Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de noviembre de 2023

STEPHEN KING. 22/11/63

Hola, buenas tardes. Estamos -cuando sale al aire la emisión de Todos los libros un libro en Radio Universidad de Salamanca- a 22 de noviembre de 2023. Tal día como hoy hace exactamente sesenta años tenía lugar en Dallas, Texas, el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, un acontecimiento que marcó a más de una generación en Estados Unidos y en el mundo entero y uno de los magnicidios con mayores repercusiones -sentimentales, políticas, sociales, culturales, periodísticas, policiales y hasta geoestratégicas- de nuestra Historia moderna. En estas seis décadas no se han agotado las hipótesis sobre el modo en que se desarrollaron los hechos, sobre sus responsables intelectuales y sus autores materiales. La versión oficial, al margen de teorías conspiratorias más o menos fundadas -en su mayor parte, delirios disparatados-, el famoso informe Warren, publicado menos de un año después del crimen y que recogía las evidencias forenses, balísticas, testificales, y los informes del FBI, el Servicio Secreto y el Departamento de Policía de Dallas sobre el asunto, dio por probada la existencia de un único asesino, Lee Harvey Oswald, un muy joven -veinticuatro años recién cumplidos- exmilitar, que a los veinte había desertado a la Unión Soviética para volver a los Estados Unidos tres años después. Apostado en una de las ventanas del sexto piso del Depósito de Libros Escolares de Texas, Oswald esperaría el paso de la comitiva presidencial por delante del edificio, a apenas veinte metros de su posición. Kennedy, que junto a su esposa, el gobernador del Estado, John Connally, y la mujer de éste, viajaba en la limusina -el ya legendario Lincoln X-100- con la que recorría las calles de la capital texana, atestadas de jubilosos ciudadanos que celebraban la visita, recibió dos disparos, de los tres que realizaría su asesino -el tercero hirió de rebote a un espectador-, que le causarían la muerte. Oswald, que en su huida mató también a un agente policial, fue detenido en un cine pocas horas después. El día 24, cuando era conducido desde la sede de la policía de Dallas a los tribunales para su declaración, fue asesinado, a su vez, a la vista de todo el país que veía el traslado por televisión, por un empresario nocturno y hampón de poca monta, Jack Ruby, en un incidente que, como puede presumirse, añadió nuevos motivos para la especulación a un acontecimiento ya de por sí envuelto en enigmas. Desde entonces, centenares de artículos, libros, investigaciones varias, películas, documentales y hasta series televisivas han intentado aproximarse a aquel momento sobrecogedor (las imágenes que se conservan, mil veces repetidas, de Kennedy con el cráneo destrozado por los impactos, y del gesto instintivo de la primera dama subida sobre el maletero del vehículo y tratando de desplazarse a gatas hacia la parte trasera para recuperar una parte de la cabeza de su marido que había saltado por los aires tras los disparos, son de un dramatismo imposible de olvidar), ofreciendo explicaciones varias para sus no siempre aclarados, nebulosos y, en consecuencia, controvertidos puntos oscuros. 

Cuando, ya hace unos meses, una alusión al paso en un artículo periodístico me recordó la inminencia del aniversario de aquel trágico e histórico acontecimiento, recuperé en mi memoria la existencia de un libro que un antiguo alumno me había regalado en el año 2011 con generosa amabilidad (nada sospechosa, aclaro, de, siquiera, ligera corruptela) y que, desde entonces, había pasado a integrar la amplia lista de centenares -la sola mención de la cifra me genera ansiedad- de volúmenes pendientes de lectura que atesoro -y el tópico verbo no puede ser más exacto-, en la ingenua creencia de que algún día encontraré tiempo para disfrutar de sus páginas. 22/11/63 era el inequívoco título, su autor, el muy popular Stephen King y, en su edición española de Plaza y Janés con traducción de Gabriel Dols Gallardo y José Óscar Hernández Sendín, ocupaba, polvoriento y ya amarilleando, un considerable espacio -son casi novecientas sus páginas- en un recóndito estante de una de mis atestadas librerías. Había llegado la ocasión propicia, pensé, para rescatarlo de su languideciente ocaso leyéndolo por fin con la excusa de esta efeméride. 

