Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de octubre de 2019

ÁLVARO ENRIGUE. AHORA ME RINDO Y ESO ES TODO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Una semana más, nuestro programa sale a vuestro encuentro y de nuevo, como en las últimas emisiones, con una propuesta literaria vinculada al muy vasto -tanto en sentido literal como metafórico- universo del Oeste americano. Tras Butcher’s Crossing, de John Williams, y Los asesinos de la luna, de David Grann, dos libros excelentes, hoy os traigo una nueva aproximación, también magnífica, a esa realidad tan transitada por el cine y la literatura, la de la conquista de los inabarcables territorios de Norteamérica, la gran epopeya, rodeada de claroscuros, que dio lugar al nacimiento de la inmensa nación estadounidense. 

El título elegido en esta ocasión es Ahora me rindo y eso es todo, una voluminosa y excepcional novela debida al escritor mexicano Álvaro Enrigue y aparecida el pasado 2018 en la Editorial Anagrama. Ahora me rindo y eso es todo son las escuetas y fatigadas palabras con las que Gerónimo, el legendario jefe apache, depuso sus armas y se rindió por fin al ejército de los Estados Unidos, tras décadas de enfrentamientos, ataques, huidas, matanzas, represalias, persecuciones e intentos de exterminio a través de un territorio difuso, la Apachería, situado a caballo de México y Estados Unidos, un espacio algo fantasmal que se correspondía con los actuales estados -a ambos lados de la frontera- de la Alta y la Baja California, Sonora y Chihuahua, Nuevo México, Arizona y Texas. La Apachería desapareció del mapa -un país borrado- en el siglo XIX como consecuencia del afán de las dos potencias dominantes en la zona por hacerse con la propiedad de esas tierras para anexionarlas a sus respectivos países. Seducido por la dignidad de un pueblo que, ante la engañosa alternativa que -en cualquiera de sus dos opciones- lo condenaba al sojuzgamiento y la pérdida de identidad, eligió, noble y valientemente, la extinción y llevó su elección hasta el extremo, Enrigue decide contar -entre otros muchos frentes de su novela- la historia (no exenta de altas dosis de mitificación) de ese país y de sus miembros, tal y como revela este fragmento que, pese a su extensión, no me resisto a transcribir por su alta significación en relación al propósito último del libro: 

La idea es escribir un libro sobre un país borrado. Un país que funcionó tan bien y mal como funcionan todos los países y que desapareció frente a nuestros ojos como desaparecieron los casetes o la crema de vaca en triángulo de cartón. Dónde hoy están Sonora, Chihuahua, Arizona y Nuevo México había una Atlántida, un país de en medio. Los mexicanos y los gringos como dos niños sordomudos dándose la espalda y los apaches corriendo entre sus piernas sin saber exactamente a dónde porque su tierra se iba llenando de desconocidos que salían a borbotones de todos lados. 
La Apachería era un país con una economía, con una idea de Estado y un sistema de toma de decisiones para el beneficio común. Un país que daba la cara, una cara morena, rajada por el sol y los vientos, la cara más hermosa que produjo América, la cara de los que lo único que tienen es lo que nos falta a todos porque al final siempre concedemos para poder medrar: dignidad. 
Los apaches fueron, sobre todo, un pueblo digno y la dignidad es la más esotérica de las virtudes humanas. La única que antepone la urgencia de vivir el presente como a uno se le dé la gana a esa otra urgencia, desaseada y babosa, que supone la dispersión de la información genética propia y la supervivencia de unos modos de hacer, una lengua, ciertos objetos que sólo produce un grupo de personas. Cosas que en realidad da lo mismo que se extingan —se fueron los atlantes, los aztecas, los apaches, pero pudimos ser nosotros—, paquetes de genes y costumbres que a veces sentimos que son lo mejor que tenemos sólo porque en el mero fondo es lo único que hay. 
Cuando los chiricahua -la más feroz de las bandas de los apaches- no tuvieron más remedio que integrarse a México o a los Estados Unidos, optaron por una tercera vía, absolutamente inesperada: la extinción. Primero muerto que hacer esto, fanfarroneamos todo el tiempo, pero luego vamos y lo hacemos. Los apaches dijeron que no estaban interesados en integrarse cuando los conquistadores entraron en contacto con ellos en 1610 y siguieron diciendo que no hasta que todo su mundo cupo en un solo vagón de tren: el que se llevó a los últimos veintisiete fuera de Arizona. 
No sé si haya algo que aprender de una decisión como ésa, extinguirse, pero me desconcierta tanto que quiero levantarle un libro. 

