Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de diciembre de 2011

CARSTEN JENSEN. NOSOTROS, LOS AHOGADOS

Hola, buenos días. A veces, me asalta aquí, en Todos los libros un libro, la tentación de obviar mis comentarios sobre una obra. Quiero decir que hay casos en los que el libro que quiero recomendaros es tan inmenso, en todos los sentidos, tanta su extensión, tanta su riqueza, tantas las historias que encierra, tantos y tan sugestivos sus personajes, tantas las enseñanzas y la sabiduría sobre la vida humana que contiene, tanta la sensibilidad con la que está escrito, tanta la emoción que nos transmite, tanto lo que nos conmueve, tan apasionantes sus tramas, tan intenso, en fin, el acto de su lectura, que uno mismo piensa de antemano en renunciar a cualquier tipo de glosa, de interpretación, de exégesis, por entender que todo ello, todas las reflexiones, todos los análisis, todas las aclaraciones que yo pueda haceros aquí, resultarán superfluas, estériles y de ninguna manera podrán dar siquiera mínima cuenta de la enormidad de la obra reseñada. A veces, pues, sólo me veo capaz de dar paso de un modo emocionado e irreflexivo a los adjetivos que se agolpan en mi boca tras una lectura deslumbrante: genial, magnífico, espléndido, conmovedor libro. A veces sólo tengo estos recursos casi animales, meras expansiones guturales: "¡qué maravilla!", me digo, "¡qué novela impresionante!", casi sólo puedo gritarlo de modo irracional, pareciéndome desmesurada o incluso imposible la tarea de intentar reducir a frases completas, con sujeto verbo y predicado, esa sobrecogedora experiencia vivida, de intentar poner un poco de racionalidad en el temblor que la lectura me ha provocado y de sistematizar unas cuantas ideas acerca de lo que ese libro y mi existencia entre sus páginas durante días han supuesto para mí, para ofrecéroslas de modo convenientemente ordenado e ilustrativo para vosotros.

Todo ello es, exactamente, lo que me sucede en este momento, cuando me veo obligado a resumiros en escasos diez minutos la desbordante magnitud de Nosotros, los ahogados, la excepcional y voluminosa novela -setecientas páginas- escrita por el danés Carsten Jensen que la editorial Salamandra publicó en 2010 en traducción, directamente del idioma original, de Juan Mari Mendizábal. (Es por ello que ahora mismo, mientras escribo estas palabras, desisto de emitir esta reseña en su edición radiofónica, imposible ceñirme a ese escaso tiempo; dejaré este comentario en las ediciones navideñas del blog, que no serán radiadas). Dejadme deciros, para empezar, que mientras avanzaba entusiasmado en el libro, he ido recogiendo en él hasta un total de sesenta notas de lectura, de una lectura gozosa, pese a lo que la frialdad algo distanciada de las notas pueda hacer suponer, sesenta citas muy significativas que contienen algunas de las claves, que ejemplifican distintos aspectos esenciales de la novela. Y dejadme avanzaros también, impotente, que la sola mención de cuatro o cinco de ellas ya ocuparía por completo el espacio de una reseña habitual. Me conformaré, pues, con comentaros los rasgos más destacados del libro, sin agotar su estudio, confiando en que lo poco que pueda deciros de él sea lo suficientemente sugestivo para que os decidáis a leerlo y completar por vosotros mismos todos esos aspectos que yo no puedo ni esbozar siquiera.

