Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 2 de octubre de 2019

GAËL FAYE. PEQUEÑO PAÍS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca, un programa en el que, desde hace nueve años, os ofrecemos semanalmente una recomendación de lectura para despertar vuestro interés por algún libro elegido siempre con criterios de calidad. En el caso de esta tarde mi propuesta llega, con un cierto retraso, asociada a un triste aniversario, los veinticinco años, que se cumplieron este verano que apenas hemos dejado atrás, de un acontecimiento terrible y que resulta inexplicable que haya podido tener lugar hace tan sólo dos décadas y media, como si el ser humano no hubiese aprendido nada -no lo ha hecho- de la sucesión de atrocidades y de la barbarie que marcaron todo el siglo XX. 

Entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994 en Ruanda se llevó a cabo una brutal y sangrienta matanza organizada, un genocidio, como resultado del ancestral enfrentamiento entre hutus y tutsis, dos de las etnias del país -la tercera, la de los pigmeos twa, se mantuvo al margen del conflicto- que desde al menos el inicio del siglo XIX habían venido enfrentándose a causa, como casi siempre, de cuestiones relativas al reparto de poder, la influencia económica y la jerarquía social. En poco más de tres meses, radicales hutus, casta dominante en la población y el gobierno ruandés, asesinaron al setenta y cinco por ciento de los tutsis y de los hutus moderados, cerca de un millón de personas en total, en venganza y represalia por la muerte, el 6 de abril, de los primeros ministros -ambos hutu- de Ruanda y Burundi, países limítrofes, asesinados al caer derribado por misiles tierra-aire el avión en que viajaban, en un atentado provocado por autores desconocidos que la etnia dirigente atribuyó al activismo tutsi. La excelente novela cuya poética, estimulante, conmovedora, aunque también dolorosa lectura quiero sugeriros hoy tiene este reciente y espantoso episodio histórico como centro principal, aunque va mucho más allá en su propuesta literaria de la mera descripción o el simple recordatorio de unos hechos sobrecogedores. 

Se trata de Pequeño país, la primera novela -con mucho de autobiográfico, como podréis comprobar a lo largo de esta reseña- de su autor, el joven Gaël Faye, nacido en Burundi de madre ruandesa y padre francés, y que vive en Francia desde 1995, cuando con escasos trece años tuvo que salir huyendo de su tierra a causa, precisamente, de la locura colectiva desatada entre los dos pueblos enfrentados. Faye, que compagina su dedicación literaria con una destacada carrera como músico de rap, ha conocido un éxito internacional incuestionable con su opera prima, traducida a treinta idiomas y validada con distintos premios en su país de adopción. El libro vio la luz en Francia en 2016, apareciendo en España a principios de 2018 en la editorial Salamandra, con traducción del francés a cargo de José Fajardo González. Aprovecho para adelantar ahora que la confluencia entre música y literatura en la trayectoria del autor me ha llevado a organizar un par de emisiones centradas en las dos vertientes de su obra, que se radiarán dentro de un mes, aproximadamente, en mi otro espacio en la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes. Atentos, pues, a la parrilla de la radio y al blog del programa si estáis interesados en conocer con más profundidad los textos y la música de Gaël Faye, un autor, por cierto, al que yo me decidí a leer gracias a la entusiasta recomendación de José Luis López Rodríguez, al que desde aquí quiero agradecer su estupenda sugerencia (y tantas otras). 

La novela nos presenta al narrador en dos etapas distintas de su vida. Lo vemos en primer lugar en Francia, en el día de su trigésimo tercer cumpleaños, abatido en un bar nocturno, con un whisky en la mano, mientras un televisor emite imágenes de pobres seres humanos arriesgando sus vidas en el Mediterráneo para huir del hambre, de las persecuciones, del infierno. Gabriel -Gaby-, el protagonista y voz que relata la historia, había abandonado Burundi hacía veinte años, con sólo trece, como consecuencia de la guerra civil referida y desde entonces no ha vuelto a su país. Relativamente asentado en la región parisina, aunque existencialmente desubicado (Ya no habito en ninguna parte), oscila entre la voluntad decidida de dejar atrás y olvidar un pasado que sólo aflora en su vida como dolor y sufrimiento (Tengo miedo a encontrarme con verdades enterradas, con pesadillas dejadas en el umbral de mi país natal. Durante la noche, en sueños; de día, con el pensamiento; hace veinte años que regreso a mi barrio, a aquel tiempo suspendido en el que vivía feliz con mi familia y mis amigos. La infancia me ha dejado marcas con las que no sé qué hacer. En los días buenos me digo que es de ellas de donde nacen mi fuerza y mi sensibilidad. Cuando he llegado al fondo de la botella, veo en ellas la causa de mi inadaptación al mundo), y la nostalgia de esa infancia despiadada y cruel, pero aun así apacible, inocente y libre, elemental y feliz. Ese permanente dilema en el que vive envuelto en sus dos décadas de “exilio” se resuelve un día cuando una misteriosa llamada telefónica desde Burundi -una señal del destino-, cuya autoría, contenido y significado sólo conoceremos al término de la novela, le “obliga” a decantarse por volver a su tierra de origen -debo regresar allí, aunque sólo sea para aligerarme el corazón. Para zanjar de una vez por todas esta historia que me persigue. Cerrar la puerta tras de mí para siempre

