Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 1 de noviembre de 2023

PETER ROSS. UNA TUMBA CON VISTAS

Hola, buenas tardes. Hoy es primero de noviembre y aunque es una jornada festiva en la Universidad de Salamanca, Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura que lleva saliendo al aire desde hace trece años en la emisora universitaria, no quiere faltar a su cita en una fecha, víspera del Día de Difuntos, que este curso queremos conmemorar con hasta tres emisiones centradas en el universo, en apariencia tenebroso pero en el fondo sugerente, perturbador y sin embargo interesante, de los cementerios. Unos camposantos que estos días, en muy distintas partes del mundo, serán visitados por millones de personas, de culturas, razas, credos, orígenes, clases sociales e ideologías diferentes, en una tradición, religiosa o laica, devota o profana, compungida o alegre, llena de significado, en cualquier caso, para quien se acerca a las tumbas de sus antepasados con la intención de, ante ellas, y según las costumbres de cada país, recordar, celebrar, orar, dejar ofrendas, flores y alimentos, pronunciar discursos, comer, cantar y bailar, en homenaje a quienes ya han dejado esta vida y nos han precedido, por tanto, en ese inexorable viaje final. 

He de decir que a mí me han interesado desde hace mucho tiempo los cementerios y siempre reconozco en ellos unos espacios apacibles, muy favorables para el paseo sosegado, para la reflexión demorada, para el pensamiento y la meditación, para la melancólica remembranza, para la evocación filosófica, para avivar en nosotros la memoria de quienes formaron parte de nuestras existencias en el pasado, para una acogedora e introspectiva soledad, para la alegre (sí, alegre) constatación -pese al inequívoco memento mori que encierran- de que estamos vivos y el sol calienta nuestros cuerpos y la sangre fluye en nuestras venas y casi todo está -todavía- por hacer. 

Además, y en algunos casos muy destacados, es la dimensión estética, arquitectónica, artística de los cementerios, la que nos lleva a visitarlos en nuestros viajes, en procura de su singular belleza. Me vienen a la memoria, así, a vuelapluma, entre los que he podido “disfrutar” directamente, el interminable Père Lachaise parisino, una ciudad dentro de otra, repleto de tumbas de personajes conocidos, Chopin, Modigliani, Oscar Wilde, Édith Piaf, Jim Morrison, Balzac, María Callas, Largo Caballero, Georges Perec; el de los Ingleses, en Roma; el majestuoso de la Recoleta, en Buenos Aires; los judíos de Praga y Varsovia, muy tristes; el de Montparnasse, también en París, con la muy frecuentada tumba de Cortázar (y las de Baudelaire y Proust, las de Sartre y Simone de Beauvoir, las de Samuel Beckett y Marguerite Duras, la de Jacques Chirac); la tumba de Neruda, frente al mar, en su casa de Isla Negra; el cementerio dos Prazeres, en Lisboa; el de Highgate londinense, repleto también de grandes nombres; los cementerios colgantes de los dogón, en Malí; las piras funerarias junto al Ganges, en sí mismo un cementerio fluvial; el pequeño cementerio de Chawton, el pueblito en que vivió Jane Austen, tan verde, tan silencioso, con las tumbas desperdigadas, entre ellas las de la madre y la hermana de la escritora; los cementerios de Bali y las peculiares ceremonias de cremación, presentes por doquier; el cementerio de Copacabana, en el lado boliviano del lago Titicaca; los impresionantes enterramientos del cementerio de Koyasan, en Japón, un inmenso bosque repleto de miles de tumbas cubiertas de musgo. En nuestro país, el cementerio inglés de Málaga; el de Luarca, en Asturias; los muchos gallegos, bellísimos casi en cada pueblo; el destartalado pero entrañable cementerio de San Martín del Castañar, por citar uno salmantino. 

Por todo ello, esta tarde abrimos una serie, que se prolongará durante tres miércoles consecutivos, dedicada a algunos libros centrados en el singular ámbito de las necrópolis. En el caso de hoy, iniciaremos el ciclo con un libro magnífico cuya lectura os recomiendo muy vivamente (permitidme el chiste, no tan inapropiado como parece). Se trata de Una tumba con vistas, de subtítulo explícito, Historias y glorias de cementerios. Escrito por Peter Ross, periodista británico, la obra se presentó en nuestro país hace unos meses, en junio de este mismo año, en el sello Capitán Swing, con traducción de Isabel Hurtado de Mendoza Azaola. 

Ross, nacido en Glasgow, trabaja desde 1997 como periodista freelance en Escocia, nos dice la reseña biográfica que aporta su editorial. Ha colaborado en diversos medios nacionales e internacionales, periódicos, revistas, programas de radio… Cuenta en su haber con numerosos galardones otorgados por la prensa escocesa, y el libro del que hoy quiero hablaros ganó el premio de no ficción en los Premios Nacionales del Libro de Escocia, siendo también Libro del Año 2021 para el Financial Times y otras publicaciones. 

El interés por los cementerios le viene desde muy niño, como confiesa en las primeras líneas de Una tumba con vistas: Yo me crie en cementerios. Los muertos eran mis niñeras, mis tranquilos compañeros. Entre las anécdotas que se recogen en ese capítulo inicial (hay una nota previa, a modo de introducción, que comentaré luego), y a propósito del cementerio de la ciudad vieja de Stirling, cercano a la casa de sus abuelos, relata Ross cómo siendo un niño pequeño pasaba allí veranos enteros, intentando atrapar renacuajos —esas comas vivas— en el pequeño estanque llamado Pithy Mary, o sentado con una bolsa de caramelos de un penique en la Roca de las Damas, un promontorio empinado en el centro del cementerio, donde podía saborear las chuches mientras contemplaba la panorámica de las tumbas. Desde muy tierna edad simultaneó los rituales de una infancia de niño tímido, receloso, cauteloso y encerrado en mí mismo con la apertura a dos mundos fascinantes, los libros y las tumbas. Encandilado por La isla del tesoro, El perro de los Baskerville y por las aventuras de otras épocas, y familiarizado con los normalmente siniestros espacios de la muerte (Nunca me dio miedo estar rodeado de muertos), el chico veía en los cementerios la continuación de la literatura por otros medios. Las lápidas, en esa compañía, no eran más que otros cuentos, y las tumbas, dispuestas en filas, (…) estanterías llenas de historias. Sus días infantiles no parecen haber sido, pues, convencionales: Yo solía deambular entre las lápidas, leyendo las inscripciones, mirando boquiabierto las tallas del siglo XVIII o introduciendo un dedo vacilante en la cuenca de una calavera de piedra o en los agujeros que habían dejado las balas de mosquete en los muros de la iglesia medieval