Nosotros, los ahogados narra cien años, de 1848 a 1945, de la vida de Marstal, un pueblo danés en el que nació el propio autor, que de esta manera relata, a través de la novela, la historia más reciente de su lugar de origen. Para llevar a cabo su ingente tarea, la de dar cuenta de las vidas enteras, a lo largo de un siglo, de decenas de sus conciudadanos, en realidad de todo un país, el no demasiado literaturizado Dinamarca, Jensen rastrea en los archivos de las instituciones de la ciudad e investiga en ellos y en periódicos y revistas de la época para ambientar los episodios narrados, se sumerge -y el término nunca puede resultar más apropiado- en una abundante y muy atractiva bibliografía de la que nos da cuenta al término del libro, para dotar a éste de una riqueza de lenguaje, el lenguaje específico y tan rico del universo marinero, de una precisión, de un realismo y de una verosimilitud que constituyen uno de los grandes atractivos de la obra. Llega incluso a tomar prestados, para la composición de sus personajes, rasgos de algunos auténticos habitantes de su ciudad, usa para ellos los apellidos tradicionales en la zona, menciona las verdaderas calles y los monumentos de Marstal, también sus paisajes, su orografía y sus accidentes geográficos, fotografía, en suma, con acentuada minuciosidad, cien años de la vida de su pueblo. Pero, no os equivoquéis, pese a la muy sólida y claramente perceptible base histórica y documental del libro, este es una novela, pertenece al cien por cien al fecundo territorio de la ficción. Los variados y complejos y extraordinarios personajes que surcan el libro, sus múltiples peripecias, la infinidad de episodios que viven, los innumerables relatos que nos trasladan desde los gélidos ámbitos nórdicos a las transparentes aguas de los Mares de Sur, escenarios de sus aventuras vitales, a los convulsos tiempos en los que se desarrolla la novela, son un prodigio de inventiva, seducen con la encantadora magia de las mejores fabulaciones, nos encandilan y atrapan como sólo ocurre con los cuentos más imaginativos, más inspirados, más apasionantes, como sólo ocurre con la Literatura de mayor calado, la más lograda.

Marstal es un pueblo de marineros que ha vivido durante siglos por y para el mar, y es por ello por lo que la novela nos remite constantemente -hay, además, citas explícitas a esas referencias- a escritores que han hecho del mar el objeto de su obra, como Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson, Herman Melville, e incluso Mark Twain y hasta el propio Homero. A lo largo del relato se nos cuenta, como os digo, la historia de la ciudad a través del eje central -aunque plagado de sustanciosas derivaciones- que conforman las tres generaciones (y una cuarta incipiente y por venir) de una familia del pueblo. Laurids Madsen, que estuvo en el cielo pero volvió a bajar gracias a sus botas, es el primer referente de la saga, a mediados del siglo XIX. Su hijo Albert prolonga la existencia de la familia hasta las postrimerías de la primera guerra mundial. Por último, Knud Erik, una suerte de hijo adoptado de Albert, continúa la trayectoria de los Madsen hasta el final de la segunda gran guerra. Los tres son marinos, los tres viven existencias intensas, tanto en el plano exterior, podríamos decir, con viajes, aventuras, empresas, sucesos extraordinarios, conflictos bélicos, desgracias y hazañas marineras sin cuento, como en el íntimo, con la apasionada vivencia de amores, mujeres, amistades, afectos, pérdidas, despedidas, logros, lágrimas, retos, apegos, renuncias, fracasos, enfrentamientos, derrotas...

La novela se desarrolla en dos niveles simultáneos que se entremezclan y superponen, el colectivo y el individual. La narración de la fabulosa y en algunos casos con visos de legendaria experiencia vital de la familia Madsen es sólo la excusa para describir la historia de todo el pueblo. De tal manera que en este primer nivel el narrador es colectivo, un nosotros (la novela se cuenta aquí desde la primera persona del plural, en un recurso literario para mí novedoso y en cualquier caso eficacísimo), un nosotros, digo, que representa a todos los ciudadanos de Marstal: Todos los del pueblo tienen una historia, pero no son ellos quienes la cuentan. Su autor son los mil ojos, mil oídos y quinientas plumas que toman nota sin cesar, cuenta este narrador múltiple en un momento del libro.

