Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 8 de junio de 2011


UMBERTO ECO. EL CEMENTERIO DE PRAGA

Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro que como cada miércoles sale a vuestro encuentro con la intención de ofreceros una nueva recomendación de lectura que pueda resultaros de vuestro agrado. Nuestro consejo de hoy, como el de hace un par de semanas cuando me referí a la última obra de Mario Vargas Llosa, resulta bastante elemental, obvio y, en cierto sentido, redundante, porque hoy también quiero hablaros de una novela de un autor consagrado, uno de esos no muy numerosos autores que ha superado fronteras y países, límites geográficos e incluso literarios y cuyo nombre, pronunciado en sea cual sea el contexto, resulta automáticamente reconocido y pertenece, como diría un crítico pedante, al mainstream, a ese núcleo central de la cultura globalizada, de modo que traerlo ahora aquí, cuando ya ha protagonizado las páginas de revistas y periódicos, las portadas de noticiarios y suplementos culturales, cuando ha desfilado sin cesar por todas las televisiones, puede resultar superfluo e innecesario. Se trata, quizá ya lo habéis adivinado, de Umberto Eco y su más reciente novela El cementerio de Praga que hace unos meses presentó la editorial Lumen en una unánimemente reconocida como espléndida traducción de Helena Lozano Miralles; una traducción por lo demás compleja, dada la riqueza del léxico que se emplea en el libro, dada la erudición del autor, y dada, sobre todo, la excepcional recreación que en la novela se hace de un universo, el de todo el siglo XIX, y dentro de él, de un mundo, el del ambiente libresco, las conspiraciones políticas y religiosas, el de las sectas masónicas y los movimientos carbonarios, el de las intrigas oficiales en el seno de los poderes, el de las falsificaciones y las imposturas en documentos y personas, el del espionaje y los oscuros complots perpetrados por agentes dobles y hasta triples, un territorio literario, en fin, que requiere y que aun exige un lenguaje muy preciso y ajustado para resultar fidedigno y que la traducción de Helena Lozano logra con creces. Os daré un indicio más, aunque pueda resultaros demasiado personal y a la postre disuasorio: yo he tenido que consultar el diccionario en más de una ocasión para aclarar dudas acerca de términos para mí desconocidos, lo que es prueba -doble prueba- de mi ignorancia, claro, pero además de la amplitud, la profundidad y la excelencia del idioma usado por Eco y por su eficiente traductora.

Pero vayamos con el libro, que con tan extensos prolegómenos no dispongo ya de tiempo para analizarlo más que someramente. El cementerio de Praga va a ser, sin duda, lo es ya, como lo fue hace ahora treinta años la gran obra de Eco, El nombre de la rosa, un best-seller, un éxito de ventas. Pero a mi juicio, creo que la última novela del italiano va a ser sólo eso y no tendrá -quizá me equivoque- la repercusión que sí tuvieron las peripecias y aventuras de Guillermo de Baskerville y de su joven ayudante. Quiero decir con ello que El cementerio de Praga va a ser, resulta indudable, muy vendido, pero creo, permitidme un pronóstico aventurado, que será muy poco leído.

