Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de octubre de 2019

DOROTHY M. JOHNSON. INDIAN COUNTRY. EL ÁRBOL DEL AHORCADO

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el espacio que a lo largo de ya diez temporadas, os ofrece cada miércoles una propuesta de lectura, seleccionada con criterios de calidad e interés, llega hoy a vuestras casas con una nueva entrega, la cuarta y penúltima, de la serie de cinco que desde hace unas semanas estamos dedicando a libros centrados, de un modo u otro, en el apasionante territorio del western, la fecunda e inagotable fuente de inspiración para escritores y cineastas que siempre ha sido la legendaria aventura, con tintes de epopeya, de la conquista -valga de entrada el término, susceptible de matices- del Oeste americano. En los programas precedentes os he presentado Butcher’s Crossing, una novela formidable con ribetes metafísicos debida a John Williams, con la caza de búfalos en las vastas praderas de Colorado como tema principal; el sugestivo reportaje periodístico de Los asesinos de la luna, en el que David Grann investigaba unos extraños asesinatos -y sus muy misteriosas causas y sus ramificados y copiosos efectos- en la tribu de los osage, en Oklahoma; y la ambiciosa novela del mexicano Álvaro Enrigue, Ahora me rindo y eso es todo, con la que hace siete días recorrimos los inacabables y a menudo inhóspitos espacios de la Apachería, esa región entre México y Estados Unidos escenario de guerras y conflictos y poblada por personajes que han pasado a los libros de Historia rodeados de un aura casi mitológica. En el caso de la emisión de esta tarde viajamos a Montana a través de dos espléndidas colecciones de relatos escritos por Dorothy M. Johnson, uno de los nombres más destacados, si no el que más, de la literatura del género. Se trata de Indian Country y El árbol del ahorcado, publicados ambos por la editorial Valdemar en, respectivamente, 2011 y 2013 (los originales son de 1953 y 1957), en sendas traducciones de José Menéndez-Manjón y Gonzalo Quesada (lástima, por cierto, la doble autoría de las versiones; aunque menores, hay ciertas discrepancias en el modo de presentar determinados vocablos comunes que un enfoque unitario hubiera evitado). Los libros aparecen en la ejemplar y muy atractiva colección Frontera del sello madrileño -cuyo entero catálogo es indispensable-, en ediciones muy cuidadas, de una esmerada presentación formal, con portadas preciosas de ilustradores de principios del siglo XX especializados en la representación gráfica de escenas del Oeste. 

Debo adelantar que hasta hace apenas dos años yo no conocía a Dorothy M. Johnson. En febrero de 2018 os hablé aquí del libro de Juan Antonio Molina Foix Historias de cine, publicado un año antes por la Editorial Siruela. En él se recogían once cuentos -en algunos casos casi novelas cortas- que inspiraron grandes películas de la historia del séptimo arte. Entre ellos estaba El hombre que mató a Liberty Valance, obra de la autora a la que dedicamos esta tarde nuestro espacio y a la que entonces introducía -con desconocimiento supino- como una, al parecer [esa duda ignominiosa y soberbia], reconocida especialista en el western, con infinidad de relatos y novelas del Oeste en su haber, aunque prácticamente desconocida fuera de ese ámbito. Pues bien, ahora, veinte meses después de esa reseña, he tenido ocasión de leer -con entusiasmo y exaltación, dadas la belleza y la calidad de sus relatos- la obra de la norteamericana y me dispongo a subsanar mi ignorancia sin excusa recomendándoosla con enfebrecido apasionamiento y rectificando la injustificable tibieza, la distanciada cautela de mis juicios de entonces. 

Los títulos completos de los dos volúmenes resultan muy esclarecedores acerca de lo que el lector va a encontrarse si se decide -y no se me ocurre ninguna razón para que no lo haga- a adentrarse en sus atractivas páginas. Indian Country tiene por subtítulo “Un hombre llamado Caballo, El hombre que mató a Liberty Valance y otras historias del Far West”, subrayando ya desde la portada uno de los rasgos esenciales de la obra de Johnson, su vinculación con el cine -que analizaré al término de esta reseña-, pues los dos cuentos que expresamente se mencionan se corresponden -como conoce cualquier aficionado y por supuesto el cinéfilo- con dos clásicos del western. “El árbol del ahorcado y otros relatos de la Frontera” insiste en la referencia cinematográfica, ya que el cuento que encabeza la rúbrica está en el origen del film del mismo título de Delmer Daves, e introduce además un concepto -el de la Frontera- sin el cual no pueden entenderse las dimensiones épicas, líricas y legendarias del género. 