Enrigue encuentra en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos un mapa americano del siglo XIX en el que aún figuraba la Apachería como territorio independiente y a partir de ese “descubrimiento” encara la redacción de su ambiciosa novela que nos narra la ya muy conocida historia de la “conquista” del Oeste, desde una lógica distinta -opuesta, incluso- a la que inspiran las obras “clásicas” y canónicas del género -en el cine o la literatura-, en un planteamiento que se abre a una amplia y fecunda variedad de dimensiones, todas muy sugestivas e interesantes. Y es que Ahora me rindo y eso es todo no deja de ser un western, claro, aunque “heterodoxo” e inusual, pero es además, también, un apasionante relato histórico, un documentado ensayo etnográfico y antropológico, una narración épica que recrea con formidable vigor literario mitos y leyendas de los pueblos indígenas y de la aventura fundacional de Norteamérica, con Gerónimo como emblema principal, y es, por fin, un juego metaficcional (tan común, en la actualidad, en tantas obras) en el que el escritor se “inmiscuye” en la trama novelesca dando cuenta de los pormenores de su proceso creativo y reflexionando sobre algunas de las grandes cuestiones -la identidad, la violencia, la memoria, el olvido, los fundamentos de la Historia, la derrota, la dignidad- que afloran en el resto del libro. 

Para ello, el autor presenta su novela siguiendo una estructura no lineal en una profusión de planos que se alternan y cruzan y entremezclan a lo largo de tres largos capítulos, Janos, 1836, el primero; Álbum, el segundo, y Aria, el final. La primera de las partes, magistral, abarca casi la mitad del libro, y en ella el centro lo ocupan, en dos ejes paralelos, la historia de Camila, una mujer mexicana blanca, raptada por el jefe indio Mangas Coloradas -padrastro de Gerónimo- después de arrasar el rancho que ella dirigía tras la muerte de su marido y exterminar a la familia entera, y la del teniente coronel José María Zuloaga, que encabezará un grupo heterogéneo de perseguidores para intentar su rescate: la arriscada Elvira, una “falsa monja” -se hace llamar Hermana-, atrevida y valiente, capaz de hacer uso de las pistolas para salvaguardar su autoridad; los gemelos Guadalupe y Victoria, indios yaquis, excarcelados del presidio en el que se pudren, encantados de su liberación y sobre todo, de poder participar en la empresa de perseguir a los apaches, sus enemigos ancestrales; el tarahumara Mauricio Corredor, un niño de apenas catorce años al que la escasez de voluntarios para la arriesgada tarea lo convierte en prematuro capataz; el “coyotero” Pisago Cabezón, que les servirá de guía rastreando las escasas pistas que dejan los raptores; el Gringo, rubio, rojo y lampiño, inexperto y pasado de peso; y Márquez, un insólito maestro de baile (¿qué sensación de amenaza podía despertar en un jefe apache -pensará Zuloaga- con una monja, un maestro de baile, un niño y un güero?

El relato de la peripecia de Camila, tanto en las dolorosas primeras etapas de su rapto, cuando humillada y desnuda, maltratada y sufriente, es llevada por sus captores a los dominios de su tribu, como en su cautiverio y en la posterior convivencia con los indios, es deslumbrante y arrebatador. Su empecinada resistencia ante la brutalidad inicial de los apaches irá trocándose poco a poco en conformidad y hasta apego, y habiendo sido capturada para la esclavitud acabará por enamorar al jefe Mangas Coloradas y por convertirse ella misma en una apache. Su dureza, su valentía, su firmeza de carácter encandilarán a su raptor, en un proceso cuya descripción permite a Enrigue demostrar su conocimiento de las costumbres y los ritos de los nativos, en una ambientación espléndida y muy verosímil. Del mismo modo, la simultánea narración de la búsqueda que lleva a cabo Zuloaga y su excéntrica cuadrilla permite también una recreación magnífica de la geografía, del entorno, del paisaje de aquellas tierras hostiles. Y en ambos casos hay una muy convincente exposición de los rasgos que configuran la psicología de los distintos personajes, así como una creíble y muy solvente indagación en sus diversas personalidades, de un modo sobresaliente en el caso de Camila y Zuloaga, dos caracteres inolvidables. 

