Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 16 de octubre de 2019

DAVID GRANN. LOS ASESINOS DE LA LUNA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura elegida siempre con criterios de interés y calidad. Hoy continuamos con la breve serie, iniciada hace siete días y que llega pues a su segunda entrega, centrada en libros “ambientados” en el Oeste americano, novelas en su mayor parte -pero no sólo, como ocurre esta tarde-, en los que la extraordinaria aventura, llena de luces y sombras, del “descubrimiento” y conquista del vasto territorio norteamericano, la epopeya -muchas veces cruel y sangrienta- que acabó por conformar lo que hoy son los Estados Unidos de América, ocupa un lugar protagonista en las tramas argumentales. Tras la excepcional Butcher’s Crossing, del no menos excelente John Williams, esta tarde cambiamos de registro con Los asesinos de la luna, el sobrecogedor e impresionante reportaje literario del periodista David Grann. El libro, en traducción de Luis Murillo Fort, aparece en Random House, editorial en la que también han visto la luz otros dos títulos suyos, Z, la ciudad perdida y El viejo y la pistola, ambos con destacadas, al parecer, traslaciones cinematográficas. Un paso a la gran pantalla que, al parecer, se dará igualmente con el libro que ahora os comento, con Leonardo di Caprio en uno de sus principales papeles y la dirección de Martin Scorsese. El estreno de la película está previsto, según informa la prensa, para 2020. 

Los asesinos de la luna se publicó en 2017 en Estados Unidos bajo el poético título -algo más cercano al auténtico espíritu, a la esencia del libro, como podréis comprobar con el texto final que cierra este comentario- Killers of the flower moon, encuadrado dentro de una actualísima tendencia de la literatura policiaca -el true crime, la crónica negra, la investigación sobre crímenes reales- que ha alcanzado en nuestros días un cierto éxito, aunque la que pasa por ser su primera muestra -la magistral A sangre fría, de Truman Capote- cuente ya con más de cincuenta años a sus espaldas. Otro antecedente, no tan prestigioso, del género lo tenemos en nuestro país en El Caso, aquel semanario, henchido de sensacionalismo aunque no exento de calidad en los reportajes de algunos colaboradores, en el que se intentaba esclarecer crímenes notorios, en textos narrados siempre con una intención de morbosa espectacularidad y a veces, las menos, con alguna pretensión de literatura. Los dos libros antes citados del propio Grann pertenecen a esta fecunda rama del noir que combina periodismo con voluntad y estilo literarios, a partir de la rigurosa indagación de un asesinato -o de una serie de ellos- más o menos olvidado, aunque a menudo hubiera “gozado” en su momento de una intensa repercusión pública, llevada a cabo por el autor a partir de hechos y documentos reales. 

En el caso del título que nos ocupa el desencadenante es una historia apenas conocida, insólita, emocionante, increíble, sorprendente… y a la vez terrible, cruel, tristísima, atroz e indignante; también muy reveladora e instructiva, en un plano histórico, acerca del complejo proceso de construcción del inmenso país norteamericano, y muy sugerente también, en una dimensión que podríamos llamar filosófica, en relación con la naturaleza de cualquier ser humano, con las contradictorias fuerzas que nos mueven, con nuestros impulsos y pasiones, incluso los más deleznables, con la integridad y el ansia de poder, con la honradez y la codicia, con la bondad y la maldad inherentes -en diferentes proporciones según los casos- a toda personalidad. 

