atesoramos el oro. Contra todos ellos escribe también su libro Edgar Lee Masters, que opta por el bando de los desfavorecidos, de los desheredados, de los fracasados, de los simples, de los perdedores, de los humildes, en otra de sus dimensiones notables, la política y social, que emparenta su obra a la de Walt Whitman o a la del Steinbeck de Las uvas de la ira, con las que mantiene muy claras concomitancias. 

Y está también el enfoque histórico, pues en muchos de los versos se nos da cuenta de episodios emblemáticos de la corta vida de Estados Unidos: la guerra de la Independencia, la de Secesión, sus distintos presidentes, singularmente Abraham Lincoln, los ideales románticos de libertad, la defensa de la igualdad y los valores democráticos, la aspiración algo ilusoria de la felicidad, todos esos referentes de lo mejor de la cultura y la tradición liberal estadounidense. Y no debe olvidarse, y ya el tiempo me impide desarrollar más mis criterios, la faceta sociológica, pues el Spoon River de Masters es fotografía fiel de un pueblo cualquiera -y de ahí su añadido valor universal- de la Norteamérica rural de principios del siglo XX.  

La segunda propuesta “funeral” de esta tarde es un libro magnífico de un grande de la literatura universal, eterno candidato al Premio Nobel, el holandés de nombre impronunciable Cees Nooteboom. De su extensísima y muy variada obra literaria he seleccionado un volumen de difícil adscripción a un género en concreto, un libro que recoge delicada poesía, profundas reflexiones personales y magníficas fotografías, unido todo ello con un lazo común, la presencia de la muerte, una presencia no ominosa, ni sombría, ni dramática, muy al contrario, una muerte que se contempla desde una perspectiva que, al menos desde mi punto de vista, aparece como esperanza, como creación, como belleza, como -valga el oxímoron- profundamente vital. Se trata de Tumbas de poetas y pensadores y lo publicó, el año 2007, la Editorial Siruela en traducción del alemán de María Cóndor. El libro se presenta en una edición muy cuidada, de formato grande, tapas duras, excelente papel satinado, bellísimas fotografías -como ya he señalado- y desmesurado precio acorde con la extraordinaria calidad formal que ofrece. 

Viajero empedernido, durante décadas Nooteboom ha visitado, allá donde le llevaban sus aventuras, las tumbas de escritores -fundamentalmente poetas pero también narradores o filósofos- cuyas obras le habían acompañado a lo largo de su vida. En total, ochenta y dos autores, todos sin excepción indiscutibles en cualquier historia de la literatura que se pretenda rigurosa, cuyas personalidades, cuyos versos, cuyos pensamientos llenaron su propia existencia de lector apasionado. En sus visitas le acompaña siempre su mujer, Simone Sassen, notable fotógrafa, y las imágenes que ésta recoge de las lápidas, los cementerios y, en general, los espacios funerarios, ciento treinta y cinco evocadoras y hermosísimas fotografías en blanco y negro, aparecen en el libro contribuyendo a trasladarnos al entorno -a menudo apacible y recogido, siempre ilustrativo y sugerente- de las últimas moradas de los literatos admirados. 

El autor confiesa que su cuanto menos extraño proyecto surge de su “afición” a asistir a entierros de colegas escritores. ¿Cuándo empezó?, se pregunta. Yo ya había asistido con frecuencia, cuando en mi país algún colega más viejo o más joven emprendía su último, incierto y gran viaje por las antologías y manuales, a extrañas fiestas al revés en el aula magna de un cementerio, en las que nos volvíamos a ver unos a otros. Allí se suspendían por un instante las enemistades literarias, se daba el pésame a los inimaginables parientes -los escritores no tienen familia- y se hacían conjeturas en silencio acerca de cuánto tiempo resistiría la obra del difunto antes de pasar al segundo plano de la inimaginable eternidad. Pero acudir a entierros no es lo mismo que visitar tumbas. Para expresarlo de la manera más sencilla posible: una tumba tiene que estar cerrada, y mejor si lo está ya desde hace tiempo. La mirada en la sima abierta en la tierra, donde se ve el ataúd, y todos los pensamientos relacionados con ella tienen todavía demasiado que ver con la vida. El que visita la tumba de un poeta emprende una peregrinación a sus obras completas

