Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 8 de noviembre de 2023

MARIANA ENRIQUEZ. ALGUIEN CAMINA SOBRE TU TUMBA
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. El veterano espacio de Radio Universidad de Salamanca, que lleva trece años ya proponiéndoos una recomendación de lectura cada miércoles -sobrepasamos ya las ochocientas propuestas de libros en quinientas cuarenta emisiones-, continúa hoy con la serie que iniciamos hace siete días, dedicada a los cementerios, a partir de la celebración, el pasado 2 de noviembre, del Día de los Difuntos. Con esa excusa, y con mi indisimulado interés por los camposantos, del que os hablaba el miércoles pasado, hoy os traigo un libro que, en cierto modo, prolonga y complementa aquel, aunque el de esta tarde es de publicación anterior al que os presenté en nuestra anterior emisión. Una tumba con vistas, escrito por el periodista británico Peter Ross, se publicó en nuestro país en junio de este mismo año, en el sello Capitán Swing, mientras que este Alguien camina sobre tu tumba del que ahora quiero hablaros, obra de la argentina Mariana Enriquez, vio la luz por primera vez en el país natal de su autora en 2014, aunque se ha reeditado en España en 2021 en el barcelonés sello Anagrama. 

Mariana Enriquez (así, sin tilde) es, como digo, una escritora argentina, también periodista (condición que se percibe de modo muy notorio en Alguien camina sobre tu tumba) y profesora, con una ya muy amplia trayectoria a sus espaldas, ya en su madurez literaria (pese a que no ha cumplido aún los cincuenta años). La recepción de su obra en el mundo entero, y en particular en España, en donde sus libros han aparecido siempre en el seno de la editorial Anagrama, ha sido extraordinaria, tanto en sus novelas como en sus colecciones de cuentos. Su libro Nuestra parte de noche ganó en 2019 el Premio Herralde de novela y el prestigioso Premio de la Crítica española, multiplicando desde entonces sus ediciones y concitando un enorme éxito de público. Asimismo, los relatos recogidos en Las cosas que perdimos en el fuego, merecieron en 2017 el Premi Ciutat de Barcelona en la categoría “Literatura en lengua castellana”. Y sin embargo, pese a las muy favorables críticas con las que siempre han sido acogidos sus libros, pese al entusiasmo de algunos de sus lectores más próximos a mí, que me la han elogiado encarecidamente, pese a las fervorosas recomendaciones que de su obra han hecho otros escritores y críticos de cuyo criterio me fio sin dudar, yo no he querido nunca -y cierto es que las tentaciones me han asaltado de continuo- leerla. Y ello por un prejuicio que confieso sin disimulo. El “universo Enriquez” es el de la literatura -y no me queda más remedio que ser reduccionista en mi categorización- gótica, oscura, fúnebre. Sus motivos recurrentes son la muerte, lo macabro, lo morboso, el terror, los fantasmas, los médiums, los rituales siniestros, lo lúgubre, lo fantástico, el vampirismo, lo demoníaco, lo paranormal, la magia negra, Lovecraft (mis lecturas juveniles del escritor de Providence, a las que accedí influido por los inflamados elogios de Fernando Savater, a quien yo entonces -y aún ahora- idolatraba, me han curado de espantos -nunca mejor dicho- sobre el ocultismo, el terror cósmico, las criaturas terroríficas y los vapores mefíticos de ultratumba tanto en los libros como en la vida), temas todos absolutamente alejados de mis más inmediatos -e incluso de los más remotos- intereses como lector. He estado una y otra vez muy cerca de comprar -llevado, insisto, por esas muy favorables opiniones sobre ella- su premiada novela Nuestra parte de noche, y una y otra vez me han resultado disuasorias las palabras con las que la presenta Anagrama: El lector encontrará en estas páginas casas cuyo interior muta; pasadizos que esconden monstruos inimaginables; rituales con fieros y extáticos sacrificios humanos; andanzas en el Londres psicodélico de los años sesenta, donde la madre de Gaspar conoció a un joven cantante de aire andrógino llamado David; párpados humanos convertidos en fetiches; enigmáticas liturgias sexuales; la relación entre padres e hijos, con la carga de una herencia atroz. Definitivamente, este no es mi mundo y, sin negar su más que probable valor literario y sin despreciar, por lo tanto, este tipo de literatura, siendo tantos los libros que me interesan y que aún quiero leer, he decidido postergar -quizá algún día las circunstancias me vuelvan a llevar a él y entonces pueda resolver adentrarme en sus tétricos misterios- mi acercamiento a su obra… 


Una decisión que, obviamente, rompo con mi sugerencia de hoy, este Alguien camina sobre tu tumba que, con el muy descriptivo subtítulo de Mis viajes a cementerios, nos lleva a recorrer veinticuatro necrópolis (aunque no todas merecen literalmente esta calificación) que la propia Enriquez visitó en sus muchos viajes por el mundo entero y movida por su pasión funérea (en la que, aquí sí, coincidimos). El libro se organiza así en otros tantos capítulos (en la edición original argentina eran solo dieciséis los camposantos visitados), en los que, acompañados por algunas fotos representativas, se nos presentan los, por tantos motivos, interesantes cementerios objeto de sus crónicas. Hay, además, un capítulo final en el que, bajo la rúbrica Los cementerios que quiero ver antes de morir, se presentan otros diez, inexplorados aún por la escritora. 

