Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 9 de octubre de 2019

JOHN WILLIAMS. BUTCHER'S CROSSING

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Con mi reseña de hoy abrimos una serie de cinco propuestas literarias que os llevarán -las cinco- a los vastos y tantas veces inacabables territorios de Estados Unidos, un espacio de dimensiones físicas pero también “existenciales” casi míticas, objeto de atracción para muchas generaciones desde aquellos primeros arriesgados viajeros que, a bordo del Mayflower, desembarcaron en sus costas orientales pronto hará ya cuatrocientos años (los colonos anglosajones llegaron a lo que entonces denominaron “colonia de Plymouth” exactamente el 11 de noviembre de 1620). Una referencia, esta de los pioneros del Mayflower, especialmente apropiada a nuestro libro de hoy, como luego veremos.

El pasado mayo, en otro breve “ciclo” de viajes en nuestro espacio, ya habíamos recalado en las tierras estadounidenses, también desde una perspectiva rozando lo legendario, a partir de Oeste, la fenomenal novela de Carys Davies, que nos ponía en contacto, a través de un personaje formidable, el soñador e iluminado, el obstinado y decidido Cy Bellman, con los más reconocibles “tópicos” de la conquista del Oeste. Idénticas connotaciones épicas, idéntica atmósfera de leyenda, idéntica consideración de epopeya caracterizan también esta excepcional novela de la que ahora quiero hablaros, una maravilla que no deberíais perderos de un autor consagrado, John Edward Williams, que ya apareció en nuestro espacio años atrás con otra de sus novelas esenciales, quizá su obra mayor, Stoner. En este caso es Butcher’s Crossing, el título, con casi sesenta años a sus espaldas, cuya lectura os recomiendo vivamente. El libro, publicado en nuestro país en 2013, vio la luz, en traducción de Luis Murillo Fort, en la editorial Lumen.

Estamos en 1873. William Andrews, estudiante del tercer curso en la Universidad de Harvard, decide, movido por no se sabe qué extraña pulsión y contrariando la voluntad familiar, abandonar su previsible trayectoria profesional y personal en Boston y durante dos largas semanas, dando tumbos en diligencia y ferrocarril por medio país -Albany, Nueva York, Baltimore, Filadelfia, Cincinnati, Saint Louis (en su recuento apresurado)-, dirigirse hacia el Oeste, hacia Butcher’s Crossing, un poblacho perdido en medio de ninguna parte, un anodino lugar de paso en Kansas condenado a la extinción. Con la sola referencia de un nombre, el del señor McDonald, un crepuscular personaje, dedicado a la compraventa de pieles de bisonte, al que el padre del muchacho conoció esporádicamente doce o catorce años atrás y para el que le ha dado una carta de recomendación, Will desciende del tren en el inhóspito poblado con la intención de conocer la región y abrirse a experiencias nuevas. Pero el contacto con McDonald y con el desolado villorrio -un desvencijado hotel, una taberna, un burdel, una herrería, un almacén, cuatro precarias construcciones de madera, ardiente sol y asfixiante polvo, en una iconografía bien conocida para el lector actual a partir de los westerns de Hollywood- lo mantienen en una algo decepcionante, aunque breve, espera. Movido por su necesidad de acción, por la energía de la juventud, por la voluntad -el ansia- de experiencias, trabará conocimiento con un individuo singular, de dimensiones heroicas y atractivo irresistible, Miller, un avezado cazador, de rasgos y carácter shakesperianos, que acaba implicando al joven Andrews -a su persona y a su capital- en un proyecto atrevido, desorbitado, rozando la locura: una expedición de caza a un valle casi inaccesible en Colorado, al pie de las Montañas Rocosas. Diez años atrás Miller había descubierto el lugar, una suerte de universo aislado por los abruptos accidentes orográficos que lo limitaban, en el que se desenvolvían pacíficamente miles de bisontes -siempre en el recuerdo del adusto cazador- en una despreocupada existencia ajena al ser humano; un blanco fácil, pues, dada la práctica imposibilidad física de escapatoria -el valle clausurado para los animales salvo por un estrecho desfiladero que lo cerraba-, para cualquier cuadrilla de tiradores, por muy inexpertos que fuesen. Miller logra persuadir al chico de la conveniencia de embarcarse en un plan que en su cálculo -no exento de ribetes de delirio- prevé breve y sencillo, saliendo a principios de otoño y volviendo en solo un par de meses cargados de valiosas pieles de bisonte, miles de dólares que compensarán con creces la inversión inicial del joven bostoniano. Y así, tras algunos días de preparación y avituallamiento, de acopio de material y organización de la intendencia, dejarán atrás las llanuras de Kansas camino de su destino, quién sabe si feliz o aciago, en una expedición para la que han reunido una partida que incluye, además de a ellos dos, el inexperto y permanentemente asombrado Andrews, y el muy seguro, sapiente, confiado y rebosante de autoridad natural, Miller, líder indiscutible del grupo, a las dos incorporaciones adicionales que éste ha impuesto: Charley Hoge, eficaz en muchos aspectos prácticos de la empresa -caza, gobierno del campamento, control de los animales, despensa y cocina- pese a carecer de una mano, perdida en otra “correría”; un borrachín, protegido del máximo responsable de la aventura, siempre aferrado a su Biblia y sus cánticos religiosos, un hombre hosco, que irá ganando en ensimismamiento e introspección con el paso de las semanas; y Fred Schneider, el desollador alemán, eficaz despellejador de bisontes, otro tipo arisco, huraño, gruñón, retraído, solitario.