He ahí, pues, escondida en este significativo párrafo, la razón última del libro y de la voluntad que llevó a la experiencia que lo motiva: la intensidad con la que el autor vive su condición de lector. Visita las tumbas porque quienes están en ellas enterrados forman parte de su vida, porque sus obras han estado presentes en su existencia de las maneras más diversas y en los momentos más variados. Y por ello, no hay nada morboso o mortecino en su peregrinar de túmulo en túmulo. Son las voces, las voces vivas de los muertos, valga de nuevo la paradoja, vivas en sus versos inmortales, en sus páginas imperecederas, en sus ideas que han resistido el paso del tiempo, las que impulsan o acompañan al viajero. 

Éste, a veces, emprende sus recorridos -que le han llevado, en una pasión irrefrenable, a todos los continentes- expresamente en búsqueda del lugar en el que yace enterrado el escritor querido; otras, es el azar, la estancia casual en las cercanías del enterramiento, el que motiva la visita a sus “muertos amados”. Simone Sassen y yo -escribe Nooteboom- denominamos para nosotros mismos el relato de nuestra búsqueda, “Encuentros”. En algunos casos son sus encuentros y no hay más que la imagen; en otros yo quise escribir sobre alguien cuya sepultura no pudimos visitar; pero casi siempre el texto y las reflexiones del escritor se asocian a las fotografías de su mujer, en un diálogo muy fecundo, en el que palabras e imágenes se imbrican, se complementan, sirven de ilustración mutua, permiten enriquecer nuestra visión de los escritores “visitados”. 

Por el libro pasan así, en una muy completa y heterogénea enumeración, que no respeta siglos ni geografías y que denota lo universal de los gustos literarios del visitante, Celan, Descartes y Wittgenstein; Mann y Calvino, Canetti y Joseph Brodsky; Virgilio, Hölderlin y Leopardi; René Char, Thomas Bernhard y Paul Valéry; Marcel Duchamp, Montale, Keats y D.H Lawrence; Yeats y Ionesco. El autor peregrinó también, y el término no resulta excesivo pues de una auténtica aventura espiritual se trata, a las tumbas de Neruda en Chile, las de César Vallejo y Julio Cortázar en el parisino cementerio de Montmartre, a la de nuestro Machado en Collioure, a la de Robert Louis Stevenson en su remota isla de los mares del sur, a las de Keats y Shelley en Roma, a las innumerables del Pére Lachaise de París, Balzac o Proust o Wilde entre ellas. Y también visita en su último lecho a Susan Sontag, Virginia Woolf, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, a Nabokov y Kafka, a Dante, Flaubert y Borges, a Bioy Casares y Samuel Beckett y James Joyce y Goethe y tantos otros. 

Y en cada caso nos encontramos con las atinadas reflexiones del autor: aquí un leve apunte biográfico sobre el escritor enterrado, allá -muy a menudo- una cita de su obra, un poco después unos versos, más adelante una somera y poética descripción de la tumba o de la lápida -sobria o alambicada, discreta u ostentosa, austera o sofisticada-; ahora un comentario sobre el espacio circundante -salvaje o “civilizado”, inaccesible o notoriamente señalizado, repleto de recuerdos y ofrendas y arreglos florales o desmañado, olvidado como a menudo lo es el muerto-, más tarde un retrato melancólico de los anónimos y privilegiados “vecinos” que duermen su sueño eterno a la vera del literato visitado, aún después, tres pinceladas sobre los fugaces visitantes del cementerio. Y siempre la profundidad del pensamiento de Cees Nooteboom, sus penetrantes anotaciones sobre la poesía, sus filosóficas disquisiciones sobre la vida y la muerte, sobre la memoria y el olvido, sobre los recuerdos, sobre la amistad y el amor, sobre -claro está- la literatura. 

Un libro magnífico, este Tumbas de poetas y pensadores, del holandés Cees Nooteboom, que publica Siruela. Un libro interminable, además, gozosamente interminable, pues se abre a las obras de los escritores mencionados, avivando el interés por su lectura, y, sobre todo, a poco espíritu viajero que se posea, porque nos despierta el deseo de repetir la experiencia del autor, visitando también, con la misma pasión, con idéntico entusiasmo, con similar emoción, esos lugares en cierto modo sagrados.  