El libro se sitúa en un género híbrido, mezcla de crónica periodística, singular autobiografía (Enriquez la califica de “necroautobiografía”), estudio ensayístico “ligero” y hasta peculiar cuaderno de viajes. En esta última vertiente, los efectos que provoca su lectura son altamente estimulantes y el lector -al menos así ha ocurrido en mi caso- se ve alentado, empujado, impelido incluso a salir corriendo al aeropuerto más cercano para iniciar lo antes posible una apasionante vuelta al mundo “funeral”. Y es que el universo de los difuntos ejerce -o debería ejercer- una fuerte atracción, yo diría que casi natural y absolutamente racional, sobre los vivos. Alguien camina sobre tu tumba se abre con una cita de Flannery O’Connor muy significativa en este sentido (hay otra, de Neil Gaiman, también interesante pero menos oportuna para lo que quiero transmitir): El mundo se creó para los muertos. Piensa en todos los muertos que hay –dijo, y luego, como si hubiera concebido la respuesta a todas las insolencias, añadió–: ¡Los muertos son un millón de veces más que los vivos y el tiempo que los muertos pasan muertos es un millón de veces más que el tiempo que los vivos pasan vivos! Y, desde una perspectiva similar, y ya en el texto principal, podemos leer, en un fragmento que explica el título del libro: mucha gente se asusta cuando sabe que camina sobre muertos. Aunque todos, en todas partes, más o menos, caminamos sobre mayor o menor cantidad de muertos. Hay muchos más muertos que vivos, es una verdad sencilla, y todos terminan hechos tierra.Llevada por un interés que había surgido ya en su adolescencia de chica “gótica” en La Plata, cuando, movida también por su vocación literaria, tomaba notas en el camposanto de su ciudad, Enriquez se allega a los cementerios de las ciudades a las que viaja, casi siempre por algún otro motivo no necesariamente relacionado con las sepulturas. Hay alguna excepción de visitas hechas expresamente con esa finalidad principal de conocer una determinada necrópolis, pero, en general, se trata de breves “extensiones” de viajes realizados para asistir a un festival de literatura, estancias debidas a alguna invitación de una Universidad para impartir un curso o dar una conferencia, o simples desplazamientos vacacionales. Así, la vemos casi siempre apresurada, encontrando un hueco rápido entre dos eventos, preocupada por la falta de tiempo y perdiendo incluso la posibilidad de acceder a alguno de los objetivos inicialmente previstos por las limitaciones que impone la “intendencia” o la propia fugacidad de su estadía en la ciudad correspondiente: un tren que no llega a su hora, un taxi atrapado en un atasco, una incompatibilidad de horarios. El hecho de que sus recorridos estén condicionados por estas circunstancias externas hace que, de nuevo salvo excepciones inevitables -La Recoleta, el Père Lachaise, Highgate, Montparnasse- los lugares visitados no sean siempre los más previsibles y sí, en cambio, se acerque a cementerios poco conocidos, fuera de los circuitos convencionales -los hay, como vimos hace siete días- del turismo tafófilo. 

“Los cementerios son máquinas de contar historias”, ha declarado la autora en alguna entrevista, y en esto coincide con nuestro invitado de hace siete días, Peter Ross. Detrás de las borrosas inscripciones de una lápida de siglos, entre los restos anónimos de un osario, bajo la grandiosa espectacularidad de los grandes mausoleos, escondidos tras la hiedra en un cementerio abandonado, por entre el silencio de los austeros túmulos apenas señalados de un antiguo campo de batalla, el visitante puede encontrar rastros de otras existencias, indagar en el pasado de unas vidas que, como la nuestra propia, pasaron por el mundo, dejaron en él su rastro más o menos relevante y, finalmente, lo abandonaron condenadas, casi siempre, a un olvido del que, a duras penas, los cementerios pueden ayudar a rescatarlas, al menos por un efímero instante. Y luego partir hacia el cementerio, donde finalmente descansará en paz, junto a sus padres ya fallecidos, allí donde se pueda leer su epitafio. Qué hermosos son los cementerios, pienso mientras miro por la ventanilla el cielo gris (…) «Donde se pueda leer su epitafio.» Donde quedan el nombre y la fecha, una voz que dice: estuve, fui. A lo mejor ya nadie sabe mi nombre, pero alguna vez alguien me recordó

Alguien camina sobre tu tumba nos muestra estos lugares para el recuerdo y las muchas historias que albergan, entreveradas con las propias experiencias vitales de la autora; con elementos ajenos al cementerio que, sin embargo, están vinculados a él por sus particulares circunstancias personales (intento, ha declarado, que sean espacios de memoria atravesados por mi sensibilidad, que en muchos casos tiene que ver con encontrar un libro de poemas relacionado con ese lugar o que a dos cuadras haya una tienda de discos rarísima); con infinidad de anécdotas y sucedidos entre sepulturas (episodios de sexo juvenil, el robo de algún hueso, la repentina llegada de la policía tras una “incursión” nocturna, la sorprendente aparición de la cabeza de un dominicano decapitado); con comentarios variados sobre la historia de cada lugar o de los personajes que yacen en sus sepulturas o de los singulares frecuentadores de los cementerios encontrados en sus paseos entre tumbas; con interesantes excursos “musicales” en los que aflora el interés de la autora -que, amante del rock, fue en sus primeros años periodista musical- por grupos como los Manic Street Preachers o Suede, a los que sigue en sus giras y de los que busca el rastro en cementerios en los que sus miembros se habían fotografiado; con muy numerosas e ilustrativas referencias literarias que despiertan en el lector el interés y le abren la puerta a nuevas lecturas (por cierto, entre estas innumerables menciones literarias se desliza un fallo, por lo demás “justificable”: al comentar las tumbas de dos excepcionales mujeres, Christina Rossetti y Elizabeth Siddal, musas del movimiento prerrafaelita enterradas en Highgate, el cementerio victoriano de Londres -a las que ya se había referido Ross en su libro-, y en relación con el lance en el que el hermano de la primera y marido de esta última, el poeta Dante Gabriel Rossetti, halla el cadáver de su esposa fallecida por una sobredosis de láudano, Enriquez señala: Se cree que Dante encontró una nota suicida pero su amigo Ford Maddox Ford lo convenció de quemarla, porque en esa época el suicidio era considerado una inmoralidad espantosa. Ford Maddox Ford, espléndido escritor, autor de la obra maestra El buen soldado, que aprovecho para recomendaros también, de ninguna manera pudo recomendar nada a Rossetti, pues no había nacido aún cuando Lizzie Siddal falleció, en 1862; y tenía apenas nueve años cuando murió Dante. Sin duda la argentina se refiere a Ford Maddox Brown, abuelo de Maddox Ford, miembro de la Hermandad Prerrafaelita y, en efecto, amigo de Rossetti); entre otros diversos “frentes” del libro que se presentan con un enfoque que se desenvuelve entre el detalle documental, el dato histórico, la genuina tendencia hacia lo macabro de la autora, su muy patente toma de postura política y un apreciable sentido del humor. 