En la segunda parte del libro, Enrigue cambia de registro -son muchos los manejados, con destreza, a lo largo de la novela- para mostrarnos, en una presentación poliédrica, a una serie de personajes vinculados a la historia de Gerónimo, a la construcción de su legendaria figura, a su persecución y rendición final. Se trata de individuos de distinto origen y condición, detenidos todos -“fotografiados”- en algún momento esencial de sus existencias relacionado con el rebelde guerrero: Phoenix Johnston MacMillan, un niño de San Antonio, Texas, que una mañana de septiembre de 1886 asiste con sus padres al espectáculo -insólito y fascinante para él- de la contemplación de los prisioneros apaches -Gerónimo, su hijo Chapo, Naiche, hijo de Cochís (otra leyenda, Cochise, en “nuestra” grafía), la sanguinaria guerrera Lozen, el jefe Nana- expuestos como fenómenos de feria, tras su detención, en el fuerte Sam Houston; Grover Cleveland, presidente de los Estados Unidos, acosado por las dudas ante la decisión final, de su responsabilidad, que condenará a muerte al apache o lo salvará; James “El Gordo” Parker, un anciano general nostálgico de las Guerras Indias; Charles B. Gatewood, caballero muy querido por los apaches, que le habían dado un burlón nombre en su lengua, Ban-chen-daysen, Nariz Larga; Elpenore Ware Lawton, otro militar, de muy relevante papel en la etapa final de la derrota de Gerónimo; el Doroteo chico, centenares de muertos a sus espaldas, viviendo a salto de mata en los pedregales, perseguido por los federales, arisco y fiero, incapaz de enamorarse de una mujer que no fuera capaz de asaltar un tren pistola en mano, un mito viviente de la Revolución mexicana, acostumbrado a vivir con un nombre que no era el suyo, el auténtico, el de general Pancho Villa; otro general, Estrada, héroe de la batalla de El Carrizal, enviado a participar en las conversaciones de paz entre México y Estados Unidos; y aún un tercer general, Nelson A. Miles, al mando del Ejército norteamericano en los conflictivos territorios del Suroeste… entre otros. Después de la intensidad de la aventura de Camila, del apasionante relato de su secuestro y de la persecución militar de sus raptores, esta sección, que incorpora documentos oficiales, declaraciones y testimonios administrativos o transcripciones de mensajes telegráficos, resulta algo tediosa y “anticlimática”, perdido el lector en un laberinto de referencias históricas muy específicas, un mar de nombres, hechos, detalles y circunstancias menores, de escaso, por no decir nulo, conocimiento general y carentes, en la mayor parte de los casos, de auténtico aliento literario. Se reconoce, claro está, la rigurosa y más que estimable labor de documentación histórica, con rastros de las conversaciones de los últimos jefes apaches con los militares estadounidenses, de las que hay constancia a través de registros sonoros, con informaciones entresacadas de las notas de los periódicos de la época que daban cuenta de las vicisitudes del enfrentamiento, de los ataques a poblaciones mexicanas, de las víctimas y los muertos, de las campañas militares. Es apreciable también la exhaustiva consulta a la completa bibliografía -una treintena de libros sobre comunidades apaches, reconoce el autor- sobre el tema, pero, a mi juicio, el resultado desentona del resto del libro, moviéndose en un tono menos palpitante, menos “vivo”. 

Por último, en la tercera parte -mucho más breve que las dos anteriores- asistimos al desenlace de la historia paralela de la mujer raptada y del soldado que sigue sus huellas, confluyendo, por fin, las dos líneas, de un modo que obviamente no voy a revelar, aunque sí quiero subrayar que el interés, la tensión, la calidez, la poesía y la emoción, la, en definitiva, potencia narrativa del libro vuelven a alcanzar aquí sus más altas cotas. 