El 24 de mayo de 1921, Mollie Burkhart, una mujer de treinta y cuatro años de la tribu india de los osage, echa en falta, inquieta y temerosa por su ausencia, la habitual visita de su hermana Anna tras tres días transcurridos desde su último contacto. Notificada su desaparición, el cadáver de la mujer, con un tiro en la nuca, aparecerá en un barranco perdido. Tres años antes, otra de sus hermanas, Minnie, había fallecido, muy joven, de una extraña enfermedad consuntiva. En el lapso de algunas semanas, de escasos meses, otras personas, todas miembros de la comunidad osage o relacionados con ellos y con la aterrorizada Mollie en particular, desaparecerán en circunstancias misteriosas o serán víctimas de asesinatos, entre ellas una cuarta hermana, Rita, que volará por los aires en una explosión que acabará con su vida, su casa y sus propiedades. A la larga lista de sucesos sangrientos se sumarán también las muertes de investigadores o servidores de la ley encargados de esclarecer los aparentemente inexplicables crímenes hasta completar un total de veinticuatro asesinatos (conocidos). Pronto resulta evidente que el nexo común a todos ellos reside en la condición de multimillonarios de los osage (Conspiración para matar a indios ricos, llegará a titular un periódico de la época), pues la tribu, que en torno a 1870 había sido expulsada de sus tierras en Kansas y trasladada a una inhóspita reserva, un árido roquedal sin valor alguno en el noreste de Oklahoma, se encontró de la noche a la mañana convertida en el pueblo más rico per cápita del mundo, al descubrirse en su territorio, en los primeros años del siglo XX, uno de los mayores yacimientos petrolíferos de Estados Unidos. Los osage, hasta hacía poco una población “primitiva” que vivía en contacto con la naturaleza siguiendo sus ancestrales tradiciones, se habían incorporado -no sin conflicto- al vertiginoso capitalismo que en esos años transformó su país -y el mundo entero-, malgastando la enorme riqueza sobrevenida en la construcción de enormes mansiones, en la compra de modernos automóviles guiados por chóferes privados, en la adquisición de pieles y joyas costosas, y en una vida, en muchos casos, de lujo y ostentación, que provocaba las envidias y la indignación, incluso el odio y una absurda e injustificada ansia de venganza en los colonos blancos. 

David Grann relata, en una narración apasionante, las circunstancias que rodearon esos asesinatos y sus consecuencias, también las pesquisas policiales, la identificación de los sospechosos, las detenciones, los juicios, e igualmente sus puntos oscuros y de difícil esclarecimiento, en un texto con una sólida base documental -que sin embargo no entorpece la lectura, que fluye vigorosa arrastrando al lector en un caudaloso relato que se lee con la fruición y el arrebato de una adictiva novela- y que incluye material de decenas de archivos, con referencias de documentos del FBI, informes de autopsias, testamentos y últimas voluntades, fotografías de escenas de crímenes, transcripciones de juicios, análisis de documentos falsificados, huellas dactilares, estudios de balística y de explosivos, registros bancarios, declaraciones de testigos oculares, confesiones de asesinos, notas interceptadas en prisión, testimonios ante el gran jurado, diarios de investigadores privados y fotos de fichas policiales, actas sobre indulto y libertad provisional, correspondencia privada, manuscritos inéditos de investigadores, memorándums y telegramas del departamento de Justicia, así como entrevistas con descendientes de los afectados. Todo ello aflora -como digo sin interrumpir el desenvuelto flujo de la larga crónica- en una historia que se completa con numerosas fotos de los principales implicados y de los lugares en los que se desenvuelve la “acción”, que incorpora cerca de ochocientas notas a pie de página en las que se “acredita” casi cualquier hecho consignado en la narración, y que se cierra con una extensa bibliografía final con más de doscientas entradas que dan fe de la minuciosa y exhaustiva labor de investigación de un autor que, además de un excelente escritor es, sobre todo, un avezado periodista. 