Los once relatos recogidos en el primero de los libros y los otros nueve del segundo -más la novela corta que le da título- constituyen lo fundamental de la obra cuentística de su autora, de modo que el lector puede, a través de las dos recopilaciones, conocer en profundidad el muy interesante universo literario de una escritora excepcional. Un universo al que, además, se accede llevado de la mano de una sustanciosa y oportuna guía previa, pues el director de la mencionada serie Frontera de la editorial que presenta las publicaciones, Alfredo Lara, firma los iluminadores prólogos de cada una de las dos antologías, en los que se ofrecen valiosas notas sobre la literatura del Oeste, sobre su traslación cinematográfica y, sobre todo, sobre la figura de la propia Dorothy M. Johnson. Quiero, antes de comentar algunos de los cuentos presentes en la amplia selección, detenerme brevemente en los aspectos más reveladores de la vida y obra de la autora a partir de la información contenida en estos sucintos pero muy enjundiosos análisis introductorios. 

La vida en la frontera, escribe Lara, es la materia narrativa del western. Su ámbito geográfico y temporal es amplio y cambiante, pero el que ha cuajado universalmente en el imaginario de lectores y espectadores es, en concreto, el de la vida en la frontera de los Estados Unidos entre 1860 y 1900. En ella están instalados el tópico, la realidad y el setenta por ciento de los escenarios del western: ganaderos, tahúres, indios, sheriffs, caballería de los Estados Unidos, el ferrocarril, las diligencias... Pero conviene recordar que el género western -y la Frontera, como concepto- se extiende por diversos territorios y periodos cronológicos de la historia de los Estados Unidos. A partir de esta clarificación inicial, Lara reflexiona sobre otros muchos aspectos de interés: los orígenes del género, con The Virginian, de Owen Wister, como su primera obra “moderna”, en 1902; la amplia variedad de subgéneros, de casi imposible taxonomía; los distintos hitos de la historia del western, en títulos y autores -con significativos ejemplos de su influencia en nuestro país-, presentados en una resumida cronología; los vínculos entre los cuentos y las novelas del Oeste con la extensa filmografía producida sobre el tema, mucho más conocida y popular -sobre todo, precisamente, en España- que su germen literario, presente entre nosotros, no obstante, en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, aunque en ediciones normalmente de mala calidad y traducciones poco fiables… 

En ambos preámbulos también se nos presenta con detalle a la autora. Nacida en Iowa en 1905, el traslado de sus padres la llevó desde muy pequeña a vivir en distintas localidades del estado de Montana, escenario de sus narraciones. Graduada en la principal universidad de ese estado, trabajó en tareas editoriales, primero, durante quince años, en el Este -Washington y Nueva York- y ya el resto de su vida en Montana, en donde daría clase a partir de 1954 y hasta su muerte treinta años después. Autora de biografías, ensayos y novelas, casi todas centradas en el mismo ámbito temático, publicó artículos y cuentos en muchas de las más importantes revistas de la época -y también en las no tan destacadas pero muy populares-, aunque son sus relatos los que la han situado en el lugar de honor que ocupa en la historia del western, haciéndose acreedora a los más prestigiosos premios del género. Destaca Alfredo Lara en sus textos que la Asociación de Escritores de Western, referencia inexcusable en su campo, en su habitual selección de los cinco mejores relatos del Oeste de todos los tiempos, incluye cuatro de Dorothy M. Johnson (el quinto es de Jack London): El hombre que mató a Liberty Valance, Un hombre llamado Caballo, La hermana perdida y El árbol del ahorcado, primero, segundo, cuarto y quinto, respectivamente, en la clasificación y todos ellos presentes en los libros de Valdemar. 

El primer volumen que esta tarde os recomiendo recoge textos escritos entre finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, siendo en concreto 1953 la fecha de publicación del más “moderno”, Viaje al fuerte, un relato espléndido. El hombre que mató a Liberty Valance es de 1949, Un hombre llamado Caballo, de 1950, el mismo año de La frontera en llamas, que abre la antología. La mayor parte de los escogidos se centran en las relaciones entre blancos e indios, con historias -complejas y ambiguas, violentas y dramáticas, emotivas y terribles, enternecedoras y muy humanas- que revelan el profundo conocimiento que la autora tenía de las costumbres, las vivencias y los valores de los pueblos y las gentes de la época, especialmente los de las muchas tribus -sioux santees, crows, soshones, pies negros, lakotas, cheyennes, arapahos, por citar algunos de los mencionados en las dos obras- de su entorno más cercano (los pies negros llegaron a nombrarla miembro adoptivo de su pueblo en 1959). En el segundo libro se recopilan cuentos publicados en distintos medios entre 1954 y 1957. Aunque entre ellos aparecen también relatos que reflejan las difíciles relaciones entre colonos y pieles rojas, la mayor parte, no obstante, se refieren a otros de los “mitos” frecuentes en el Far West: forajidos, exploradores, salteadores de caminos, squaws, tahúres, dueños y frecuentadores de saloons, vaqueros, prostitutas, pistoleros, predicadores, sheriffs, cuatreros, buscadores de oro, familias de pioneros, borrachines, periodistas y tantos otros personajes popularizados por el cine. 