Entrando ya en el comentario de algunos de los cementerios recorridos en el muy particular peregrinaje de la escritora por el mundo entero (con una mayor presencia de los camposantos argentinos -siete de los veinticuatro recogidos en la obra son de ese país-, en el libro hay, sin embargo, ejemplos de necrópolis de América -Estados Unidos, Cuba, Perú, Chile, México-; Europa, con varios “representantes” de España, el cementerio del Poble Nou, en Barcelona, y los de los Ingleses, Igueldo y Polloe, en San Sebastián; y hasta un cementerio australiano), Alguien camina sobre tu tumba se abre con la visita de una Enriquez muy joven, solo veintitrés años, al Cementerio Monumental de Staglieno, en Génova, en el año 1997. En un viaje a Europa con su madre, y sin especial interés ni en la ciudad ni en su camposanto (Entonces no era catadora de cementerios, como ahora, escribe), conocedora, sin embargo, de la necrópolis genovesa a través de la música (las legendarias portadas del disco Closer y del “single” Love Will Tear Us Apart, del grupo Joy Division, uno de mis favoritos de los ochenta -no tanto de la escritora-, presentan fotos, cuyo autor es Bernard Pierre Wolf,  de sendas tumbas de Staglieno), decide pasar en ella una de las dos tardes libres en Génova. Y entonces, la sorpresa, ah, la sorpresa, el amor. El amor por los cementerios empezó en Staglieno, nos cuenta, unido al amor romántico, carnal, al deseo y la sexualidad. En un capítulo muy tierno, Enriquez nos cuenta su muy efímero enamoramiento de Enzo, un chico que toca el violín en la calle, y su apasionado encuentro sexual con él en el frondoso cementerio (es como un bosque con estatuas), cerca de la tumba Oneto, con la conocida y bellísima efigie del Ángel -mujer, andrógino, obviamente sexual- del escultor Giulio Monteverde. Fue así como me enamoré de los cementerios, concluye el relato. 

Y ahora viajamos a Chubut, en la Patagonia argentina. El cementerio de Trevelin se creó a mediados del siglo XIX para albergar a la colonia galesa llegada a aquellas tierras en busca de una vida mejor. Su tumba más famosa es la del caballo Malacara que salvó la vida a su propietario, John Evans, en un ataque de los indios y que fue el desencadenante indirecto, por una serie de circunstancias que se describen en el capítulo a él dedicado, de que Trevelin pertenezca hoy a Argentina y no a Chile. Bajo el muy metafísico título Todas hieren, la última mata, leyenda frecuente en los relojes de sol y presente también en la capilla del cementerio del monte Igueldo en San Sebastián, Enriquez nos cuenta sus aventuras entre las tumbas donostiarras. Conocemos así la historia del cementerio de los Ingleses, que originariamente acogió a los fallecidos de la British Auxiliary Legion, llegada al País Vasco para combatir en las guerras carlistas, y seguimos a la escritora en una expedición nocturna que acaba provocando la denuncia de los vecinos y la llegada de la policía. Y luego continuamos en el citado Igueldo (el cementerio parece el de un pueblo pobre y olvidado), para acabar el periplo en el de Polloe, en cuya iglesita llaman la atención dos murciélagos gorditos, panzones, a cada lado de la puerta, con las alas extendidas, que reciben al viajero desde su frontal (los murciélagos son símbolos de la masonería) y que escuchan atentos el fantasmal relato de la señora que entra al cementerio y no sale. Se la ve entrar y nunca se la ve salir, por la que, interesada, Enriquez ha preguntado a la amiga que le muestra el lugar. Nos desplazamos a continuación a nuestras antípodas (el libro salta de aquí allá, de un país a otro, de un continente a otro, de una fecha a otra, sin criterio organizador alguno -que yo haya podido detectar- ni espacial ni temporal), hasta la lejana Australia. Acompañada de Paul, su novio australiano (en una relación que, con el tiempo, estamos en 2007, resultará insólitamente estable, permanente y feliz, anticipa), Mariana llega en barco a Rottnest Island (su descubridor holandés en 1689 la bautizó así Rat’s Nest -nido de ratas- por razones fácilmente imaginables), para conocer la escasa veintena de tumbas, que cobijan a apenas trece personas, que se conservan del cementerio de los primeros colonos y, sobre todo, para visitar el cementerio aborigen, excusa idónea para reflexionar acerca de las condiciones en las que se produjo la explotación, el cautiverio y el exterminio de los pueblos nativos australianos. Antes, en la cercana Fremantle, caminará hasta el camposanto en el que yace Bon Scott, primer cantante de AC/DC. 

Hay también interesantes páginas sobre la explotación de los pueblos indígenas, en este caso de los patagones, en el capítulo dedicado a “el cementerio más hermoso del mundo”, el Municipal Sara Braun, en Punta Arenas, en el muy remoto sur de Chile. En él, y después de toparse con el monumento al conquistador Magallanes, con toda la consabida iconografía, muy ideologizada, que consagra la superioridad del europeo “civilizado” frente al indio primitivo y salvaje (lo que permitirá las aceradas críticas de la autora a la violencia demoledora de los procesos civilizatorios que se fundaron en el exterminio físico o simbólico del salvaje, del “natural”), recorrerá el Cementerio Municipal Sara Braun, con sus extraños setos de singular forma cónica (Son árboles muy altos, sin tronco, anchos: como misiles verdes enormes o, si uno lo piensa en términos sexuales, como gigantescos penes de un monstruo del bosque) y nos hablará de la mujer que le da nombre, casada con uno de los hombres más ricos de la zona y conocida por sus actividades filantrópicas y de caridad, además de por la leyenda que corre sobre su enterramiento, del que, supuestamente, se la exhumaba cada año para que un estilista de Buenos Aires peinara el cadáver. Y en Argentina está también el cementerio de la Isla Martín García, situado en un área isleña de nombre inquietante, Zona intangible, y cuya especial singularidad consiste en que muchas de las cruces que coronan sus tumbas tienen el eje horizontal inclinado, caído, vencido. Tras la mención de los orígenes históricos de la isla, Enríquez se adentra en las posibles explicaciones del misterioso fenómeno: sectas satánicas; opciones estéticas relacionadas con la perspectiva; el molde que se utilizó para fabricar la cruz, defectuoso de origen, lo que llevó a la repetición una y otra vez del prototipo fallido; aviso de fallecidos por causa de una peste o en circunstancias sospechosas o trágicas; vínculos con la masonería; mero desgaste, debido a la acción del tiempo, de las ataduras de cuero que unían la madera horizontal y la vertical de las cruces; representación de la condena al Infierno de los bajo ellas enterrados; roturas intencionales, fruto de robos o ataques diversos; o, incluso, emblema distintivo de los seguidores de Charles Fourier, el socialista utópico francés que “inventó” el falansterio. 

