Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

jueves, 26 de diciembre de 2013

JOËL DICKER. LA VERDAD SOBRE EL CASO HARRY QUEBERT 

Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, que hoy, en esta inusual emisión navideña, os trae una propuesta ciertamente redundante, pues la obra cuya lectura quiero aconsejaros ha gozado, desde comienzos del pasado verano en que se publicó, de tal repercusión mediática, de tal cantidad de reediciones, de tal profusión de premios en Francia (en cuyo mercado editorial vio la luz), de tal número de críticas (no todas favorables, aunque sí la mayoría), ha multiplicado de tal manera sus traducciones -con cerca de un millón de ejemplares vendidos en más de treinta lenguas distintas-, que sería ciertamente extraño que mis palabras pudieran descubriros nada nuevo a alguno de nuestros oyentes. Y es que, en efecto, La verdad sobre el caso Harry Quebert, segunda novela del jovencísimo -no llega a los treinta años- escritor suizo Joël Dicker está siendo, sin duda, un fenómeno literario global, un indiscutible best-seller (y si el término os resulta devaluado, asociado a “productos” de ínfima calidad literaria, podéis añadirle la coletilla “de culto” y así tranquilizar vuestra conciencia elitista -en el caso de que tal vaga noción exista para vosotros y os impida disfrutar alegremente de una obra si millones de otras personas en todo el mundo lo hacen también; yo aún padezco un poco esta estúpida soberbia intelectual, inoculada en mi juventud-; ya sabéis, el viejo conflicto entre apocalípticos e integrados, entre la soledad impecable y purísima del artista en su torre de marfil y el éxito -el sucio éxito- derivado del multitudinario refrendo popular que, supuestamente, todo lo mancha).
 
Y precisamente porque el libro ha sido ya muy glosado en foros diversos, y porque probablemente lo conozcáis e incluso algunos de vosotros quizá hasta lo hayáis leído, me limitaré a comentaros, en esta reseña, lo esencial de su planteamiento, presentándoos después de manera entusiasta algunos de sus indudables logros y rebajando después, con modestia pero con rotundidad, la entrega ciega que en muchos ámbitos se ha hecho a las presumiblemente indiscutidas maravillas de la novela, ofreciéndoos mis personales objeciones.
 
Por de pronto, dejadme deciros que el libro ha sido publicado por la editorial Alfaguara (en cuyos medios afines -obvio es reconocerlo- la campaña de difusión “laudatoria” ha sido más intensa) en traducción de Juan Carlos Durán Romero. Se trata de una novela detectivesca, un thriller, aunque sólo en una primera y superficial aproximación. Nola Kellergan, una niña -aunque físicamente muy desarrollada- de quince años, desaparece de su pueblo, Aurora, una pequeña ciudad de New Hampshire, el 30 de agosto de 1975. Deborah Cooper, una anciana que vive en Side Creek Lane, a las afueras del pueblo, llama ese mismo día por teléfono a la policía avisando de que acaba de ver, en el bosque aledaño a su casa y a través de una ventana, a una joven huyendo perseguida por un hombre. Cuando se personan las fuerzas del orden y se adentran en la arboleda en busca de la niña, suena un disparo. De vuelta a la casa, los policías encuentran a la señora Cooper muerta en un charco de sangre, mientras que en el bosque no queda rastro de la chica, a la que, naturalmente, se asocia con la desaparecida.
 
Este es el acontecimiento que desencadena la acción del libro. A partir de ahí, y en tres planos temporales que se entremezclan muy eficazmente, en una prueba del buen oficio del autor sobre la que luego volveré, el propio 1975, 1998 y 2008, asistimos a la enmarañada y apasionante investigación de la desaparición de Nola. Marcus Goldman, un joven escritor que ha obtenido un extraordinario éxito con su primera novela, pero que se encuentra paralizado en el proceso creativo que le debería llevar a la escritura de la segunda, se presenta en Aurora, en donde vive su mentor, el también escritor Harry Quebert, en busca de consejo y apoyo en su crisis de inspiración. Goldman había sido alumno del viejo Quebert en la Universidad, en 1998, y acude a él, en calidad de “padre espiritual” y consejero más que como mero docente, cuando su sequía creadora está a punto de imposibilitarle cumplir su exigencia comercial con el implacable agente que representa los intereses de su editorial y que le recuerda el innegociable plazo de entrega de su segunda obra. Y es entonces, en 2008, en el “presente” de la novela, cuando la anécdota inicial se complica al enterarse Marcus -y con él nosotros, los lectores- de que Harry Quebert había mantenido, más de treinta años atrás, una relación “prohibida” con Nola, con esa niña (recuérdese, que entonces sólo contaba quince años, por los treinta y tantos del profesor) cuyo cadáver es ahora encontrado -por azar- cuando un jardinero procede a plantar unos árboles en el jardín de Harry, el cual es automáticamente detenido como principal sospechoso de aquella desaparición, calificada ya como asesinato. Será entonces Marcus Goldman, el joven escritor, que confía en la inocencia de su maestro, el que -por defender a su mentor- indague y profundice en los aspectos oscuros del caso y quien en definitiva cargue, junto a la presencia algo episódica del abogado de Quebert y a la amistosa colaboración con el muy honrado policía Gahalowood, con el peso sustancial de las investigaciones.
 
