Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 1 de junio de 2011

FRANÇOIS RENÉ DE CHATEAUBRIAND. AMOR Y VEJEZ

Hola, buenos dias. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Como todos los miércoles, os recibimos aquí, en el 89.0 de Radio universidad, para proponeros una recomendación de lectura con la que esperamos acertar, un libro que os interese y os entretenga, os apasione y os divierta. Esta mañana traigo para vosotros un librito, un muy breve texto -su cuerpo principal apenas llega a las veinte páginas-, pero de una intensidad, de una emoción, de una inteligencia, de una profundidad tales que os aseguro que, más allá de la media hora escasa que os llevará su lectura, su poso, su influjo, su penetración, su capacidad de sugerir e inducir a la reflexión, van a provocar que esté con vosotros durante mucho tiempo.

El libro del que quiero hablaros es Amor y vejez. Su autor, un clásico, François René de Chateaubriand, y la editorial que lo dio a la luz hace unos meses fue la ejemplar Acantilado, de cuya política de publicaciones, rigurosa y escogida, ya he hablado aquí en otras ocasiones. El texto, como os digo, muy breve, se presenta traducido por José Ramón Monreal y acompañado de un también breve pero esclarecedor estudio del catedrático Marc Fumaroli, reconocido experto en Chateaubriand y responsable también de la publicación en España, asimismo en Acantilado, de la monumental obra maestra del literato francés, Memorias de ultratumba.

Amor y vejez recoge unas pocas páginas que el autor, ya mayor, ya bien entrado en la sesentena, escribió a una joven para explicarle que aún deseándola con pasión, iba, sin embargo, a rechazar sus propuestas amorosas. Estas pocas hojas estaban pensadas para ser incluidas en sus memorias, las del propio Chateaubriand, pero al final, quizá viéndose demasiado expuesto en ellas, quizá avergonzado por la sinceridad, por la fragilidad que emanaban de sus propias palabras, decidió no incorporarlas. Fueron la disculpable desobediencia y el no tan justificable ánimo de lucro de su secretario, que decidió conservarlas pese a la orden expresa del escritor, que le había ordenado quemarlas, los que las han preservado y, conocidas y divulgadas por primera vez en 1922, los que nos han permitido acceder ahora a ellas, publicadas en castellano.

No voy a detenerme demasiado en el comentario de la obra, hoy prefiero que sea el propio texto, a través de dos fragmentos elegidos, muy significativos, muy evocadores, muy tristes, muy bellos, el que hable y describa el libro en mi lugar. Dejadme deciros, tan sólo, que Amor y vejez es una obra maestra sobre el amor, el erotismo y la pasión, sobre la destrucción y el deterioro y la impotencia que provoca el terrible paso del tiempo, sobre el deseo y la insatisfacción, sobre el ansia de perfección, la ilusión y la aspiración de trascendencia del ser humano, sobre la nostalgia y la memoria y el recuerdo… Chateaubriand, el conquistador, el amante de mil mujeres y amado por cien mil, el seductor, el encantador, se encuentra, ya mayor, con una joven que le apasiona, que le enloquece, a la que ama… pero renuncia a ella de un modo desgarrado y tristísimo, trágico y conmovedor con razones y argumentos, con reflexiones y pálpitos, con intuiciones y lamentos de los que da cuenta en el libro. Escuchemos primero la inteligente descripción del ansia de amor, de la pasión romántica que aqueja al autor desde su juventud y que es la causa de todos sus males, sobre todo en estos sus días crepusculares:

Hay que remontarse muy atrás en el tiempo para dar con el origen de mi suplicio, hay que retornar a esa aurora de mi juventud, cuando me creé un fantasma de mujer que adorar. Me agoté con esa criatura imaginaria, luego vinieron los amores reales con los que no alcancé nunca esa felicidad imaginaria cuya idea estaba en mi alma. He sabido lo que era vivir para una sola idea y con una sola idea, encerrarme en un sentimiento, perder de vista el universo y poner la vida entera en una sonrisa, en una palabra, en una mirada. Pero incluso entonces una inquietud insoportable turbaba mis ensueños. Me decía: “¿Me amará ella mañana como hoy?” Una palabra que no era pronunciada con tanto ardor como la víspera, una mirada distraída, una sonrisa dirigida a otro que no fuera yo me hacia desesperar al instante de mi felicidad. Yo advertía su final y, dado que me acusaba a mí mismo de mi desventura, no he tenido nunca deseo de matar a mi rival o a la mujer cuyo amor veía extinguirse, sino siempre de matarme a mí mismo, y me consideraba culpable por no ser amado.

Relegado al desierto de mi vida, volvía a él con toda la poesía de mi desesperación. Trataba de descubrir por qué Dios me había traído a este mundo, y no conseguía comprenderlo. ¡Qué pequeño sitio ocupaba sobre la faz de la tierra! Aunque toda mi sangre se hubiera derramado en las soledades en las que me adentraba, ¿cuántas briznas de brezo habría manchado de rojo? Y mi alma, ¿qué era? Un dolorcillo desvanecido que se mezclaba con los vientos. ¿Y por qué todos estos mundos en torno a una criatura tan mísera, por qué ver tantas cosas?

Anduve errabundo por el globo, cambiando de lugar sin cambiar de ser, buscando siempre y sin encontrar nada. Vi pasar por delante de mí nuevas hechiceras; unas eran demasiado hermosas para mí, y no me habría atrevido a dirigirles la palabra, otras no me amaban. Y, sin embargo, mis días pasaban, y estaba espantado por su rapidez, y me decía: “¡Vamos, date prisa por ser feliz! Un día más, y ya no podrás ser amado”. El espectáculo de la felicidad de las nuevas generaciones que surgían en torno a mí me inspiraba los arrebatos de la envidia más negra; si hubiese podido aniquilarlas, lo habría hecho con el placer de la venganza y la desesperación.