Resulta fascinante -y estimula grandemente el ansia de viajar a los lugares que se describen en él- el capítulo dedicado a los cementerios St. Louis N.º 1, Holt y Lafayette N.º 1, de Nueva Orleans (desde que llegué a la ciudad, lloro de pura emoción una vez por día, porque la amo, la amo como se ama a un hombre. Estoy enamorada de la ciudad desde que vi alguna foto), la ciudad sureña estadounidense, famosa por los ceremoniales del vudú (conoceremos la tumba de Marie Laveau, reina del vudú en esta ciudad durante la primera mitad del siglo XIX, la segunda más visitada de su país, tras Graceland, la última morada de Elvis Presley, que también está en el libro y que luego comentaré), la profusión de necrópolis (Nueva Orleans tiene alrededor de 350.000 habitantes –más de un millón si se toma en cuenta todo su «conurbano»– y 42 cementerios), la ausencia de enterramientos (La ciudad está sobre un pantano (…) Intentar una tumba bajo tierra es condenar al ataúd a salir flotando algún día, cuando el agua suba. Por eso, solo hay nichos, bóvedas, panteones), las casas malditas de su embrujado Barrio Francés; la legendaria Bourbon Street (es una calle horrible, la más recorrida de la ciudad, copada por turistas de Wisconsin, putas tristes y chicos de fraternidad). En su itinerario, la autora aprovecha para hablarnos de las escenas de drogas y desenfreno de Easy Rider, la película de culto epítome del hippismo; de la canción de Sting, Moon over Bourbon Street; del fervor de Nicholas Cage, dueño de una faraónica tumba en el St. Louis Nº 1, por Anne Rice y su Entrevista con el vampiro, que Coppola llevaría al cine; de Buddy Bulden, el cornetista de ragtime de los años treinta, enterrado en Holt, el cementerio de los indigentes; de Quentin Tarantino, que filma Django desencadenado en los aledaños de Lafayette Nº 1. En Cincinnati, en el estado de Ohio, se encuentra el cementerio de Spring Grove, en cuyos parajes apacibles -quince lagos, doce mil especies de árboles, hierba tan alta que uno a veces se hunde y cae y se ríe entre el verde fresco, flores que se desprenden con el viento, veintiún mil bulbos de tulipanes que se plantan cada año, un rosedal que es para llorar- se organizan visitas y paseos, caminatas nocturnas con linternas o conciertos al aire libre. Allí “reside” George K. Shoenberger, un magnate del acero de finales del siglo XIX y dueño de Scarlet Oaks, una impresionante mansión gótica que hoy puede visitarse. Con una decoración algo bizarra y bastante siniestra, reflejo del oscuro gusto de su dueño -pinturas de murciélagos y dioses cornudos, tallas de lechuzas, gárgolas amenazadoras, sillas con forma de dragón- la leyenda cuenta que una de las esposas del potentado, muerta joven, fue enterrada en Spring Groove en una tumba ubicada de tal manera que podía verse desde la torre de la mansión, en la que se apostaba, melancólico, su triste viudo. Lo cierto es que, en su visita al cementerio, Enriquez constata que, pese a que la sepultura esta situada sobre una pequeña loma, no puede divisarse la torre. Deseamos -confiesa, sin embargo, esperanzada y romántica- que la historia sea cierta; ojalá el millonario rico se haya pasado tardes de este otoño de Ohio mirando aquella tumba solitaria

Como resulta obligado en un país tan vinculado a lo mortuorio, hay un capítulo -memorable- dedicado a México, Los perros negros, que nos lleva a los panteones (en el país azteca a los cementerios se les llama panteones) de Belén y de Mezquitán, en Guadalajara. Pese a que su viaje no coincide con el Día de Muertos, el 2 de noviembre, la escritora se ha “empapado” de toda cuanta información hay que conocer sobre los rituales de ese día en que las almas regresan a casa de sus familiares y comen y festejan el encuentro con ellos: los altares con flores de cempasúchil, las ofrendas, el agua para la terrible sed de los difuntos, la sal para que sus cuerpos muertos no se descompongan, las velas para que puedan sentir la luz y el calor, el copal que se quema para ahuyentar a los malos espíritus, la mucha comida, el alcohol, los cigarrillos, el papel picado, las calaveras de azúcar, la multiplicidad de esqueletos, los de revolucionarios, los de personajes que bailan, niños, enamorados, los que representan personajes populares. Muertes festivas, alegres, sonrientes, maternales, seductoras, también peligrosas. Y la argentina nos relata infinidad de historias: el cierre de algún cementerio por motivos de salubridad; el Panteón de Belén que ya no se usa para entierros y sí solo como enclave para el turismo; la historia del niño Ignacio Altamirano, muerto a los dos años por un infarto provocado por su miedo a la oscuridad, pavor acrecentado una vez inhumado, por lo que, noche tras noche, dice la leyenda, abandonaba su tumba y aparecía tranquilamente sobre la tierra; Jesús Malverde, el santo de los narcos, al que le piden protección tanto los traficantes, casi todos fuera de la ley, como las familias de los secuestrados; El Panteón de Mezquitán, con el famoso mausoleo de Jesús Flores, un rico comerciante dueño de la Casa de los Perros, que tiene, obviamente, dos estatuas de perros, una en cada extremo de una tumba en la que se escuchan movimientos fantasmales. Mariana fotografía a un misterioso perro verdadero reposando sobre una tumba e ilustra el capítulo con su inquietante imagen. 

La visita al cementerio Presbítero Maestro, el gran elefante blanco de los cementerios patrimoniales de América Latina, en una Lima que se muestra como una ciudad desaforada, violenta y extremadamente peligrosa, es la excusa para que el relato de Enriquez se pueble de interesantes informaciones: la explicación, que está en Las Siete Partidas de Alfonso X, de por qué, desde el siglo XIII, los enterramientos debían realizarse cerca de las iglesias; la historia de las primeras sepulturas extramuros limeñas; la furibunda diatriba de la autora en contra del injusto trato que, incluso en relación con la muerte, reciben los países “excéntricos” con respecto a los desarrollados, pues en su recorrido por las tumbas de personajes famosos enterrados en el Presbítero Maestro, se encuentra con que apenas hay ninguno, hecho que revela la visión eurocéntrica también ostensible en los cementerios (Me da tristeza pensar en los cementerios europeos, llenos de celebridades globales. Me subleva que la dominación sea tan obvia y que no pueda ganarle ni la muerte); los robos y ventas en el mercado negro de esculturas y obras artísticas de los camposantos (Se dice que estatuas funerarias del Presbítero Maestro decoran jardines de familias ricas); la insólita leyenda de Ricardito, la representación limeña del inevitable niño milagrero de todo cementerio; las increíbles decoraciones de los nichos del “parvulario”, la sección del cementerio dedicada a los pequeños muertos; la muy truculenta historia del dominicano sin cabeza; las singularidades de la agalmatofilia, la atracción sexual por las estatuas, placer del que, al parecer, disfrutaba Flaubert y que la propia escritora experimenta fugazmente ante la musculada estatua de un Juan Elguera desconocido: La espalda monumental, los huesos de la cadera, la fuerza de las piernas, las venas de macho en los brazos, en las manos, el vientre firme, el pelo que cae descuidado, (…) ¿Quién es este Juan Elguera? Me alejo: voy a volverme loca. Nunca antes recorrí con la punta de los dedos los bíceps de un objeto frío e inmóvil. En el siguiente capítulo, la episódica presencia en el libro del Cementerio Principal, de Frankfurt le sirve a la autora para resaltar la “alemanidad” del camposanto: Solemne y oscuro, dos lugares comunes de lo alemán. Y, en un nuevo desplazamiento a la Argentina, la visita al cementerio de Carhué, en la provincia de Buenos Aires, nos permite conocer la historia de Villa Epecuén, un pueblo cubierto por las aguas al desbordarse en 1985 la laguna salada del mismo nombre. Actualmente, con la progresiva retirada del agua, la ciudad ha vuelto a emerger, devorada por la sal, convertida en unas ruinas fantasmales, los árboles secos, salitrosos, blancos, como de ceniza, árboles fantasmas, con las raíces al aire libre, árboles que parecen arañas en una larga marcha, árboles trífidos. Y el cementerio “redivivo” (valga el oxímoron) de la ciudad, ahora una atracción turística, muestra las lápidas corroídas, los nichos y mausoleos mutilados, las cúpulas y las cruces derruidas, destrozadas, las estatuas desprendidas, vírgenes sin cabeza, ángeles sin alas, Cristos sin manos