Los rasgos estilísticos de la escritura de Dorothy M. Johnson resultan fácilmente identificables en cuanto se han leído dos o tres de sus cuentos. En primer lugar, llama la atención el que, aunque la narración se haga casi siempre en tercera persona, haya sin embargo frecuentes cambios en la perspectiva y el relato se abra a menudo a diferentes voces, confluyendo una mirada externa omnisciente que avanza con antelación y de modo críptico qué va a ocurrir en el futuro, qué deparará la vida a los personajes o cómo se desarrollará la acción, con reflexiones de esos mismos personajes intercaladas en el relato o con pensamientos que no llegan a expresarse, junto a explicaciones retrospectivas, que se ofrecen siempre como leves fogonazos carentes de desarrollo, pues el formidable uso de la elipsis, el magistral juego con lo no contado y sí solo sugerido o apuntado, es otro de los más destacados logros de la escritura de la narradora de Montana. Todo ello en unos textos casi siempre breves, marcados por la sencillez, construidos con frases cortas, concisos, en los que los hechos se presentan sin énfasis, con un tono de normalidad que se limita a dar cuenta de lo sucedido, sin enojosos subrayados que predispongan las emociones del lector en una u otra dirección. 

Sus cuentos se mueven en una extensa variedad de registros que van de la tragedia o la épica al humor -tierno o sardónico, según se tercie-, lo melancólico, lo realista, o lo cruel; e incluso recurre con frecuencia a un lirismo romántico, tal y como apunta Lara en una de sus introducciones. En todos los casos sobresale -ya se ha dicho- lo vívido y convincente de las recreaciones de gentes, entornos y situaciones, lo verosímil y fidedigno de la ambientación, fruto del hondo conocimiento -ya reseñado- que tiene la autora de la época y sus circunstancias. Pese a ello, pese a la minuciosa fidelidad a la verdad histórica, Johnson construye personajes que no son de cartón piedra, que son algo más que arquetipos representativos y huecos usados como mero soporte para una fiel recreación de una etapa de la Historia. En este sentido, nos hallamos ante los relatos de, en efecto, una historiadora pero con exquisita sensibilidad literaria antes que -como también subraya Alfredo Lara- una mera narradora que se documenta correctamente; en este último caso sus relatos “sonarían” más fríos, más rígidos, menos “vivos” de lo que en realidad son. Hay una extraordinaria profundidad psicológica en la construcción de sus criaturas, personas reales perfiladas con sus claroscuros, sus contradicciones, sus sentimientos, sus anhelos, sus debilidades, sus frustraciones y sus deseos, sus ilusiones, sus fracasos y sus culpas, lo que no impide (o lo que quizá haya provocado) que -con las connotaciones ambientales que impone el entorno y la época- algunas de sus creaciones hayan logrado elevarse a la categoría de mitos en los que cualquier lector puede reconocerse. 

Leyendo a Dorothy M. Johnson, pues, no solo conocemos mejor un fragmento esencial en la configuración de los actuales Estados Unidos de América, sino que, sobre todo -y de ahí el alcance universal de estos cuentos (porque era igual a cualquier otro hombre sobre la tierra, leemos en uno de ellos)-, entramos en contacto también con algunas de las cuestiones esenciales que definen el alma humana y sus sentimientos, emociones y valores: el amor, la amistad, el respeto, la ternura, los ideales, la compasión, el deber, la dignidad, el honor, la entrega, el heroísmo y el fracaso, la nobleza, el coraje, la ética, la valentía, los principios, la fe, la confianza, la lealtad y el compromiso, la grandeza de espíritu, la aceptación del inexorable destino, la rebeldía ante sus a menudo injustos designios (ambas alternativas teñidas de tragedia). Literatura a secas, pues, sin “apellidos”, gran literatura, más allá de las limitaciones de un género en particular: puedo decir que algunos de los cuentos leídos están entre los mejores y más conmovedores y humanos que he podido leer en mi vida. 