Butcher’s crossing es la descarnada e intensa descripción de esa atrevida y a la postre arriesgada empresa, en una narración espléndida que es a la vez un apasionante relato de aventuras, un western, una muy fidedigna crónica histórica, una novela de iniciación y, también, un profundo texto de índole filosófica en el que podemos encontrar un alegato ecologista en favor de la vida natural con referencias a las obras de Thoreau y Emerson y a los versos de Walt Whitman, un elogio, lleno de claroscuros, de la libertad individual frente a las convenciones de la vida social, una fábula metafísica en la que resuenan ecos del Moby Dick de Melville, y una penetrante indagación, de alcance universal, sobre el sentido último de nuestras vidas.

En primer lugar, la novela puede leerse como una arrebatadora y palpitante historia de aventuras. El recorrido de los cuatro esforzados expedicionarios a través de las extensas, inabarcables praderas de Kansas, de las inmensas llanuras de inalcanzable horizonte, de las abruptas estribaciones de las Montañas Rocosas, su lucha contra las inclemencias del tiempo y la a menudo hostil naturaleza, el “enfrentamiento” -desigual para desgracia de los animales- con las manadas de bisontes, la sufrida supervivencia en un entorno despiadado, la convivencia y los conflictos entre personalidades disímiles e incluso opuestas, el espíritu de curiosidad y asombro -aún felizmente infantil- que mueve al protagonista en su muy ardua peripecia, atrapan al lector y se disfrutan con el entusiasmo y el deleite que uno asocia a las primeras y emocionantes lecturas juveniles. Contribuye al logro de este benéfico efecto la muy sólida descripción de las personalidades de los cuatro protagonistas principales -e incluso de los dos secundarios, que no participan en el viaje, el comerciante MacDonald y la sensible prostituta Francine- muy bien caracterizados en su contorno físico y su dimensión íntima. Por encima de todos un Miller capaz de provocar unas simultáneas atracción y repulsa, un individuo enérgico, confiado, sapiente, seguro, y que representa la autoridad, la confianza, el liderazgo natural, también la enajenación, la locura, la obnubilación; pudiendo encontrarse en él la sombra del capitán Ahab, con la insensata persecución de la casi mitológica ballena blanca transformada aquí en la ciega y bárbara y desalmada caza de bisontes. [Veía] la matanza de bisontes, no como un ansia de sangre, de pieles o de lo que pudieran reportar, y ni siquiera al final como una descarga de la furia que anidaba en el interior de Miller; acabó viendo la matanza como una fría y ciega respuesta a la vida en la que Miller se había metido de lleno, leemos acerca de él en un momento de la novela. Y también: un autómata, un mecanismo puesto en marcha por el discurrir de la manada. Confundido con el paisaje, rudo, greñudo, sucio, negro por la mugre y el ardiente sol y la falta de aseo, envuelto en pieles de bisontes, arisco, convertido en algo tan intrínseco al paisaje que ya no era posible distinguirlo, la “iconografía” con la que nos lo presenta Williams lo dota de una poderosa significación de formidable alcance simbólico. Pero también nos interesa Charles Hogey, tan débil, tan necesitado de apoyo y protección, siempre muerto de frío, con sus ojos desenfocados, algo alocados, perdido el sentido en los episodios más duros de la terrible vivencia que envolverá a los aventureros. Y el inestable Schneider, irascible, obstinado, individualista, malhumorado, silencioso -o hablando solo-, soportando el paso del tiempo al margen de los compañeros, anhelando en todo momento el retorno, el dinero, el cuerpo de las mujeres, imaginado, ardientemente deseado en su áspera y opresiva soledad. Y está, claro, el propio Will Andrews, observador de todo y de sí mismo, valiente, convencido, empecinado incluso, ansioso de experiencias, lleno de energía y decisión -Se sentía recorrido por la corriente de una fuerza sin nombre-, creciendo, madurando, abierto a la vida y al mundo.