Tras este breve preámbulo parisino, el núcleo central del libro nos lleva a África, a ese Burundi de la infancia en el que se concentran las dos grandes líneas maestras de la novela, ya esbozadas en la “escena” preliminar: la espontánea alegría de la inocente niñez (muy vivamente recogida en el fragmento que os dejo como cierre a este comentario) y el abrupto paso a una suerte de madurez acelerada por las atrocidades y el horror que el muchacho tendrá que contemplar y padecer. Hay, a lo largo de todo el texto, un continuo juego de contrastes entre esos dos “mundos”, que Faye contrapone en una suerte de permanente ejemplificación del “antes” y el “después”: la vida idílica de una familia y una sociedad aparentemente tranquilas y dichosas, afortunadas y hasta alegres, y, casi de la noche a la mañana, su tenebroso y sombrío envés, la violencia y la ferocidad, la brutalidad y la sanguinaria cólera que afloran tras el inicio del salvaje conflicto. 

Gaby vive en Buyumbura, la antigua capital de Burundi, con su madre, una bellísima exiliada ruandesa de etnia tutsi, Yvonne (No había mujeres con el porte de mamá, juncos de agua dulce de silueta torneada, bellezas de piel negra como el ébano y grandes ojos de vaca watusi, esbeltas como rascacielos); su padre, David (Papá era un francesito del Jura, llegado a África por casualidad para realizar el servicio civil), un empresario francés al frente de una fábrica de aceite de palma y genuinamente satisfecho en su vida africana rodeada por un confort y un desahogo económicos imposibles en Europa; y una hermana menor que él, la pequeña Ana. En el domicilio familiar se desenvuelven también Donatien, el capataz zaireño; el joven Innocent, tutsi altanero y malhumorado, algo mafioso, que además de chófer de la empresa ejerce de hombre para todo de David; y Prothé, el cariñoso cocinero hutu, gran partidario de la democracia, a quien conocemos orgulloso por las elecciones presidenciales que se celebran en el país. 

El matrimonio vive días de intensa y despreocupada exaltación (la felicidad tenía ritmo de chachachá bajo un cielo salpicado de estrellas. ¡Todo estaba claro! ¡No había nada más! Amar. Vivir. Reír. Existir. Siempre adelante, sin detenerse, hasta el final de la pista e incluso un poco más allá). El niño es feliz en su vida familiar, corriendo libre en la naturaleza (Observo mis zapatos lustrados -dirá, nostálgico, desde su vida convencional en Francia-, brillan, me devuelven un reflejo desalentador. ¿En qué se han convertido mis pies? Se esconden. Nunca he vuelto a verlos pasearse al aire libre. Me acerco a la ventana. El cielo está cubierto. Cae una llovizna gris y viscosa, no hay ningún árbol de mango en el pequeño parque encajonado entre el centro comercial y las vías del ferrocarril), disfrutando con sus amigos de “la banda del callejón”: los gemelos mestizos, de padre francés y madre burundesa, que al ser sus padres dueños de una tienda de vídeos aseguraban al grupo de chavales la provisión de comedias americanas, películas de amor indias y, a veces, cintas porno; Armand, el único totalmente negro de la pandilla, su padre un muy rígido diplomático de Burundi en los países árabes; Gino, el mayor del grupo, hijo de un profesor belga en la Universidad de la capital y de una madre, también ruandesa como la de Gaby, aunque siempre ausente, un enigma; más adelante llegará Francis, enemigo primero e integrado después, no sin conflicto, en la cuadrilla. La descripción de esos días paradisíacos es entrañable, llena de ternura: la candorosa correspondencia con Laure, la niña francesa con la que se cartea, las efímeras peleas entre amigos (Los cinco nos pasábamos el tiempo discutiendo, no se puede negar, pero nos queríamos como hermanos), los juegos en la calle, corriendo descalzos y con el torso desnudo, las excursiones para robar mangos en los jardines vecinos, los baños en el río, las reuniones furtivas en la furgoneta Volkswagen Combi abandonada, fumando, conspirando, disfrutando sin sombra alguna de pesar, la vida sin explicaciones, la existencia tal como era, tal como siempre había sido y como a mí me gustaría que siguiera siendo. Un dulce sopor, apacible… Y la maravilla del entorno: los intensos olores de la naturaleza, el colorido, lo extremoso del clima, las noches ardientes, las lluvias caudalosas y repentinas. En resumen, recordará Gaby, en nuestro escondite del terreno baldío del callejón estábamos tranquilos y éramos felices