Hay que decir, además, que, imbricada en las tres secciones del libro, aparece otra dimensión, la que más arriba llamé metaliteraria o metaficcional. Y es que a lo largo del texto, mientras la trama argumental se desenvuelve, el propio Álvaro Enrigue, el escritor, interfiere en su discurso, con incisos en los que cuenta su viaje familiar, con su mujer y sus dos hijos, junto a otro de una pareja anterior, por los escenarios de la novela, en episodios en los que alternan las situaciones de intendencia doméstica con el recorrido por los paisajes de esa Apachería ya irrecuperable y, sobre todo, con reflexiones sobre su vida personal, sobre el amor y la ruptura sentimental, también sobre el propósito y los términos de su obra y, de manera más destacada, sobre las muchas conexiones que con su existencia real y con la situación actual de las sociedades mexicana y estadounidense tienen los conflictos del pasado narrados en el libro. Enrigue, de padre mexicano y madre catalana, experimenta en carne propia, siglo y medio después -bien que de modo menos intenso y dramático que sus personajes-, algunas de las preocupaciones de sus “criaturas”: el desarraigo, el cuestionamiento de la identidad, la preocupación sobre el origen, la ruptura de los lazos familiares, el lamento ante el exterminio y la desaparición de los apaches, la pérdida y la derrota. Sirva como ejemplo de este paralelismo, de esta “integración” de los dos escenarios -el histórico y el personal-, una reveladora anécdota que se incluye en el texto: Enrigue, que vive en Nueva York, se ve en la necesidad -debido a ciertas exigencias burocráticas relacionadas con los estudios en Europa de su hijo mayor- de pedir la nacionalidad española, a la que tiene derecho por su origen materno. La exigencia, que imponen nuestras leyes, de jurar lealtad al Rey, le llevará a no firmar los papeles que le reconocerían la ciudadanía, identificado con Gerónimo en la conciencia de la “humillación” que ese sometimiento simbólico supondría… 

Este espacio de implicación personal del autor se constituye así, además, en la ocasión para que Enrigue -o el personaje identificado con ese nombre, pues en la “literatura del yo” siempre cabe la duda de si estamos ante la realidad “real” o ante una ficción “novelada”- nos presente sus ideas, sus reflexiones sobre distintos aspectos de la historia, de la sociedad y la vida actuales, en los que resuenan aún, ciento cincuenta años después, los ecos de la épica experiencia de los apaches. Desde este punto de vista, el enfoque del libro aparece marcado por lo que podríamos llamar prejuicios o apriorismos fuertemente ideologizados, resultando, como poco, ligeramente maniqueo. Hay un ritornelo constante (Eso eres, América) en estos apartados de la obra marcados por la pretensión autobiográfica, una suerte de interpelación culpabilizadora, que se repite como un mantra desde esa voz “actual” del escritor, que quiere conectar así los sucesos del pasado con la realidad de nuestros días, responsabilizando a los Estados Unidos del exterminio de los pueblos indígenas, lo cual no es, obviamente, un disparate, antes al contrario, se trata de una “verdad” bien documentada, pero los términos en los que se plantea -simplistas y sin apenas claroscuros- convierten su discurso, sin embargo, en altamente reduccionista. 

Es cierto que los datos que se incluyen en el libro son estrictamente históricos, como ha declarado el escritor en alguna entrevista. Y que esos datos, inequívocos, son tan rotundos como lo es el hecho de que durante décadas los apaches habitaron -y mantuvieron en pie de guerra- un territorio superior en extensión a Francia, España y Alemania juntas, para acabar convertidos, en el momento de la rendición, en un mísero aunque orgulloso grupo de escasos veintisiete individuos; prueba suficiente, pues, de la cruel aniquilación. Pero siendo irrefutable esta realidad, la imagen que dibuja Enrigue, con unos apaches de los que se minimiza o esconde cualquier manifestación de barbarie o brutalidad para plasmar en ellos el emblema impoluto del mito del “buen salvaje”, unas gentes modélicas y sin tacha, arrasadas por un enemigo colonial, imperialista y genocida, un Estados Unidos “depredador por naturaleza” (Eso eres, América), en el que podemos, incluso, atisbar alguna vaga sombra de Trump, resulta ciertamente elemental. Piénsese en esta, por otro lado, convincente descripción de Gerónimo: Tenía la boca dura, las comisuras hacia abajo. No era solo que ya había perdido todos los dientes: era un hombre que había matado y había visto matar hasta el hartazgo, un puño cerrado, el fantasma de la guerra más hija de puta de todos los tiempos: el último sobreviviente de un baño de sangre que había empezado en Tenochtitlán en 1521: el indio que, finalmente, perdió el último combate en América. La Historia, como puede deducirse, entendida como un continuum de lectura única: quinientos años presididos por una sola voluntad de sometimiento y depredación. 

Desde esa misma perspectiva afloran otros temas vinculados: la leyenda negra; el permanente conflicto de los Estados Unidos con México; la herencia española en México y la rebeldía ante esa herencia (tan viva todavía en la actualidad, como demuestra el absurdo discurso de López Obrador de hace unos meses, exigiendo una disculpa de la España actual por los posibles desmanes cometidos por la España de hace cinco siglos, o la patética presencia, también hace poco tiempo, del Consejero de Acción Exterior de la Generalitat, el taimado y falaz, el por tantos motivos despreciable Alfred Bosch, ofreciendo de modo patético una ridícula expiación por no se sabe qué pecados ni en nombre de qué pecadores ante un oscuro comité de pueblos indígenas); la mitología del Oeste y sus muchos ángulos; igualmente, ya se ha dicho, la conexión con las inicuas políticas migratorias de Trump. 

