JEAN GIONO. EL HOMBRE QUE PLANTABA ÁRBOLES
Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Hoy quiero recomendaros un librito, muy breve -tanto que su texto íntegro puede encontrarse en infinidad de espacios comunes, no especializados, en Internet-, pero que está publicado en una edición preciosa muy bellamente ilustrada, por lo que os aconsejo su consulta o su compra, os sugiero que más allá de su lectura que, claro, es lo esencial, sin embargo tengáis en vuestras manos el primoroso ejemplar del que hoy os voy a dar cuenta. Se trata de El hombre que plantaba árboles, un cuento, una especie de parábola, muy breve como os digo, escrito por el autor francés Jean Giono y editado por José J. de Olañeta en Palma de Mallorca en el año 2006. El libro está traducido por Borja Folch, cuenta también con un interesante epílogo de Norma L. Goodrich y con magníficas ilustraciones de Michael McCurdy, unos grabados muy delicados que acompañan la lectura y la recrean y la enriquecen.
El hombre que plantaba árboles cuenta una historia muy simple, muy elemental incluso. Estamos en 1913. El narrador, en una caminata por los montes en la Provenza francesa, llega a un paraje desolado, un erial, una tierra yerma y descolorida, un lugar inhóspito, deshabitado. Allí encuentra a Elzéard Bouffier, un pastor de unos cincuenta años entregado a una tarea aparentemente absurda e imposible. Cada día, durante años, sin otra razón, sin otro impulso que su propia ilusión desinteresada, su convicción solitaria, su anónima y poderosa fe, su deseo, modesto pero irrefrenable, de llevar a cabo con dignidad su humilde tarea, Elzéard planta cien semillas de diversas variedades de árboles, robles, hayas, abedules, en aquel desierto despoblado. Treinta años después, de vuelta por aquellos parajes, el narrador encuentra un vergel, bosques tupidos, flores, agua que corre; encuentra un mundo fecundo y vivo, una comunidad rica y feliz donde antes sólo había desolación y muerte: la admirable tarea, silenciosa y paciente, constante y concienzuda de Elzéard ha dado sus frutos.
Llama la atención la variedad de lecturas que se han hecho de este sencillo relato. Rebuscando en internet para localizar documentación y completar la información necesaria para haceros esta reseña, he encontrado transcripciones literales del cuento en las páginas más diversas y variopintas: asociaciones ecologistas y servicios de jardinería, que privilegian del libro su sensibilidad con la naturaleza, con la conservación del paisaje, con la defensa del medio ambiente; bitácoras de profesores que destacan el valor formativo del cuento, su alabanza de las pequeñas virtudes, de los grandes valores: el trabajo bien hecho, la dignidad de la persona, la austeridad, la compasión, la humildad, la disciplina, la generosidad; espacios más o menos religiosos, católicos, budistas, revistas de yoga, de familias cristianas, grupos esotéricos, asociaciones new age, que hacen de la historia una lectura espiritual, casi mística; páginas de autoayuda, que celebran en el libro el esfuerzo desinteresado, la capacidad de luchar por los propios proyectos, la búsqueda de la felicidad en las pequeñas cosas, en los afanes modestos, en las tareas sencillas del día a día; incluso interpretaciones vinculadas al mundo de la empresa, a la gestión de recursos humanos en las organizaciones, para las cuales el comportamiento de Elzéard es el deseable para un directivo, para un alto ejecutivo, para un líder que dirige personas y proyectos empresariales; incluso, claro está, páginas literarias, que revelan los valores del libro desde el punto de vista estricto de la literatura.
A mí me interesa el libro, al margen de sus muchas enseñanzas personales y de la belleza de la historia, también en mi condición de educador. De hecho, uso el libro en mis clases de secundaria como un poderosísimo argumento para la motivación de mis alumnos. En unos tiempos como los nuestros en los que en tantos campos, con los medios de comunicación como exponente principal y destacado, se prima por encima de todo el éxito fácil, la gratificación inmediata, la fama repentina y siempre efímera, en una época en la que tanta gente busca el reconocimiento externo, el oropel, la vanidad inane de la rutilante y vacua celebridad, en un mundo superficial que exige resultados ahora mismo, sin demora, que busca la satisfacción momentánea, el presente confortable, que no tolera demorar y menos diferir el placer en aras de la obtención de ulteriores fines más altos, en una sociedad que parece denostar el esfuerzo, el sacrificio, los afanes nobles y a largo plazo, la figura del bueno de Elzéard, el pastor ejemplar que sin esperar recompensa alguna, desentendido del aplauso ajeno, se entrega a una tarea cuyos logros finales el no verá y que con desusada modestia se ocupa, sencillamente y sin pretensiones, en hacer ‘lo que hay que hacer’, en un proyecto que lo trasciende y que le sobrevivirá, es un ejemplo excepcional que si logra calar en los corazones jóvenes, puede llegar incluso -disculpadme mi optimismo- a cambiar vidas.
En definitiva, pues, son muchas las posibles lecturas del libro, por lo que sean cuáles sean vuestros intereses, las razones por las cuales os acercáis a los libros, creo que en El hombre que plantaba árboles vais a encontrar motivos para la reflexión, el disfrute y la satisfacción. Comprado, leedlo y gozadlo, estoy seguro que no os va a decepcionar. Tomando como referencia la idea de motivación, cerramos el espacio con Fix you, una optimista canción de Coldplay. Hasta la semana próxima.
Allí donde en 1913 no vi más que ruinas, ahora se levantan granjas bien cuidadas, pulcramente enlucidas, testimonio de una vida cómoda y placentera. Los antiguos arroyos, alimentados por la lluvia y la nieve que acumula el bosque, fluyen de nuevo. Sus aguas se han canalizado. En todas las granjas, en bosquecillos de arces, las albercas rebosan agua clara sobre tapices de hierbabuena. Los pueblos se han ido reconstruyendo poco a poco. Las gentes de las llanuras, donde la tierra es costosa, se han establecido aquí, trayendo consigo juventud, acción y espíritu aventurero. Junto a los caminos encuentras hombres y mujeres campechanos y cordiales, muchachos y jovencitas que saben reír y han recuperado la afición por las meriendas campestres. Contando a los antiguos pobladores, irreconocibles ahora que viven con holgura, más de diez mil personas deben su felicidad a Elzéard Bouffier.
Cuando pienso que un solo hombre, armado únicamente de sus recursos físicos y morales, fue capaz de hacer surgir de un yermo esta tierra prometida, me convenzo de que, a pesar de todo, el género humano es admirable. Pero cuando hago el cómputo de la constante grandeza de espíritu y de la tenaz benevolencia que sin duda ha requerido alcanzar este resultado, me embarga un inmenso respeto por este viejo campesino iletrado que ha sabido completar una obra digna de Dios.
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