Tres son los personajes principales sobre los que David Grann hace girar la “acción”: la propia Mollie Burkhart, una mujer fascinante sobrepasada por la inusual experiencia que en sus treinta y cinco años había tenido que vivir, desde que naciera en una cabaña en medio de una pradera hasta que se transformara en una persona rica casi de la noche a la mañana y últimamente fuera presa del pánico conforme iban cayendo miembros de su familia y de su tribu; Tom White, el agente de la ley al viejo estilo, un antiguo miembro de los Rangers de Texas, que se había pasado media vida a caballo persiguiendo malhechores en la frontera y que desde su metro noventa, tocado con su sempiterno sombrero de cowboy y bien resguardado en su impasibilidad de pistolero, asumirá el encargo de resolver el extraño caso de los osage; y por último William Hale, un hombre hecho a sí mismo, llegado al territorio sin rastro alguno de su pasado, sin más posesiones que un sucinto hatillo y una desgastada biblia, y que lograría abrirse paso en la vida tras atravesar diferentes ocupaciones para convertirse en el Rey de las Colinas Osage, la principal fortuna, el poderoso dueño de toda la región, el auténtico factótum, el referente último, de todo cuanto ocurre en el condado. 

Pero el indudable atractivo de la trama argumental, de la absorbente intriga policiaca, de la sugestiva exposición de la pesquisa y averiguación de los asesinatos que constituye el núcleo central de libro, un desarrollo “novelístico” que se “vehicula” a través de las relaciones entre las tres figuras esenciales mencionadas, principales afectados -ya sea como víctimas, investigadores o responsables- de la infame conspiración de hombres blancos (autoridades, agentes del orden, miembros de la judicatura, médicos forenses, empresarios y hasta empleados de funerarias) para acabar con los “pieles rojas millonarios”, no es, ni mucho menos, el aliciente fundamental de un libro en el que destacan muchos otros frentes de interés. Por un lado, Los asesinos de la luna nos permite conocer la terrible y asombrosa trayectoria del pueblo osage, emblema en cierto modo de la conquista del Oeste. También, comparecen el voraz apetito de poder y el insaciable espíritu depredador en los que se sustentó el implacable desarrollo del capitalismo norteamericano en el filo de dos siglos, el XIX y el XX, o lo que es lo mismo, el sustrato básico del “nacimiento de una nación”, la que sería dueña del mundo en los últimos cien años. El libro es así un fidedigno retrato de esa época convulsa, hecha a medias de coraje, arrojo y aventura, y, a la vez, de engaños, fraudes, abusos, corrupción y violaciones de las leyes, fraguada a partir de una mezcla de atrevimiento y codicia, de fecunda voluntad pionera y astuto y cruel instinto de avaricia y explotación. Por último, el texto de Grann encierra una documentada reflexión sobre los orígenes de la policía federal en Estados Unidos y el papel ambiguo del FBI de J. Edgar Hoover, su oscuro responsable durante cinco décadas, ocupadas en combatir el crimen, pero también en perpetrar mayúsculos abusos de poder

De todos estos ejes cardinales de la novela, es el constituido por las paginas centradas en la triste vivencia de los osage el más conmovedor. A principios del siglo XIX, cuando el presidente Jefferson compró a Francia el territorio de la actual Louisiana, el orgulloso y noble pueblo indio se vio obligado a renunciar a unos cuarenta millones de hectáreas de sus tierras ancestrales para acabar en una reserva de 80 por 260 kilómetros en el sureste de Kansas. En torno a 1850, los miembros de la tribu habían logrado aclimatarse a sus nuevas y forzadas condiciones viviendo aún en una idílica armonía con la naturaleza, entregados a la caza del bisonte, manteniendo su lengua, sus costumbres, sus creencias, sus rituales, sus ceremonias, sus vestimentas, su cultura. La invasiva llegada de colonos blancos a sus tierras -el libro menciona a la familia Ingalls, una de cuyas hijas, Laura Ingalls, escribirá después La casa de la pradera, basada en su experiencia personal; obviamente desde un ángulo opuesto al de los indios- volvió a llevar al destierro a los osage. Mi situación me resulta totalmente satisfactoria. Los bosques y los ríos cubren todas nuestras necesidades en abundancia, afirmará uno de sus jefes al cuestionársele su renuencia a aceptar pacíficamente las exigencias de los “allanadores”. Recluidos en su nuevo territorio en Oklahoma, protegidos por la inaccesibilidad de unas colinas que hacían al condado poco atrayente para la voracidad comercial de los colonos, los escasos miembros restantes -unos tres mil de los diez mil originarios, víctimas de las sucesivas migraciones y de las enfermedades de los blancos, sobre todo la viruela- levantaron sus campamentos en su nuevo hogar intentado acomodarse a su actual situación y buscando también recuperar -pacífica e inútilmente- la esencia de su vida pasada. Hasta que llegó el petróleo. 