La verdad sobre el caso Harry Quebert es, como digo, una novela de intriga en la que a lo largo de casi setecientas páginas el autor nos mantiene con el ánimo suspendido (una vez abierto el libro, es imposible parar de leer; y ello es, a mi juicio, una de las razones principales, si no la esencial, de su formidable éxito de ventas; ello hace, igualmente, que mi recomendación sea especialmente oportuna, en estos días de vacaciones en los que disponemos de más tiempo para entregarnos a la lectura), haciéndonos avanzar, absolutamente arrebatados, subyugados por una narración adictiva, en la investigación de ese crimen con el que se abre la historia y a cuyo desenlace sólo llegaremos al término de la obra. Un thriller policiaco en el que, durante un tiempo novelístico que abarca más de tres décadas, se multiplican las pesquisas, las hipótesis, los testigos, las pruebas, los sospechosos, las revelaciones, los descubrimientos, en una sucesión de peripecias, a cual más inesperada, a cual más sorprendente, que mantienen al lector con el alma en vilo, con la imaginación activa, con el pensamiento en ebullición y con los afanes de la vida cotidiana atendidos de un modo tan sólo somero -si no lisa y llanamente desatendidos-, pues la voluntad toda conspira -y hablo de mi propia experiencia- para hacernos abandonar las obligaciones laborales y volver al hechizante relato.
 
Sin embargo, esta trama argumental, que aquí sólo puedo esbozar de modo somero -y que podría resumirse en una breve fórmula: la novela da cuenta de la resolución de una gran incógnita: ¿quién mató a Nola Kellergan?- no se desarrolla de un modo convencional, en una narración más o menos lineal, sino que aunque la acción avanza de una manera muy fluida, y en este sentido el libro se lee como una novela tradicional, “por debajo” del hilo narrativo, la estructura es muy compleja e intrincada, poblada de numerosas manifestaciones de la voluntad evidente del autor -y de su talento- por utilizar variados recursos literarios.
 
Por de pronto, Marcus Goldman acaba por escribir su esperada segunda novela que se titulará -¿lo adivináis?- La verdad sobre el caso Harry Quebert y que recogerá el fruto de sus averiguaciones y que quizá -sólo quizá, un artificio especulativo más en un libro repleto de ellos- acabe por ser el mismo libro que nosotros estamos leyendo en nuestras casas. Pero es que, además, el propio Harry Quebert había alcanzado el reconocimiento literario al publicar -antes de su llegada a Aurora- una primera obra, de título Los orígenes del mal, de la que acabamos sabiendo que incluye la descripción pormenorizada y fidedigna -o quizá no tanto- de la relación prohibida del consagrado escritor con la niña Nola. Y en el libro de Dicker -permitidme que me refiera a él como el “libro real”, el que ahora tengo en mis manos y consulto mientras escribo esta reseña- se intercalan fragmentos del libro ficticio de Quebert que, a la vez remiten a la experiencia de nuevo “real” -de la mera realidad novelística, esta vez- del romance “auténtico” vivido por Harry y la joven. Este juego de planos que se superponen e interrelacionan, de versiones que remiten a otras versiones que aluden a otras versiones que se refieren a una supuesta historia real que nadie sabe si existió o no -y que, de haber existido, nadie sabe cómo aconteció-, en un juego de espejos inacabable, en un muy sugestivo -también muy desconcertante- despliegue de muñecas rusas que se abren cada una en la anterior, hace singular la novela, la desmarca de los relatos más previsibles dentro del género, y constituye otro de su indudables focos de atracción. Libros dentro de libros, metaliteratura, pues, y con ella la reflexión -indirecta, no ensayística, no “argumental”- sobre la verdad del fenómeno literario, sobre la invención y la realidad, sobre la verosimilitud de ficción, sobre su capacidad para construir relatos “creíbles” y, por tanto, capaces de interesar, de emocionar, de apasionar. Y todo ello, esta “construcción” sofisticada, llevado al extremo pues con cada nueva “muñeca” se nos ofrece una distinta interpretación de los hechos narrados, con diferentes presuntos asesinos, con motivos también diversos, con explicaciones de los sucesos casi absolutamente disímiles entre sí, de modo que la sensación que acaba penetrando en el lector es la de la inseguridad, la desorientación, la perplejidad y, por ello, el aumento de la intriga y del deseo de ver “definitivamente” cerrado un caso que a cada nuevo capítulo se hace más y más enrevesado.
 