Quiero explicar, antes de adentrarme en mi comentario y mi exultante recomendación, el porqué de tan dilatada preterición del libro durante esta docena larga de años. Porque, si bien es cierto que, bulímico libresco -si puede decirse así-, compro más libros que los que puedo -y podré- leer a lo largo de mi vida y que, por lo tanto, muchos de ellos están condenados a sobrevivirme metafóricamente intonsos, no es este hecho -la muerte natural, llamémosle, por simplificar- el que explica mi olvido de 22/11/63, sino un lamentable prejuicio que, superado racionalmente, sigue operando en un nivel más elemental, irreflexivo e involuntario. Nunca he leído nada de Stephen King, y el detalle es tanto más llamativo cuanto -como me informa la Wikipedia- el prolífico escritor de Maine es autor de “64 novelas, once colecciones de relatos y novelas cortas, y siete libros de no ficción, además de un guion cinematográfico, entre otras obras”, libros de los que se han vendido más de 500 millones de ejemplares (otras fuentes hablan de “solo” 350 millones) y que, en un gran número, han sido adaptados al cine y a la televisión; habiendo además una alta cifra de películas en las que el escritor ha intervenido como esporádico y circunstancial actor, lo que ha acrecentado su universal popularidad. Stand by me, Misery, La milla verde, Carrie, Cadena perpetua o El resplandor, entre otras muchas, son películas espléndidas basadas en sus relatos y que yo he disfrutado, pese a lo cual no me había decidido a conocer las obras literarias de las que partían. Hay, por un lado, una explicación más o menos plausible y que no me deja en demasiado mal lugar. El universo literario favorito de King es, por resumir, el gótico, las novelas de misterio, de terror, la “ficción sobrenatural”, la literatura fantástica, también la ciencia ficción, géneros y territorios bastante alejados -pese a mi curiosidad casi sin límites- de mis intereses personales. Y ya se sabe, demasiados libros, infinidad de ellos altamente sugestivos, obligan a elegir y, por tanto, a desechar opciones de lectura; y en ese proceso -casi siempre doloroso- de renuncia, primero “caen” aquellos libros que, a priori, me seducen menos. 

Y he escrito “a priori”, anticipando la segunda y fundamental razón de mi rechazo a King: los prejuicios, tan comunes en relación con la obra del norteamericano. Y es que Stephen King es un escritor “comercial”, desdeñado -repudiado- por ello por la estirada élite intelectual que escribe en los suplementos culturales y literarios de los que yo me nutro -mea culpa; no cabe sino confesar- y para la cual, lo popular, el éxito de ventas, el best-seller, el respaldo del público, se equiparan con frecuencia a baja calidad, entretenimiento sin pretensiones, novelas para adolescentes (dados los temas recurrentes en los que se centran), textos de consumo fácil que apelan a las emociones más simples -el miedo, el terror, el misterio- de sus lectores, “libritos” de aeropuerto, literatura barata, de usar y tirar, “basura” (hay quien se refiere al escritor como Burger King, en una muy básica asociación de su apellido con la cadena de comida rápida), géneros menores, la aventura, la novela rosa, la negra, incluso cierta narrativa histórica devaluada. Y esa atmósfera negativa en torno a King -opresiva en los “refinados” y puristas entornos de la esnobista “intelectualidá” y que sus millones de lectores no respiran, obviamente- contaminó también mis planteamientos sobre sus libros, cuya publicación yo ni procesaba, llegando incluso a arrumbar en el rincón más oscuro de mi biblioteca el único libro que, sin yo preverlo, me había llegado bajo la forma de un muy cariñoso regalo. 

Debo subrayar, no obstante, que en los últimos años, y como señalaba el crítico Rodrigo Fresán en un artículo de hace una década, King empieza a ser reconocido en los habituales templos de la “intelligentsia”, como The New Yorker o The Paris Review, habiendo recibido igualmente la medalla a toda una carrera que otorga la prestigiosa National Book Foundation, un galardón que lo equipara a grandes nombres -estos sí consagrados sin paliativos- de las letras norteamericanas, como William Faulkner, Saul Bellow, John Cheever, Philip Roth, Susan Sontag, Don DeLillo, Thomas Pynchon y John Updike, la plana mayor de la literatura estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. 