Antes de finalizar, quiero hacer una breve a la muy rica lengua en la que se nos narra la novela, un español mexicano, de léxico desbordante y fecundo, de deliciosa sonoridad aunque al borde, en ocasiones, de lo ininteligible para un lector de este lado del Atlántico. Son decenas los ejemplos que he recogido en mis notas de lectura; muchos menos, en cualquier caso que el completo elenco que ha compilado la autora de un blog en internet, hastasiempreelena2007@blogspot.com, una lista casi inabarcable que no me resisto a transcribir convenientemente “expurgada” de algunos términos que no son estrictamente mexicanismos: aburrición, acochinar, ahorita, ahoritita, ajuareada, ameritar, anafre, ándele, apachitas, apelotonadero, apiñadero, arrimados, asegún, atazar, balacera, bandana, batea, berrendos, briago, cábula, cacarizo, cachado, cachar, cachetada, cajuela, calistenia, camínele, carrilla, carrizo, catarina, catrín, cauda, cerillos, cerquitas, chacualeando, chaculear, chalán, chamaco, chamaquear, chamarra, chambritas, chancear, chaparral, charreadas, chiches, chicotazo, chingaderas, chimuelo, chingada, chingar, chingón, chirris, chongo, cobija, cochambre, coyotear, coyotera, creosotes, crujía, cuacos, cuadrángulo, culeros, debrís, desayunador, desjarretando, despuesito, destrabar, detrasito, diferendo, disparejo, ejotes, empacar, empeñoso, encuerar, espejear, estamina, ferales, fierro, lechar, fuereño, fusca, gambusino, garroso, gasné, gritadera, guarache, guardalapa, güero, güey, hambrita, hielera, holanes, hombrada, huaraches, huellear, huelleros, importuno, impráctico, inmamable, insumos, jacales, jalar, jalón, janeros, jelenque, jicarazo, jicarita, jitomate, jodón, lejecitos, levantón, lléguele, machaca, madrazos, madrear, madriza, maguey, malpaís, maniobrón, matachina, mazacuata, menso, mijo, muertito, nahuyaca, nativista, necear, necera, nixtamal, noblecitas, nomás, nopales, palcuete, paliacate, pandeados, patrás, peladero, pendejada, pendejo, piedrero, pinchis, pizcar, platicar, pláticas, poblano, polvosos, preocupona, pucha, quesque, reciencito, refornido, relapso, remoción, reservación, retacar, rezandera, silbaldita, sonrisota, sonso, sotol, suavito, tajar, tambo, tantito, teguas, terregal, tigras, tomatal, totoloche, trapeadores, váyale, venadear, virolos, volteado, zarape, en lo relativo a vocablos; y, en cuanto a expresiones, a nivel cancha, así mero, cómo así, cuando menitos, darse un llegue, en chinga loca, eso mero, hijo de la chingada, indio de razón, la doña, llegar prieta, ni diga, ni madres, ni modo, no le hace, puros madrazos, sentarse a mujeriegas, valía madres, entre, como digo, infinidad de otras muchas muestras. 

En fin, espléndida novela, por muchos motivos, esta Ahora me rindo y eso es todo, del mexicano Álvaro Enrigue que os recomiendo con pasión. Para ilustrar musicalmente esta reseña, y ante lo “árido” de los cantos apaches que pueden encontrarse en la red, os dejo con Graceland, el tema clásico de Paul Simon, que suena en el libro en un momento de la trama vinculada a la vida actual del autor, con su referencia al divorcio y su valor simbólico (al decir del propio Enrigue): la derrota, la apertura a nuevos territorios, el Oeste como mito, la vida como guerra y camposanto

A principios del horroroso siglo XIX los criollos se dedicaron a matar peninsulares para que el país se llamara México y no Nueva España, y los españoles de América, mexicanos; veintiséis años más tarde, los gringos se pusieron a matar mexicanos para que el norte de Sonora, Nuevo México, Colorado y la Alta California se llamaran Estados Unidos. Lo que había al sur de la ciudad de Chihuahua se llamó Durango, Tejas adoptó la extravagancia de escribir su nombre con equis, como México, y se volvió casi su propio país, a la Alta Sonora le pusieron el nombre arcaico de Arizona. La Apachería seguía más o menos imperturbable en ese mazacote de territorios inmensos en los que pueblos de veinte personas se mataban entre sí para llamarse de otra manera: era tan rasposa que nadie estaba interesado en conservarla, así que se la dejaron a sus habitantes y la nombraron como ellos. 