Y la vida de este ‘nosotros’ es el mar, el mar es el destino de los hombres y la angustia de las mujeres que padecen la ausencia de sus maridos e hijos, la pesca y el transporte marinos son sus fuentes de subsistencia, hacerse a la mar su voluntad desde niños, navegar su ansia única, los barcos su pasión, su afán primero la libertad del vasto océano, su empeño colectivo doblegar al mar, resistirse a su potencia incalculable, a la enormidad de su poder, su esperanza improbable volver una vez más a casa tras meses o años embarcados, su previsible futuro morir ahogados. Esta dimensión trascendente, fatalista, épica de la vida de una nación impregna toda la novela y está presente en el muchas veces aciago sino de casi todos los personajes, seres con una dimensión trágica abocados a una misión superior a sus limitadas fuerzas de simples humanos. Seres perdidos más allá de la inmensidad de los mares. Yo era un marino con experiencia. Había cruzado los grandes océanos, pero en aquel momento me sentía nuevo en el mundo, no porque no conociera sus activas y atiborradas ciudades portuarias, sus costas orladas de palmeras o sus escollos azotados por el viento, sino porque aún sabía muy poco acerca de mi alma. Sabía navegar siguiendo una carta marina. Sabía establecer mi posición con la ayuda de un sextante. Me encontraba en un lugar desconocido del Pacífico en un barco sin capitán, y aún así era capaz de encontrar el rumbo. Pero no tenía ningún mapa de mi interior, ni rumbo alguno en la vida.

Y esta compleja y apasionante historia colectiva se relata a partir de infinidad de relatos parciales que se desarrollan en múltiples escenarios y con numerosos personajes fascinantes que conforman un friso completísimo en el que vemos reflejada, como os digo, la vida entera de una nación durante un siglo. Y viajamos así al Callao y a la isla de Lobos, un islote cubierto de guano justo al sur del Ecuador, nos enrolamos en una corbeta en Nueva Escocia, desembarcamos en Nueva York, ponemos rumbo a Samoa, acompañamos al capitán Cook en su funesto final frente a la costa de Kealakekua, en Hawaii, escapamos por los pelos del acoso de caníbales polinesios en las legendarias islas de Stevenson y de la amenaza de una navaja traicionera en Laguna, México, nos adentramos en la bahía de Apia a través de los peligrosos desfiladeros de Malinuu y Matautu, y combatimos a muerte en los mares bálticos, y somos ametrallados por aviones y torpedeados por submarinos y bombardeados desde buques de guerra en mitad del Atlántico, y sufrimos cautiverio en gélidos poblachos germanos, y arribamos a mil puertos para disfrutar de las acogedoras mujeres en todos los barrios de putas del mundo, en Flensburg y en Amberes, en Rotterdam y Liverpool y Cardiff, en Nueva Orleans, San Francisco o Valparaíso, y organizamos fletes y mandamos cables comerciales a Tánger y Bridgewater, Riga y Lisboa, Argel, Sidney y Dunquerque, y nos embarcamos en goletas, fragatas, bergantines, remolcadores, lanchas y botes y decenas de navíos más. Y de nuestros viajes nos traemos, como recuerdos vivísimos, mandíbulas de tiburón, peces erizo y hocicos de pez sierra, una pinza de bogavante del mar de Barents tan grande como una cabeza de caballo, flechas envenenadas, trozos de lava y coral, pieles de antílope de Nubia, cimitarras de África Occidental, un arpón de Tierra de Fuego, calabazas de Río Hash, un bumerán de Australia, fustas de Brasil, pipas de opio, armadillos de La Plata y caimanes disecados...