Con estos antecedentes, no puede sorprender que su fervor funeral -vamos a llamarlo así- fraguara en este formidable texto cuya lectura me ha absorbido en un rapto de entusiasmo durante varias muy estimulantes jornadas. Una tumba con vistas es un erudito, melancólico, inteligente, en ocasiones emotivo y siempre interesante recorrido, punteado por un notable sentido del humor, por cementerios de Escocia, Irlanda e Inglaterra, con alguna “desviación” al territorio continental, en el que se da cuenta de esas muchas historias que encierran los enterramientos y la infinidad de personajes que pueblan estas singulares urbes, unas y otros, narraciones e individuos, objeto del estudio y la investigación del autor a lo largo de una vida entera dominada por su pasión (Ross confiesa su condición de “tafófilo”, de amante de las tumbas). En la mencionada nota preliminar, escrita tras acabar la redacción de su obra y muy reveladora de la voluntad, la intención y el enfoque que guían su libro, señala que puso fin a la escritura de la obra que ahora os comento el 1 de marzo de 2020. Once días después, añade, todo cambió, enlazando su texto sobre la muerte con los miles -millones en todo el mundo- de fallecimientos que la epidemia del coronavirus dejaría en su país. A la muerte con tinta de su texto se le superponía la terrible Muerte que lleva su libro de cuentas con sangre. Las medidas sanitarias de emergencia, el confinamiento, las distancias de seguridad llevaron a cerrar sus puertas a la mayor parte de los cementerios británicos, pero no al de Cathcat, cercano a su domicilio e inspirador del libro, un lugar prácticamente abandonado, frecuentado por drogadictos y borrachuzos, por gamberros con aerosoles de pintura y martillos, y que se convirtió así, paradójicamente, en un espacio de vida en el que, con prudencia, caminantes, ciclistas, corredores, paseantes de perros, se saludaban solidarios, sintiendo la tibia caricia del sol y respirando el aire libre en una frágil pero tenaz resistencia contra la plaga. En sus paseos entre las tumbas asistió a un entierro islámico, veinte personas contraviniendo la exigencia legal de asistencia limitada; discutió con unos energúmenos que bebían cerveza y jugaban al golf por entre las lápidas; escuchó el «Auld lang syne», la oda escocesa a las despedidas, y a un músico que tocaba la gaita en un claro, que aprovechaba las restricciones para ensayar en el exterior. La balada, sonando en esas circunstancias, le pareció una adecuada metáfora de los camposantos, la conjunción de los “viejos tiempos” de la canción, los recuerdos, los difuntos, la muerte, y el “cuando todo esto acabe”, recurrente en esos días, con su promesa de un futuro renacido y vital. Y eso, pensó, son los cementerios, lugares de encuentro entre el pasado y el futuro. Una de las ideas centrales de Una tumba con vistas, escribirá, es que los muertos y los vivos somos parientes cercanos. Pensamos en ellos, los visitamos, a veces conversamos y, algún día, nos reuniremos con ellos