Pero este idílico escenario encierra ya, oculta, apenas perceptible salvo en algunos escasos signos, la semilla del mal. Primero entre los padres, cuya relación va deteriorándose en cuanto la realidad, la ruda presencia de la cotidianidad (los hijos, los impuestos, las obligaciones y los problemas llegaron pronto, demasiado pronto, y con ellos las dudas y los cortes de carretera, los dictadores y los golpes de Estado, los programas de ajuste estructural, la renuncia a los ideales, las mañanas en las que resultaba difícil levantarse) se impone al ardiente deseo inicial, al amor, a la ilusión, al brillante sol, metafórico y real, a la fervorosa entrega a la vida; luego en la sociedad entera, con el señalamiento y la discriminación al diferente, con el odio, la crueldad, los primeros atisbos de violencia, las matanzas, la guerra larvada. No me resisto a transcribir, pese a su extensión, las primeras frases del prólogo de la novela, que, en su aparente inocencia, encierran una de sus claves: 

La verdad es que no sé cómo comenzó esta historia. 
Papá, sin embargo, nos lo había explicado todo un día en la camioneta. 
— Mirad, en Burundi sucede como en Ruanda. Hay tres grupos diferentes, se llaman etnias. Los hutus son los más numerosos, son bajitos y tienen la nariz ancha. 
— ¿Como Donatien? — le pregunté yo. 
— No, él es zaireño, no es lo mismo. Como nuestro cocinero, Prothé, por ejemplo. También están los twa, o sea, los pigmeos. Ellos, bueno, dejémoslo, sólo son unos pocos, digamos que no cuentan. Y luego están los tutsis, como mamá. Son mucho menos numerosos que los hutus; son altos y flacos, con la nariz fina y nunca se sabe lo que se les pasa por la cabeza. Tú, Gabriel — añadió mi padre señalándome con el dedo—, eres un auténtico tutsi, nunca se sabe lo que piensas. 
Tampoco yo sabía qué pensar. Al fin y al cabo, ¿qué podía pensar uno de todo aquel lío? Así que le pregunté: 
— ¿La guerra entre los tutsis y los hutus es porque no tienen el mismo territorio? 
— No, no es eso, están en el mismo país. 
— Entonces... ¿no hablan la misma lengua? 
— No, la lengua que hablan es la misma. 
— Entonces, ¿es porque no tienen el mismo dios? 
— Sí, sí tienen el mismo dios. 
— Entonces... ¿por qué están en guerra? 
— Porque no tienen la misma nariz. La conversación se detuvo ahí. De veras que aquel asunto era muy extraño. Creo que papá tampoco lo entendía muy bien. A partir de aquel día, empecé a fijarme en la nariz y en la estatura de la gente por la calle. Cuando íbamos de compras al centro de la ciudad, con mi hermana pequeña, Ana, intentábamos adivinar discretamente quién era hutu y quién tutsi. Murmurábamos: 
— Ese del pantalón blanco es un hutu, es bajito y tiene la nariz ancha. 
— Ajá, y el de allí, con sombrero, es altísimo, muy delgado y con la nariz muy fina, ése es un tutsi. 
— Y ese de ahí, el de la camisa a rayas, es un hutu. 
— Qué va, míralo, es alto y flaco. 
— Sí, pero ¡tiene la nariz ancha! 
Ahí fue cuando empezamos a dudar de aquella historia de las etnias. Y además papá no quería que habláramos de eso. Para él, los niños no debían entrometerse en política. Pero no podíamos evitarlo. Aquella extraña atmósfera crecía de día en día. Hasta en la escuela los compañeros de clase comenzaron a pelearse en el patio tildándose de hutus o de tutsis. Durante la proyección de Cyrano de Bergerac, incluso se oyó a un alumno decir: «Mirad, con esa nariz, es un tutsi.» Algo diferente flotaba en el aire. Tuvieras la nariz que tuvieras, podías olerlo. 