Y conocemos las apasionantes vidas de decenas de hombres y mujeres excepcionales. Laurids, a quien la explosión de una bomba hizo saltar por los aires hasta la verga mayor de una goleta de tres palos, para reaparecer, milagrosamente salvado gracias a sus pesadas botas, cuando todos lo daban por muerto. Y Albert, que buscó por todo el pacífico a su padre desaparecido y al final volvió a casa con la cabeza reducida, jibarizada, del Capitán James Cook. Y Knud Erik, el chico que puso algo de sosiego en la solitaria vejez de Albert, y al que éste inició en los secretos marinos pese a la radical oposición de la madre del niño. Y esta madre, la viuda Klara Friss, obstinada en su lucha contra el mar, empecinada en salvar Marstal alejándola del mar que se ha llevado a su marido y que se llevará al resto de sus hombres. Y el maestro Isager, cuyos alumnos quisieron quemarlo vivo en su casa, y Anthony Fox, el insidioso expresidiario que urde sus oscuras tramas detrás de la barra del Hope and Anchor, en la antigua colonia penitenciaria de Hobart Town, y el traficante de carne humana Jack Lewis, y la viuda Anna Egidia Rasmussen, la primera que llega, con su gastado vestido de seda negro, a consolar a las familias tras la muerte de un marinero. Y el gordo Lorenz, objeto en su infancia de las vejaciones de los demás niños y administrador del puerto y creador del seguro naval en su madurez, un buda gordo y contento sentado en la silla giratoria de su despacho, desde el que ejerce de protector oculto de los hombres de Marstal. Y el propio James Cook, el mayor cartógrafo del Pacífico, con su vida aventurera y finalmente desgraciada. Y Giovanni, mucho más que un simple cocinero de barco, malabarista y prestidigitador, lanzador de cuchillos y, sobre todo, valiente y honrado. Y el maldito y diabólico y mezquino primer oficial O’Connor, carcelero brutal y malvado de sus marineros, que planean matarlo mientras se someten a su terror. Y el atildado Heinrich Krebs, una especie de cónsul alemán en Samoa que tras su fachada de educada civilización esconde algo oscuro, algo más secreto y misterioso. Y la hermosa china Cheng Sumei, de orígenes inciertos -se la había visto, se dice, en Sidney y en Bangkok, en Bahía y Buenos Aires, ofreciendo su deslumbrante belleza, quizá, en algún burdel-, pero dueña ahora de una naviera, férrea negociante, refinada en el amor, sobreviviendo a sus maridos, a sus amantes, todos riquísimos en gran parte gracias a la inteligencia y la sagacidad de esa mujer espléndida. Y la fascinante Miss Sophie Smith, decidida, independiente, irrenunciablemente libre. Y Anders Norre, al que todos tienen por cretino, permanentemente impávido e incapaz de expresar sentimiento alguno, el tonto del pueblo, y que, dotado de una memoria prodigiosa, repite letra por letra, desde su existencia miserable, los sermones del pastor de Marstal, convertido en una especie de oráculo de la aldea. E Irina, la silenciosa y retraída y tristísima y a la vez impasible asesina rusa, que mata sin piedad y llora por sus muertos. Y el cantero Petersen, el Coleccionista de Cadáveres, que talla en madera pequeñas figuritas de los recién fallecidos, operando así al modo de la memoria inconsciente del pueblo. Y Anton, de niño el terror de Marstal, que acabará convertido en Old Funny, un despojo humano ahogado en alcohol pero capaz aún de imponer su ley. Y el niñito Bluetooth, Harald Dienteazul, nacido literalmente en el mar, cortado el cordón umbilical en medio de un naufragio, con las olas amenazando con ahogar a su madre, la bella y enigmática Miss Smith. Y el todopoderoso Markussen, y el tartamudo Vilhjelm, y Kristian Stark y el siniestro episodio del asesinato de la gaviota, y la señorita Kristina y su amor imposible el bello Ivar, y el pequeño Clausen, y Kresten, el desgraciado con el agujero en la mejilla, y las muchas sacrificadas mujeres que sostienen las vidas de las demediadas familias de los navegantes y pescadores, y tantos y tantos otros, todos daneses, todos de Marstal, todos marineros, todos ahogados.

No os la perdáis, hacedme caso, no dejéis de leer esta inmensa novela, Nosotros, los ahogados, del danés Carsten Jensen, que publica Salamandra, estoy seguro de que, como a mí, os entusiasmará. Os dejo ya, para ilustrar musicalmente el ambiente marino de la novela y después de los dos significativos fragmentos con los que cierro esta reseña, con una canción espléndida de los Antonio Carlos Jobim en la voz de Paula Morelembaum, As praias desertas. Hasta la semana que viene.