Esta idea guía el libro, en el que, más allá de las muchas historias, anécdotas, curiosidades, relatos, mitos, leyendas y misterios que se suceden en sus trescientas cincuenta sugestivas páginas, afloran de continuo reflexiones sobre la función -más allá de la evidente- de los cementerios y otras cuestiones metafísicas, religiosas o sociales adyacentes, como la importancia de la cultura y los ritos fúnebres (En algún lugar, hace miles de años, alguien decidió enterrar a sus muertos y, al hacerlo, provocó toda una serie de cambios en los humanos (…) Nuestras ideas sobre la historia y el arte, nuestro sentimiento de pertenencia, incluso el desarrollo de emociones como el dolor, habían surgido de nuestra manera de tratar a los muertos); la necesidad que tiene el ser humano de honrar a sus muertos; nuestra relación con la muerte; el valor de la memoria y los recuerdos; la evolución de las costumbres funerarias (En su obra maestra de 1853, La casa lúgubre, Charles Dickens nos deja percibir, casi con el olfato, cómo eran los enterramientos de Londres a mediados del siglo XIX); los cambios a lo largo de la historia en la regulación de los enterramientos; las distintas ceremonias con las que se llevan a cabo las inhumaciones; las peculiaridades de los sepelios en cada religión, con un sugestivo excurso en torno a las exequias musulmanas; el interés arqueológico por la exploración de los pocos osarios y criptas fúnebres, repletos de huesos, momias y calaveras, que aún “sobreviven”, superados por la actual secularización de la muerte; las diferentes concepciones arquitectónicas en el levantamiento de estos lugares; los heterogéneos estilos de sus edificaciones; el variado simbolismo de las lápidas y de los motivos ornamentales que las decoran; la presencia -o no- entre las sepulturas de brujas, fantasmas y seres de ultratumba; la progresiva carestía de las parcelas y, en consecuencia, las dificultades de espacio (Un análisis de mil trescientos cementerios de todo el Reino Unido realizado por el periódico The Telegraph ha revelado que dos de cada cinco se quedarán sin espacio en menos de diez años) y los problemas urbanísticos que generan los cementerios en las populosas urbes de hoy en día (la historia de reurbanización de Edimburgo, en ocasiones tan cuestionable, es tal que una de las figuras históricas más importantes de Escocia yace ahora bajo la plaza de estacionamiento 23 del tribunal de justicia); los aspectos organizativos, burocráticos y de intendencia que suponen, entre ellos los relativos a su a menudo invasiva flora y su singular fauna, y también los que afectan al personal encargado de su cuidado (jardineros, enterradores, albañiles, guías, gerentes, etc.); los aprietos económicos derivados de su cada vez más caro sostenimiento y complicada viabilidad; las medidas para hacer frente a gamberros, saqueadores y coleccionistas (en el pasado, también a ladrones de cadáveres); las muy numerosas -y muy british- asociaciones, entidades, instituciones y sociedades creadas -algunas hace siglos- para la conservación, el mantenimiento y la protección de los cementerios (la Sociedad para la Abolición de los Enterramientos en las Ciudades, los Amigos de Crossbones, el Natural Death Centre, la Comisión de Sepulturas de Guerra de la Commonwealth, entre otras); las empresas de pompas fúnebres, incluidas las muy modernas y ecologistas, que propugnan los enterramientos naturales; la progresiva preterición de los entierros frente a las incineraciones (Tres cuartas partes de los habitantes del Reino Unido son incinerados); el auge del turismo de cementerios (Hay visitas guiadas por algunos de los cementerios más famosos del país, como el de Highgate en Londres, la necrópolis de Glasgow o el de Arnos Vale en Bristol); el difícil equilibrio entre lo público y lo privado, con la deriva desde su natural cometido de espacio para el recuerdo y el recogimiento, a su actual conversión, cada vez más frecuente, en lugar de ocio y entretenimiento, también de educación y cultura; la dimensión política -especialmente notoria en el caso de Irlanda- de las tumbas, lugares de encuentro y enfrentamiento sectario entre facciones ideológicas rivales; su carácter profundamente democrático, pues la muerte a todos iguala (Pasar una mañana recorriendo el cementerio con Hartley era conocer, aunque fuera superficialmente, a constructores navales, magnates del tabaco, futbolistas, periodistas, traficantes de armas y víctimas de conflictos armados), y, a la vez, la constatación de las profundas diferencias sociales manifestadas en el contraste entre la sencillez de las modestas sepulturas anónimas y lo ostentoso de algunos mausoleos o panteones; el reflejo en los cementerios de las históricas discriminaciones por razón de sexo, feliz y progresivamente paliadas en los últimos lustros; las singularidades del entierro de los difuntos “proscritos” -extraños, marginales, bichos raros-, los sin techo, los recién nacidos abandonados, los niños muertos sin bautizar, los suicidas, las prostitutas, los fallecidos fuera de las leyes religiosas; las tumbas de los caídos en combate en tierras lejanas y desconocidas; entre otros muy interesantes asuntos. 

Y todo ello en un relato muy entretenido regado con profusión de cifras y datos; entrecruzado por constantes interpolaciones literarias y musicales; trenzado con las palabras de una amplia variedad de frecuentadores de los cementerios con los que Ross charla: paseantes ocasionales, visitantes habituales, extravagantes necrófilos, familiares y admiradores de los enterrados, trabajadores y personal de los camposantos, fotógrafos, expertos, especialistas e investigadores en las distintas vertientes del universo funéreo; salteado con menciones a tumbas de personajes variopintos, tanto los de reconocida trayectoria histórica y las celebridades contemporáneas como, sobre todo, los apenas identificados por algunos pocos eruditos, los casi anónimos, los recordados solo por amigos y familiares. Un libro entrañable, impregnado de un espíritu optimista y positivo, alegre y esperanzado pese a lo oscuro, tétrico y funesto, en apariencia, del objeto del ensayo (este libro, como un buen funeral, será una celebración, no un lamento), aunque -no se trata de una objeción, muy al contrario- el texto sí aparece envuelto en un respetuoso aroma de melancolía y sensibilidad que aflora en las muchas apreciaciones de índole filosófica sobre los espacios que el autor visita y a los que luego me referiré. Son, muchas veces, los propios interlocutores de Ross en sus paseos por los distintos cementerios -y él mismo, claro está- los que dejan caer, de continuo, pensamientos, consideraciones, advertencias, disquisiciones, divagaciones y sentencias sobre el recuerdo y el olvido, sobre el dolor y la pérdida, sobre el duelo, las lágrimas y el luto, sobre la añoranza del pasado y la necesaria urgencia del ahora, sobre la fugacidad de la vida y la pervivencia de la memoria, sobre la entrega y el amor (Siempre había sabido que mi libro sobre la muerte era un libro sobre la vida, pero ella me hizo ver que, en realidad, es un libro sobre el amor). De este modo, el libro pone ante nuestros ojos los numerosos motivos por los que los cementerios son algo vivo que “toca” facetas esenciales de la vida humana, la sentimental, la afectiva, la trascendental. Dejo aquí algunos de estos juicios, en ocasiones casi aforísticos, con los que espero transmitir el “espíritu”, la atmósfera que se respira en el libro: 

Los cementerios tienen que ver con lo eterno (…) Se trata de dar otra voz a personas que han sido olvidadas. Su recuerdo está volviendo. 

Es importante que [las tumbas] tengan nombre. Es parte del acto de recordar. Sin una lápida, sin un nombre, se los olvida. 

Así es la engañosa proximidad de una tumba: estar donde yace alguien nos acerca mucho a esa persona. Tan cerca y, a la vez, tan lejos. 

Soy jardinero, y poder crear un espacio donde los visitantes puedan estar, ser ellos mismos y tener un momento de duelo, paz y recuerdo es realmente importante. 