Y así fue. En el relato del niño Gaby aquella extraña atmósfera crecía de día en día, casi imperceptiblemente, con sus leves signos de oscuridad y desastre, de desasosiego y amenaza, de degradación y miedo. La cotidianidad se envuelve en siniestras señales: lejanos sonidos de disparos, noticias de la barbarie ruandesa, con la trágica experiencia vivida por la familia materna, el detonante burundés a punto de estallar también, centinelas en las casas de los occidentales, habitaciones a oscuras para no llamar la atención de los comandos que vagan a sus anchas sin control, niños que van a la escuela bajo la protección de chóferes oficiales, informaciones dispersas de inminentes carnicerías, rumores que anticipan la hecatombe, cadáveres abandonados en las calles, agitadas conversaciones telefónicas, secretos y ocultaciones de los adultos, agresiones, peleas, palizas y linchamientos, inesperadas visitas nocturnas, un clima general de peligro y alarma, de sobresalto y conmoción. Una atmósfera inquietante, sobrecogedora, como se revela en este fragmento, de nuevo extenso y de nuevo indispensable: Tres jóvenes que iban delante de mí atacaron de súbito a un hombre, sin razón aparente. A pedradas. Desde la esquina de la calle, dos policías miraban la escena sin moverse. Los peatones se detuvieron un momento, como para disfrutar del espectáculo gratuito. Uno de los tres agresores fue a buscar una gran piedra que estaba debajo del franchipán, sobre la que los vendedores de cigarrillos y de chicles tenían la costumbre de sentarse. El hombre estaba intentando levantarse cuando el pedrusco le reventó la cabeza. Se derrumbó cuan largo era sobre el asfalto. Su pecho se hinchó tres veces bajo su camisa. Rápidamente. Buscaba aire. Luego, nada. Los agresores se fueron tan tranquilamente como habían llegado, y los peatones continuaron su camino, evitando el cadáver como se rodea un cono de tráfico. La ciudad entera se agitaba, proseguía con sus actividades, con sus compras, con su trajín. La circulación era densa, sonaban los cláxones de los minibuses, los vendedores ambulantes ofrecían bolsitas de agua y de cacahuetes, los enamorados esperaban encontrar cartas de amor en sus buzones, un niño compraba rosas blancas para su madre enferma, una mujer vendía latas de concentrado de tomate, un adolescente salía del peluquero con un corte a la moda y, desde hacía algún tiempo, unos hombres asesinaban a otros con total impunidad, bajo el mismo sol de mediodía de antaño. De nuevo, la banalidad del mal, ese recurrente leitmotiv presente en todas las inconcebibles tragedias el siglo XX, el nazismo, el estalinismo, la guerra fratricida en los Balcanes. 

Como en gran parte del continente negro la tierra había temblado bajo nuestros pies, imperceptiblemente. Es lo que hace todos los días en ese país, en ese rincón del mundo. Vivíamos sobre el eje de la gran falla, en el mismísimo lugar donde África se fractura, afirmará Gaby; y también: ¡África, qué desastre! Y se suceden las matanzas, se reavivan los ancestrales enfrentamientos tribales, las venganzas, los golpes de Estado, en tentativa o logrados (con la consiguiente emisión de música clásica en las radios: El 28 de noviembre de 1966, durante el golpe de Estado de Michel Micombero, fue la Sonata para piano n.º 21 de Schubert; el 9 de noviembre de 1976, durante el de Jean-Baptiste Bagaza, la Séptima sinfonía de Beethoven, y el 3 de septiembre de 1987, cuando el de Pierre Buyoya, el Bolero en do mayor de Chopin), las milicias dispuestas para la lucha, las tropas del ejército preparando sus armas, las ráfagas de metralleta, los obuses, los misiles, los bombardeos, la guerra declarada, feroz, descarnada, la rapiña, los asesinatos perpetrados a la luz del día y con total impunidad, las violaciones, los saqueos. Y se reparten machetes por doquier, y hay armas ocultas en manos de la población, y se distribuyen listados de personas a las que asesinar en cada barrio, y se informa de un proyecto organizado para acabar con mil tutsis cada veinte minutos, y se anticipa el exterminio generalizado de los “enemigos”, de los “otros”, de todos los que tienen una nariz diferente. Conforme pasaban las horas, los días, las semanas, las noticias que llegaban de Ruanda confirmaban lo que Pacifique había predicho unas semanas antes. En todo el país, los tutsis eran sistemática y metódicamente masacrados, liquidados, eliminados (…). Ruanda se había convertido en un inmenso terreno de caza en el que las presas eran los tutsis. Un ser humano culpable de haber nacido, culpable de ser. Un insecto a los ojos de sus asesinos, una cucaracha que había que aplastar.