En cualquier caso, y más allá de mi circunstancia personal, la relativa exclusión del muy leído escritor de los altos círculos del olimpo literario pone sobre la mesa la interesante cuestión de los límites -y el conflicto- entre la alta y la baja cultura, entre -en lo que se refiere a la literatura- los libros que experimentan con el lenguaje, que exploran territorios no hollados, que descubren nuevas formas expresivas, que se adentran en realidades y visiones del mundo no consabidas, que rompen los límites de lo convencional, que no son complacientes, ni conformistas, ni cómodos para los lectores, que no halagan sus instintos, sus emociones primarias, sus procesos intelectuales básicos, sino que provocan, inquietan, perturban, exigen, incomodan, agitan, trastornan, revolucionan, desordenan (Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros, escribió Kafka), y, por otro lado, lo que podríamos simplificar bajo la rúbrica de “cultura de masas”, que ¿solo? busca el entretenimiento, la diversión, la fácil aceptación de los consumidores. 

Debate polémico, muy transitado desde hace siglos, en el fondo irresoluble y que yo hoy quiero simplificar -antes de entrar en mi comentario de mi propuesta de esta tarde, que ya se está haciendo esperar- centrándome en una pregunta esencial al respecto: ¿para qué leemos? (que contiene en su seno, otra previa, ¿para qué escriben los que escriben?). Y es indudable que leemos para aprender, para conocer otros mundos, para ampliar nuestros horizontes, para ponernos en el lugar de otras personas, para estimular nuestra natural curiosidad, para activar el cerebro, para excitar la imaginación, para informarnos, para indagar en nuestro interior, para descifrar nuestros sentimientos, nuestras emociones, de repente visibles en las vidas de los personajes, también para pasar el tiempo, para evadirnos, para ahuyentar el tedio vital, para escapar de la horrible certeza de la muerte. Pero, sin desechar -al contrario- todas esas nobles finalidades, leemos, sobre todo, porque necesitamos -nos apasiona- que nos cuenten historias, porque, como subraya Will Storr en un libro magnífico, La ciencia de contar historias. Por qué las historias nos hacen humanos y cómo contarlas mejor, que espero poder presentaros en programas futuros, es imposible comprender la condición humana sin la narración de historias. Hay narraciones de historias en todas partes: en las páginas de nuestros periódicos, en nuestros tribunales de justicia, en nuestros espacios deportivos, en los órganos de debate de nuestros gobernantes, en los patios de nuestros colegios, en nuestros juegos de ordenador, en las letras de nuestras canciones, en nuestros pensamientos más íntimos y en nuestras conversaciones con los demás; en aquello que soñamos dormidos o despiertos. Están por todas partes. Somos esas narraciones. La capacidad de narrar historias es lo que nos hace humanos

Y a esa necesidad primitiva -contar, escuchar, leer historias-, poderosísima al margen de cualquier coartada cultural, pedagógica, intelectual, filosófica o moral, aunque sin despreciar ni uno solo de esos planos, es a la que responde de modo formidable la literatura de Stephen King o, para ser más exacto, al menos el único libro de Stephen King que yo he leído, este desbordante, arrebatador, vibrante, adictivo y muy original (pese a partir de un desencadenante ya muy manido) 22/11/63 que ahora paso a comentar y cuya lectura quiero recomendaros vivamente. 

Debo, sin embargo, adelantar dos cuestiones preliminares bastante recurrentes en Todos los libros un libro, ambas muy obvias, a mi juicio. La primera tiene que ver con el reiterado riesgo de “destripe” que siempre conlleva una reseña literaria. Hablar de un libro con la finalidad principal de estimular su adquisición y lectura por parte de los oyentes sin desvelar, siquiera mínimamente, parte de su contenido es, diríamos, metafísicamente imposible. Pero ello, el adelantar algunas de las claves de su desarrollo argumental, siendo casi inevitable, es, a la vez, extraordinariamente enojoso y hasta superfluo y, por ello, censurable por muchos lectores. Yo mismo rechazo cualquier información previa sobre los libros -me refiero a los de ficción- que voy a leer, a los que siempre abordo prácticamente “a ciegas”. Dejo de lado, totalmente, sin ni siquiera una ojeada fugaz, las notas con las que, en las contraportadas, las editoriales resumen el argumento y ponderan las virtudes de las novelas que presentan. No permito que quienes me sugieren un título vayan más allá de la mera propuesta, impidiéndoles de inmediato que entren en detalles. Incluso cuando, en los suplementos literarios que frecuento, me adentro en una crítica sobre un libro, valoro exclusivamente la autoría del análisis -si se trata o no de un reseñista que me merece confianza-, la leo “en diagonal” por ver si la temática general de la obra comentada me interesa, y prescindiendo de cualquier otra apreciación sobre el libro decido o no comprarlo, para, una vez leído, volver entonces al repaso detallado del artículo. Otro tanto ocurre con los prólogos que, a veces, anteceden a las novelas, que abandono en cuanto en ellos se muestra el más mínimo indicio de lo que voy a encontrarme en las páginas que vienen a continuación, para retomarlos terminada ya mi lectura del libro entero. 