¡¡Qué deslumbrante y lúcida descripción de la condición humana!! ¿O debiera decir de nuestra -de mi- torturada mente masculina? Tener la cabeza llena de sueños y no recibir una sola mirada de deseo. Esa frase, que ya no sé quién escribió, y que a mí me ha acompañado -como una especie de mantra- desde hace años, constituye una reflexión muy reveladora sobre los devastadores efectos del paso del tiempo en nuestras almas, en el amor, en nuestra pobre vida, y define, de un modo elocuente y a mi juicio bellísimo, el drama de la vejez del que da cuenta el libro de Chateaubriand. Transcurren los años, crecemos, envejecemos, nuestro cuerpo se deteriora, los hombros se arquean, flaquean nuestras piernas, la vista se apaga de modo progresivo, debemos esforzarnos para oír los sonidos que nos circundan, las palabras, las canciones. El organismo se rebela y nos deja ominosas pruebas de su decadencia. Se acercan, difusas pero firmes, las negras nubes de la muerte, la inexorable sombra de la tumba… y, pese a ello, seguimos deseando, la sonrisa de una desconocida entrevista al azar en una calle nos deslumbra, nos arrebata, nos emociona y entusiasma, pero, por desgracia, también nos trastorna y amarga, también duele, porque percibimos en ella, en su inaccesibilidad, en su ligera indiferencia, en su inocencia ajena a nuestro temblor, la derrota más acerba, el inevitable fin de nuestros días. No desearé más, pues, nos decimos, permaneceré ajeno a los encantos del mundo, a la belleza de las mujeres, cegaré mis ansias en su origen, olvidaré los sueños, me aislaré de la vida. Y no puede ser, claro, y vuelven los encantamientos estériles, vuelve el amor ya jamás correspondido, vuelven las quimeras imposibles, vuelve la irrefrenable atracción de los cuerpos hermosos, vuelve la conmoción del alma entera, vuelve la perturbadora imaginación, y, claro está, vuelve el desgarro, vuelve el sufrimiento, vuelve la frustración, vuelve la derrota, vuelve nuestro más definitivo fracaso, ahora sí irremediable.

De todo ello habla de un modo bellísimo Amor y vejez, de Chateaubriand, publicado por Acantilado, del que os dejo ya otro extenso fragmento en el que podréis encontrar la esencia del libro. Como acompañamiento musical al tema tratado, podréis escuchar, tras el texto leído, Old man, otro clásico, de Neil Young, aunque esta vez en la espléndida versión de Lizz Wright.

No, no soportaré nunca que entres en mi mísera casa. Me basta con reproducir tu imagen, como envejecer como un insensato pensando en ti. ¿Qué pasaría si te sentaras sobre la estera que me sirve de yacija, si respiraras el aire que respiro de noche, si te viera en mi hogar, compañera de mi soledad, mientras cantas con esa voz que me enloquece y me lastima?

¿Cómo creer que esta vida salvaje podría bastarte por mucho tiempo? Dos hermosos jóvenes pueden estar encantados con las atenciones que se prodigan mutuamente; pero, ¿qué harías tú con un viejo esclavo? De la noche a la mañana, y de la mañana a la noche, soportar la soledad conmigo, los furores de mis previsibles celos, mis largos silencios, las melancolías inmotivadas y todos los caprichos del carácter desgraciado que se desagrada a sí mismo y cree desagradar a los demás.

¿Y soportarías los juicios y las burlas de la gente? Si fuese rico, diría que te compro y que tú te vendes, pues nadie sería capaz de aceptar que pudieras amarme. Si fuese pobre, se burlarían de tu amor, y lo convertirían en un objeto ridículo a tus propios ojos, te harían avergonzarte de tu elección. En cuanto a mí, me acusarían como de un delito de haber abusado de tu candidez, de tu juventud, de haberte aceptado o de haber abusado del estado de delirio en el que caes.

Si te abandonases a los caprichos a los que a veces cede la imaginación de una muchacha, día llegaría en que la mirada de un joven te sacaría de tu fatal error, pues los cambios y el asco llegan incluso entre los amantes de la misma edad. Entonces, ¿con qué ojos me verías cuando apareciera ante ti bajo mi verdadera forma? Irías a purificarte entre unos brazos jóvenes después de la vergüenza de haber sido estrechada por los míos, pero ¿qué sería de mí? Tú me prometerías tu veneración, tu amistad, tu respeto, y cada una de estas palabras me rompería el corazón. Condenado a disimular mi doble ridículo, a tragar las lágrimas que harían reír a quienes las vieran en mis ojos, a guardar en mi pecho mis lamentos, a morir de celos, imaginaría tus placeres. Me diría:
En este momento, mientras se muere de placer en los brazos de otro, le repite esas tiernas palabras que me ha dicho a mí, mucho más sinceramente y con ese ardor pasional que no ha podido sentir nunca conmigo. Entonces, todos los tormentos del infierno embargarían mi alma y sólo podría aplacarlos cometiendo un crimen.



1 comentario:

Anónimo dijo...

qué bonito.

Dan ganas de leer ese libro y explorar el corazón de uno mismo.
Capa a capa ,ver qué pasa....como las Nanas de la Cebolla.