Todo ello, el paisaje, pero también los personajes y sus andanzas extremas, remiten al mundo del western y, en general, a la “conquista” del Oeste, a ese fenómeno expansivo de los pioneros norteamericanos que atravesaron el continente de costa a cosa ampliando los límites de su país en busca de oportunidades, de una vida mejor, de, en definitiva, un sueño dorado, mientras por el camino domeñaban la naturaleza, esquilmaban a las poblaciones indias y devastaban la ubérrima fauna local. El libro ofrece así una muy interesante faceta documental, sirviendo, en su microcosmos minuciosamente descrito, de singular, y a la vez universal, crónica histórica. El paralelismo, subrayado de manera recurrente, con los navegantes y exploradores del Mayflower y, en general, con cualquier explorador que desafía los límites de lo conocido (Pensaba en las historias que había oído entonces sobre aquellos primeros exploradores que se aventuraron en el mar. Recordó haber oído hablar de la superstición según la cual llegarían al final del océano y caerían a un espacio y una oscuridad sin fin. Sabía que esas leyendas no los habían detenido, pero aun así se preguntaba cuántas veces, en su solitario navegar, habrían tenido el presentimiento de que caerían al vacío, y cuántas veces habrían soñado con ese momento. Al observar el horizonte, vio que la línea temblaba por efecto del calor a medida que avanzaba el día; a media tarde, al levantarse viento, la línea perdía nitidez y se fundía con el cielo, y hacia el oeste había una región imprecisa cuyos límites y extensión quedaban sin definir. Luego, cuando la noche se abría paso desde la claridad hundida como una tea en la bruma de poniente, el pueblecito donde se encontraba parecía contraerse a medida que la oscuridad se expandía; y por momentos, cuando su vista perdía el punto de referencia, tenía la impresión de estar cayendo, como debió de ocurrirles a los navegantes en sus pesadillas oceánicas); la pormenorizada y exhaustiva exposición de las características de los bisontes, de su anatomía y hasta de su olor, de sus hábitos gregarios, del deambular y las maniobras de las manadas, de su significativa “coreografía”, de las estrategias de defensa y protección de las crías, de su progresivo exterminio -podría decirse “industrial”- a manos de un hombre blanco depredador (Dentro de un par de años, aquí en Kansas no habrá nada que cazar), de las terribles matanzas de los indefensos -pese a su gigantez- bóvidos; el esmerado conocimiento de los rituales y protocolos de la caza, de las armas empleadas, de la munición, de las rutinas del despellejamiento y la evisceración, la precisión extrema en la descripción de los restos óseos de los miles de cadáveres dejados a su cruel paso por los expedicionarios; el muy atinado y fidedigno relato de las costumbres de los cazadores, del manejo de los animales de carga, de las carretas, de la travesía de las praderas y el paso de los ríos, de los mil y un detalles de los usos de la supervivencia, conservación de alimentos, estrategias de protección frente al frío, prácticas de caza y pesca; la solvente recreación de los escenarios naturales; son, todos, elementos que transportan al lector a un espacio y un tiempo realistas y bien reconocibles pese a la condición novelística y por tanto “ficticia” de la obra.