Como resulta evidente, si siguiera este modo de proceder en Todos los libros un libro los programas se resumirían en escasos dos minutos -lo cual, por otro lado, seguro que agradecerían sus pocos y sufridos seguidores-, en los que con diferentes grados de énfasis me limitaría a defender la conveniencia de la lectura de un determinado libro. Siendo ello cierto y queriendo, sin embargo, resaltar los aspectos remarcables de las obras que comento, me veo obligado a traicionar unos principios con respecto a los cuales, en mi propia experiencia personal, actúo de manera inflexible. 

Todas estas reflexiones, por lo demás, como he dicho, evidentes, son especialmente ciertas en el caso de 22/11/63, una novela de la que yo solo sabía, al comenzar su lectura, que hablaba del asesinato de John Fitzgerald Kennedy, pues su título y su portada (esta última es, ya en sí misma, un spoiler) resultan inequívocos en este sentido. Y ese absoluto desconocimiento inicial forma parte esencial, sin asomo de duda, del disfrute que me ha procurado, pues sin ninguna información previa que no fuera la mencionada, cada episodio, cada pasaje, cada giro en la trama, cada lance, cada circunstancia, cada suceso o incidente vivido por sus protagonistas se constituía de inmediato en un motivo de asombro que no hubiera sido el mismo si yo hubiera estado al corriente de lo que la historia me iba a deparar. De manera que, aviso para navegantes, quien quiera vivir la formidable experiencia de la lectura virgen de la novela, abandone aquí esta reseña, láncese a la librería más cercana, compre el libro y embébase en él durante decenas de horas, en lo que sin duda van a constituir unas muy gozosas jornadas lectoras. Los que quieran seguir leyéndome, que se atengan a las consecuencias. 

La segunda precisión previa en relación con 22/11/63, también señalada en otras ocasiones en el espacio, alguna muy reciente -mi crítica a 1Q84, de Haruki Murakami, de hace poco más de un mes-, tiene que ver con la imprescindible operación de suspensión de la incredulidad que la literatura exige. Lo que se nos cuenta en una novela “es” verdad, al margen de que los hechos descritos contraríen la lógica, resulten irreales, disparatados, absurdos o imposibles. Sin esa aceptación de la singular racionalidad de la obra de ficción, a menudo totalmente ajena a las reglas que rigen el mundo en el que nos desenvolvemos, carecerían de sentido la mayor parte de las “producciones” literarias, cinematográficas, teatrales, televisivas y artísticas. Esta consideración se hace especialmente notoria y ostensible en el caso de la novela que ahora comento, que se construye sobre un hecho inverosímil del que parte la “acción” y el cual, a partir de su inclusión en el relato, obliga al autor a esquivar incoherencias, soslayar paradojas, evitar incongruencias y sortear contradicciones aparentemente irresolubles, y al lector a dejar de lado sus cautelas racionales y dar por bueno todo ello -así ocurre, puede creérseme, desde las primeras páginas- en aras del disfrute que le proporciona la historia en la que se ha adentrado y en la que se ve envuelto, arrebatado, de modo irremisible. 