Mi última recomendación de esta tarde es un libro curioso, original, divertido, jocoso e incluso hilarante, adjetivos estos últimos que son, quizá, los que más le convienen, y ello pese a que su texto gira, como el resto de las propuestas de esta serie algo necrófila que llevamos ofreciéndoos en estas últimas semanas, en torno a la muerte y el inevitable espíritu fúnebre y melancólico que de ella siempre se desprende. Se trata de Diccionario de últimas palabras, escrito por Werner Fuld en 2001 y publicado por Seix Barral en un ya muy lejano 2004, en traducción del alemán de Pedro Madrigal. El subtítulo bajo el que se presenta el libro es muy elocuente y suficientemente revelador, por sí mismo, del contenido que se va a encontrar quien se decida a adentrarse en sus páginas: Últimos mensajes de hombres y mujeres famosos. De Konrad Adenauer a Emiliano Zapata. En él, y como se desprende de esta explícita rúbrica, se recogen varios cientos de frases pronunciadas en el lecho de muerte por personajes tan dispares como Aristóteles, Roosevelt, Rilke, Kant, Bernard Shaw, Jane Austen, Proust, Dickens y muchos otros representantes de la cultura, con decenas de otros desconocidos protagonistas -activistas de los derechos de las mujeres, políticos, actrices, condenados a la pena de muerte, nobles en el cadalso, gurús y delincuentes indios- de ese momento singular e irrepetible que es el tránsito al otro mundo. Tocadas en la mayor parte de los casos por una acusada comicidad, las últimas palabras que Werner Fuld selecciona resultan altamente estimulantes, haciendo de la lectura del libro una experiencia fascinante, instructiva, aleccionadora y, como digo, casi siempre divertidísima. En un gran número de los textos recopilados por Fuld, que se presentan organizados por orden alfabético de sus responsables y que aparecen arropados por unas muy breves explicaciones del autor, que sitúan al “casi” difunto en su contexto, se entremezclan la comprensible aspiración de los protagonistas a dejar a la posteridad un legado excelso, ejemplificado en alguna sentencia rotunda y brillante, con el muchas veces patético resultado, entendible también, dadas las circunstancias, de un balbuceo o un exabrupto, de una simpleza o una trivialidad banal. Una loable pretensión, la de muchos de los personajes escogidos, de pasar a la historia por la agudeza, la ingeniosidad y el sarcasmo postreros, que, en tantos casos, fruto de la natural imprevisibilidad que el tránsito al otro mundo conlleva, acaba por resolverse en memeces e inanidades insustanciales y absurdas. Cuenta Fuld en el prólogo al libro que Walt Whitman, el poeta norteamericano, que creía que las últimas palabras debían ser la culminación de la vida, buscó durante años algunas que resultaran apropiadas para tan importante trance. Pese a ello, en el momento decisivo, no se le ocurrió nada, y de su boca solo puedo salir un exabrupto desesperanzado: ¡Mierda! Del mismo modo, el escritor, también estadounidense Theodore Dreiser, había preparado su terminal salida de escena con un algo infatuado saludo de “colegas” a William Shakespeare, “¡Shakespeare, I come!”, aunque llegada la aciaga ocasión solo alcanzó a balbucir “¡Una clara!” 

No obstante, esos comentarios finales rezuman, en general, inteligencia, humor negro y una insólita lucidez, por más que muchos de ellos sean apócrifos y pertenezcan más al terreno de la leyenda inventada que al de los hechos constatables documentalmente (algunos, hay pruebas indiscutibles, son abiertamente falsos; por ejemplo, Humphrey Bogart, bebedor contumaz, no dijo, como afirma Fuld, “No hubiera debido cambiar del scotch a los martinis”, sino, al parecer, un menos memorable pero más humano “buenas noches, querida”, dirigido a Lauren Bacall, que le acompañó en ese momento y que dio fe de sus palabras). 