Y en medio de todo ello, del desconcierto y el espanto, un niño, tierno y sensible, aterrado (Todavía me pregunto cuándo mis amigos y yo comenzamos a tener miedo), incapaz de entender el odio, incapaz de entender el distanciamiento entre iguales y los bandos (¿Y si uno no quiere escoger bando?), incapaz de entender la muerte y el horror (No tenía una explicación sobre la muerte de unos y el odio de otros. La guerra quizá fuera eso, no entender nada). Un niño normal que hacía lo que podía en un mundo que no le daba opciones; un niño perplejo obligado a luchar, a robar, a tener enemigos; un niño ocupado absurdamente en seguir siendo niño, lidiando inútilmente con la idea de morir en cualquier instante; un niño que se refugiará, que se esconderá en los libros que le proporciona su vecina, la amable señora Economopoulos (Me tapé la cabeza con la almohada. No quería saber. No quería escuchar nada. Quería meterme en un agujero de ratón, refugiarme en una madriguera, protegerme del mundo al final de mi callejón, perderme entre recuerdos hermosos, habitar en tiernas novelas, vivir dentro de los libros); un niño que vivirá gracias a los libros (Gracias a las lecturas, derribé los límites del callejón, respiré de nuevo, el mundo se extendía a lo lejos, más allá de las vallas que nos encerraban en nosotros mismos con nuestros miedos. Ya no iba al escondite, ya no tenía ganas de ver a mis amigos, de oírlos hablar de la guerra, de ciudades muertas, de hutus y tutsis); un niño, por fin, que efectuará así, de la manera más dramática imaginable, el paso a la edad adulta: La muerte ya no era una cosa lejana y abstracta. Tenía el rostro banal de lo cotidiano. Vivir con esa lucidez termina por destruir el resquicio de infancia que se lleva dentro

Porque esta es otra de las dimensiones del libro, la del adios a la infancia y el paso a la edad adulta, la de la pérdida de la inocencia y el aprendizaje del mal (El genocidio es una marea negra: quienes no se ahogan van cubiertos de petróleo durante toda la vida), la de la violencia y de la muerte como necesarios ritos de iniciación. Y es que la muerte había venido, furtivamente, hasta nuestro callejón. No había refugio en la tierra. Y atrás queda entonces la pureza del niño engullida por un miedo devorador que todo lo transforma en maldad, en odio, en muerte. En lava. Atrás quedan sus recuerdos felices (Me decía que la guerra terminaría tarde o temprano, un día alzaría la mirada de las páginas, abandonaría mi cama y mi habitación y mamá habría vuelto, con su bonito vestido de flores y la cabeza apoyada en el hombro de papá, Ana dibujaría de nuevo casas de ladrillo rojo con chimeneas humeantes, árboles frutales en los jardines y grandes soles brillantes, y mis amigos vendrían a buscarme para descender por el río Muha como antes, sobre una balsa de troncos de banano, navegar hasta las aguas turquesa del lago y terminar la jornada en la playa, riendo y jugando como niños). Atrás quedará, en definitiva, una infancia truncada, como constatará, ya adulto, desde su melancólico exilio francés: Pensaba que estaba exiliado de mi país. Al regresar sobre las huellas de mi pasado, he comprendido que lo estaba de mi infancia, lo que me parece todavía más cruel