Y aclaradas estas dos cuestiones previas, vayamos con un esbozo ligero (aceptar la inevitabilidad del “destripe” es una cosa y abrir en canal la novela al lector, otra) de su argumento. Jake Epping es un joven profesor -treinta y cinco años- del departamento de lengua del Instituto de Lisbon. Separado de su mujer, Christy, a la que había apoyado durante su estancia durante un largo período en un centro de desintoxicación, y que lo abandonó por otro hombre, al que conoció tras su paso -de ella- por Alcohólicos Anónimos, Jake da clase a adultos que estudian para sacarse el Diploma de Equivalencia de Secundaria en el Instituto de la pequeña localidad de Maine. Leyendo las anodinas y desalentadoras redacciones de fin de curso de sus alumnos, plagadas de inenarrables faltas de ortografía, se encontrará con un relato que le sorprende. Harry Dunning, el conserje del centro, alumno del curso, había contestado a la propuesta de trabajo del profesor -El día que me cambió la vida- con un relato defectuoso formalmente, incorrecto en lo ortográfico y lo gramatical, pero, para su sorpresa, lleno de vida y emoción, en el que narraba una trágica experiencia infantil que, en efecto, condicionó su existencia entera, privándole de su familia y condenándolo a una minusvalía: No fue un día sino una noche -escribía al comienzo de su redacción-. La noche que cambió mi vida fue la noche cuando mi padre asesinó a mi madre y dos hermanos y me irió grave. También irió a mi hermana, tan grave que ella cayó en coma. En tres años murió sin despertar. Se llamaba Ellen y la quería mucho. Le gustaba recoger flores y ponerlas en boteyas. Conmovido por el texto, Jake derramaría las lágrimas que no había sido capaz de verter cuando su mujer lo dejó, y con esa insólita e inesperada efusión empieza la novela, en una suerte de desencadenante iniciático, porque todo cuanto siguió —todas y cada una de las cosas terribles que siguieron— derivó de aquellas lágrimas. Cuando, semanas después, Harry se gradúa, Jake lo invita a celebrar el acontecimiento en la hamburguesería de Al Templeton. Dos años después, estamos en 2011, y coincidiendo con la jubilación del conserje, Jake recibirá una extraña e inquietante llamada telefónica de Templeton -tanto más extraña cuanto que el profesor había hablado con Al pocas horas antes, cuando cenaba en su local- rogándole que lo visite urgentemente en el establecimiento. Jake llega al Al’s Diner y se lo encuentra cerrado al público, con un cartelón explicativo en la puerta: “CERRADO POR ENFERMEDAD. NO REABRIREMOS. GRACIAS POR ELEGIRNOS TODOS ESTOS AÑOS & QUE DIOS OS BENDIGA”. Cuando su dueño le franquea la entrada, dos son las sorpresas que lo aguardan, la primera, el que Al Templeton parecía haber perdido por lo menos quince kilos. Quizá veinte, lo cual representaría un cuarto de su anterior peso corporal. Nadie pierde quince o veinte kilos en menos de un día, nadie. Sin embargo, mis ojos no me engañaban. Y aquí, creo, fue donde la niebla de irrealidad me engulló de un bocado. Superado a duras penas el impacto, lo asaltará un nuevo motivo de estupefacción cuando Al le revela la causa de su inconcebible cambio: atravesada la cocina del local, en el fondo de su despensa, unas escaleras “normales” revelan un extraño “punto de fuga” (la madriguera del conejo, como la llama, en clara alusión a la Alicia de Lewis Carroll), pues transportan a quien desciende por ellas a las 11.58 de la mañana del jueves, 9 de septiembre de 1958, momento en el que el “pasajero” aparece, repentinamente, situado en el mismo lugar en el que abandonó su mundo “de hoy”, aunque con la disposición -descampados en lugar de construcciones, otras edificaciones, distintos establecimientos, diferentes modas, gentes diversas- que tenía más de cincuenta años atrás. El tiempo, que corre en el pasado para quien se interna en él, permanece casi estático en el presente de 2011, en el que, cada vez que se repite la experiencia, solo transcurren dos minutos entre la ida y la vuelta del inquietante tránsito. Al, que encontró el pasaje por azar y que lo ha frecuentado de continuo para, entre otros fines, sacar adelante su negocio actual -compra la carne de sus hamburguesas en un pasado mucho más barato-, ha contraído un cáncer en esa su otra vida y su final está cerca en ambos mundos (todo sigue igual “en el exterior”, con solo dos minutos de desajuste en 2011, pero el viajero envejece al ritmo de su incursión en un pasado que, a cada nuevo “transporte”, permanece inalterado en todo lo que no sea el propio “pasajero” (cada viaje a la madriguera de conejo es un reinicio). Es por ello por lo que intenta convencer a Jake del propósito último que guía sus transportes en el tiempo, ya de imposible cumplimiento a causa de la enfermedad. Templeton quiere salvar a JFK, y con él a su hermano Bobby y a Martin Luther King, detener los disturbios raciales, evitar la guerra de Vietnam, modificar las consecuencias negativas que supuso el asesinato, alterar “para bien” el curso de la historia, persuadido de la virtualidad del “efecto mariposa” (Significa que sucesos de poca importancia pueden tener, cómo se dice, ramificaciones. La idea es que si un tipo mata a una mariposa en China, quizá dentro de cuarenta años, o de cuatrocientos, se produzca un terremoto en Perú). Adentrarse en el pasado por la “ventana” del 9 de septiembre de 1958, esperar en él hasta noviembre de 1963, acabar con Lee Harvey Oswald antes de que consume su crimen, puede, por la concatenación de efectos subsiguientes, provocar un efecto benéfico en las generaciones posteriores y mejorar -en cierto modo- la vida de la humanidad entera. 

