PHILIP KERR. VIOLETAS DE MARZO
Hola, buenos días, bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro. Hoy os traigo no uno sino seis libros, los cuales me atrevo a aseguraros, pues estoy convencido de ello, que van a resultaros extraordinariamente interesantes y sugestivos. El novelista británico Philip Kerr ha publicado una serie, que empezó siendo una tetralogía, aunque se ha prorrogado ya con un quinto y un sexto libros, ambientada en la Alemania nazi con el título común de Berlín Noir, de la que ahora quiero daros cuenta. Los seis libros admiten una lectura autónoma, pero existe un evidente orden, no sólo cronológico, en ellos, por lo que yo os recomiendo su lectura sistematizada siguiendo esta lógica natural. Es por esta razón por lo que mi reseña de hoy, sin obviar las referencias generales a toda la serie, se va a centrar de modo principal en el primero de todos ellos que con el título Violetas de marzo publicó en 2007 la editorial RBA, responsable igualmente del resto de los volúmenes de la sexalogía (¿se dirá así?). La traducción de los tres primeros libros, el citado Violetas de marzo, el segundo, Pálido criminal y el tercero, Réquiem alemán, corresponde a Isabel Merino. Por desgracia, en una desafortunada opción editorial, el cuarto, Unos por otros, que ha sido vertido al castellano con más de un incorrecto y molestísimo giro catalán, el quinto, Una llama misteriosa, y el sexto, Si los muertos no resucitan, se ofrecen en la versión española de distintos traductores. En fin, demasiadas interpretaciones para una misma voz.
Con el nombre genérico de Berlin Noir Philip Kerr escribe una serie de novelas de intrigas policiacas, las clásicas novelas de investigaciones detectivescas, pero con la peculiaridad de que sus tramas se desenvuelven, en general, como he señalado, en la Alemania nazi (aunque la quinta novela de la serie lleva la acción a Buenos Aires). Philip Kerr, un licenciado en Derecho nacido en Edimburgo, que se ha dedicado a la publicidad antes de centrarse de modo exclusivo en la literatura, ha creado, como protagonista de sus investigaciones, un personaje literario de primera magnitud, uno de esos detectives geniales que se asocian de modo indefectible a una obra, que la definen y diferencian, que identificarán a su autor en los manuales de literatura del futuro, que pasarán con él a la posteridad. Del mismo modo que Carvalho va unido a Vázquez Montalbán, o como ya he señalado aquí Marco Didio Falco a Lindsey Davis, o, si nos remitimos a los clásicos, Sam Spade o Philip Marlowe nos traen a la mente a Raymond Chandler o Dashiell Hammet; del mismo modo que todos ellos pertenecen ya a la memoria colectiva no sólo de los amantes del género policiaco sino de varias generaciones de ciudadanos del mundo, como iconos que han trascendido sus meras apariciones en libros y películas, la creación de Philip Kerr, Bernie Gunther, el expolicía alemán que abandona su puesto como Kriminalinspektor, hastiado de la progresiva presencia nazi en la policía, para convertirse primero en detective del Hotel Adlon y para ejercer luego como investigador privado en el Berlín de los años previos a la segunda guerra mundial, es también una figura así, de ese calibre, con, además de una excelente caracterización literaria, un valor añadido en tanto emblema ejemplar de la independencia insobornable, de la resistencia frente a los poderosos. Bernie Gunther encaja en ese prototipo consabido de investigador cínico, solitario, sarcástico, frío, valiente, íntegro, con un humor cáustico, capaz siempre de ofrecernos réplicas aceradas y contundentes, frases cortantes y rotundas como aforismos: En estos tiempos, la única mujer en la que puedes confiar es en la esposa de otro, afirma. O esta otra: Salvo por aquellos tacones altos, Lotte Hartmann estaba tan desnuda como la hoja del cuchillo de un asesino, y probablemente era igual de mortífera. Un hombre duro, arriesgado, que ha visto crímenes horribles, que también los ha perpetrado, que pasó un tiempo en un campo de concentración, que es capaz por ello de desenvolverse con éxito en un hábitat tan tortuoso, tan propenso a las traiciones, tan despiadado, tan brutal, tan sórdido como el de los entresijos del poder hitleriano. Alguien aparentemente sin principios, pero caracterizado en el fondo por un modo muy libre de encarar la existencia, por una personalidad que no admite sobornos ni componendas, que no se pliega a los tentadores y económicamente sustanciosos cantos de sirena que llegan desde el poder; una personalidad que no respeta otros referentes morales que no sean los propios y por ello no sujeta a los dictados de quienes mandan, sean quienes sean, nazis dementes o rusos despiadados, fanáticos palestinos o judíos vengativos. No está a la sombra de nadie y no teme decir lo que piensa, lo definen sus enemigos. Un hombre, también, y ése es otro de sus atractivos, con zonas grises, con ambivalencias, con contradicciones: ha ofrecido sus servicios a unos y otros, él mismo ha sido nazi, ha pertenecido a las SS, ha espiado, ha matado, pero es sensible, honrado pese a su cinismo, y esa honradez es la que le impide ocultarse ante la imagen que recibe al plantarse frente el espejo. ¿Cómo pudimos dejar que pasara?, se interroga respecto a la tolerancia y la complicidad de sus conciudadanos y la suya propia ante la barbarie nazi, a menudo me hago la misma pregunta y no encuentro respuesta. No creo que ninguno de nosotros encuentre jamás una respuesta, afirma descreído, sin engañarse, sin perdonarse, sin paños calientes, sin autoconmiseración, sin esperanza alguna. Un hombre además, como manda el tópico del género, con un extraordinario encanto para las mujeres, a muchas de las cuales seduce con aparente facilidad en sus aventuras a lo largo de la serie.