A partir del descubrimiento del rico combustible, la degradación de la cultura osage se produce de modo acelerado, dejando a los miembros de la tribu a la deriva en un mundo extraño. Viéndose obligados a apartarse de sus tradiciones y casi olvidadas sus raíces, los osage sobrevivirán a duras penas, perdido el sentido de sus vidas, sin nada familiar a lo que agarrarse para mantenerse a flote en el universo de la riqueza blanca. Mollie Buckhart será el triste y deplorable ejemplo paradigmático de este proceso irremediable. Nacida en 1887, su vida se desenvuelve a caballo de dos siglos, y más aún, de dos civilizaciones. Las distintas políticas gubernamentales la obligan -como al resto de sus compañeros de clan- a adaptarse a la cultura blanca. Abandonará su poblado para ir a estudiar a la St. Louis School, una escuela católica, dejando atrás el escenario de sus juegos infantiles, sus paisajes, sus ritos vernáculos, sus vínculos, el recuerdo de un mundo fascinante. Se casará con un hombre blanco -Ernest Buckhart, de importancia capital en la trama “detectivesca” que hila el desarrollo del libro- con el que vivirá en una mansión en Grey Horse, una de las poblaciones más importantes del condado, rodeada de coches y criados, en un proceso de aculturación acelerado por la llegada de colonos y misioneros, por el despertar de la fiebre del oro negro y la avalancha de cantidades ingentes de dólares (los hijos de las familias vuelven de los internados en los que se les “sumerge” en una cultura ajena sin comprender el propio idioma; sus oídos se han cerrado a nuestra lengua, se lamentarán los adultos). 

Esta desmesurada riqueza provocará, además, la alarma del “hombre blanco”, acentuando el rechazo, la marginación. Las siniestras vicisitudes del proceso judicial desencadenado como consecuencia de las muertes familiares llevarán también a Mollie -una vez más emblema de su tribu- al descrédito entre los suyos, para verse al fin, expulsada de los dos mundos entre los que siempre había basculado, en una metáfora muy esclarecedora no sólo de su propia vida sino también del lastimoso destino de su pueblo, definitivamente perdida su ubicación en la historia, olvidada para siempre la libertad de sus añoradas praderas e imposible ya la integración en una civilización materialista y ruin. La extraordinaria capacidad de David Grann para hacer partícipe al lector del inmenso sufrimiento de su comunidad es, sin duda, uno de los mayores logros del libro. 