Los cementerios de Bonaventure y Colonial Park, en Savannah, la población de Georgia tan representativa del Deep South norteamericano, son el centro del turismo “sobrenatural” que inunda la ciudad en innumerables tours de fantasmas. La crónica de Enriquez, en la que están muy presentes los ecos de la Guerra de Secesión, gira sobre un eje principal, el libro de John Berendt -y también la formidable película que sobre él dirigió Clint Eastwood- Medianoche en el jardín del bien y del mal, que en palabras de la escritora es una declaración de amor a la excéntrica ciudad de Savannah. Un enamoramiento que comparte la argentina, que se “obsesionó” con la ciudad a partir de una foto, tomada en Bonaventure y que estaba en la portada del libro y el cartel de la película. En la fotografía, perturbadora y bellísima, obra de Jack Leigh, fotógrafo nativo de Savannah, aparece, en un entorno tenebroso que contribuye a dotar de atmósfera amenazadora a la imagen, Bird girl, una escultura, que ya no puede verse en el cementerio, hoy clausurado para entierros aunque abierto para visitas turísticas, de una niña delgada que carga en cada mano unos platos para que beban los pájaros. La narración nos permite conocer la historia de la figura, además de recordar la frase de Mary Shelley, la creadora de Frankenstein, relativa al cementerio protestante de Roma, donde fueron enterrados su marido, Percy Bysshe Shelley, y dos de sus hijos (Es fácil enamorarse de la muerte al pensar que a uno pueden enterrarlo aquí) y que Enriquez evoca (Podría haber escrito ese elogio para Bonaventure) en su paseo: Es un cementerio con río, con un hermoso río celeste por el que pasan barcos que pescan camarones, un río bastante silencioso, que solo se escucha cuando una brisa sacude los árboles y entonces llega el rumor del agua. Y en Bonaventure está también la tumba de Johnny Mercer, autor de algunos clásicos intemporales de la historia de la música del siglo XX: Moon River, The Days of Wine and Roses, Charade, Come Rain or Come Shine, That Old Black Magic, Jeepers Creepers, algunas de ellas, más allá de su habitual lectura romántica, incluyendo subtextos “siniestros”. 

En su muy vasta exploración por los cementerios del mundo, la escritora argentina no podía obviar el que alberga la tumba del rey, Graceland, en Memphis, Tennessee, donde yace Elvis Presley. Enterrado inicialmente en el cementerio de Forest Hills, el ordinario de la ciudad, la disparatada afluencia de viajeros y, sobre todo, las constantes amenazas de robo de su ataúd, obligaron a desplazar sus restos y los de su madre, sepultados juntos, a la mansión familiar de Graceland. Allí fue trasladado también Jessie Garon Presley, el hermano gemelo de Elvis, que nació muerto y que fue enterrado inicialmente en una caja de zapatos en una tumba sin nombre -la familia era muy pobre- en Tupelo, el pueblo natal los Presley, en Mississippi. Su recuerdo da pie a la narradora para comentar la compleja relación del cantante con la fantasmal ausencia del pequeño. En la siguiente etapa del periplo, el libro nos lleva a menos de mil quinientos kilómetros al sur de la mítica morada de Elvis, al cementerio de Colón, en La Habana, a donde Enriquez se desplaza para asistir a una actuación de su banda favorita, los Manic Street Preachers. En un capítulo monopolizado por las vicisitudes que rodearon al concierto y por las apreciaciones sobre la decadente belleza habanera, hay espacio también para la descripción de la Necrópolis de Colón, cuyos mausoleos abandonados y sus blancas tumbas, relucientes bajo un sol espléndido, inducen la reflexión de la autora: Qué diferente sería el Colón en Europa, bajo el cielo gris. Acá todas las tumbas son muy blancas, como quemadas por la luz, por la sal, por la lluvia del trópico. En Colón, guiada por la sabia mirada de Albertico, un entrañable personaje, amigo gay de la argentina, buscará las tumbas de los escritores cubanos Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Dulce María Loynaz (en este último caso, sin éxito), o la del campeón mundial de ajedrez Raúl Capablanca, entre otras más o menos anónimas, como la del Doble Tres, que alberga a una mujer que cayó fulminada -y aquí surge, de nuevo, la más que probable sospecha de la leyenda- cuando durante una partida de dominó que creía ganada, quedó “cerrada” con el tres doble en la mano. En la lápida se reproduce, obviamente, la fatídica ficha. 