Pero hay mucho más. Ya he hablado de la densidad, de la complejidad de la estructura, muy trabajada y eficacísima, con continuos saltos en el tiempo, con versiones parecidas de un mismo hecho narradas con sutiles diferencias por personajes distintos y por tanto desde perspectivas diversas, con la incorporación de “materiales” heteróclitos -declaraciones de protagonistas, narración omnisciente en tercera persona, reflexiones de Goldman (que es quien parece relatar la historia), la voz de Quebert que habla en fragmentos entresacados de su libro, extractos del diario de Nola a través de los cuales la “oímos” en primera persona, cartas, informes policiales-; unos materiales que el autor organiza muy convenientemente -en una labor reveladora de su talento profesional-, de manera que un determinado acontecimiento de la trama, ocurrido en 1975, puede empezar a ser contado por un personaje que se sincera ante Marcus, en un ejercicio de memoria retrospectiva llevado a cabo en 2008, para continuar -a veces sin más “corte” que el mero salto de un párrafo a otro- siéndonos “revelado” a partir de un texto literario publicado años antes, para finalizar la narración con un enfoque en una tercera persona objetiva, de nuevo en 1975. Y así, incorporando casi imperceptiblemente estos recursos debidos a su buen oficio de escritor, la historia va transcurriendo, desarrollándose y extendiéndose en un flujo narrativo arrebatador, fascinante en su simplicidad sin embargo muy profundamente elaborada.
 
Y aún hay otros elementos que le dan altura al libro o que, al menos, permiten que se desmarque de los best-sellers al uso: la vinculación con la realidad, con la elecciones norteamericanas y la candidatura de Obama como telón de fondo de los episodios situados en 2008; los numerosos guiños literarios y referencias cinematográficas: entre los más destacados una ostensible presencia de Nabokov o una ineludible cercanía al universo de Twin Peaks (que el autor desmiente pues cuando escribió la novela -dice- no conocía la serie de David Lynch), cuya atmósfera algo onírica, de opresivo misterio, impregnando de modo ominoso la aparentemente trivial realidad de un pueblecito anodino, resulta inevitable que acuda a nuestras mentes al leer el libro; las citas que encabezan cada capítulo, consejos de escritura -extrapolables a la vida entera, más allá de la literatura- que Harry proporciona a Marcus.
 
Por todo ello no sorprende que la crítica se haya entregado casi unánimemente al joven Dicker. Me ha llamado especialmente la atención el arrebatado entusiasmo de dos pesos pesados de la “inteligencia” francesa, Bernard Pivot y Marc Fumaroli, cuyos enfervorizados juicios se recogen en la contraportada del libro. Pivot, genial comunicador, ya jubilado profesionalmente, del que fui seguidor durante años en Apostrophes y, sobre todo, más recientemente, hace “sólo” quince o veinte años, en Bouillon de culture, dos programas legendarios de la televisión del país vecino, un periodista cultural con una energía formidable, capaz de convencernos -con su contagiosa pasión lectora- de la maravilla de un tratado de fontanería, no ahorra elogios a este La verdad sobre el caso Harry Quebert, como no los escatima tampoco Marc Fumaroli, historiador, ensayista y académico, un clásico del pensamiento francés. Y sin embargo...
 
... Sin embargo, hay algo no del todo redondo, a mi juicio, en el voluminoso texto de Joël Dicker. Quiero resaltar, ya muy brevemente, pues estoy fuera de tiempo, tres aspectos cuanto menos discutibles que -a mi juicio- rebajan algo mi valoración final de la obra y empañan en parte los muy exultantes efectos que provoca su lectura.
 