Como lo es también el muy sólido retrato del acelerado proceso de expansión y progreso del sistema capitalista norteamericano en las décadas finales del siglo XIX y, sobre todo, las primeras del XX, un descomunal crecimiento ejemplificado en la devoradora pulsión de los poderes, los oficiales y los “fácticos”, por hacerse, a cualquier precio, con las enormes riquezas naturales -petróleo incluido, pero también las feraces e inagotables tierras- de las que disfrutaban los indígenas asentados en aquellos casi infinitos parajes, idílicos antes de la “invasión” colonizadora. Con la pulcritud y la claridad de un manual de derecho administrativo -aunque sin su habitualmente farragosa prosa- Los asesinos de la luna documenta con precisión el complejo entramado jurídico -elaborado ad hoc por unas autoridades y unos legisladores torticeros- con el que se desproveyó a los osage -y en otros contextos al resto de las tribus- de todos sus derechos sobre los territorios que habitaban y sobre sus pródigos dones. La primera consecuencia del sistema de adjudicaciones de las tierras osage, fue la desaparición del antiguo sistema comunal y la introducción entre los indios de una ventajosa fórmula de propiedad privada. Ventajosa para los blancos, obviamente, pues al privar a la tribu del dominio comunitario y convertir a cada familia en dueña de una parcela, se facilitaba su posterior venta y adquisición -en la práctica su “robo”- por los recién llegados colonos. Cada miembro de la tribu recibió un headright, una acción en el patrimonio mineral de su pueblo, blindada inicialmente en tanto que esos derechos solo podían transmitirse por vía hereditaria (y sin querer desvelar nada sustancial en relación con la intriga policial y los asesinatos sin resolver, en ese mecanismo jurídico residirá la clave de las sospechosas muertes). Sin embargo, este benéfico instrumento de protección de la propiedad osage se vio desde el inicio mediatizado por fuertes limitaciones: el sistema de tutelaje financiero impuesto por el gobierno federal que obligaba a que cada indio tuviera su “tutor” blanco, del que dependían en último término las decisiones sobre la utilización de sus fortunas, y, sobre todo, las restricciones para gastar su dinero, un uso limitado a unos pocos miles de dólares cada año. Partiendo de estas premisas jurídicas, el libro describe sin reparos los engaños, las estafas, los fraudes, los robos directos sufridos por los pobres osage a manos de sus administradores, sus tutores y los desesperados, codiciosos y soñadores colonos. Entrevistado en la prensa de la época, uno de los miembros de la nación india afirmará sobre sus “asesores”: Nuestro dinero los atrae y no se puede hacer absolutamente nada. Ellos tienen todas las leyes y toda la maquinaria de su lado. Cuando escriba el artículo, dígale usted a todo el mundo que aquí nos están arrancando, no ya la cabellera, sino el alma

Desde las disparatadas carreras de los colonos para conseguir tierras a finales del siglo XIX, pasando por la inaudita creación de Oklahoma, siendo los osage los últimos pobladores originarios en “pasar por el tubo” del saqueo legal, por el libro se suceden las distintas “invasiones” que sufrirán los indios: los prospectores blancos que buscaban petróleo, los industriales, los magnates -entre ellos, los Getty, uno de los apellidos aún hoy relevantes en las grandes finanzas- y los directivos de las compañías que se reparten los derechos, adquiridos en subastas millonarias, sobre las tierras y sobre su “generoso” subsuelo, los periodistas sin escrúpulos en busca de primicias, los políticos corruptos oliendo el rastro del dinero; y tras ellos todo tipo de buscavidas y malhechores, asaltantes de trenes, atracadores, cuatreros, ladrones de caballos, rufianes, proxenetas, contrabandistas, salteadores de diligencias, bandidos varios, la granujería, en suma, como definirá Tom White a toda esa caterva de facinerosos. Hay en Tintín en América, un cómic en el que resulta inevitable pensar al leer esta parte del libro, una página en la que en sólo cinco viñetas se describe de manera magistral este acelerado proceso de construcción de una sociedad próspera y desarrollada sobre la base de la urgente y rápida esquilmación de las riquezas indias y de la explotación de sus yacimientos petrolíferos. Los asesinos de la luna incluye un par de fotografías extraordinariamente reveladoras de Pawhuska, la capital del condado osage, antes y después del descubrimiento del petróleo, ejemplar correlato gráfico, como lo es la ilustración tintinesca, de la historia narrada. 