Y el apasionante viaje nos lleva otra vez a Europa, con dos escalas en Gran Bretaña, el cementerio de Greyfriars, en Edimburgo, y el de Highgate, en Londres, ambos ya presentes en el recorrido de Peter Ross por los camposantos británicos que os presenté aquí hace siete días. De modo que hay muchos elementos comunes -no puede ser de otra manera- en los relatos de los dos libros sobre estos monumentales parajes. En las páginas de Alguien camina sobre tu tumba relativas al escocés Greyfriars -el más embrujado de Europa, como afirma su autora-, y en un entorno de belleza sobrecogedora (sepulturas decoradas con calaveras y huesos, querubines terroríficos con los ojos en blanco, cabezas de seres mitológicos talladas en piedra y aplastadas por columnas, lápidas con largas y detalladas descripciones del muerto, sus circunstancias y la familia que yace junto a él, máscaras mortuorias y esqueletos por todos lados), volvemos a toparnos con las creencias espiritualistas y esotéricas de Sir Arthur Conan Doyle -que, paradójicamente fue el creador de ese prodigio de la racionalidad exacerbada que es Sherlock Holmes-; con la escultura del perro Bobby, cuya leyenda de extrema fidelidad, que recogía Ross en su libro, desmiente en parte Enriquez, aludiendo a investigaciones que derriban el mito; con las jaulas y rejas que cierran las tumbas y las protegen de los robos; con la historia del fantasma más famoso del cementerio, el del rígido hombre de ley George Mackenzie, “responsable” de la principal actividad paranormal alrededor de su mausoleo: sus visitantes sentían náuseas, se desmayaban, se les aflojaban las rodillas, recibían golpes y arañazos, sufrían tirones del pelo, notaban una mano en la boca, en un brazo, en un tobillo, con efectos tan fulminantes -aparte del previsible terror en el momento- como que la parte del cuerpo tocada por la mano invisible no se bronceaba y mostraba las huellas de los dedos de ultratumba cuando la “víctima” tomaba el sol. En 2012 hubo más de cuatrocientos ataques documentados y más de cien personas tuvieron que ser retiradas, desvanecidas. Incluso hubo atacados que terminaron con los dedos rotos, en dato que pone los pelos de punta al más escéptico o, por el contrario, le hace reflexionar acerca de la muy acusada influenciabilidad del ser humano. El relato de la escritora argentina sobre el londinense Highgate, incide en una idéntica confluencia de experiencias y personajes con los que aparecían en el libro de Ross y a los que me referí el miércoles pasado: el mausoleo de Marx, con la enorme cabezota de la estatua del pensador (ante la que posa la autora, “disfrazada” de fan de los Manic Street Preachers, con su abrigo de leopardo, el uniforme Manic, en un capítulo en que se nos cuenta la trayectoria de Enriquez como fanática del grupo); la tumba de Alma Mahler, hija de Gustav; la del escritor underground, Douglas Adams, cuya delirante Guía del autoestopista galáctico yo leí en los ochenta; la del “protopunk” Malcolm McLaren, mánager de los Sex Pistols; la de Pat Kavanagh, la famosa agente literaria que dejó a su esposo, el escritor Julian Barnes, para tener un romance con la escritora Jeanette Winterson y volver poco después con él; la de Allan Sillitoe, autor de La soledad del corredor de fondo, en la que se basó la película, ya clásica, de Tony Richardson, que a mí me emocionó en mi primera juventud; las ya mencionadas sepulturas de Christina Rossetti y Elizabeth Siddal; la de George Wombwell, el coleccionista de animales salvajes más importante del siglo XIX. Además, reaparecen las historias de los rituales de magia negra y apariciones vampíricas en los sesenta; la inmensa variedad de símbolos mortuorios (Abundan los alfa y omega (símbolo de principio y fin), las anclas para quienes estaban conectados con el mar, los ángeles de la compañía y la resurrección, las Biblias abiertas para marcar los lugares donde yace gente muy devota, los pájaros mensajeros de Dios, las columnas rotas para indicar una vida que terminó muy temprano, la cruz celta, las uvas que representan la sangre de Cristo, las manos estrechadas como conexión entre los vivos y los muertos, la serpiente de la eternidad que se muerde la cola, los relojes de arena, los corderos que son símbolo de inocencia y están sobre tumbas de chicos, los pelícanos que representan sacrificio. Las flores también tienen sus motivos: los lirios son la castidad y la inocencia y eran grandes favoritas de los victorianos; la hiedra es símbolo de inmortalidad; la pasiflora se usa para los religiosos y las amapolas para simbolizar el sueño eterno); y las singularidades de la Avenida Egipcia del cementerio, en cuya entrada fue entrevistado para un reportaje periodístico, Bernard Butler, guitarrista de Suede, otro grupo musical del que Enriquez es devota y cuyos conciertos en Londres en abril de 2019 fueron la causa última de su visita a la capital inglesa. 

En una bellísima Praga atestada de turistas, a la que la devastadora marea de visitantes ha convertido en una ciudad sepultada por su propia maravilla, conoceremos el Viejo cementerio judío y el de Vyšehrad. La “polución” viajera desencadena las constantes quejas y lamentos de la escritora, horrorizada por las colas, la obscena masificación, la degradación urbana, la vulgaridad de las hordas de visitantes. Todo eso es agobiante y triste, desesperado, afirma. Barcelona, Venecia, Nueva Orleans: el espíritu está ahí, pero acechado y aplastado y para colmo estoy segura de que la mitad de quienes hacemos lo mismo que criticamos somos capaces de sentir a esa ciudad que no se rinde, que cuenta su historia y está orgullosa pero querría ser vista, conocida y amada de otra manera. Pese a ello, nos hablará de la historia del Golem, de las tumbas de Dvořák, el compositor, de Karel Čapek, el primero en usar el término «robot, en una obra de teatro de 1920, de Alfons Mucha, mi ilustrador favorito, todos ellos enterrados en Vyšehrad. Del cementerio judío resalta la ausencia de flores, prohibidas en los rituales de esa religión, que exige depositar piedras sobre las tumbas, en un gesto de alto valor simbólico. Las piedras nos llevan a los cementerios israelitas de Basavilbaso y Villa Domínguez, en Entre Ríos, de nuevo en la Argentina, en cuyo recorrido la autora nos ilustra acerca del significado de ese simbolismo: las piedras no se pudren, no vuelan, mantienen al difunto anclado a la tierra, son una marca permanente de su presencia. 