En primer lugar, el permanente juego de pistas falsas, de sorpresas y vueltas de tuerca, de nuevas interpretaciones sobre la autoría y la causalidad de los hechos criminales narrados, la cantidad de distintas, y en el momento en que se nos cuentan, convincentes “lecturas” explicativas de los sucesos relatados, acaban por mermar la confianza del lector y por generar en él una suerte de indiferencia pues, desde la mitad de la novela, uno ya está persuadido de que quien se nos presenta en cada caso como presunto autor de la muerte de Nola no lo será a la postre (no lo será siquiera en el capítulo siguiente), de que los motivos -aparentemente incuestionables- que han provocado el asesinato no son los verdaderos, de que a la cadena de razonamientos que dan cuenta y “cierran” los episodios acaecidos en Aurora aquel 30 de agosto de 1975 le sucederán otras interpretaciones igualmente completas y aclaratorias de la totalidad de los hechos (al menos los referidos hasta la página correspondiente), de modo que el asombro y el sano desconcierto, la curiosidad y la exaltación detectivescas que nos invaden en la primera mitad del libro dan paso a un desganado escepticismo que lastra claramente la lectura, desprovista ya de pasión y convertida casi en un acto burocrático que nos lleva a correr por las páginas en busca -¡de una vez por todas, por favor!- de la versión definitiva (que obviamente, sólo llega al acercarnos a su final).
 
En segundo lugar, sorprende y desentona en el clima general del libro -aunque en sí mismos esos capítulos resulten hilarantes- la presencia de ciertos episodios protagonizados por la madre de Marcus Goldman, con la presencia en sordina del padre del escritor. Las conversaciones telefónicas con su hijo, absurdas y disparatadas -el recuerdo de los padres de Woody Allen, evocados en tantos de su textos y de sus películas, aparece muy nítido-, son, efectivamente, desternillantes, pero el humor no acaba de encajar en la atmósfera que impregna el resto de la novela.
 
Por último, aunque el andamiaje sobre el que se sostiene la trama parece sólido y muy bien trabajado (el autor confiesa que la escritura del libro le llevó dos años, y no me extrañaría que la mayor parte de ese tiempo lo hubiera ocupado en construir la estructura de la obra, pues ha debido resultar difícil encajar todas las piezas, ajustar los saltos temporales, hacer coincidir las versiones de cada personaje, engarzar los hechos “reales” con los de las respectivas novelas escritas por Quebert y Goldman, elaborar las diversas explicaciones “parciales” para que resultaran convincentes y para que, al fin, no chirriaran con la interpretación final y definitiva), hay, sin embargo, algunos puntos débiles desde la perspectiva de la mera narración policiaca. Así, el presunto secuestrador de la niña huye del escenario del crimen, el bosque aledaño a Side Creek Lane, en un coche muy llamativo, un Monte Carlo negro, que algunos testigos logran vislumbrar a su paso por carreteras cercanas al lugar de los hechos. En los días que siguen a la desaparición de Nola se investiga esa pista para concluir que sólo Harry Quebert tiene un coche idéntico. No obstante, y para sorpresa del lector, a medida que -treinta y tres años después- se relanza la investigación, empiezan a aparecer -retrospectivamente- Monte Carlos negros por doquier... ¡¡¡habiendo sido sus propietarios algunos de los más cercanos allegados a los implicados en el caso y sin que este hecho hubiera llamado en su momento la atención de la policía!!! Otro tanto ocurre con el Colt 39 con el que se dispara -lo sabremos en las últimas páginas del libro- a la infortunada señora Cooper. Un disparo, un calibre, un arma por tanto, que no parecen haber sido investigados en los momentos posteriores al crimen, pues un revólver tan singular tendría que haber conducido inequívocamente, ya entonces, en 1975 -aunque ello nos hubiera dejado sin novela-, hasta el o los asesinos (permitidme que con esta indefinición mantenga el suspense para aquellos de vosotros que aún no hayáis leído el libro y os dispongáis a hacerlo).
 
En cualquier caso, La verdad sobre el caso Harry Quebert, escrita por Jöel Dicker, es una novela apasionante que os atrapará sin remedio a los pocos minutos de iniciar su lectura. Estoy seguro de que os entusiasmará si os decidís a leerla. Voy a dejaros, para cerrar este comentario, con una referencia musical inducida por la proximidad -ya reseñada- que he creído percibir entre el libro y Twin Peaks, la legendaria creación televisiva de David Lynch. Con el tema principal escrito por Angelo Badalamenti para aquella exitosa serie de 1990 me despido por hoy.
 