En un breve repaso a los relatos recopilados, hay que resaltar La frontera en llamas, con dos hermanas -Mary Amanda y Sarah Harris- raptadas de pequeñas, en agosto de 1862, por los indios sioux santees y que, al cabo de los años, integradas ya en la cultura india, pueden ser “rescatadas” y devueltas a su familia. En el cuento, memorable y bellísimo, hay emoción, hondura, sensibilidad y una muestra prodigiosa de la ya referida utilización poética -podríamos decir- de la elipsis. Idéntico viaje de ida y vuelta con los indios, en este caso los crows, se cuenta en El incrédulo. Su protagonista, Mahlon Mitchell, vivió en su juventud con los crows durante cinco años, los abandonó sin despedirse y regresó junto a ellos viejo y fracasado. Toda su peripecia vital en apenas veinte entrañables páginas. El chico de la pradera es Elmer Merrick, un muchacho que, con once años, en 1888, en una suerte de acto iniciático, debe hacer frente y expulsar de su casa a punta de pistola a un forajido. La narración da cuenta del crecimiento del niño en un ambiente hostil, del acelerado proceso -en aquellas difíciles condiciones de vida- de hacerse hombre, en un texto lleno también de emoción y melancolía. El exilio del guerrero nos presenta a Humo creciente, un indio apsaruke (otro nombre de los crows) que ha llegado a la edad adulta rodeado de una fama de gafe entre su gente por no haber logrado realizar, pese a sus veintiocho años, ninguna “hazaña” que le proporcionara el respeto de los suyos. Las jóvenes del poblado lo esquivan, sus mayores lo rechazan y al muchacho lo acompaña una desoladora sensación de fracaso. El cuento, lleno de referencias a la cultura india -los rituales de iniciación, el trato con los espíritus, los hábitos de caza, las costumbres guerreras-, rezuma lirismo en el agudo retrato de la angustia del joven, de su voluntad de ser reconocido, de dejar huella; un relato brillante sobre la soledad, el fracaso, la identidad (No soy nadie. No sé nada. Quiero hacer lo debido, pero no sé en qué consiste. Reposó largo tiempo en espera de alguna respuesta. Nadie me ayuda, pensó) y la lucha por alcanzar los propios sueños. Inolvidable resulta también Viaje al fuerte, en el que asistimos al rescate de una mujer secuestrada por los indios siete meses antes del comienzo de la narración. Habiendo sobrevivido con fortaleza a su terrible situación, la señora Foster es liberada tras la entrega a sus captores de caballos y mercancía diversa. En su camino de regreso al fuerte en donde la espera su esposo, tutelada por seis soldados y acompañada de algunos carros de colonos, la mujer enlaza en su pensamiento aún enfebrecido por la durísima experiencia vivida la alegría por su libertad con la incertidumbre y el miedo al encuentro con su marido y, sobre todo, con la culpa por la previsible muerte de su pequeña hijita, a la que debió abandonar en el momento del ataque de los indios; una culpa, no obstante, teñida de esperanza, pues el cuerpo de la pequeña aún no ha sido encontrado. De El hombre que mató a Liberty Valance ya os hablé en su momento, en relación con el libro de Molina Foix. El intenso clima emocional que se crea entre los tres personajes principales, Bert Barricune, Ransome Foster y la señorita Hallie (que en la película de John Ford son encarnados respectivamente por John Wayne, James Stewart y Vera Miles) es descrito con los sobreentendidos y elipsis “marca de la casa Johnson”, que incorpora además una dimensión ética muy notable a un cuento que está ya en la mejor historia del género en sus dos manifestaciones, literaria y cinematográfica. La camisa de guerra, una narración conmovedora sobre la valentía, el destino, la voluntad, el honor, la dignidad y la honradez, la integridad, el odio, la venganza y la cobardía, plagada, como en otras muestras del talento de su autora, de innumerables detalles de la cultura india, nos muestra a Francis Mason, un hombre de Filadelfia que lleva años buscando en territorio indio a su hermano, del que se separó tres décadas atrás a causa de una pelea, un duelo y una muerte. Con la ayuda de Bije Wilcox, un aventurero que oficiará de intérprete, Francis se pondrá en contacto con Señal de Medicina, un viejo jefe cheyenne, que quizá pueda ser su hermano Charles. El joven Dogie Kid es el centro de Más allá de la frontera. Salvador de dos mujeres ante el ataque de los indios, el muchacho despierta a la madurez, entre deliciosas escenas de camaradería y amable confrontación con Priam King, un hombre adulto, tímido y reservado, poco decidido y escéptico en el trato con las chicas (Priam pensaba que una mujer puede ser el infierno para un hombre, o quizás el paraíso, pero no había forma de adivinarlo, en frase que no sé si admitirían nuestros tiempos de exacerbada corrección política), que será su “competidor” en el amor por Laura, una de las muchachas salvadas por Kid. Con Marcas de honor Johnson traslada la acción a 1941, en plena segunda guerra mundial, en una historia que tiene al viejo indio Charlie Lockjaw y su caballo, sacrificado tras la muerte de su dueño en un ritual lleno de connotaciones simbólicas que enlaza las ancestrales tradiciones guerreras de los cheyennes con la peripecia de los jóvenes de su pueblo en la “moderna” contienda bélica, en un relato muy interesante -más allá de sus indudables valores literarios- porque ilustra acerca de un episodio para mí desconocido: la participación de las razas indias en los contingentes de hombres que Estados Unidos envió a Europa para luchar contra el nazismo. Reírse frente al peligro es, una vez más, genial, muy dulce y emocionante, sorprendente y lleno de ternura. La abuela Foster recrea su pasado, envuelto en una nube de evanescentes recuerdos, a instancias de su ya canosa hija Alice, que la ha puesto en contacto con una investigadora de la Universidad que rastrea los orígenes de la cultura del Oeste. De soltera Emma Prince, viuda de un personaje relevante en la historia del país, Will Foster, al que dio cuatro hijos y numerosos nietos, en sus difusas evocaciones de unos sucesos de setenta años atrás se cuela Látigo Kid, un temible bandido, cuatrero, salteador de caminos y asesino, con el que, en su diluida memoria, vivió -o creyó haber vivido- una historia de amor apasionada y rebelde, atrevida y secreta. Sus ojos eran grises, rememorará, nostálgica y confundida, tras la esforzada recuperación, quizá inventada, de un sueño perdido: La abuela Foster, que antaño fue Emma Prince, se desmoronaba en su silla y Alice le preguntaba con temor: —¿Estás bien? La abuela recuperó el aliento y susurró: —Le he contado todo. Nunca se lo había contado a nadie y esta vez lo he hecho. Su boca se abrió, pero no salieron más palabras. Se quedó mirando con los ojos nublados y contempló cómo relucía un sueño muerto. Para cerrar el primer volumen, Un hombre llamado caballo es otra obra maestra imperecedera de la que os dejo un largo fragmento al cierre de este comentario. Un joven de buena familia en el Boston de mediados del siglo XIX vive una existencia confortable, rodeada de los privilegios y comodidades derivados de la fortuna paterna hasta que, en 1845, infeliz en su posición y deseoso de encontrarse a sí mismo, viaja al Oeste en donde, al poco tiempo de su llegada, será capturado por una partida de merodeadores crows. Desde entonces vivirá años con los indios adaptándose progresivamente, desde la hostilidad inicial, a sus costumbres, integrándose en su cultura y forma de vida, logrando poco a poco el reconocimiento de los inicialmente reticentes miembros de la tribu, llegando a formar una familia entre ellos, aunque manteniendo en todo momento el anhelo, el deseo y la consciente intención de volver a su ámbito “natural”, la vida de los hombres blancos. Determinados acontecimientos en su existencia pondrán de manifiesto el dilema entre su reconocida voluntad de retorno y el apego a los nuevos lazos construidos entre los pieles rojas. Un cuento bellísimo que habla de la dignidad, el honor, la fidelidad, el compromiso y la búsqueda de un lugar en el mundo. 