En París, Enriquez busca su cementerio favorito, que ya no existe, el de los Inocentes, que hace doscientos años ocupaba una inmensa superficie en el barrio de Les Halles. Su personal descubrimiento del lugar en la novela El perfume, de Patrick Süskind y su reaparición en El vampiro Lestat, la segunda parte de las Crónicas vampíricas, de Anne Rice, despertaron su interés por la fabulosa podredumbre de ese conglomerado de fosas comunes pestilentes, galerías de huesos a la vista: la muerte reinante, obscena, al aire. Ante la imposibilidad de recuperar un camposanto ya destruido se “contentará” con visitar las catacumbas de la ciudad, en una experiencia algo angustiosa -hay que bajar los ciento treinta escalones de una escalera de caracol para acceder a unos espacios situados veinte metros por debajo de la superficie de París, en un trayecto en el que no cabe vuelta atrás, y avanzar, con un frío atroz, por oscuros pasillos repletos de huesos y calaveras- que finalizará con un incuestionable éxito personal: la algo culpable sustracción de un hueso (al que llamará François, por Rabelais, enterrado en Los Inocentes), previa meticulosa selección -uno fino y firme, de unos veinte centímetros, en perfecto estado-, elegido entre la apelotonada acumulación del osario. El relato del robo, de la ocultación del hueso bajo la manga del gamulán (no he señalado hasta ahora un detalle por lo demás obvio: Alguien camina sobre tu tumba está escrito en argentino), el chaquetón que, ya en el exterior, se empapará con la intensa lluvia poniendo a su dueña en riesgo de ser descubierta en su infracción, y de la huida posterior, con el brazo doblado para evitar que el hueso resbale, resulta hilarante. En la ciudad de la luz evitará el Père Lachaise, quizá el cementerio más célebre del mundo, pero no eludirá la visita a Montparnasse, un cementerio de famosos, que también había tenido su espacio en Una tumba con vistas. La autora comentará las sepulturas de Serge Gainsbourg, Julio Cortázar, inevitable para una argentina, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Jean Seberg y quien fue su amante, Carlos Fuentes. Ante la falta de tiempo e incómoda por el persistente chaparrón decide dejar para otro viaje las sepulturas de Samuel Beckett, Tristan Tzara, el fotógrafo Brassaï, el dibujante Moebius y Man Ray, pero sí habrá ocasión de detenerse en las de César Vallejo (Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo), Guy de Maupassant o François Bertrand, el vampiro de Montparnasse, que estaba lejos del vampirismo y muy cerca en cambio de la necrofilia, tenía sexo con cadáveres, atrapado por su voracidad. 

La otra necrópolis española visitada, aparte de las tres donostiarras ya referidas es la de Poblenou, en Barcelona. En ella, las apreciaciones sobre el lugar se centran en una de las esculturas más hermosas que existen, El beso de la muerte, cuya autoría hoy se desconoce y discute. De mármol, de un tamaño imponente, sin mención alguna al difunto (parece que se trata del hijo, muy joven, de la familia de un empresario textil), con unos reveladores versos de Jacinto Verdaguer en el epitafio (Mas su joven corazón no puede más; / en sus venas la sangre se detiene y se hiela / y el ánimo perdido con la fe se abraza / sintiéndose caer al beso de la muerte), la impresionante imagen de la Muerte, alada, esquelética, con la calavera al aire, sin que ni guadaña ni capucha algunas -habituales aditamentos de la clásica representación fúnebre- impidan apreciar el núcleo central de la escena, el beso a un joven que, semidesnudo, languidece en sus brazos, es tan hermosa como tétrica. Enriquez comenta la relación, obvia por lo demás, de la figura con las Danzas Macabras y el “tópico” medieval de la Muerte y la Doncella, con su ejemplo más destacado en el famoso cuadro de Hans Baldung, de 1517. El capítulo, que transcurre en una Barcelona destino privilegiado de la emigración argentina (la ciudad paraíso [a la que] los jóvenes de la clase media empobrecida argentina viajaban a instalarse cada año), nos habla también de la historia del cementerio y de alguno de sus pobladores: Francesc Canals i Ambrós, llamado el Santet por su frecuentes milagros; Antonio Román Heredia, El Pote, gitano “alojado” en un impactante panteón; o las familias de Dalí y Picasso, no los artistas, enterrados uno en Figueras y el otro en el francés castillo de Vauvenargues. 

Los tres cementerios finales del libro son argentinos. El de Azul, en la provincia de Buenos Aires presenta como elemento más destacado una inmensa escultura -más de veinte metros de altura- de un Ángel, de presencia maldita (en Azul la llaman El Ángel Exterminador o El Ángel Vengador), obra de Francisco Salamone, arquitecto italoargentino. La autora comenta la talla desmesurada de la grandiosa construcción -y del resto de monumentos-, apunta informaciones acerca del supuesto carácter fascista de la arquitectura y de su creador, y da cuenta con humor de cómo el alto coste del proyecto hace que entre los frecuentadores habituales del cementerio se interpreten las enormes letras RIP que figuran en las placas gigantescas que acompañan al brutal ángel de hormigón no como siglas de requiescat in pace, sino como acrónimo de resulta imposible pagarlo. El capítulo dedicado a La Reja, el modesto cementerio de Moreno, también en la provincia de Buenos Aires, es conmovedor. En él se narra el enterramiento, en 2011, de la madre de una amiga de la escritora, secuestrada y desaparecida, junto a otras dos personas, desde el 28 de octubre de 1976. Treinta y cinco años después, el Equipo Argentino de Antropología Forense logra identificar los restos de quienes fueron, con tantos otros miles, víctimas de la dictadura militar. El relato de Enriquez privilegia el recuerdo de los desaparecidos y asesinados, la sobriedad de la ceremonia, las canciones y los versos, los claveles rojos, la decoración, plagada de símbolos, del sencillo ataúd, la emoción de los asistentes, las reflexiones de corte político, a la mera descripción del cementerio, del que solo se apunta la presencia de una especie de altar anónimo en el que, además de las consabidas botellas de plástico con flores artificiales, se acumulan las fotografías de personas diversas, sin nada en común, “salvadas” cuando algunas tumbas tuvieron que ser “desalojadas” para dejar espacio a nuevos enterramientos. El broche final al largo viaje funéreo de la autora lo pone, cómo no, el grandioso cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires. Subraya la escritora algunos rasgos distintivos del muy singular espacio: la ausencia de árboles, porque las sepulturas son como palacios entre calles muy estrechas; el que las tumbas estén a la vista, pues las acomodadas familias propietarias gustaban de las ostentación y de competir sobre el precio y la calidad de los ataúdes; el ámbito urbano en que se sitúa, en medio del centro comercial de la capital platense; la fastuosidad de las bóvedas y cúpulas, de criptas, mausoleos y panteones, cualidad esta, la opulencia, que contradice el verso borgiano: Aquí es la recatada muerte porteña, lo que da pie a la autora a lanzar una sutil pero contundente andanada a su eximio compatriota: de todas las veces en las que erró o exageró una apreciación, esta quizá es de las más insólitas. La Recoleta es cualquier cosa menos un cementerio recatado. El eje central del capítulo gira sobre la accidentada historia de la tumba de Evita, hecha de embalsamamientos, robos, exhumaciones, traslados, entierros clandestinos, disputas políticas, viajes intercontinentales y vicisitudes varias. El lugar, lleno de bóvedas masónicas, con sus símbolos egipcios, las escuadras y los compases, acoge también el sepulcro de Mendoza Paz, fundador de la Sociedad Protectora de Animales. La austeridad de su tumba, una aguda pirámide sin cruces ni ningún símbolo cristiano, y la lucidez descreída del lema que preside su placa: Aquí no hay nada. Solo polvo y huesos. Nada, llevan a Mariana Enriquez a confesar, como colofón a su obra, que cuando muera quiere que arrojen sus cenizas en ella. Tras una búsqueda apresurada, la lápida no aparecerá, lo que introduce un escéptico elemento de misterio y enigma, muy acorde con el tono del libro entero. Un libro que se cierra, ya se ha dicho, con la lista de los cementerios que quiero ver antes de morir, diez camposantos (el Osario de Sedlec, en la República Checa; Sagada, en la filipina Isla de Luzón; Los Siete Magníficos londinenses; el General de La Paz; las Tumbas de Chaukhandi, en Pakistán; la de Inés de Castro, en Alcobaça; el peruano cementerio de San Pedro, en Ninacaca; la Beinhaus de Hallstatt, en Austria; el cementerio de Nokhur, en Turkmenistán y la Necrópolis de El Cairo) de cada uno de lo cuales se presenta un breve comentario. 

