ANNEMARIE SCHWARZENBACH. TODOS LOS CAMINOS ESTÁN ABIERTOS
Hola, buenos días. Aquí estamos, una semana más, en Todos los libros un libro, la sección de recomendaciones literarias de Radio Universidad y Onda Cero Salamanca en la que, cada miércoles, os invitamos a adentraros en un libro interesante y de calidad. Hoy despedimos la temporada regular del programa hasta el curso próximo, aunque en los próximos meses iré dejando en nuestro blog algunas reseñas adicionales. Y como ya estamos en verano y como la estación estival es propicia para los viajes, he escogido como cierre de las emisiones del curso un libro de temática viajera. Quiero hablaros, pues, hoy, de un pequeño librito, publicado por la estupenda editorial Minúscula, tan pródiga en ofrecernos joyas literarias casi olvidadas, presentadas siempre en ediciones muy cuidadas, con un formato precioso que hace que el solo hecho físico, material, de manejar el libro, ya sea una delicia. Y si además del continente, el contenido es tan sugestivo como el de este Todos los caminos están abiertos, que voy a recomendaros a continuación, entonces el acto de leer se convierte en un placer difícilmente igualable. Todos los caminos están abiertos, ya veis que el sugerente título ya induce al viaje, es obra de la suiza Annemarie Schwarzenbach, y se publicó en 2008, en el seno de la citada editorial Minúscula, con la traducción de María Esperanza Romero. El texto cuenta con un posfacio de Roger Perret, también muy interesante y esclarecedor, sobre las singulares vida y obra de la autora.
Annemarie Schwarzenbach nació en 1908 en Zúrich y murió, muy joven, a los treinta y cuatro años, en un accidente de bicicleta, tras una vida intensa y apasionante, llena de logros y también de excesos. Doctora en historia, periodista, arqueóloga, dedicó gran parte de su existencia (de una agitada existencia marcada por su adicción a las drogas, sus reiteradas curas de desintoxicación y sus intentos de suicidio) a los viajes. Mujer inquieta, viajó por Europa, por África, por Estados Unidos, por Asia, casi siempre en coche, casi siempre acompañada por amigas, casi siempre con un inequívoco propósito documental, periodístico o incluso etnológico, provista de material cinematográfico, filmadoras, máquinas de escribir, cámaras de fotos y todos los aditamentos necesarios para dar cuenta al mundo de sus peripecias, de sus hallazgos, de los exóticos territorios que visitaba.
En Todos los caminos están abiertos se recogen las crónicas, una por capítulo, que la autora envía a diferentes periódicos europeos, en las que relata su viaje de varios meses, en coche, un magnífico Ford Roaster de lujo de dieciocho caballos, preparado para la ocasión, entre Ginebra, de donde parte el 6 de junio de 1939 y la India, pasando por los Balcanes, Turquía, Persia y Afganistán. La vuelta a casa, en barco desde Bombay, en las primeras semanas de 1940, atravesando el Canal de Suez, es narrada también en los dos últimos capítulos. Annemarie viaja con su amiga, la escritora suiza Ella Maillart, con la que acabará teniendo profundas desavenencias al término de la aventura, debidas, en parte, a los desequilibrios psíquicos de la primera.
Porque de aventura se trata, sin ninguna duda. Imaginad a dos mujeres solas, en 1939, con los ecos de la guerra mundial resonando por doquier, con los territorios asiáticos por los que atraviesan convertidos en lugares estratégicos de la contienda (si bien no de una importancia capital, no en el frente de guerra principal), en un pequeño coche (pese a sus lujos, un automóvil de los años treinta del pasado siglo) que debe superar desfiladeros y carreteras infames, pistas intransitables y lodazales, desiertos desolados y trochas de cabras, sin conocer los idiomas locales, aunque, eso sí, provistas de una innegable simpatía y una misteriosa capacidad para congeniar con los aborígenes con los que van topándose, dos mujeres de mundo, cosmopolitas y decididas, curiosas y valientes, intrépidas e independientes, sensibles y poseídas de un envidiable anhelo de libertad y, como os digo, de un ansia insaciable de aventura. Ellas, sin embargo, declararían después del viaje que su propósito no era estar buscando aventuras, sino única y exclusivamente un respiro en países donde aún no regían las leyes de nuestra civilización y donde esperábamos vivir la singular experiencia de que tales leyes no eran trágicas, ineluctables, irrevocables, imprescindibles. La amenaza y la huída del infierno nazi que dejaban tras sus pasos, pueden explicar estas palabras.