Esas personas no querían ser olvidadas. Querían que se las recordara, que se les dedicaran oraciones. 

Los cementerios son como bibliotecas de los muertos, índices de vidas desaparecidas tiempo atrás. 

Esta es una de las maravillas de los cementerios: los encuentros que se pueden tener con los vivos. 

Eso es lo que pueden enseñarnos los cementerios: a tratar a los vivos con la amabilidad y el respeto que prodigamos a los muertos. 

Jim Tipton, fundador del sitio web Find A Grave, denomina los cementerios «parques para introvertidos», lo cual parece muy acertado. 

“La vida es como esa vela: si tienes suerte, te consumirás hasta el final. —Se lamió el pulgar y el índice y aplastó la mecha—. La vida se puede apagar de un soplo, pero mañana volveré a encender la llama”. 

Haberse criado en un cementerio influyó en varios aspectos importantes de su vida, como en sus ideas políticas: le sirvió para darse cuenta de que era imposible llevarse el dinero al más allá, con lo que no tenía sentido aferrarse a él y explotar a otros para conseguirlo. De manera similar, valoraba la importancia de la amabilidad: las personas sufrían, se afligían, así que había que tratarlas con dulzura. Su padre le había inculcado la bondad. 

Así es la vida. Primero lloramos y, más tarde, nos lloran. Las losas proliferan lentamente por la tierra: un arrecife de coral de la memoria. 

En una tarjeta ponía: «Me faltan las palabras». Parecía acertado. Grabamos palabras en la piedra para recordar a nuestros difuntos: sus nombres y fechas, además de algún texto anodino pero adecuado. La formalidad e irrevocabilidad de la convención de las lápidas toma todo el caos del dolor y la pérdida y lo reduce a algo que pueda expresarse con un martillo y un cincel: «amada esposa de»; «siempre en la memoria de». Pero aquella tarjetita, con su reconocimiento de las limitaciones del lenguaje, parecía algo muy real. Tal vez sean esas las verdades que deberíamos grabar con líneas rectas y tipografías elegantes: «Me faltan las palabras». «No sé cómo voy a superarlo». «Nunca volveré a ser el mismo». 

Pasear por un cementerio es a la vez un privilegio y una lección de humildad. Ahora estamos aquí y podemos leer los monumentos fúnebres y seguir caminando, pero un día pueden ser nuestros nombres los que cubra el musgo que crece entre las letras. ¿Creerá alguien que nuestros relatos merecen ser contados? ¿Se sentará alguien, descendiente o extraño, en nuestras tumbas al sol y pensará con cariño o curiosidad en quiénes fuimos? 

De todas estas consideraciones recurrentes en el ensayo del británico, son estas últimas, las que presentan los cementerios como fuente de relatos que merecen ser contados, las que se repiten en él con mayor frecuencia y las que, en el fondo, explican su planteamiento y estructura y también su propósito último. Eso era lo que tenían los cementerios: parecían —aún parecen— cofres llenos de historias. Y así, Ross adelanta en su introducción que en su libro sacará a la luz las historias y las glorias de los mejores cementerios, desde las grandiosas necrópolis de las ciudades hasta los acogedores camposantos de las iglesias rurales. A mí me encantan todos. Los adoro hasta los huesos. Y me gustaría conseguir que a ti también te gusten, dejando clara la voluntad que mueve al libro (y que, en cierta medida, lo define). Examinado desde esta perspectiva, Una tumba con vistas es, sobre todo, una deslumbrante recopilación de historias. Y es que las tumbas son tan tentadoras... Los datos básicos que se recogen en las lápidas (cada estela [es] una historia lista para ser contada), un nombre, unas fechas, quizá una breve frase, unas pocas palabras, son la entrada a un agujero espaciotemporal para cualquier persona dotada de una mente curiosa y un teléfono bien cargado. Se empieza por Google y quién sabe dónde se acaba. Y eso hace el autor, visitar cementerios, observarlos en todas sus facetas y desde todos los ángulos posibles con interés y espíritu curioso, reflexionar, estudiar, investigar y profundizar en los muchos detalles relevantes que se han advertido en ellos, y, por fin, trasladar al lector, en un texto ameno, sugerente y muy evocador, el resultado de esos recorridos, búsquedas, conversaciones, experiencias, indagaciones y lecturas. 