El libro interesa, aparte de por su indudable comicidad, porque resulta muy ilustrativo sobre la condición humana. Por un lado, aflora lo mejor de nuestra especie, puesto de manifiesto en esa coyuntura excepcional: la conciencia de la propia fragilidad; el pesar por tener que decir “adiós a todo esto”, parafraseando a Robert Graves; el miedo ante el inmenso espacio desconocido que nos espera; la melancolía que nos acomete ante el triste recuerdo de lo vivido y ya perdido para siempre (y aquí viene a mi mente el famoso Rosebud de Ciudadano Kane, cuyo significado no destriparé por si hay alguien en el universo que aún no ha visto la obra maestra de Orson Welles, pero que resume el sentido último de la vida entera del excesivo personaje: Maybe he told us all about himself on his deathbed); la tristeza por el forzoso alejamiento, la definitiva pérdida de los seres queridos; también la rabia y la rebeldía ante lo inexorable de un destino ante el que nada podemos. Pero, además -e igualmente consustancial a nuestra compleja naturaleza-, comparecen el aburrimiento y el tedio finales de una vida ya sin horizonte; el agotamiento y el cansancio físicos; la debilidad y la falta de fuerza, la fatiga infinita tras la titánica lucha contra la parca; la algo desvaída curiosidad por los misterios que se abren tras la defunción; el desacato blasfemo y la contrición piadosa, esas dos formas de afirmar la presencia de Dios; la ligereza despreocupada y la solemnidad reverente. Están también los aires de grandeza, las poses mayestáticas, la severidad impostada, los ataques de dignidad sobreactuada, el narcisismo tanto menos comprensible cuanto que el egocéntrico está a punto de pasar a formar parte del reino de las tinieblas. Y, ya se ha dicho, está la ironía, la provocación, el ingenio, el desenfado, la provocación, el sorprendente e inesperado, dadas las circunstancias, humor. Dime cómo mueres y te diré quién eres, escribió Octavio Paz. 

Para que se pueda apreciar la variedad de “registros” de los textos seleccionados por Fuld os ofrezco ahora, y ya como cierre a mi reseña, una breve muestra de algunas de esas despedidas 

La idea entusiasta de Lord Byron de apoyar a los griegos en su lucha de liberación contra los turcos quedó hundida en la persistente lluvia de Missolonghi. Esta aldea de pescadores estaba en un terreno pantanoso, y Byron enfermó, a poco de llegar allí, de una malaria que no admitía ya tratamiento alguno. El 19 de abril de 1824, sus amigos estaban congregados en torno al lecho del moribundo; el médico, impotente, no podía contener las lágrimas. Byron abrió, por última vez, sus ojos, sonrió y, suspirando, dijo en italiano: ¡Qué hermosa escena! 

La percha ceceante, como llamaban los críticos al actor Humphrey Bogart, muerto en 1957, era tristemente célebre por la cantidad de alcohol que consumía. Nos han sido transmitidas sus últimas palabras: No hubiera debido cambiar del scotch a los martinis

La hermana mayor del emperador francés, Elisa Bonaparte, murió en 1820 como gran duquesa de Toscana a la edad de cuarenta y tres años. Resultaba, a todas luces, manifiesto que era una mujer muy realista, pues al decirle el médico que nada en la vida es tan inevitable como la muerte, respondió: Salvo los impuestos

Arthur Cook, muerto en 1952, filólogo de lenguas antiguas, fue, sin lugar a dudas, todo un perfeccionista. Cuando en su lecho de muerte le eran leídos los primeros versos del salmo 121 no tardó nada en interrumpir la lectura: ¡Eso está mal traducido! 

Las últimas palabras del gurú indio Meher Baba, muerto en 1969, no son únicamente notables por ser conocidas en todo el mundo -si bien es verdad que son muy pocos quienes conocen a su autor-, sino que son inolvidables sobre todo por haber sido pronunciadas cuarenta y cuatro años antes de que ocurriera, de hecho, la muerte del gurú. Ya en 1925 había revelado a sus discípulos el secreto de la vida, y, en adelante, guardó silencio. Dice así: Don´t worry be happy

La actriz Marlene Dietrich pasó los últimos años de su vida en su vivienda de París y muy raras veces recibía a algún que otro conocido, pues quería mantenerse en el recuerdo de la gente como la hermosura que había sido en sus primeras películas. Unos días antes de su fallecimiento en 1992, su antiguo secretario consiguió introducir subrepticiamente en la vivienda a un sacerdote. La Dietrich, famosa por su lengua mordaz, lo echó de allí inmediatamente: ¿De qué voy a hablar con usted? ¡Tengo un encuentro inminente con su jefe! 