Y es en relación a esta enrevesada red de corrupción e intereses fraudulentos en donde aparece la última vertiente notable del libro: el estudio, apasionante y riguroso, de la creación y los primeros pasos del FBI. En una sociedad en cambio en la que los códigos no escritos del Oeste, las tradiciones que unían a comunidades entre sí, se habían desintegrado; en un clima caótico marcado por la anarquía y la corrupción, en el que las mordidas, los sobornos, los chantajes y las amenazas eran comunes en los incipientes cuerpos policiales; con una vida social conmocionada por las consecuencias de la ley seca y, años después, por el gran crack del 29; en un escenario dominado por el crimen organizado, la mayor superabundancia criminal en la historia de Norteamérica, el miedo provocado por la repentina irrupción del Reino Osage del Terror, la masiva muerte de miembros de la tribu asesinados a balazos en pastizales solitarios, apuñalados en sus propios automóviles, envenenados para que murieran lentamente o destrozados tras habérseles dinamitado la casa mientras dormían, exigía la inmediata y eficiente respuesta de las autoridades. La inoperancia de los primeros detectives privados contratados por los osage para resolver los crímenes, profesionales rudimentarios anclados aún a los primitivos métodos del siglo XIX que encarnaron el pionero Allan Pinkerton, autor de un famoso manual del género, o William J. Burns, que incorporó a la investigación policial algunas novedades de la entonces moderna tecnología, llevó a la creación del Bureau of Investigation, institución creada en 1908 por Theodore Roosevelt para suplir la carencia de un cuerpo de policía federal; un organismo que acabaría por convertirse, en 1935, en el Federal Bureau of Investigation, el legendario y controvertido FBI, al mando del ambicioso Edgar J. Hoover, que lo dirigirá durante cinco décadas. 

Hoover (cuyo complicado carácter y cuya megalomanía afloran en el texto) nombrará a Tom White responsable de la sucursal de la agencia en Oklahoma, y el antiguo cowboy, que se había curtido en la lucha contra mexicanos, indios y forajidos en la frontera, con bonhomía e innegable autoridad natural (significándose contra el racismo, impidiendo linchamientos, defendiendo los derechos de los presos, de los acusados), encarará la investigación de manera profesional, dando los primeros pasos para convertir al Bureau en una fuerza policial moderna, que acogiera los métodos científicos en las pesquisas, el análisis de las huellas dactilares, las mediciones de los criminales, el registro de las fotos de identificación de sospechosos, incluso las teorías empresariales de Frederick Winslow Taylor y su organización científica del trabajo. Todo ello está en Los asesinos de la luna, y también la posterior evolución del FBI, con la omnipresencia de Hoover -siempre a salvo en su puesto, resistiendo los muchos cambios presidenciales, una década tras otra- y sus paranoias, sus ambiciones o la politización creciente de sus actuaciones (recuérdese su notable participación en la “caza de brujas” maccarthysta). 

En fin, por todos estos motivos no deberíais dejar de leer este apasionante Los asesinos de la luna, la más reciente publicación de David Grann en nuestro país. Como complemento musical a mi reseña os ofrezco The osage song of sorrow, un cántico tradicional osage, grabado en 1997 en Greyhorse, una ciudad, en la reserva de la comunidad india, con importante protagonismo en el libro. 


En abril, millones de flores diminutas cubren las colinas pobladas de robles y las inmensas praderas del territorio osage de Oklahoma. Hay violetas tricolor, bellezas de Virginia y estrellas violeta. El escritor osage John Joseph Mathews observó que esa galaxia de pétalos hace que parezca que «los dioses hubieran tirado confeti». En mayo, cuando aúllan los coyotes bajo una luna desconcertantemente grande, unas plantas más altas como lágrimas de dama y rudbeckias van privando poco a poco de luz y agua a las flores menudas. Los tallos de estas se quiebran, los pétalos se alejan revoloteando, y al poco tiempo quedan sepultadas bajo tierra. Por eso los indios osage dicen que mayo es el tiempo de la luna mataflores. 