El libro se organiza en dieciséis capítulos en los que, con derivaciones, saltos, incisos y correspondencias entre ellos, se repasan las singularidades de decenas de cementerios situados en emplazamientos y localidades diferentes. El itinerario -que en ocasiones sigue un orden geográfico, en otras una pauta temática, a veces gira sobre un personaje o una determinada vertiente del vasto universo mortuorio, dentro de las constantes digresiones y asociaciones libres a las que se entrega el autor- comienza, obviamente, en Glasgow, en dos de sus cementerios (aunque hay continuas referencias a otros muchos), el de Stirling de su infancia, ya mencionado, y el de Cathcart, cercano al actual hogar familiar de Ross, del que se resalta la invasiva presencia de la hiedra, que da título a esta sección: La hiedra esculpida en una lápida simboliza la vida eterna, pero, en Cathcart, como en tantos otros cementerios antiguos, la planta ha convertido lo figurativo en literal tapando lo que en su día debió de ser una hermosa talla, como si quisiera mostrar su desagrado por la metáfora. En un cementerio, la hiedra está indignante y ostentosamente viva. Desprende los nombres de las lápidas como, más abajo, se desprende la carne de los huesos. En el recorrido, lleno de idas y vueltas, de este primer capítulo, nos encontramos con la tumba de Mary Dickie, fallecida en 1740 a los 3 años y 9 meses y en cuya lápida figura la frase bíblica: Dejad que los niños vengan a mí; con las sepulturas vecinas de John Barnes, peluquero, que falleció en enero de 1891 a los sesenta y siete años, y de Ebenezer Gentleman, que murió en la Navidad de 1868, lo que lleva a Ross a preguntarse si el primero habría usado alguna vez en su juventud el peine y las tijeras para atusar el cabello de su compañero de eternidad; con el monumento que acompaña a dos mujeres, Margaret McLachlan y Margaret Wilson, ejecutadas en 1685 por negarse a renunciar a la religión protestante (Las habían amarrado a estacas y las habían ahogado en el estuario de Solway durante la pleamar); con la de la estrella de los espectáculos de variedades Marie Lloyd, ante la cual el visitante escucha en el teléfono móvil una grabación de su canción de 1915 A little of what you fancy does you good, en un sobrecogedor viaje en el tiempo; con la del pequeño Douglas Crosby, muerto por la mordedura de una víbora de la que se había hecho amigo y con la que compartía los copos de avena del desayuno (Historias como esta se encuentran por todas partes, ocultas bajo el musgo y las hojas); con la de la madre de Stan Laurel, el melancólico y tristón componente del dúo del cine clásico el Gordo y el Flaco; con la cruz de granito, erigida por un tal William Fulton Young, indicando el lugar del reposo eterno de su esposa, Isabella, y de sus hijos Alexander, John y Robert, fallecidos en las trincheras en Francia, o como consecuencia de las heridas recibidas en ellas, en la Primera Guerra mundial (Se calcula que en el Reino Unido hay unos 14.000 cementerios, de los cuales aproximadamente 3.500 son anteriores a la Primera Guerra Mundial); con el enterramiento de Hannah Twynnoy, que el 23 de octubre de 1703 se convirtió en la primera persona de Inglaterra a la que dio muerte un tigre; con los de Francis Huntrodds y Mary, su esposa, que nacieron el mismo día de la semana, mes y año: el 19 de septiembre de 1600; se desposaron el mismo día de su nacimiento y, tras haber engendrado doce hijos, fallecieron a la edad de ochenta años, el mismo día del año en que nacieron, el 19 de septiembre de 1680, el uno no más de cinco horas antes que el otro, como reza su lápida, en un texto que propicia la glosa de Ross: Una historia de amor, ni más ni menos, en la biblioteca de los muertos. ¡Y todo ello solo en el primer capítulo! 

Siete son los cementerios de Londres de los que Una tumba con vistas da noticia, los Siete Magníficos. En el segundo capítulo del libro, Ángeles, conocemos dos de ellos. En el de Brompton, un hermoso lugar de enterramiento victoriano, colindante con Stamford Bridge, el estadio del Chelsea, Ross nos hace participar del Queerly departed, una visita guiada por las sepulturas de personas gais, lesbianas, bisexuales o cualquier otro matiz intermedio. Además, “vemos” los enterramientos de la conocida líder sufragista Emmeline Pankhurst; de Frederick Leyland, un magnate naviero, mecenas de los prerrafaelitas, con su tumba obra de Edward Burne-Jones, uno de los más conspicuos representantes del movimiento; de Hannah Courtoy, una misteriosa mujer de la alta sociedad con una fortuna fabulosa, cuya tumba, diseñada por el egiptólogo Joseph Bonomi, que está enterrado a pocos metros es, dice la leyenda, una sorprendente máquina del tiempo, una cabina que permite la teletransportación; de la marquesa bisexual Luisa Casati (“cadavérico” es el adjetivo más utilizado para describir su aspecto), bohemia, escandalosa y excéntrica (haría palidecer a Lady Gaga). Kensal Green, la respuesta londinense al cementerio Père Lachaise de París, es el único de los siete grandes cementerios que sigue siendo de propiedad privada. En su origen se trató de un lugar de prestigio, en el que se enterraba a la alta burguesía, y contó, por ello, con un alto valor añadido como símbolo de estatus (Pasear hoy por Kensal Green supone sentir la vanidad y el poder económico del siglo XIX como una fuerza casi palpable; su energía y diligencia plasmadas en piedra. Al igual que Turner capturó la lluvia, el vapor y la velocidad del ferrocarril en su cuadro Rain, steam and speed – The Great Western Railway, Kensal Green es una imagen congelada de un periodo de enorme progreso. Es una osificación de la Gran Bretaña victoriana). En la actualidad se ha democratizado y en sus “instalaciones” podemos encontrarnos a una población variopinta: a un anarquista italiano, Recchioni, asiduo frecuentador de las cárceles; a Byron Upton, un joven de dieciséis años, que, en 1982, tras una ingestión de alucinógenos se tumbó sobre las vías del tren y murió arrollado (en su tumba, que comparte con su madre, puede verse una foto de ambos hecha por David Hockney); a William Mulready, un pintor irlandés, que yace sobre su propia tumba como si estuviera recostado en una cama; o a Medi, el hijo, fallecido a los once años, del conmovedor Mehdi Mehra, un empresario iraní, que tras la muerte del muchacho, construyó un grandioso monumento conmemorativo al que acudía con frecuencia para recordar al pequeño. 