 
Yo seguía obsesionado con esa idea: ¿cómo, a mi edad, había él sentido ese destello, ese momento de genio que le había permitido escribir Los orígenes del mal? Esa pregunta me obsesionaba cada vez más, y como Harry me había instalado en su despacho, me permití registrarlo un poco. Estaba lejos de imaginar lo que iba a descubrir. Todo empezó cuando abrí un cajón en busca de un bolígrafo y me encontré con un cuaderno manuscrito y algunas hojas sueltas: originales de Harry. Aquello me llenó de entusiasmo: se trataba de una inesperada ocasión de comprender cómo trabajaba Harry, de saber si sus cuadernos estaban cubiertos de tachaduras o si la genialidad le llegaba de forma natural. Insaciable, me puse a explorar su biblioteca en busca de otros cuadernos. Para tener vía libre, esperaba a que Harry se fuera de casa; los jueves se marchaba a dar clase a Burrows, salía por la mañana temprano y no volvía hasta el final de la jornada. Así fue como la tarde del jueves 6 de marzo de 2008 se produciría un acontecimiento que decidí olvidar inmediatamente: descubrí que Harry había tenido relaciones con una chica de quince años cuando él tenía treinta y cuatro. Ocurrió durante el año 1975.
 
Me topé de bruces con su secreto cuando, registrando frenéticamente y sin escrúpulos los estantes de su despacho, encontré, disimulada tras unos libros, una gran caja de madera lacada con una tapa de bisagras. Presentí que me había tocado el gordo, quizás el manuscrito de Los orígenes del mal. Cogí la caja y la abrí, pero, para mi gran decepción, dentro no había manuscrito alguno, sólo unas cuantas fotos y algunos artículos de periódico. Las fotografías mostraban a Harry en sus años jóvenes, la suprema treintena, elegante, orgulloso, y, a su lado, una chica jovencísima. Había cuatro o cinco fotos y aparecía en todas. En una de ellas se veía a Harry en una playa, el torso desnudo, bronceado y musculoso, estrechando contra él a la sonriente joven, que le besaba en la mejilla mientras sus gafas de sol quedaban en equilibrio enganchadas a su larga melena rubia. En el reverso de la foto había una anotación: Nola y yo, Martha’s Vineyard, finales de julio de 1975. En ese instante, demasiado apasionado por mi descubrimiento, no oí a Harry que volvía inusualmente temprano de la universidad: no escuché ni el chirrido de los neumáticos de su Corvette sobre la grava del camino de Goose Cove ni el sonido de su voz cuando entró en la casa. No escuché nada porque en esa caja, bajo las fotos, encontré una carta, sin fechar. Una escritura infantil sobre un bonito papel que decía:
 
No te preocupes, Harry, no te preocupes por mí, me las arreglaré para verte allí. Espérame en la habitación número 8, me gusta esa cifra, es mi número preferido. Espérame en esa habitación a las siete de la tarde. Después nos marcharemos juntos.
Te quiero tanto...
Con mucha ternura,
Nola
 
¿Quién era esa Nola? Con el corazón latiendo a cien por hora, me puse a hojear los recortes de periódico: todos los artículos mencionaban la desaparición de una tal Nola Kellergan una noche de agosto de 1975. La Nola de las fotos de los periódicos se correspondía con la Nola de las fotos de Harry. En ese instante Harry irrumpió en el despacho con una bandeja con tazas de café y un plato de pastas que soltó cuando, al abrir la puerta con el pie, me encontró arrodillado sobre su alfombra con el contenido de su caja secreta esparcido ante mí.
 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Magnífica tu reseña, Alberto, como siempre... Estoy casi de acuerdo con tigo. No creo que el juego de pistas falsas acabe produciendo cansancio y desgana al lector. Al contrario, creo que incentiva aún más: el autor desmonta las posibles soluciones al caso que haya podido ir creando el lector, le deja en evidencia por lo erróneas de sus conclusiones y le obliga a replantearse toda la situación.
Sí estoy de acuerdo contigo en que sobran los episodios telefónicos con la madre, que además no aportan nada a la trama argumental. Y por supuesto que no se sostienen los patinazos del coche y la pistola... Pero aún así creo que es una novela absolutamente recomendable. Saludos y Feliz Año Nuevo!!
Pepa.

Alberto San Segundo dijo...

Gracias, Pepa, por tus siempre oportunas aportaciones... ¡¡Y qué bien ese espíritu optimista que ve en el juego de pistas falsas y soluciones provisionales un incentivo al lector!!... Yo soy más negativo y tiendo a pensar peor... En fin...

Un saludo cordial...