Y en torno a estos elementos centrales del libro -la infancia, la guerra- aparecen otros temas principales en la novela. En primer lugar, la noción de patria perdida -el “pequeño país”- y la idea de la familia destruida (Mamá, la abuela y Rosalie partieron de inmediato hacia Ruanda en busca de tía Eusébie y de sus hijos, de Jeanne, de Pacifique, de la familia y los amigos. Regresaban a su país después de treinta años de exilio. Habían soñado con ese regreso, sobre todo la anciana Rosalie. Querían acabar sus días en la tierra de sus ancestros. Pero la Ruanda de leche y miel había desaparecido. Ahora era una fosa común a cielo abierto). Gabriel alude de continuo a un país que ya no existe (La vieja se aferraba a su pasado, a su patria perdida, y el joven le vendía su porvenir, un país nuevo y moderno para todos los ruandeses sin distinción. Sin embargo, los dos hablaban de lo mismo. Del regreso al país. Una pertenecía a la Historia, y el otro debía hacerla), a un por lo tanto imposible pero necesario sentimiento de pertenencia: releo el poema de Jacques Roumain que me regaló la señora Economopoulos el día de mi partida: “Si se es de un país, si se ha nacido allí, si se es como quien dice nativo-natural, uno lo lleva en los ojos, en la piel, en las manos, con la cabellera de sus árboles, la carne de su tierra, los huesos de sus piedras, la sangre de sus ríos, su cielo, su sabor, sus hombres y sus mujeres...” 

La pertenencia conecta con el espinoso asunto -dramático en ese contexto- de la identidad, de las diferencias reales o inventadas que constituyen la inconsciente mecha que hará estallar el incendio: las alusiones y sobreentendidos en la escuela en relación a los distintivos de raza (blancos/negros, hutus/tutsis), el malestar creciente entre alumnos y profesores, entre amigos y compañeros de trabajo, entre el personal al servicio de la familia de Gaby, progresivamente enfrentados entre sí por su vinculación a un grupo, a un bando, a una facción (la infranqueable línea de demarcación que obligaba a cada cual a estar en un bando u otro. Uno cargaba con ese bando desde que nacía, igual que se recibe un nombre, y eso lo perseguía para siempre. Hutu o tutsi. Se era una cosa u otra. Cara o cruz. Como un ciego que recupera la vista, empecé entonces a comprender los gestos y las miradas, los sobrentendidos y las actitudes cuyo sentido siempre se me había escapado), la necesidad -casi podría decirse que innata en el ser humano; véase, a otro nivel, por fortuna incruento, el absurdo acontecer de la política española- de “construir” un enemigo (Sin que se le pida, la guerra se encarga siempre de procurarnos un enemigo. Yo, que quería permanecer neutral, no pude serlo. Había nacido con aquella historia. Me corría por dentro. Le pertenecía). 

Pequeño país nos habla también, para cerrar ya esta reseña, del muy triste emblema de todas las guerras, de todas las infancias perdidas, de todos los países abandonados, de todos los fracasos y las derrotas en los que la codicia y la maldad humanas sumen a millones de personas en el mundo entero: el dramático sino de los refugiados, que inundan las pantallas de los noticiarios en el presente parisino de Gabriel, jugándose la vida en el Mediterráneo, y que invaden también sus recuerdos de esa infancia terrible: ruandeses que habían abandonado su país para escapar de las matanzas, masacres, guerras, pogromos, depuraciones, destrucciones e incendios, de las moscas tse-tsé, los pillajes, las segregaciones, las violaciones, los asesinatos, los ajustes de cuentas y no sé cuántas cosas más. Como mamá y su familia, habían huido de todos esos problemas, pero habían encontrado otros nuevos en Burundi: la pobreza, la exclusión, las cuotas, la xenofobia, el rechazo, los chivos expiatorios, la depresión, la añoranza del país, la nostalgia. Problemas de refugiados. Y también, en un retrato por desgracia extrapolable a tantos otros lugares en nuestros acomodados días: En circunstancias normales, Bukavu es un auténtico desastre, pero ahora no creerías lo que ven tus ojos, Michel, ahora es algo que está más allá de lo imaginable. Un vertedero humano. Puestos miserables en cada centímetro cuadrado. ¡Cien mil refugiados por las calles! Es asfixiante. No hay un pedazo de acera libre. Y el éxodo continúa, cada día llegan miles de personas. Una verdadera hemorragia. Ruanda se nos desangra encima; dos millones de mujeres, niños, ancianos, cabras, paramilitares de Interahamwe, oficiales del antiguo ejército, ministros, banqueros, curas, lisiados, inocentes, culpables, todo lo que se te ocurra... Cuanto la humanidad tiene de gente normal y de grandes cabrones. Han dejado atrás perros carroñeros, vacas mutiladas y un millón de muertos sobre las colinas, para venir a nuestro hogar con hambre y cólera. ¡Me pregunto cómo va a salir Kivu de esta mierda! 