El saxofonista estadounidense Stan Getz, fallecido en 1991, quiso echar, desde su habitación, una última mirada al Pacífico. Pero precisamente, ese día dominaba en Malibú una espesa niebla. Decepcionado, se arrastró de nuevo hacia la cama y opinó molesto: ¡Vaya incineración! 

A Conrad Hilton, fundador de la cadena homónima de hoteles y fallecido en 1979, se le preguntó, en sus últimos momentos, si deseaba aún transmitir a sus empleados algún legado. Él contestó: ¡La cortina de la ducha hay que ponerla por el lado de dentro de la bañera! 

El legendario héroe del revólver Tom Horn, del tiempo de los pioneros estadounidenses, sabía que tenía bien merecida la muerte. Cuando, en el año 1878, era conducido a la horca se percató de que las manos del joven sheriff temblaban. ¿Ahora te vas a poner tú nervioso?, preguntó Horn tratando de darle ánimos, a lo que el sheriff se disculpó: Ésta es mi primera ejecución. Horn se pasó él mismo la soga por la cabeza y contestó riendo: ¡También la mía! 

El patriota español Ramón Narváez, que murió en 1868, era aleccionado por el sacerdote en el sentido de que, para llegar al reino de los cielos tendría que perdonar también a sus enemigos. El general contestó, sin faltar a la verdad: No es necesario, he hecho matar a todos

La razón de la ejecución de Waltheof, conde de Northumberland, en 1076, sigue oculta entre la niebla de la historia. Más nítidamente se oyó cómo, con la cabeza en el tajo, empezó a recitar el pater noster, hasta llegar al Y no nos dejes caer en la tentación... Su voz quedó aquí ahogada por las lágrimas, pero el verdugo no quiso esperar a que el conde se recompusiera y le decapitó de un golpe. Los asistentes a la ejecución aseguraban luego que la cabeza seccionada habría recitado aún, con toda claridad, las últimas palabras de la oración: Mas líbranos del mal. Amén

En fin, leed y disfrutad de los tres libros que esta semana os presento, tres aproximaciones diversas a los cementerios y el tránsito a la otra vida. Os dejo con el prometido fragmento del artículo de Jaime Priede sobre la Antología de Spoon River. Tras él, he elegido, como complemento musical a mi reseña, una canción que habla de la muerte, Flirted with you all my life, del norteamericano Vic Chesnutt, de corta y desgraciada vida a la que puso fin por su propia mano hace ya casi quince años.


Murmullos de Spoon River. Jaime Priede 

En la primavera del año 1914 aparece el embrión de este libro en una revista literaria de San Luis, Misuri. El nuevo Congreso empezaba a lanzar las leyes de la New Freedom. Eran tiempos propicios para la ciencia avanzada y una renacida libertad moral se expandía por las principales ciudades. Edgar Lee Masters, un conocido abogado laboralista local, se implicaba activamente en la lucha por esas nuevas libertades. Por encargo de su sindicato, defendía diariamente ante el tribunal a las camareras en huelga, procesadas por reclamar en sus hoteles y restaurantes el derecho a un día libre semanal. Un fin de semana de esa misma primavera había recibido la visita de su madre. Dieron largos paseos alzando la vista al endeble andamiaje que se perdía en las alturas mientras evocaban las pequeñas cosas de un pueblo con olor a establo llamado Lewistown. "Era domingo y tras dejarla en el tren de la Calle 53, volví andando a casa intensa, extrañamente pensativo. La campana de la iglesia estaba tocando, pero la primavera flotaba en el aire. Fui a mi cuarto e inmediatamente escribí La colina y dos o tres de los poemas de Spoon River Anthology

La primera edición en libro de Spoon River Anthology tiene lugar en Nueva York, un año después, en 1915. En 1940 iba ya por las setenta ediciones. Ha sido traducido a una veintena de lenguas y se han hecho versiones en teatro y ópera. Spoon River Antologhy ha sido, hasta el momento, el único libro de poesía que ha alcanzado la categoría de bestseller en Estados Unidos. Su autor logró situarse en la pole del ranking literario, pasando a la historia como una de las figuras centrales del movimiento llamado renacimiento de Chicago. Poco después se lo reconocería también como pionero de la revolt from the village, que pronto se extendería a la narrativa. 