Ya en la segunda recopilación, La hermana perdida es una joya de la literatura, y no sin razón es mencionada habitualmente entre las grandes referencias del género. Una niña de nueve años, que vive con su madre y sus tías, relata en primera persona la llegada de otra tía, Bessie, rescatada tras pasar cuarenta años con los indios, que la raptaron con apenas seis. La emoción desborda en un relato que describe con elegancia el drama de la hermana perdida, desubicada en su nueva vida, añorante de un pasado irrecuperable, borrada su identidad y desolada en el sinsentido de una existencia en la que ya no pertenece a ningún lugar. La última bravata es también un cuento magnífico, que nos muestra la secreta lealtad, el improbable amor, la insospechada decencia de un forajido, criminal y aparentemente desalmado, que en su momento final, antes de que sea colgado, revelará el acto más noble -y paradójico- de su vida: traicioné a una mujer. Un pobre muchacho, un inocente vaquero al que el infortunio o el destino condenan a transitar siempre por el lado equivocado de la vida, protagoniza Bandido improvisado. El chico, también en primera persona, relata sus desafortunadas peripecias, en las que su ingenuidad y los azares de la existencia lo enredan en una sucesión de desgraciados incidentes tocados por la mala suerte. En El hombre que conoció a Buckskin Kid, la leyenda de un forajido, edulcorada por los recuerdos y el paso del tiempo, se entrevera con una deliciosa historia de amor que acaba de cerrarse con un detalle inesperado que aflora en el relato sesenta años después de ocurrido. El regalo en la carreta es también muy emotivo y se mueve en un esquema también retrospectivo -muy común, como puede verse, en los relatos de Dorothy M. Johnson-: un desconocido andrajoso y enfermo es socorrido por una familia, que lo acoge sin saber que diez años atrás sus caminos se habían cruzado en un episodio que ambas partes acabarán por recordar de modo contradictorio y ambiguo. Rezumando ternura, Tiempo de grandeza es igualmente espléndido. Un joven muchacho debe ayudar a la economía familiar cuidando de un anciano de pasado legendario que, ciego y abismado en una demencia que empieza a devorar su cerebro, cuenta con la sola ayuda de su silenciosa y enigmática hija, también muy vieja, bajita y encorvada: Cara de Mono, medio india. En el contacto con ambos el chico se hará hombre y mostrará su grandeza, en un cuento entrañable que gira sobre la fe, la confianza, la lealtad y el compromiso. Con Diario de aventura la autora vuelve a deleitar al lector con una historia de honor, fidelidad y nobles valores humanos. Edward Morgan, un chico de veinte años, viaja al Oeste en 1868, dejando en Vermont a su novia a la que pide que le espere, pues regresará para graduarse en la universidad, convertirse en profesor de Latín y Griego y contraer matrimonio con ella tras lo que imagina una exitosa aventura juvenil. Lleva un diario en el que anota las incidencias de su viaje; además se escriben cartas a menudo. Atacado por los cheyennes, con una pierna fracturada, perdido en una hondonada sin medios de subsistencia, con la nieve invernal a punto de agotar las posibilidades de supervivencia, una india lo salvará de la muerte. Su sentido del honor lo llevará a casarse y tener hijos con ella. Muchos años después, reaparecerá la antigua novia y las anotaciones del diario arrojarán luz sobre el largo silencio de Edward. Dos expresiones que se repiten significativamente en el texto, Un hombre de honor y Comportémonos con dignidad, permiten atisbar la intención última que pretende transmitir Johnson con su cuento. La historia de Charley narra un amor imposible, con un chico que es en realidad una mujer, con el paso del tiempo, con fotos y cartas que permiten revivir el pasado, en una historia de amor muy dulce y conmovedora. La squaw de la manta es un texto primerizo, de 1942, de su autora y es también, probablemente, el más endeble de los cuentos seleccionados. Mary Waters, una india “desclasada”, forzada a vivir y ser educada entre blancos, vivirá un amor más o menos imposible teñido de responsabilidad y culpa. Por último, El árbol del ahorcado, una novela breve -más de cien páginas frente a las escasas veinte de cada uno de los demás cuentos-, es también excepcional, con tres personajes memorables -Joe Frail, el muchacho Rune y Elizabeth Armistead-, envueltos en una trágica historia de ambición, destino, amor, ternura, violencia, compromiso y lealtad en un escenario marcado por la fiebre del oro. 