El siguiente capítulo, Querubines, nos lleva a Edimburgo y a sus varias necrópolis: St. Cuthbert, donde está enterrada Agatha Christie, Canongate, o Warriston, con la tumba del poltergeist, el “fantasma” de Mackenzie el Sangriento, el antiguo fiscal general del Estado para Escocia conocido por sus violentas persecuciones religiosas y, al parecer, por su infatigable actividad post mortem (Ha habido cuatrocientas cuarenta documentaciones de personas a quienes han arañado y mordido aquí). En Warriston está la tumba de la pequeña Nancy, muerta a los tres años y a la que sus padres visitaron regularmente hasta sus respectivos fallecimientos, cuarenta años después. Su lápida, un querubín al que el paso del tiempo le ha hecho perder un ala, refleja simbólicamente el espíritu del lugar y, por extensión, el de muchos cementerios más o menos abandonados: destrozado y, aun así, bello. Y, sobre todo, en Edimburgo está Greyfriars. Greyfriars da la impresión de no ser del todo real, sino más bien un decorado para alguna película aún sin filmar. Recuerda a los cementerios de ficción más fascinantes. A las vetustas casas colindantes se les adosó una serie de enormes monumentos funerarios, de manera que los habitantes de las viviendas tienen la panorámica de sus ventanas oculta en parte por los mausoleos, circunstancia que explica el título del libro: La ventana de una cocina está encajada entre dos bóvedas enormes, con una jardinera repleta de geranios en el alféizar: una tumba con vistas. Uno de estos edificios cuyas ventanas traseras dan al camposanto es el del café Elephant House, en donde J. K. Rowling escribió parte de sus novelas de Harry Potter y se inspiró en las inscripciones de las lápidas para poner nombre a alguno de sus personajes, lo que hace que el cementerio esté siempre lleno de seguidores del joven mago. También muy visitada es la tumba de Bobby, el perro que a la muerte de su amo en 1858, pasó todas las noches de los siguientes catorce años, hasta su propia muerte, durmiendo junto a su sepulcro. Los visitantes, nos cuenta Ross, dejan palos, en lugar de flores, sobre su lápida, para que el perro corra tras ellos, en una costumbre conmovedora. En Geyfriars se conservan aún dos mortsafe unas jaulas de hierro colocadas sobre las tumbas para disuadir a los ladrones de cadáveres

Y ahora estamos en Belfast, en el cementerio de Milltown, a donde acuden en procesiones y desfiles, portando fotografías y lirios (el capítulo lleva por título el nombre de la flor), los simpatizantes y las familias de los patriotas fallecidos, partidarios de la independencia de Irlanda, por la que, en no pocos casos, hicieron verter sangre ajena (y propia, también, en ocasiones). Se dice a veces que un cementerio puede contar la historia de una ciudad (…) Milltown cuenta la de una lucha. Tumbas de miembros del IRA (entre ellos el muy conocido Bobby Sands, un icono muerto tras una huelga de hambre en 1981), inscripciones combativas (Asesinado por las armas del apartheid a manos de un escuadrón de la muerte británico; Quien muere por Irlanda vive; y, sobre todo, el escalofriante mantra repetido en una y otra vez: asesinado por su fe; asesinado por su fe; asesinado por su fe), agresivas pintadas políticas, constantes homenajes a quienes, a todas luces -más allá de la posible nobleza de la causa defendida-, habían sido terroristas), ostensible iconografía católica (desde 1869, casi doscientas mil personas han recibido sepultura en Milltown; entre esa multitud, solo hay un protestante). Histórica y furibundamente católico es Friar’s Bush, el cementerio más antiguo de Belfast, “cortado” por un muro subterráneo creado para mantener la pureza de la zona católica, en la que no tenían cabida, además de quienes no hubieran profesado esa fe -y por idénticas razones de fanatismo religioso-, los menores sin bautizar, los suicidas ni quienes hubieran comprado una tumba siendo católicos pero se hubieran convertido más tarde al protestantismo, en una muestra más, por si fueran pocas, de cómo la división sectaria que asfixiaba la vida de los irlandeses no se aflojaba con la muerte, sino que seguía apretando en las entrañas de la tierra

Y Ross viaja a Brighton para encontrarse, en una visita guiada llamada Mujeres famosas de Brighton, con Margaret Damer Dawson, la primera mujer policía; y con algunas de las primeras médicas que ejercieron en Gran Bretaña; y con la primera mujer británica que cruzó a nado el canal de la Mancha; y con Doreen Valiente, la madre de la brujería moderna; y, con Martha Gunn, llamada Reina de las Bañistas, que a finales del siglo XVIII se ganaba la vida ayudando a las mujeres adineradas a bañarse en el mar; y, núcleo central de un capítulo que la incluye en su título, la increíble Phoebe Hessel. Phoebe, nacida en 1713, tuvo una vida remarcable, en la que, a lo largo de 108 años, en los que sobrevivió al reinado de cinco monarcas, a dos maridos y a sus nueve hijos, sirvió como soldado (ocultando su condición femenina) en diferentes ejércitos, fue herida en batalla, se quedó ciega y paralítica y vivió peripecias múltiples que nos han llegado en versiones contradictorias en la que se confunden la historia y el mito (Era una Orlando, una Zelig, un portento). 

Bajo la rúbrica de Cedro, y en uno de los capítulos más largos de la obra, el libro nos lleva de nuevo a Londres, al cementerio de Highgate. En el relato de Ross nos encontramos las tumbas de George Eliot, la celebrada escritora victoriana, de la que hace años os traje aquí su novela Middlemarch; la de Karl Marx (Uno de los artículos más vendidos en la pequeña tienda de regalos de Highgate es un molde para galletas con el perfil de Karl Marx); la de Adam Worth, el Napoleón de los Ladrones, como dice su lápida, probable inspiración de Conan Doyle para crear al profesor Moriarty, el enemigo de Sherlock Holmes; la de George Wombwell, propietario de una casa de fieras victoriana, con un león coronando su tumba; la de Bruce Reynolds, uno de los asaltantes, en 1963, del vagón postal del tren de Glasgow, del que se llevaron tres millones de libras, en un atraco legendario que invadió los sueños de mi infancia; la de Michael Faraday, científico precursor de la electricidad; la de Malcolm McLaren, destacada figura de la primera ola del punk; la de Storm Thorgerson, diseñador de las portadas de los discos de Pink Floyd; la de Alexander Litvinenko, el exespía ruso asesinado por agentes de Putin mediante polonio radiactivo, lo que hace que su ataúd esté forrado de plomo; la de George Michael, una de las tumbas más visitadas; la de Lizzie Siddal, modelo de la Ofelia ahogada de Millais, esposa de Dante Gabriel Rossetti, muerta a los treinta y dos años tras hundirse en una marea de láudano, y exhumada siete años después para que su marido pudiera recuperar el libro de poemas que había enterrado como prueba de amor a su esposa y que ahora quería publicar (la leyenda dice que el ataúd estaba lleno del pelo de la joven, que había seguido creciendo después de su muerte); la de Sonny Anderson, un niño de once años, muerto por cáncer, cuya lápida muestra la esquina superior izquierda con la pizarra quebrada y reconstruida con piezas de Lego, en una idea de los padres para honrar de un modo “personalizado” y convenientemente infantil el recuerdo de su hijo. 