De todos modos, Edgar Lee Masters confiesa en su autobiografía no saber muy bien lo que estaba haciendo cuando escribió este libro. Lo que hacía, probablemente, era divertirse, sin mayores ambiciones. Inventaba personajes a partir de los nombres que leía en las lápidas de los cementerios; elaboraba luego monólogos de esos personajes desde el más allá que ajustaban cuentas y decían lo que no resultaba políticamente correcto decir en vida; jugaba entonces con diferentes registros de voces… Sin proponérselo, animado por el resultado, poco a poco va dando forma al retrato de una sociedad rural, la suya, en el que no escatima detalles y resonancias que adviertan de su corrupción y su doble código moral. Masters disfrutó inventándose un microcosmos que se ajustaba como un guante a la realidad de las cerradas comunidades campesinas de su entorno. Sin embargo, la utilización del verso libre, las acusaciones de prosaísmo, de vulgaridad, de obsesión por los temas sexuales y de inmoralidad general no se lo pusieron fácil a un libro que, a pesar de ello, supo beneficiarse del escándalo como factor publicitario entre la sociedad puritana de su tiempo. Masters se las sabía todas por entonces. Pasaba ya de los cuarenta y tenía una amplia experiencia laboral como abogado a pie de calle. 

Para lograr una mayor libertad de acción y con ella una mayor eficacia de su realismo, Masters se inventa una población con unas coordinadas verificables. Traza la cartografía de una comunidad inspirada en la mezcla de dos poblaciones situadas al sureste de Chicago, ya en la zona de las grandes praderas. Pasó su infancia en Petersburg, a orillas del río Sangamon, y su adolescencia en Lewistown, cuarenta millas más al norte, cerca del río Spoon. En ellas, todo el mundo conoce a todo el mundo. Todos saben de las ramificaciones ocultas de las familias, de las oscuras relaciones sentimentales, de los éxitos y fracasos que la fortuna reparte sin miramientos por cada granja. Ambas aparecen fusionadas en una sola comunidad, y tal fusión provoca una especie de estrabismo que resulta caricaturesco, divertido y a la vez profundamente crítico. No obstante, su ficticia selección de voces admite una lectura de mayor alcance. Su particular microcosmos acaba por reflejar la realidad social de un país entero. 

Spoon River Anthology comienza con un plano general de «La Colina» y continúa con un travelling de primeros planos resueltos en forma de flashback. Este primer poema recrea el tópico ubi sunt, pregunta retórica a la que Masters da respuesta a través de una segunda voz que le hace perder al tópico su vocación ascética para situarse en un contexto más terrenal, alejado de la perspectiva clásica. Extrae los nombres de distintos cementerios de la zona, combinando nombres de pila de unos con apellidos de otros, sirviéndose también de los archivos del estado de Illinois, utilizando en algún caso nombres reales y nombres de personajes históricos con ligeras variaciones en el apellido. Este sistema combinatorio no obedece a ningún plan previo, lo que hace el abogado es improvisar, dar rienda suelta a la imaginación con las cosas que se va encontrando en las lápidas. 

Edgar Lee Masters, como deja de manifiesto en Spoon River Anthology, siempre sintió simpatía por los hombres y las mujeres que se complican la vida, que suben tan pronto como bajan, que mantienen entre sí relaciones destructivas, víctimas de sus propias ambiciones, deseos e impulsos. Incluyéndose a sí mismo en el último epitafio, ellos son los protagonistas del libro de poesía más leído de todos los tiempos en Estados Unidos. 

Spoon River Anthology: cada uno ve la vida a su manera. Y a eso es a lo que llamamos vida.
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 Edgar Lee Masters. Antología de Spoon River

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