Entonces la suerte del combate pareció cambiar. La batería del norte recibió andanada tras andanada, y vimos a los minúsculos soldados huir corriendo por la playa. ¡La batalla estaba casi ganada! Pero los cañones permanecían intactos, porque llegaron corriendo más soldados y apenas hubo descanso en la refriega. Repartieron otra ración de aguardiente. El intendente iba de un lado a otro con el cubo que lo contenía. Recibimos la taza que nos ofrecía con la solemnidad con la que íbamos a comulgar a beber del cáliz. Afortunadamente, el barril de cerveza no había recibido ningún impacto, y lo visitábamos con frecuencia. Nos sentíamos terriblemente desconcertados. El cañoneo constante y el azar con que la muerte había realizado su cosecha entre quienes estábamos en cubierta nos dejaron agotados, aunque apenas llevábamos dos horas de combate. Resbalábamos sin parar en los charcos de sangre viscosa, y continuamente teníamos cuerpos mutilados ante los ojos. Sólo la sordera, que llevaba tiempo asentada a consecuencia del estruendo continuo de los disparos, evitaba que oyéramos los gritos de los heridos.
Apenas nos atrevíamos a mirar alrededor, por miedo de ver el rostro de algún amigo y quedar atrapados por aquellas miradas que imploraban un alivio, pero que de pronto también podían expresar odio, como si los heridos nos reprocharan a quienes seguíamos en pie nuestra suerte y sólo desearan intensamente cambiar su destino con nosotros. No podíamos dirigirles palabras de consuelo, porque entre el estrépito de los cañonazos nadie las oiría. A lo sumo, ponerles la mano en el hombro. Pero ya entonces era como si quienes seguíamos ilesos prefiriéramos la compañía de nuestros iguales y evitáramos a los heridos, a quienes no les habría venido mal algo de consuelo. Los vivos nos conjuramos contra los marcados ya por la muerte.
Una vez más cargamos los cañones y apuntamos, tal como nos ordenaron los jefes de pieza, pero no pensábamos ya en la victoria ni en la derrota. Nuestra lucha más encarnizada era por evitar mirar a los muertos, porque en nuestras cabezas resonaba una pregunta, como un eco de la destrucción que nos rodeaba: ¿Por qué ellos y no yo? Pero no queríamos oírla. Queríamos sobrevivir, y veíamos el mundo como si se encontrara al final de un oscuro túnel de hierro. Teníamos la visión limitada por el tubo del cañón.
El aguardiente había surtido su efecto benéfico. Ya estábamos borrachos, y se adueñó de nosotros una despreocupación embriagadora en cuyo fondo bullía el miedo. Navegábamos en un mar negro y nuestro único objetivo era no bajar la mirada y hundirnos en él.




Nos despedimos de nuestras madres. Habían estado allí siempre, pero no las habíamos visto hasta entonces. Estaban inclinadas sobre los calderos de la colada o los pucheros, con la cara enrojecida e hinchada a causa del calor y la humedad. Cuando nuestros padres estaban en el mar, ellas se encargaban de todo. Por las noches se derrumbaban sobre el banco de la cocina con la aguja de zurcir en la mano. Nosotros veíamos algo, pero no las veíamos a ellas. Veíamos su perseverancia. Veíamos su cansancio. Nunca les preguntábamos nada. No queríamos importunar.
Era nuestra manera de mostrar amor: con el silencio.
Siempre tenían los ojos enrojecidos. Cuando nos despertaban por la mañana, se debía al humo de la estufa. Por la noche, cuando nos daban las buenas noches, aún vestidas, al cansancio.
A veces sus ojos estaban enrojecidos porque habían llorado por alguien que jamás volvería a casa.
Que nos pregunten por el color de los ojos de una madre.
No son pardos. No son verdes. No son azules ni grises. Son rojos.
Eso es lo que respondemos.
Ahora están en el muelle despidiéndose. Aún reina el silencio entre nosotros. Nos escrutan con los ojos.
“Volved”, dice su mirada.
“No nos dejéis”, dicen sus ojos.
Pero nosotros no queremos volver. Queremos marcharnos. Irnos lejos. Cuando están en el muelle despidiéndose, nos clavan un puñal en el corazón. Así es como estamos unidos. Por las heridas que nos hacemos mutuamente.



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