En sus sucesivos desplazamientos al pasado, Al perfecciona su idea, tantea las posibilidades, ajusta los aspectos de intendencia -dinero, documentos, identidad- que le permitan vivir sin llamar la atención -como criatura del futuro- en los cinco años de espera hasta la fecha señalada (alterar con demasiada antelación el “natural” transcurso de los hechos puede ocasionar derivaciones imprevisibles) y comprueba la eficacia de sus planteamientos. Para ello, por ejemplo, graba, en 1958, sus iniciales en un árbol -AL T. 2007- y “verifica” su pervivencia una vez de vuelta al presente. Y con la intención de ver si los cambios en el pasado pueden, en efecto, modificar algún acontecimiento relativamente similar a las circunstancias que rodearon la muerte de Kennedy, busca en la prensa de entonces algún accidente ocurrido en otoño o en los primeros días de invierno de 1958 (cercano, por tanto, a su llegada al pasado) por ver si puede interferir en él y constatar sus efectos en la actualidad de 2011. Encontrará el caso de Carolyn Poulin, una niña de doce años que, en una jornada de caza con su padre, el 15 de noviembre de 1958, recibió el disparo de Andy Cullum, otro cazador, que erró el tiro sobre un ciervo y alcanzó desgraciadamente a la chiquilla, que quedó paralítica de por vida. Al logrará evitar el accidente distrayendo a Cullum e impidiendo su presencia en el lugar de los hechos en el momento señalado por el destino, modificado así por la acción de Templeton, lo que cambiará por completo la vida de Carolyn, en 2011 una feliz mujer de sesenta y cinco años, sin rastro alguno de la discapacidad que la incapacitó en su “otra vida”. 

Por desgracia para sus propósitos, y cuando aún le faltaba un año para la llegada de la fecha del magnicidio, a Al se le diagnosticará el cáncer, de irrupción y alcance fulminantes, por lo que, ante la imposibilidad de llevar a cabo su “misión”, intentará convencer a Jake de que realice él partiendo desde cero, pues recuérdese que cada vuelta al pasado reinicia la Historia, que empieza en la situación en la que estaba originariamente: Tú puedes cambiar la historia, Jake. ¿Lo entiendes? John Kennedy puede salvarse, afirmará, persuasivo, entre convulsiones provocadas por la enfermedad que destroza sus pulmones, añadiendo: Deshazte de un miserable descarriado, socio, y podrías salvar millones de vidas

El fascinante abismo que se abriría ante cualquiera que tuviera ocasión de enfrentarse a una circunstancia como ésta ha sido desarrollado en la literatura y el cine de manera exhaustiva y, en ocasiones, altamente imaginativa. Pienso, por poner solo dos ejemplos significativos y relativamente recientes, en Regreso al futuro y El día de la marmota, que exploran, con humor y sin los componentes trágicos que envuelven el libro de King, las consecuencias -cuya sola ideación provoca vértigo intelectual- que conlleva el poder cambiar el pasado o saber con certeza qué es lo que va a ocurrir en un determinado momento y en el futuro, los dos elementos sustanciales en la propuesta de Stephen King. 