El libro interesa, en primer lugar, por su mera condición testimonial, por su retrato fidedigno de los lugares visitados. Poder conocer, como hacemos al enfrascarnos en una lectura arrebatadora, los países, las costumbres, las gentes, las comidas, los paisajes, el panorama cultural y humano y físico de ese mundo exótico de hace setenta años, constituye un placer intelectual de primer orden. Pero además hay sustanciosas reflexiones sobre el viaje, sobre la búsqueda del sentido de la vida, sobre la aspiración de la felicidad, sobre el papel de las mujeres, en general y en las sociedades tan cerradas que visitan, sobre el mundo convulso que dejan atrás, con la barbarie nazi amenazando la civilización conocida; unas pensamientos, unas opiniones, siempre interesantes y que suponen otro de los atractivos del libro.
Pero, a mi juicio, Todos los caminos están abiertos destaca, de una manera primordial, por la extraordinaria capacidad de observación de su autora, por su penetrante mirada sobre el mundo que visita, por el minucioso detalle y la riqueza de las descripciones que nos ofrece: el polvo del desierto, lo agreste de las rutas, lo impenetrable de los caminos, la soledad abrumadora de las estepas asiáticas, el colorido y el abigarramiento de los mercados, con los sacos de arroz y la pimienta, los cigarrillos rusos y los terrones de azúcar, los olores embriagadores, las pilas de tortas de pan y los modestos puestos de los sastres y zapateros, de los cardadores de lana y los vendedores de melones, los camellos apiñados entre gritos de arrieros, frescas risas de niños, rotundas voces de hombres que regatean bajo un sol inclemente, o la exhaustiva y poética descripción del lujo sencillo de las comidas, de los alimentos: podemos ver y deseamos comer estas uvas de color violeta, verde turquí, gris aterciopelado o azules como el lapislázuli, transparentes como el cristal, lechosas y dulces como el pecado original… ya veis… una auténtica delicia.
No deberíais perderos esta maravilla de Annemarie Schwarzenbach, Todos los caminos están abiertos, publicado por la Editorial Minúscula. Sin duda vais a disfrutar de él. Despertará además en vosotros, por si no está suficientemente arraigada en vuestras almas, el ansia del viaje, de conocer otros países, otras gentes, incluso conocer otras caras de uno mismo como inevitablemente ocurre en todo viaje que merezca ese nombre.
Os dejo con un muy evocador pasaje del libro que seguro os va a encantar. Tras él una canción de la inmensa Natalie Merchant, San Andreas fault, que habla también de un viaje, un viaje fallido en busca de los propios sueños. Con ella despedimos nuestra sección por hoy y hasta el curso próximo. Pasad un buen verano. Adiós.
En uno de los hermosos y vastos jardines de la ciudad persa de Ispahán, al final de un estanque alargado que atraviesa como una corriente de agua los arriates de rosales, se halla un pequeño palacio que llaman Cihil Sutun. El nombre significa ‘cuarenta columnas’. Y, en efecto, el elegante edificio encaramado en el aire está formado únicamente por un bosque de esbeltas columnas de madera que, sosteniendo un tejado plano e ingrávido, en vano se elevan, cual tallos tiernos, como si quisieran alcanzar el cielo, mientras que la pared del fondo, admirablemente adornada con delicados arabescos, ornamentos florales y estrellas de colores, apenas sí se distingue tras la suave serenidad de la galería de columnas. Pero si uno se detiene a contarlas, constata que solo hay veinte, y si le extraña el nombre de Cihil Sutun, no tiene más que seguir al jardinero hasta la otra orilla de la corriente de agua para divisar desde la lejanía las veinte columnas y su claro y perfecto reflejo.
Pero el número cuarenta tiene otra explicación. Cuando aún no sabía nada al respecto y solo conocía Afganistán de nombre, un amigo afgano me contó que en su país había cuarenta variedades de uva.
-¿Por qué precisamente cuarenta? –le pregunté.
-Cuarenta –respondió- significa un sinnúmero, una cantidad infinita de algo, significa dulzura, infinito derroche.
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