En Violetas de marzo, el personaje aparece, como os digo, en Berlín, en el año 1936, para investigar, contratado por un rico industrial, la muerte de la hija de este, asesinada junto a su marido en un oscuro incidente, así como la desaparición de un valioso collar de diamantes, sustraído de la caja fuerte de la casa del matrimonio en la que aparecieron los cadáveres. Pero los acontecimientos se van enrevesando y lo que inicialmente en un caso relativamente rutinario en la práctica habitual de un detective privado, acaba ramificándose y llenándose de implicaciones que afectan a miembros de la Gestapo, a oficiales nazis y hasta a altos mandos del Reich como Himmel o Goering. Las tramas en las novelas de Philip Kerr son siempre muy complejas, se imbrican, se dispersan, se entremezclan. Ya sea, como en esta primera novela, la investigación de un robo; ya sean, como en Pálido criminal, la segunda, las brutales muertes de algunas jovencitas que representan el ideal nazi de la raza aria, debidas a la acción de un supuesto asesino en serie en 1938, con la guerra a las puertas de Alemania; ya sea, en Réquiem alemán, el juego múltiple del espionaje y contraespionaje alemán, ruso, estadounidense y británico en la Viena post bélica de 1947; o bien como en la cuarta novela de la serie, ambientada en Munich en 1949, los intentos fraudulentos de antiguos militares nazis por ocultar su pasado y rehacer con normalidad su vida, preferentemente en Sudamérica, las novelas de Philip Kerr nunca pueden reducirse a una única línea argumental, sino que se hunden en un mar de referencias, de implicaciones, de descubrimientos, se abren a múltiples perspectivas, conducen a infinidad de repercusiones que permiten mostrar la sociedad alemana de los años treinta y cuarenta.
Y este es, precisamente, otro de sus grandes logros: la recreación fiel de una época. Los libros de Philip Kerr son una lección de historia, conocemos la vida cotidiana de la Alemania nazi con una extraordinaria precisión, que necesariamente habrá exigido al autor una ingente labor documental: los bajos fondos, el estraperlo, los cupones de racionamiento, las prostitutas, los cafés y los cabarets, los pasillos de los edificios gubernamentales, las dependencias administrativas, los hoteles, los monumentos, las calles, los cascotes, los escombros, los tranvías, los modelos de coches, los itinerarios de los trenes, los actores que copaban las carteleras de los cines, las canciones de moda, los hábitos más comunes de los ciudadanos anónimos, sus ropas, sus comidas, las marcas de tabaco, los vinos, sus diversiones, también sus miserias, sus traiciones, sus ilusiones casi siempre frustradas, su pasividad ante el horror del que a veces ni siquiera son conscientes, o que toleran, si lo son, porque en ello les va la vida. Me siento como un pintor puntillista o al menos intento seguir esa técnica: trazo pequeños puntos de color que parecen tener importancia cuando estás cerca pero que cobran significado cuando te separas. Contienen muchos detalles; la mayor parte de los escritores que abordan este periodo de la historia se concentran en grandes temas y hacen que se pierda claridad. Personalmente intento concentrarme en pequeñas cosas que quizás tengan mayor sentido para la novela, ha afirmado en este sentido Philip Kerr en alguna entrevista. Otto Dix y George Grosz son, precisamente, dos pintores que uno tiene en mente al leer las detalladas descripciones de la Alemania por la que deambula el detective.
En fin, os dejo ya con un breve fragmento del libro. Leed este Violetas de marzo y el resto de la extraordinaria serie protagonizada por Bernie Gunther, publicada por RBA, seguro que va a atraparos. Como complemento musical a mi recomendación de esta semana, y hablando del nazismo, os ofrezco The partisan, la canción de la resistencia francesa en la segunda guerra mundial que popularizó Leonard Cohen.
Detrás de mi oficina, hacia el sudeste, estaba la Comisaría Central de Policía, y me imaginé todo el duro trabajo que se estaría llevando a cabo allí para tomar enérgicas medidas contra la delincuencia de Berlín. Infamias como hablar del führer de forma irrespetuosa, exhibir un cartel de ‘Agotadas las existencias’ en el escaparate de una carnicería, no hacer el saludo hitleriano o ser homosexual. Eso era Berlín bajo el gobierno nacionalsocialista: una casa enorme y llena de fantasmas, con rincones oscuros, escaleras tétricas, sótanos siniestros, habitaciones cerradas y toda una buhardilla llena de poltergeists sueltos, arrojando libros, cerrando puertas de golpe, rompiendo cristales, gritando en medio de la noche y aterrorizando a los propietarios hasta tal extremo que había veces que estaban dispuestos a vender su casa y escapar. Pero la mayor parte del tiempo sólo se tapaban las orejas, se cubrían los ennegrecidos ojos y trataban de hacer como si no pasara nada malo. Acobardados por el miedo, hablaban muy poco, ignorando que la alfombra se movía bajo sus pies, y su risa era esa clase de risa nerviosa que siempre acompaña a los chistes del jefe.
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