Todos ellos yacen en un escenario arquitectónicamente teatral, inaugurado en 1839 (El 26 de mayo de 1839, Elizabeth Jackson, de Golden Square, en el Soho, se convirtió en la primera persona en ser enterrada en Highgate), bajo la sobra tutelar de un gran cedro del Líbano, cien años más viejo que el propio cementerio, del que se nos cuentan las vicisitudes de su larga y finalmente truncada vida (Ese árbol había nacido georgiano y había muerto isabelino), entre jugosas informaciones sobre el auge de las incineraciones; sobre el desmesurado incremento de inhumaciones tras la Primera Guerra Mundial; sobre su dejadez y su abandono, invadido por la maleza y por exóticas criaturas faunísticas, y sobre la posterior rehabilitación de sus espacios; sobre la delirante presencia de un fantasma -una vez más, en leyenda que se reitera de unos tiempos y unos lugares a otros-, el Vampiro de Highgate; sobre la consiguiente invasión del lugar por hordas de tíos, la mayoría pirados, cargados de estacas de madera, crucifijos y dientes de ajo; sobre las limitaciones a las visitas y el turismo; sobre la amenaza de su pronto acabamiento (Hoy en día, Highgate casi ha alcanzado su capacidad máxima. Se calcula que quedan menos de cincuenta tumbas para enterrar ataúdes). 

En Sin marcar, un capítulo muy interesante, el relato se centra en Crossbones, el cementerio en el que se enterraba a las prostitutas que contaban con la autorización eclesial para poder ejercer su profesión, pero a las que, una vez muertas, no se las consideraba dignas para su sepultura en terreno sagrado. Está situado en Southwark, una jurisdicción que hoy forma parte de Londres y que desde el siglo XII tenía la consideración de zona de tolerancia, no sujeta, por tanto, a las leyes por las que se regía el resto de la ciudad. Sin lápidas que permitan identificar a los muertos, la mayor parte eran, aparte de las trabajadoras de los muchos burdeles de la zona, individuos marginales, difuntos proscritos, excluidos, inadaptados, asociales y, en definitiva, pobres de toda pobreza (Se calcula que hay unas quince mil personas enterradas en Crossbones). Los restos de los esqueletos extraídos en la excavación que hubo de hacerse en 1992 por las obras de ampliación de las líneas del metro, encontraron huellas ostensibles de las difíciles condiciones de sus duras existencias (muchos niños, mayoría de mujeres, ataúdes baratos, huesos deformados, rastros de sífilis, vidas transcurridas entre la niebla tóxica y los barrios bajos). Desde 1998 en Crossbones se celebran “vigilias”, mezcla de rito mágico totalmente sincero, acontecimiento bohemio bastante guasón y jarana de tipo performativo. Después de la muerte de David Bowie, en una de ellas se le concedió el “título” de Ángel de los Proscritos. 

Ross vuelve a Irlanda para hablarnos de los cillín (se pronuncia kilín y significa “iglesia pequeña”). En ellos -más de mil cuatrocientos en toda la isla de Irlanda- están enterrados niños muertos antes de su bautizo, y el libro se detiene en explicar su historia, las razones religiosas de su especificidad, relacionadas con la noción del limbo, su naturaleza transicional, de umbral o frontera entre el cielo y el infierno, que se refleja, en bastantes casos, en la propia ubicación de esos enterramientos, simultáneamente dentro y fuera de una granja, entre la tierra y el mar, en una isla a la que solo cabe acceder cuando baja la marea. Muchas de estas tumbas no están ni siquiera marcadas (de ahí el título del capítulo: Sin marcar), se encuentran en las lindes de los campos y, a menudo, los agricultores sacan con sus arado restos dispersos. 

Ancla es un capítulo muy emotivo en el que peregrinamos a los cementerios, donde permanecen enterrados las víctimas de las dos guerras mundiales. Dispersos por Gran Bretaña, Francia y toda la Commonwealth, pues las muertes se debieron a acciones de guerra, accidentes aéreos, hundimientos de barcos, y en estos casos se sigue la norma de sepultarlos en el lugar en el que fallecieron, existen cerca de 1,7 millones de tumbas y monumentos de guerra de la Commonwealth en veintitrés mil lugares de 153 países de todos los continentes excepto la Antártida. Ross nos lleva a la Isla Verde, a las islas Monachs, en las Hébridas, a la cumbre del More Assynt, todos en Escocia, y en cada caso nos cuenta las conmovedoras historias de combatientes muertos en defensa de su patria, cuyo espíritu se evoca a través de los versos del poeta y soldado Rupert Brooke: Si he de morir, piensa sólo esto de mí:/que algún rincón de una tierra extraña/será por siempre Inglaterra. También se nos da cuenta de los enterramientos de los soldados muertos sin identificar, desconocidos (solo en Francia aún hay cien mil soldados británicos y de la Commonwealth desaparecidos), cuyos restos se sepultaban bajo una leyenda piadosa: Conocido por Dios. En este sentido, podemos leer páginas muy curiosas y también enternecedoras sobre los “detectives de la guerra”, que aún hoy, a partir de los escasos restos hallados (un lápiz, trozos de papel, un anillo, una fotografía), intentan averiguar la identidad del muerto y ponerse en contacto con sus familiares (Suena un teléfono en Australia y alguien le dice al interlocutor que se ha encontrado en el campo en el que cayó a un hombre al que nunca ha conocido, que podría ser su pariente directo o no y que murió hace mucho tiempo en el otro confín del mundo. A pesar de todos esos grados de separación, es común que la gente se involucre personalmente y se eche a llorar). En un breve pero enjundioso paréntesis se nos presenta a los saqueadores de tumbas, que las profanan en busca de armas, hebillas de cinturón, balas, pertenencias de los soldados muertos para destinarlos al mercado negro -sí, existe, aunque repugne nuestra sensibilidad- de recuerdos de los campos de batalla. E igualmente hay, para agotar las ramificaciones bélicas del tema central, una subyugante digresión en torno al destino -muchas veces la pena de muerte- de los objetores de conciencia, en particular las de los dieciséis de Richmond, que, por distintas razones y en distintos grados se negarán a participar en las contiendas. 