Y no es la falta de interés del argumento, que os resumiré en un instante, lo que suscita mi arriesgada opinión, sino el propio desarrollo de la novela, abigarrado, confuso en ocasiones, también su estructura, compleja, difícil de seguir a veces, con dobles planos, vueltas adelante y atrás en el tiempo no siempre muy nítidas -hasta el punto de que el autor se ve obligado a incluir al final del libro una tabla de correspondencias entre los tiempos de la trama y los de la realidad histórica-, la profusión de datos, de acontecimientos y de personajes históricos, con los que quizá se encuentre familiarizado un ciudadano italiano o hasta un francés razonablemente culto, pero ajenos y, en su abundancia, disuasorios incluso para un lector medio español. Los medios de comunicación se han centrado en los aspectos supuestamente provocadores del libro, el manifiesto y agresivo antisemitismo de su personaje principal sobre todo, pero ello, como reconoce el propio Eco, no tendrá otra incidencia que la mayor difusión del libro, no resulta un obstáculo infranqueable para un lector formado que sabe distinguir con nitidez la ficción y la realidad. Son otros, en cambio, los motivos del rechazo que puede encontrar la novela, los que al menos ha encontrado en mí: el aluvión de informaciones que inunda el libro pero que no llega a penetrar nunca en el alma de lector; el personaje central, que más que antipático, que lo es, nos resulta ajeno y, lo que es peor, casi siempre indiferente, a años luz de nuestras vidas en sus preocupaciones, en sus intereses; una indiferencia que, en suma, se hace extensiva a la historia entera, que transcurre siempre a mucha altura por encima del anonadado lector, una novela demasiado ‘intelectual’, demasiado artificial, demasiado construida, demasiado fría. Y uno reconoce en ella los motivos de interés, la excelencia literaria de su autor: la magnífica recreación de una época, que revela el dominio y la maestría de Umberto Eco en el manejo de lo que podemos suponer una inmensa bibliografía y una cantidad desmesurada de fuentes históricas; el profundo conocimiento de la literatura folletinesca del XIX, Dumas y Sue sobre todo muy presentes en el texto; la parodia implícita de los libros de conspiraciones vaticanas -ese subgénero tan en boga, con El Código da Vinci como exponente principal; el mordaz sentido del humor; incluso la actualidad de su propuesta, con los polémicos papeles de Wikileaks como el referente en nuestros días del flujo de informaciones -fraudulentas o no- que corren por el libro. Pero las peripecias del capitán Simonini, el falsificador que protagoniza la novela, y las vicisitudes de lo que acabarán siendo los espurios protocolos de Sión que el piamontés fabrica y difunde, nunca llegan a ’tocarnos’; yo he acabado la novela -con dificultades, todo he de decirlo- y a su término me he dicho: 'sí, muy bien, muy bonito, muy inteligente, pero ¿qué me importa a mí todo esto?', antes de que el libro vaya difuminándose en mi memoria hasta desaparecer para siempre, sin dejar rastro apreciable en mí.

Y ello, insisto, pese a que su trama, en su mera descripción abreviada, puede resultar atractiva. Nuestro capitán Simonini es, en efecto, un falsificador, nacido en Italia en 1832, y que con el siglo XX casi alboreando cuenta retrospectivamente la historia de su vida, una vida de intrigas e imposturas, de fraudes e insidias, de conspiraciones y mentiras, de dobleces y engaños. Profundamente misógino, aborrece a las mujeres, y por supuesto a todas las razas ‘inferiores’, pero también a los judíos, a los masones, a los jesuitas, a los republicanos. De su radical soledad, de su huraño aislamiento del mundo, sólo lo salva su gula, su desorbitada pasión por la comida, lo que por otro lado permite a Umberto Eco dar nueva prueba de su erudición en decenas de recetas de platos servidos en restaurantes y figones, en tascas y comedores de la época. Simonini se vende al mejor postor, pergeñando documentos falsos y comprometedores para unos y otros, con una absoluta amoralidad y sin escrúpulos de conciencia. Reparad en este fragmento del libro, muy ilustrativo sobre la personalidad del individuo: Quede claro, querido Simone, que yo no fabrico falsificaciones, sino nuevas copias de un documento auténtico que se ha perdido o que, por un trivial accidente, nunca ha llegado a ser producido pero que habría podido o debido serlo. Sería una falsificación si yo redactara un certificado de bautismo en el que resultara, perdóname el ejemplo, que has nacido de una prostituta de esas de Odalengo Piccolo -y se reía por lo bajo, feliz con esa deshonrosa hipótesis-. Jamás osaría cometer un crimen de ese tipo porque soy un hombre de honor. Claro que, si un enemigo tuyo aspirara a tu herencia y tú supieras sin lugar a dudas que el fulano no nació ni de tu padre ni de tu madre sino de una buscona de Odalengo Piccolo y que ha hecho desaparecer su certificado de bautismo para aspirar a tu riqueza; pues bien, si tú me pidieras que fabricara ese certificado desaparecido para confundir a ese malhechor, yo ayudaría, permítaseme la expresión, a la verdad, probaría lo que sabemos que es verdadero, y no tendría remordimientos. Es en verdad, este Simonini, un cínico profundamente desagradable, capaz de urdir, a partir de un recuerdo familiar, una descabellada historia -pero creíble a la vez- de una falaz conspiración judía para adueñarse del mundo, una conspiración que partiendo de una tenebrosa reunión en el cementerio de Praga habría atravesado los siglos influyendo y condicionando la política y la historia, alterando negocios, generando odios, provocando guerras.