No quiero detallar las numerosas y apasionantes peripecias que, a lo largo de, como he señalado, casi novecientas páginas, vivirá -y sufrirá: el pasado se resiste a ser cambiado- el bueno de Jake Epping en sus cinco años largos de vida pretérita. Mencionaré, tan solo, que antes de enfrentarse al motivo central de su misión, y mientras llegan la fecha del histórico atentado, intentará “recomponer” la vida de la pequeña Carolyn Poulin, a quien la nueva aventura de Jake ha condenado de nuevo a la incapacidad, la silla de ruedas y la existencia truncada (cada viaje a 1958 [ponía] el cuentakilómetros a cero), evitar el sangriento suceso padecido por el pequeño Harry Dunning y su familia, y, por fin, liquidar a Oswald antes de que llegara a perpetrar el asesinato de Kennedy, no sin antes realizar indagaciones, siguiendo las exhaustivas instrucciones de Al, recabadas en sus anteriores viajes, sobre las circunstancias de la muerte del muy popular presidente. Por el camino, en una narración formidable, trepidante, intensa y adictiva, excitante, el lector disfrutará de infinidad de episodios, lances, peripecias, sucesos, con elementos de thriller, intriga, suspense, violencia, sangre, pero también historias de amor, reflexiones sobre el sentido de la vida, la identidad, la nostalgia del tiempo perdido, el destino, las consecuencias de nuestras decisiones, la búsqueda de la felicidad, la (im)posibilidad de rehacer los errores y hasta algunos muy inteligentes juegos de humor (sobre todo en los muy chuscos contrastes entre los cambios de hábitos sociales del pasado y el futuro). Todo ello entreverado de los que son los elementos típicos del universo de King, reconocibles incluso por quien, como yo, no lo ha leído (aunque sí visto bastantes películas basadas en sus obras): el terror, lo gótico, el Mal, las apariciones fantasmagóricas, los individuos violentos, los infanticidios, las desapariciones, Halloween, los mundos de ultratumba, lo sobrenatural, las presencias malignas, las criaturas fantasmales, los poderes psíquicos, las fuerzas ocultas, los temores cotidianos, los crímenes, la oscuridad -real y metafórica-; y también algunos de sus temas favoritos, la infancia y la familia, el alcoholismo, las agresiones a niños y mujeres...

Entre los elementos sobresalientes de la novela -al margen de la irresistible historia que se nos narra y de las digresiones “secundarias” que la acompañan- destacan la formidable ambientación de la época, esos años a caballo de las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado, que se nos muestran con una abundancia en los detalles materiales -vestimentas, programas televisivos, tecnología, registros lingüísticos, coletillas léxicas, música (la “banda sonora” del libro es excepcional), modelos de automóviles, objetos de consumo, cartas de los restaurantes, arquitectura urbana, etc.-, pero también en el marco histórico -personajes, sucesos, acontecimientos de la vida política, el racismo de la sociedad, con, como es obvio, la posición central en el libro de las interioridades y las circunstancias del plan para el asesinato de Kennedy, que se recrea, en lo que tiene que ver con su preparación, su desarrollo y su puesta en práctica, con una extraordinaria minuciosidad-, todo lo cual contribuye a transportar al lector en un viaje con el protagonista hasta un pasado absolutamente verosímil y fidedigno. 

También interesan los recursos literarios del autor para conseguir un texto que fluye con ligereza apoderándose de ese lector/viajero hechizado por el relato desde la primera página hasta la última: los diálogos abundantes, los intrincados detalles de la trama, la narración en primera persona (en algunos pasajes se cambia a la tercera), mediante el recurso, que se desvela al final pero se va anticipando a lo largo de la novela, del diario o manuscrito en el que Jake deja constancia de su experiencia, y, sobre todo, la estructura compleja pero muy bien construida, en la que todo acaba por encajar, salvo lo inexplicable: las irresolubles paradojas que conlleva el viaje en el tiempo, incompatibles con la racionalidad cotidiana y que pueden resumirse en otro tópico del cine y la literatura de este “subgénero”: ¿qué ocurriría con el personaje de 2011, si los cambios que provoca en 1958 llevasen consigo la imposibilidad -las alteraciones producidas impiden que sus padres lleguen a conocerse, por ejemplo- de su propia existencia. En este sentido, hay aquí otro vertiginoso motivo de fascinación del libro: la enrevesada concatenación de causas y efectos que provoca el adentramiento en ese turbulento vórtice que es la escalera que lleva al pasado; las inconcebibles derivaciones del efecto mariposa; las teorías de las cuerdas temporales, desafiando la lógica; los sutiles paralelismos, las coincidencias, los elementos del futuro que afloran, reconocibles aunque con pequeñas diferencias, en el pasado. King solventa con maestría los contrasentidos y absurdos a los que nos llevarían estos inexplicables callejones sin salida de su relato, contribuyendo a que el lector se olvide de ellos, los obvie, suspenda -como se ha dicho- el juicio de verosimilitud, despachando de un plumazo, cuando lo incomprensible amenaza con atascar el desarrollo de la trama, la contradicción “científica”, podríamos decir, a la que le ha llevado la historia. Veamos solo un par de ejemplos de cómo el autor se sacude de encima, sin miramientos, estos enojosos obstáculos: 

 —Sí, pero ¿y si vuelves atrás y matas a tu propio abuelo? Me miró de hito en hito, perplejo. —¿Por qué coño ibas a hacer eso? Ésa era una buena pregunta, así que le indiqué que continuara. 