Sin tiempo apenas ya, dejo un par de apuntes sobre las tres películas más sobresalientes de las que se han hecho sobre relatos de nuestra autora invitada de esta tarde. El hombre que mató a Liberty Valance, Un hombre llamado Caballo y esta última, El árbol del ahorcado. La primera de ellas ya ha sido comentada aquí hace un par de años en relación con Historias de cine, el libro de Juan Antonio Molina Foix al que me he referido en mi presentación de hoy. A las líneas maestras del cuento de Johnson, al lirismo y la sentimentalidad ya presentes en el relato original, Ford añade una dimensión más “sociológica” -podríamos decir- para conformar con la conjunción de ambos “frentes” una obra maestra del cine, que nos muestra con una perspectiva nostálgica y teñida de romanticismo el paso de la América salvaje y libre de los pioneros que expandían el país en territorios agrestes en los que la vida se abría paso a tiros, fuera del imperio de la ley, a la edad moderna, que acompaña la llegada del ferrocarril, el emblema de un progreso que traerá también los mejores logros de la civilización: la educación, el orden público, el derecho, la justicia, la política, el periodismo, la democracia… 

El árbol del ahorcado, un clásico del western, dirigido por Delmer Daves en 1959 y protagonizado, como se ha dicho, por Gary Cooper, María Schell y Karl Malden, traslada con notable fidelidad, más allá de pequeñas variaciones sin especial relevancia, el espíritu del relato, en una película espléndida, intensa y conmovedora, realzada por la figura, siempre imponente, de un Gary Cooper muy contenido que encierra en su reserva y su circunspección una herida emocional procedente de un secreto del pasado. Guardo aún un recuerdo imborrable de la impresión que me produjo la película cuando la vi en televisión, entonces en blanco y negro, en mi infancia. 