Es, pese a todo, este nuevo libro de Umberto Eco, una novela más que estimable, no podía ser de otra manera, dada la inmensa sabiduría y la incuestionable inteligencia del autor, aunque, por una vez, inteligencia y sabiduría suenen en mis labios con un tono algo peyorativo, que pretende daros cuenta de la fría precisión, la gélida construcción, la algo artificiosa perfección de la novela.

La nacionalidad del escritor piamontés dirige hoy mi recomendación musical. Se trata de la magnífica Certamente interpretada por el grupo italiano Madreblu. Hasta la semana que viene.


Ahí están las bromas que gasta la memoria. Quizá esté olvidando hechos de capital importancia, pero me acuerdo de la emoción que experimenté aquella noche cuando, cerca del Pont Royal, me quedé parado, herido por un repentino resplandor. Estaba ante las obras de la nueva sede del Journal Officiel de l’Empire François que por la noche, para acelerar las obras, estaba alumbrado por la corriente eléctrica. En medio de una selva de vigas y andamiajes, una fuente luminosísima concentraba sus rayos sobre un grupo de albañiles. Nada puede verter en palabras el efecto mágico de aquella claridad sideral, que resplandecía en las tinieblas que la rodeaban.

La luz eléctrica... En aquellos años, los necios se sentían encandilados por el futuro. Se había abierto un canal en Egipto que unía el Mediterráneo con el mar Rojo, por lo que ya no hacía falta dar la vuelta a África para ir a Asia (y así saldrían perjudicadas muchas honestas compañías de navegación); se había inaugurado una exposición universal en la que las arquitecturas dejaban intuir que lo hecho por Haussmann para arruinar París era sólo el principio; los americanos estaban acabando un ferrocarril que atravesaría todo su continente de oriente a occidente, y dado que acababan de darles las libertad a los esclavos negros, pues ahí tendrían a toda esa gentuza invadiendo toda la nación, convirtiéndola en una ciénaga de híbridos, peor que los judíos. En la guerra americana entre el Norte y el Sur, habían aparecidos unas naves submarinas, donde los marineros ya no morían ahogados, sino asfixiados bajo el agua; los buenos cigarros de nuestros padres iban a ser sustituidos por unos cartuchos tísicos que se quemaban en un minuto, quitándole todo gozo al fumador; nuestros soldados, desde hacía tiempo, comían carne podrida conservada en cajas de metal. En América, decían haber inventado una especie de cabina cerrada herméticamente que subía a las personas a los pisos altos de un edificio por obra de algún que otro pistón de agua. Y ya se sabía de pistones que se habían roto un sábado por la noche y de gente que quedó atrapada durante dos noches en esa caja, sin aire, por no hablar de agua y comida, de suerte que el lunes los encontraron muertos.

Todos se complacían porque la vida se estaba volviendo más fácil, se estaban estudiando máquinas para hablarse desde lejos, otras para escribir sin la pluma.

¿Seguiría habiendo algún día originales que falsificar?



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