Lo que fue la Apachería sigue más o menos solo mientras escribo: es un territorio mostrenco y extremo en el que hasta los animales van de paso. Cañadas impenetrables, llanos calcinantes, ríos torturados, piedras por todos lados. Más que un lugar, es un olvido del mundo, un sitio en el que solo se les podía ocurrir prosperar a los más obstinados de los descendientes de los mongoles que salieron de caza persiguiendo yaks hasta que se les convirtieron en caribús y luego en venados de cola blanca y berrendos. Sus yurtos esteparios transportables convertidos en güiquiyaps desechables, no tiendas como los tipis que los indios de los grandes llanos cambiaban de lugar dependiendo de la temporada, sino construcciones de emergencia constante, casas para ser abandonadas. En español de México les decimos jacales. 

Hay un desprecio serio de la historia en ese hacer casas para que se las coma el carajo, una voluntad de nata y bola, unas ganas definitivas de vivir así nada más, en plan de cantar y bailar en lo que los cerdos ahorran. En un mundo que mide la potencia de las culturas en columnas y ladrillos, una que alzaba casas para que se volvieran tierra bate todos los récords del desdén. Tal vez todos fuimos así alguna vez, nómadas y felices. Íbamos pasando y alguien nos encadenó a la historia, nos puso nombre, nos obligó a pagar renta y nos prohibió fumar adentro. Éramos solo la gente y un día otro nos convirtió en algo: un mexicano, un coreano, un zulú. Alguien a quien hay que categorizar rapidito para, de preferencia, exterminarlo, y si no se puede, imponerle una lengua, enseñarle gramática y ponerle zapatos para luego vendérselos cuando se acostumbre a no andar descalzo.

Los apaches, aunque el nombre sea magnífico y nos llene la boca, no se llamaban apaches a sí mismos. Al libro de la historia se entra bautizado de sangre y con un nombre asignado por los que nos odian o, cuando menos, los que quieren lo que tenemos, aunque sea poco. Los apaches no tenían nada y se llamaban a sí mismos ndeé, la gente, el pueblo, la banda. Tampoco es que sea lindo. El nombre implica que la verdadera gente eran ellos y todos los demás no tanto. Eso pensaban los indios zuñi –«zuñi» también quiere decir «la gente»–, que fueron los que les enseñaron a los españoles que los ndeé se llamaban apachi: «Los enemigos.» 

Los apaches entraron a la historia bautizados como nuestros enemigos en zuñi a principios del siglo XVII, cuando los expedicionarios españoles subieron a los altos de Arizona y, ya de bajada, la bautizaron como la Apachería después de haber concluido lo obvio: que en la amalgama de bosques, pedreras y cañadas que encuadran el río Gila, el Bravo y el Yaqui no hay nada a que sacarle partido. 

El territorio era tan cerrado y los ndeé tan insobornablemente ellos mismos que los españoles no dejaron ni misioneros. A los curas novohispanos, acostumbrados a bautizar masas de indios laboriosos en los atrios de templos levantados en el corazón de ciudades milenarias de piedra y cal, los apaches debieron parecerles puro ecosistema: los primos del oso, los comedores de espinas. Eso eran también y daba miedo. En el Memorial sobre la Nueva México de Fray Alonso de Benavides, de 1630, los apaches tienen un rol estelar: «Es gente muy briosa y muy belicosa y muy ardidosa en la guerra, y hasta en el modo de hablar hacen diferencia con las demás naciones, porque estas hablan quedito y a espacio y los apachis parece que descalabran con las palabras.» No es un mal párrafo, para que se abran delante de una nación las cortinas de la historia. 

Para la gente de principios del siglo XIX, el siglo en el que se publicó el Memorial aunque fue escrito trescientos años antes, había tarahumaras y jicarillas, pimes, pápagos, conchos, comanches y ópatas. Todos los que no entraban en alguno de esos grupos, eran apaches, y si uno se los encontraba los tenía que matar antes de que ellos lo mataran a uno. 

  
Álvaro Enrigue. Ahora me rindo y eso es todo

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