El 24 de mayo de 1921, Mollie Burkhart, con domicilio en el poblado osage de Gray Horse (Oklahoma), empezó a temer que algo le había ocurrido a Anna Brown, una de sus tres hermanas. Desde hacía tres días Anna, que contaba treinta y cuatro años, y era apenas un año mayor que Mollie, no daba señales de vida. Muchas veces se iba «de juerga», como solían decir despectivamente en su familia: a bailar y a beber con amigos hasta que despuntaba el día. Pero esta vez habían pasado ya dos noches y Anna no había comparecido en casa de Mollie como tenía por costumbre, con sus largos cabellos negros ligeramente revueltos y sus oscuros ojos despidiendo destellos como de cristal. Cuando entraba, a Anna le gustaba quitarse los zapatos, y Mollie echaba de menos oírla deambular por la casa, un sonido que siempre la reconfortaba. Por el contrario, reinaba un silencio tan estático como la llanura. 

Tres años atrás, Mollie había perdido a su otra hermana, Minnie, cuya muerte fue muy prematura. Aunque los médicos lo atribuyeron a «una enfermedad consuntiva peculiar», Mollie tuvo sus dudas. No en vano Minnie había muerto con solo veintisiete años y siempre había gozado de buena salud. 

Al igual que sus padres, Mollie y sus hermanas estaban inscritas en la lista osage, es decir, sus nombres constaban en el registro de miembros de la tribu. Eso quería decir, también, que poseían una fortuna. En los primeros años de la década de 1870, los osage habían sido expulsados de sus tierras en Kansas y trasladados a una pedregosa reserva, aparentemente sin valor alguno, en la región nororiental de Oklahoma. Transcurridas unas décadas, descubrieron que la reserva se asentaba sobre uno de los mayores yacimientos petrolíferos de Estados Unidos. Para conseguir el petróleo, los prospectores hubieron de pagar arriendos y derechos a los osage. A principios del siglo XX, todas y cada una de las personas que figuraban en la lista de la tribu empezó a recibir un cheque trimestral. La cantidad inicial era de unos pocos dólares, pero a medida que se iba extrayendo petróleo los dividendos subieron a centenares, y luego a miles, de dólares. Y los pagos crecían prácticamente cada año, como crecían los arroyos que confluían en la pradera para formar el ancho y lodoso Cimarrón, hasta que el conjunto de la tribu osage llegó a acumular millones y millones de dólares. (Solo en 1921, la tribu ingresó más de treinta millones, lo que serían hoy más de cuatrocientos.) A los osage se los consideraba el pueblo más rico per cápita del mundo. «¡Quién lo iba a decir! —proclamaba el semanario neoyorquino Outlook—. El indio, en vez de morirse de hambre […] disfruta de unos ingresos fijos que ya quisiera para sí más de un banquero.» 

La prosperidad de la tribu tenía perpleja a la opinión pública, pues se contradecía con las imágenes de indios americanos que se remontaban al primer y brutal contacto con los blancos, ese pecado original del cual había nacido el país. La prensa publicaba reportajes sobre los «plutócratas osage» y los «millonarios pieles rojas», con sus mansiones de ladrillo y terracota y sus arañas de luz, con sus anillos de diamante y sus abrigos de pieles, y sus automóviles con chófer. Un autor se asombraba del hecho de que muchachas osage fueran a los mejores internados y lucieran suntuosos vestidos franceses, como si «une très jolie demoiselle se hubiera extraviado en su paseo por los bulevares parisinos para acabar en este pequeño asentamiento». 

Paralelamente, los periodistas no perdían ocasión de recalcar cualquier indicio del tradicional estilo de vida osage, cosa que parecía despertar en los lectores visiones tópicas de indios «salvajes». Un artículo en concreto hablaba de un «corro de automóviles caros alrededor de una fogata, en la que sus broncíneos propietarios, ataviados con mantas de vivos colores, asan carne al estilo primitivo». Otro se hacía eco de un grupo osage que llegó a una de sus ceremonias tradicionales en un avión privado, una escena que «ni el más imaginativo de los escritores podría haber inventado». Resumiendo la postura de la opinión pública sobre los osage, el Washington Post afirmaba: «Aquel típico lamento, “Ay, pobrecitos indios”, quizá habría que cambiarlo a un “Caray con los ricachones pieles rojas”». 



David Grann. Los asesinos de la luna 

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