Me resulta extraordinariamente tentadora la idea de daros cuenta, llevado por el entusiasmo que me suscitan las muchas y muy sugerentes historias del libro (de las que bastarían como significativa muestra las hasta aquí entresacadas de los apartados iniciales del ensayo), de la vasta variedad de semblanzas, anécdotas, sucesos, ejemplos y relatos que, de manera desbordante, asaltan al lector prácticamente a cada página de Una tumba con vistas. Pero ante la evidente imposibilidad de hacerlo por falta de tiempo, no queriendo alargar ya más la extensión de esta larguísima reseña, y habiendo resaltado suficientemente, a mi entender, el espíritu, el tono y el carácter de la propuesta en la que el libro consiste, de modo que quienes seguís el programa hayáis podido caer rendidos ya a los muchos alicientes que encierra, me despido por hoy dejándoos con un fragmento del libro y sin poder presentaros otros interesantes cementerios, a sus moradores y al copioso anecdotario de unos y otros. Son los casos del Eton College; de St. Mary the Virgin de Henbury, en Bristol; de los de Mount Jerome y Glasnevin (con la deslumbrante figura de Shane MacThomáis, en cierto modo núcleo irradiador del libro) en Dublín; del de Tory Bay, con la tumba cubierta por el mar de la bruja Lilias Adie; del de Brookwood en Londres y el Gardens of Peace, en Essex, cementerios musulmanes; del Holy Trinity de Rothwell, en Northamptonshire, con su tenebrosa Cripta de los Huesos; del de St. Michan, también en Dublín, con sus cuatro momias, la Desconocida, la Monja, el Ladrón y el Cruzado, en diferentes estados de conservación; del de St. Mary del pueblo de Northchurch, en Hertfordshire, en donde está enterrado Peter, el niño salvaje, encontrado en 1725 en un bosque, asilvestrado, incapaz de hablar; del de Sharpham Meadow, uno de los cerca de trescientos cementerios naturales del Reino Unido; el de Arnos Bale, también en Brístol, en donde termina el recorrido y el libro, en el que se celebran proyecciones de películas y otras actividades culturales, así como bodas. En particular, la de Liz y Shaun, que recorren bajo una lluvia de pétalos de rosa el arco que forman sus amigos y familiares. Si se buscara un símbolo que resumiera la forma en que los grandes jardines de la muerte también pueden ser lugares de vida, afirma, esperanzado y entusiasta Ross para clausurar su ensayo, bastaría con seguir los pétalos del suelo. Me di cuenta de que algunos habían caído sobre la tumba que compartía una pareja. William Ring había muerto en 1886; su esposa, Harriet, en 1908. Su convivencia había terminado, la de Liz y Shaun no había hecho más que empezar. Así es la vida. 

En fin, no deberíais dejar de leer este apasionante Una tumba con vistas, escrito por Peter Ross. Os aseguro muchas horas de amenas historias, reflexiones profundas e intensas emociones. Como complemento musical a esta reseña os dejo con un tema de los muchos que se mencionan en el libro. En la boda final de Lizz y Shaun suena Many rivers to cross, de Jimmy Cliff, que me parece una excelente elección para acompañar mis comentarios. 


Estaba en la tumba de Annie Paton Spence, conocida como Nancy, según rezaba la lápida, que murió el 25 de enero de 1933, a la edad de tres años y tres meses. Estaba enterrada junto a un hombre y una mujer, William y Margaret, que supuse que eran sus padres. Tuvieron que vivir mucho tiempo sin su pequeña, ya que murieron en 1969 y 1975 respectivamente. Era fácil imaginárselos acudiendo a ese lugar, adecentando la tumba, depositando rosas y algunas palabras que se quedaron por decir, hasta ese día en que la madre tuvo que empezar a ir sola. ¿Visitaría alguien la sepultura después de la muerte de Margaret? Tal vez no. Un enterramiento es como una flor abierta. Tiene una época, un momento de esplendor, más allá del cual los visitantes ya no se sienten atraídos. 

Esa tumba estaba coronada por una pequeña figura de piedra, una niña con un vestido, con los ojos cerrados y las manos unidas en oración. Sobre su hombro derecho, un arco de plumas de piedra congelado a mitad del aleteo. 

Un monumento así podría considerarse sentimentaloide, una noción de la muerte típica de Disney. Yo prefiero pensar que era un consuelo para sus padres. Había una lápida muy similar en la tumba de mi hermano pequeño, al que perdimos cuando tenía catorce meses. Los padres de Nancy, como los míos, habrían querido darlo todo por su hija y entregarle, como último regalo, algo precioso. 

La lápida de Nancy era un símbolo de todo el cementerio: Un querubín al que le falta un ala refleja el aspecto de este lugar. 

Destrozado y, aun así, bello. 
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Peter Ross. Una tumba con vistas

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