Con respecto a Un hombre llamado Caballo, la película de Elliot Silverstein de 1970, otro título mayor del género, cambia el origen del protagonista, aquí un aristócrata inglés que llega al Oeste americano en busca de emociones, desencantado de su vida sin alicientes, y, aunque mantiene el núcleo principal del relato, desplaza la atención hacia otros aspectos más comerciales, en particular la espeluznante ceremonia del Juramento al Sol, que perturbó mis sueños en la adolescencia. Vista ahora, destaca sobre todo el rigor en el tratamiento de las costumbres y rituales indios, que un breve texto inicial presenta como recogidos fielmente de la documentación de la época que obra en los principales museos norteamericanos. Sin embargo, hay una muy notoria deuda con el espíritu de finales de los sesenta, con el hippismo y la trascendencia algo mística que conlleva, rasgos presentes en la estética y en la técnica del film, con el hoy anacrónico uso del zoom o las ingenuas escenas oníricas, y también en su “mensaje” último, con un discurso muy inocente y elemental sobre la bondad de los indios y la igualdad entre todos los seres humanos. Desde ese punto de vista, la cinta ha perdido parte del interés que despertó en su momento, aunque sigue resultando emotiva y conmovedora y traslada, además, con brillantez, el espíritu del cuento, con la sobresaliente presencia de temas como la dignidad, el compromiso, la bondad, el honor o la fidelidad. Richard Harris desempeña el que quizá fue el papel más importante de su vida, más allá de sus últimas apariciones en Gladiador o en algunas de las películas de la serie de Harry Potter por las que los más jóvenes podrán recordarlo. 

Como cierre musical a mi reseña os dejo con una canción que "suena" en la versión literaria de El árbol del ahorcado. El tema original de la película, interpretado por Marty Robbins, fue candidato al Oscar de 1960; sin embargo, he preferido What was your name in the States?, una canción tradicional de la época de la quimera del oro que, como digo, encontramos en el cuento. Creada por Logan English, os la ofrezco aquí cantada por Debbie Reynolds y el coro de Ken Darby bajo la dirección musical de Alfred Newman en La conquista del oeste, la película de episodios, dirigida por John Ford, Henry Hathaway, George Marshall y Richard Thorpe, que también vi de niño con mis padres, esta vez en la pantalla gigante del cine Fraga, el mejor de Vigo, con la impresionante sala abarrotada de un público expectante ante las prometidas maravillas del novedoso Technicolor de la época.