—El dinero vuelve. Permanece, independientemente del número de veces que utilices la madriguera de conejo. —Ya habíamos pasado por ese punto, pero seguía intentando asimilarlo. —Sí, aunque también sigue en el pasado; un reinicio completo, ¿recuerdas? —¿Eso no es una paradoja? Me miró, demacrado, con la paciencia casi agotada. —No lo sé. Hacer preguntas que no tienen respuesta es una pérdida de tiempo, y a mí no me queda mucho. 

Punto final, asunto resuelto… y volvemos a la acción trepidante. 

La lectura de 22/11/63 me ha llevado a ver también una miniserie televisiva que se hizo en 2016 sobre el libro. Teniendo para mí mucho menos interés que la novela (la sensación de decepción me ha asaltado en muchos momentos mientras la veía), quiero, no obstante, aprovechar este espacio para recomendárosla. Bajo la realización de distintos directores -Bridget Carpenter, Kevin Macdonald, James Strong, Fred Toye, John David Coles y James Kent-, e interpretada por un elenco en el que destacan James Franco, Chris Cooper y Sarah Gadon, la serie tiene ocho episodios en los que se recrea la novela de King con numerosos cambios, algunos sustanciales, que alteran aspectos esenciales de la novela (por citar solo uno y menor, Jake no se incorpora al pasado en 1958 sino un par de años después). Además, se acentúan los detalles truculentos de la trama, no tan explícitos -o al menos más discretos- en el texto literario. Floja, en definitiva, pero “visible”. 

En fin, desde Todos los libros un libro os invitamos una vez más a pasar muchos días de placer en compañía de nuestras propuestas, en este caso las muchas horas de entusiasta lectura que exige 22/11/63, el libro de Stephen King y las ocho interesantes sesiones que supone el visionado de la serie del mismo nombre. Os dejo ahora con una canción, elegida, de entre las muchas que surcan el texto, por su valor significativo. Entre los problemas a los que se enfrenta Jake en su transporte a 1958, más allá de esa irracional obstinación del pasado en no dejarse alterar, de las dificultades intrínsecas que lleva consigo el evitar las muertes de Carolyn Poulin, los asesinatos de la familia Dunnit y el magnicidio de Kennedy, de las convulsas peripecias en las que se ve envuelto en su discurrir por el “túnel del tiempo”, uno de ellos, y no siempre menor, es evitar ser reconocido como un visitante del futuro, una situación que, en más de una vez, lo pone al borde del peligro: su móvil anacrónico hace sesenta años, una ropa totalmente extravagante en aquellos días, ciertas expresiones espontáneas normales en 2011 pero desconocidas y por tanto insólitas en 1958. En un determinado pasaje del libro, Jake es sorprendido cantando Honky Tonk Women, la famosa canción de los Rolling Stones que no se publicaría hasta 1969 y cuya explícita letra, inconcebible una década antes (Conocí a una reina en Memphis empapada en ginebra, quiso subirme a su cuarto y montar una juerga, y también, Me sopló la nariz y me dejó la mente flipando), despierta el recelo y las sospechas acerca de la verdadera identidad del joven. La estupenda canción pondrá el cierre musical a nuestro espacio de hoy. 

Mantendría vigilado a Oswald cuando este regresara de Rusia, pero no interferiría. A causa del efecto mariposa, no podía permitirme ese lujo. Si existe una metáfora más estúpida que «cadena de acontecimientos», no la conozco. Las cadenas son fuertes (aparte de las que todos aprendemos a fabricar con tiras de papel coloreado en la guardería, supongo). Las utilizamos para extraer los bloques del motor de los camiones y para atar de brazos y piernas a los prisioneros peligrosos. Ya no simbolizaba la realidad tal como yo la entendía. Los sucesos son frágiles, os lo digo, son un castillo de naipes, y con solo aproximarme a Oswald (por no hablar ya de intentar advertirle de que no cometiera un crimen que ni siquiera había concebido aún) bastaría para regalar mi única ventaja. La mariposa desplegaría sus alas, y el curso de la vida de Oswald se alteraría. 

Quizá al principio fueran cambios pequeños, pero como nos cuenta la canción de Bruce Springsteen, de cosas pequeñas, nena, un día las grandes llegan.
 Videoconferencia
Stephen King. 22/11/63

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