En fin, leed, por los muchos motivos reseñados, este Pequeño país de Gaël Faye, un libro conmovedor, que, desde un tono, pese a su dureza, intimista, rezuma belleza, poesía, lirismo, melancolía, tristeza, dulzura, ternura, desgarro y emoción. No os lo perdáis. 

Del propio autor, de su faceta como músico y extraído de su primer álbum, Pili-Pili sur un croissant au beurre, editado en 2013, os dejo con el tema Pequeño país, claramente asociado a su novela.


Pasado el incidente, la fiesta se reanudó aún más animada. Estaba en su apogeo cuando, de pronto, se cortó la electricidad. El centenar de invitados paró de bailar en seco y profirió un «Ooooh» de fastidio. Cubiertos de sudor, reclamaban que volviera la música y golpeaban con manos y pies, gritando mi nombre: «¡Gaby! ¡Gaby!» Todos estaban disfrutando de la gran fiesta y un corte de luz repentino no iba a calmar sus furiosos deseos de divertirse. Alguien lanzó la idea de continuar la celebración con instrumentos de verdad. Entonces, sin pensárselo dos veces, Donatien e Innocent salieron a toda velocidad en busca de tambores en el barrio, los gemelos trajeron la guitarra de su padre y uno de los franceses sacó una trompeta del maletero de su Renault 4. Había empezado a soplar una agradable brisa de lluvia. A lo lejos, por encima de las orillas del lago, se oyó un gruñido sordo; la tormenta se acercaba. Eso inquietó a algunos, sobre todo a los más mayores, que querían anticiparse al chaparrón metiendo sillas y mesas en la casa. Donatien cortó el debate improvisando a la guitarra una melodía de brakka music. Tímidamente, la gente comenzó a moverse de nuevo bajo el pelaje rayado de aquella noche de relámpagos. Los grillos callaron cuando los borrachos comenzaron a hacer tintinear las botellas de cerveza con tenedores y cucharillas para acompañar la melodía. La trompeta se unió a la guitarra y fue recibida con silbidos y gritos de júbilo. Los invitados bailaban de nuevo con ardor multiplicado. Los perros, asustados, se refugiaron con el rabo entre las patas debajo de las mesas, segundos antes de que el cielo explotara en sonidos, luz, rachas de viento y restallidos. Los tambores entraron en escena y aceleraron el ritmo. Nadie pudo resistirse a la llamada de aquella música desenfrenada que tomaba posesión de nuestros cuerpos como si fuera un espíritu benévolo. Bien que mal, el trompetista, sin aliento, intentaba seguir la cadencia de la percusión. Prothé e Innocent golpeaban al unísono las pieles tensas de los tambores, con el rostro crispado por el esfuerzo y una espesa transpiración goteando de sus frentes relucientes. Los invitados daban palmas siguiendo el ritmo y con los pies marcaban el compás, levantando una densa polvareda en el patio. La música iba tan rápida como las pulsaciones en nuestras sienes. El golpeteo de una y otras se amontonaba. El viento soplaba, movía las copas de los árboles del jardín, se podía percibir la vibración de las hojas y el crujido de las ramas. La electricidad flotaba en la atmósfera. El aire tenía olor a tierra mojada. La lluvia cálida estaba a punto de abatirse sobre nosotros, tan violentamente que todos echaríamos a correr para recoger mesas, sillas y platos, antes de ir a refugiarnos bajo el porche y contemplar cómo la fiesta se diluía en la confusión de la tromba de agua. Eso pondría fin a mi cumpleaños y yo disfrutaba ese minuto antes de la lluvia, ese momento de felicidad suspendida en el que la música aunaba nuestros corazones, llenaba el vacío entre nosotros, celebraba la existencia, ese instante, esa eternidad de mis once años, allí, bajo el ficus catedralicio de mi infancia, y supe entonces, en lo más profundo de mi ser, que la vida acabaría por encauzarse. 



Gaël Faye. Pequeño país

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