Era un joven de buena familia, como reza la frase proverbial en la Nueva Inglaterra de hace unos cien años, y las razones de su amargo descontento no estaban claras ni siquiera para él. Creció en una hermosa mansión de Boston bajo el cuidado de su abuela, ya que su madre había muerto al darle a luz. Y durante toda su vida conoció todos los privilegios y comodidades que se podían obtener con la fortuna paterna. 
Pero, pese a todo, pervivía el descontento, cosa que le pasmaba porque ni siquiera sabía definirlo. Siempre quiso vivir entre iguales, gente que no fuera ni mejor ni tampoco peor. Esto es lo más cerca que estamos de describir la causa de su infelicidad en Boston y su acuciante deseo de marchar a otro sitio. 
En el año 1845, abandonó su casa y se fue al Oeste, mucho más allá de la frontera en expansión de nuestro país, una región en la que esperaba encontrarse con sus iguales. Tenía la creencia de que en la tierra india, donde acechaba el peligro, todos los blancos eran como reyes. Él quería ser uno de ellos. Pero en el Oeste, al igual que en Boston, comprobó que los hombres que respetaba eran sus superiores, aunque no supieran leer, y que aquellos a los que no respetaba no merecían ni un mínimo intercambio de palabras. 
Sin embargo, tenía dinero y podía contratar a los hombres que apreciaba. Escogió a cuatro de ellos para que cocinaran, cazasen y le guiaran. Y para que fuesen sus compañeros, pero no hizo buenas migas. 
Habían acampado aparte de él, y ahora estaba solo. Aún andaba dándole vueltas a eso de su posición en el mundo, ansiaba encontrar a sus iguales. 
Un día de junio aprendió lo que significaba carecer de toda categoría. Fue capturado por una pequeña partida de merodeadores crows. 
Escuchó el ruido de los disparos de sus compañeros alrededor de la curva del torrente, justo antes de que los matasen, pero no llegó a ver sus cadáveres. No tenía la menor opción de defenderse, porque estaba desarmado y desnudo, bañándose en el arroyo, cuando un guerrero crow lo atrapó y lo aherrojó. 
Su captor le soltó por fin, y le dejó correr. Entonces el resto de la partida se entretuvo en derribarlo con los golpes de sus bastones mientras cabalgaban junto a él. Llevaban las goteantes caballeras de sus compañeros, y uno de ellos también portaba la despellejada barba negra de Baptiste a modo de trofeo. 
Lo condujeron de forma simple y práctica, igual que a los potros robados. Estaba descalzo y desnudo, como los caballos, y, como ellos, tenía un dogal de cuero alrededor de su pescuezo. Mientras no se cayese, los crows no le harían ningún caso. 
Al segundo día le dieron sus calzones. Sus pies estaban demasiado hinchados para calzar botas, pero uno de los indios le arrojó un par de mocasines que habían pertenecido al mestizo Henri, muerto en el arroyo. El cautivo los llevó con mucho agrado. Al tercer día le dejaron cabalgar en uno de los caballos del botín para que la partida pudiera moverse con mayor rapidez. En aquella jornada llegaron a la vista del campamento. 
Pensó en escapar de alguna manera, prefería morir en combate antes que por los efectos de una lenta tortura en el campamento, pero nunca tuvo la menor oportunidad de intentarlo. Estaban más acostumbrados a las fugas que él, sabían lo que era esperar y se anticipaban siempre. Solo una vez había tenido éxito a la hora de escaparse de alguien: fue cuando se marchó de Boston. Su padre rugía y su abuela lloraba, pero nadie pudo apartarle de su resolución. 
Los hombres de la partida de guerra crow no le importunaron con palabrerías. Antes de llegar al campamento, pararon y se adornaron con todos los atributos, entre ellos parte de la ropa de sus víctimas. Luego pintaron sus caras de negro. Después, llevando al hombre blanco del dogal de cuero como si se tratara de un caballo, cabalgaron hasta el círculo de tipis mientras gritaban, cantaban y blandían sus armas. Estaba inconsciente al llegar allí. Se cayó y le arrastraron. 
Yacía aturdido y maltrecho junto a un tipi cuando la ruidosa y atareada vida del campamento empezó a bullir a su alrededor y la gente se acercó a contemplarlo. Se consumía de sed. Cuando comenzó a llover, lamió el agua de un charco en la tierra, como si fuera un perro. Una anciana flaca, gritona y siempre atareada, con el pelo gris y revuelto, lanzó un trozo de carne a la hierba. Tuvo que combatir por él con los perros. 
Cuando recuperó el dominio de su mente, sintió rabia, pero sabía que ese era un sentimiento que no se podía permitir. 
Todo era mejor cuando me trataban como un caballo, pensó, cuando me llevaban atado de un dogal al cuello. No quiero ser un perro. ¡Ni hablar de eso! 
La vieja tarasca le dio una grasa apestosa y rancia y le hizo ver por señales para qué la podía utilizar. La aplicó con cuidado sobre su cuerpo lleno de rasguños y abrasado por el sol. 
Ahora, discurrió, huelo como todos ellos. 
Mientras se recuperaba, consideraba seriamente las ventajas de ser un caballo. A un hombre se le podía humillar, pero más pronto o más tarde podría vengarse, y eso suponía la muerte. Pero un caballo solo tenía que ser dócil. Muy bien, él aprendería a actuar sin orgullo. 
Comprendió que era propiedad de la vieja gritona, un bonito regalo de su hijo, del que gustaba presumir. Ella le abroncaba a él más que a nadie, posiblemente para impresionar a los vecinos y que así no pudieran dejar de recordar qué hombre tan importante y generoso era su hijo. Para colmo de males, además de mandona y altiva, aquel horrible amasijo de pellejos y huesos se desempeñaba con una laboriosidad de mil demonios. 
El hombre blanco, que se consideraba a sí mismo un caballo, se olvidaba a veces de los peligros a que estaba expuesto. Tomaba nota mentalmente de todo para poder contar en Boston el relato de su repulsiva aventura. Regresaría como un héroe y diría: «Abuela, deja que te busque el chal, me he acostumbrado a hacer recados para señoras de tu edad». 
Dos niñas vivían en el tipi con la vieja bruja y su hijo, el guerrero. Una de ellas, supuso el hombre blanco, era la mujer de su captor, y la otra su hermana pequeña. La nuera era engreída y mimada. Al ser muy querida, no tenía por qué resultar útil. La muchacha más joven tenía ojos brillantes y soñadores. Muchas veces, esos ojos se fijaban en el hombre blanco que quería ser un caballo. 
Las dos muchachas trabajaban cuando la vieja les obligaba a hacerlo, pero casi siempre se escapaban para ocuparse en otra cosa que les agradase más. En el campamento se celebraban juegos y competiciones ruidosas, y se escuchaban muchas carcajadas. Pero aquello no era para el blanco. Él estaba experimentando en qué consistía la soledad. 

  

Dorothy M. Johnson. Indian Country

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