Despido ya esta extensísima reseña, con la que espero, al menos, haber despertado vuestro interés por el libro y avivado la para muchos quizá desconocida pasión necroturística, con uno de los más breves capítulos de Alguien camina sobre tu tumba, de título El barón en la torre, que nos lleva al Cementerio de Spring Grove en Cincinnati, con una historia que ya comenté con anterioridad. Y entre las muchas referencias musicales del libro no escojo como complemento a mis palabras, como sería previsible, ninguna canción de Manic Street Preachers o Suede, sino Love will tears us apart, de Joy División. Como también he señalado, la carátula del disco, de 1980, es una fotografía de una tumba sombría, inquietante y bellísima de Staglieno, en donde Mariana Enriquez se enamoró para siempre de los paseos por la muerte

No sé si existe un cementerio más bello que Spring Grove, en Cincinnati. Los cuidadores dicen, con orgullo, que tiene uno de los diseños paisajísticos más celebrados del país y seguramente no exageran. Spring Grove tiene quince lagos, tres kilómetros de árboles, el pasto tan alto que uno a veces se hunde y cae y se ríe entre el verde fresco, lomas que hay que trepar, cerezos blancos en flor, flores que se desprenden en el viento y todo el verde parece nevado bajo el cielo azul del otoño de Ohio. Hay doce mil especies de árboles acá, entre las sencillas tumbas estadounidenses, y todo el año se organizan visitas y paseos, desde las típicas caminatas nocturnas con linternas hasta conciertos al aire libre o voluntariados para desenterrar los veintiún mil bulbos de tulipanes que se plantan cada año. El rosedal del cementerio es para llorar. Cada uno de sus árboles campeones –por ejemplo, un roble blanco, el más viejo del cementerio– da ganas de abrazarlo como un ecologista en su pico de idiotez. 

Pasé una tarde entera en Spring Grove con mi pareja y Brian, un amigo mío, escritor, estadounidense, que vive en una granja en un pueblo bradburyano en la frontera de Ohio, Indiana y Kentucky. Hicimos un pícnic y fuimos a buscar algunas tumbas: la de la familia Wurlitzer, inventores del jukebox, o la de Hooker, un general que, de puro putañero, les dio el apodo a las mujeres que se prostituyen en Estados Unidos. Mi amigo Brian va a visitar la tumba de la familia Benedict, donde está enterrada la mujer que inspiró y protagoniza su primera novela, Summer People. 

Pero, sobre todo, fuimos a buscar la tumba del dueño de Scarlet Oaks, una mansión apabullante en el exclusivo barrio Clifton de Cincinnati. Ahora es una residencia geriátrica, aunque parte de la vieja casa se conserva intacta. Antes de entrar en Spring Grove, pasamos por la residencia y pedimos una visita guiada. La hicimos con un enfermero absolutamente gustoso de abandonar a los viejos y pasear con gente de su edad por las antiguas salas. 

Construida en 1867, Scarlet Oaks es una mansión gótica hecha especialmente para George K. Shoenberger, un magnate del acero que fue, a fines del siglo XIX, uno de «los siete barones de Clifton» (así se conocía a los empresarios más ricos de Ohio). Sus gustos eran muy extraños. Las salas góticas de Scarlet Oaks, con influencias victorianas, están pobladas de pinturas de murciélagos sobre las maderas, de dioses cornudos, de lechuzas talladas. Incluso las blancas salas de baile, con sus pisos alfombrados y sus mármoles, tienen algo oscuro. 

Antes de ser una residencia de ancianos, nos dice el guía, Scarlet Oaks fue una clínica psiquiátrica. ¿Y hay historias?, preguntamos. Hace un gesto mostrando su entorno, las oscuras escaleras, las gárgolas –de adentro y de afuera–, los ancianos que a veces pasan en sus sillas de ruedas, los vitrales, las sillas oscuras de madera con forma de dragón. Claro que hay historias, dice. 

La que le interesa a mi amigo Brian, sin embargo, no se puede comprobar, pero tampoco es una historia de fantasmas. Dice la leyenda, medio cuenta y medio pregunta, que una de las esposas de George murió joven, que la enterraron en Spring Grove y en una tumba que se podía ver desde la ventana de la torre de su mansión, de este castillo. El enfermero no lo sabe. Nos lleva hasta un pasillo donde podemos ver las fotos de la familia, aunque la cronología es un poco desordenada y dudamos de la identidad de la muerta, pero no de la veracidad de la historia: Brian dice que es así, que es cierta. Intuyo que alguna vez quiso escribir sobre eso. 

En Spring Grove encontramos la tumba Shoenberger rápidamente. Es de mármol rosado, un templete muy rígido, sin símbolos cristianos. Hay registro de una Sarah Hamilton que podría ser la mujer añorada. Desde la tumba, pese a que está en una elevación del terreno, no se ve la torre de Scarlet Oaks. A la torre no pudimos subir porque está clausurada al público. 

Spring Grove cierra a las 18. Buscamos el auto y salimos rápido porque es el atardecer –dorado sobre las hojas rojas y blancas, sobre el agua quieta de los lagos–. Deseamos que la historia sea cierta; ojalá el millonario rico se haya pasado tardes de este otoño de Ohio mirando aquella tumba solitaria.
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Mariana Enriquez. Alguien camina sobre tu tumba

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