Y es este, el de la muy verosímil ambientación de la aventura narrada, otro gran eje del excepcional interés que despierta la novela. A lo largo de su periplo, que previsto inicialmente -como se ha dicho- para un par de meses acaba desarrollándose a lo largo de ocho o diez, los cuatro esforzados expedicionarios, atraviesan los desiertos parajes de un entorno aún prácticamente inexplorado sometidos a las veleidosas y cambiantes condiciones de unas estaciones que se manifiestan de modo extremo, riguroso y exigente en una naturaleza a menudo adversa cuya poderosa presencia se constituye en otro de los protagonistas, quizá el principal, del libro. Desde las inequívocas citas iniciales -de unos muy significativos y abiertos a infinidad de sugerencias Emerson y Melville- en Butcher’s Crossing se suceden las reflexiones sobre dicha naturaleza (En la naturaleza existía un sutil magnetismo, que, si inconscientemente se dejaba llevar, lo guiaría por el buen camino) con, sobre todo, constantes descripciones del impresionante entorno natural, tanto en su vertiente más acogedora y amable, encendida y vital: los verdes valles, la quietud y el clima apacible en primavera, los otoñales ríos de agua transparente, la abundancia de comida, el sustento al alcance de la mano, la calidez del sol, los territorios aún vírgenes, desconocedores de la destructiva mano del hombre; como en su faceta más terrible, inhospitalaria y cruel: el calor inclemente, las distancias imposibles, el frío desmedido, el viento helado, la nieve que sepulta cualquier vislumbre de vida, la congelación que aniquila toda existencia. Es espléndido el dibujo de los cambios estacionales, de las variaciones del paisaje, de los accidentes geográficos -ríos, llanuras, riscos, laderas, valles-, de los colores de campos y montañas, como en este bellísimo fragmento que no me resisto a transcribir: La montaña era un sinfín de tonos y matices: el verde oscuro de las ramas de pino se volvía amarillo verdoso en las puntas, allí donde crecían retoños; en las matas de bayas silvestres empezaban a abrirse capullos encarnados y blancos; y el verde claro de los brotes nuevos en los álamos temblorosos centelleaba más arriba de la blanquísima corteza de sus troncos. A ras de tierra la hierba reflejaba la luz del sol hacia los rincones en sombra bajo los grandes pinos, dando un leve resplandor a sus troncos, como si la luz proviniera del núcleo mismo de los árboles. Andrews creyó ser capaz de escuchar el crecimiento. Una brisa suave agitaba las ramas, y las agujas de pino susurraban como si alguien frotara las unas contra las otras. De la hierba ascendía un murmullo, el que producían innumerables insectos allí escondidos realizando sus invisibles tareas; en el interior del bosque crujió una rama bajo la pata de un animal. Andrews respiró hondo aquel aire fragante que le traía el olor especiado del borrajo y el aroma almizcleño de la lenta descomposición de la tierra a la sombra de los grandes árboles. Y están también, como se puede apreciar, los olores, no sólo los muy perfumados y aromáticos de las plantas, también los de la descomposición de los cadáveres, las tripas de los animales, el cuero de las pieles.

Esa naturaleza desbordante y excesiva es, para Will, el epítome de lo salvaje (Lo que había visto por la mañana -el vacío de la planicie, aquel mar amarillo de inmaculada hierba- era tan solo la premonición de lo salvaje, dirá al comienzo de su viaje). Frente al bullicio inhumano del Boston del que huye, con las calles apretadas, la mugre urbana y la multitud afanosa, la pradera despoblada y misteriosa, el vigor primigenio de unos animales que rozan lo mitológico, la inexorable intensidad de los fenómenos atmosféricos, su inevitabilidad, le muestran lo que quizá, sin saberlo, había venido a buscar: Eso que él trataba de encontrar: lo salvaje. Era una libertad y una bondad, una esperanza y un vigor que parecían subyacer en todo cuanto había sido su vida hasta entonces, una vida que no era buena ni libre ni esperanzadora ni vigorosa. La profunda -y con frecuencia tremenda- verdad que encierra la naturaleza (Una gran quietud parecía emanar del valle; era la quietud, la inmovilidad, la calma absoluta de una tierra no hollada por pies humanos) se presenta así como la metáfora de la libertad que el joven ansía, una libertad a la vez fascinante y aterradora, a la que accederá dejando atrás la ciudad, la civilización, lo previsible, lo ordenado, las convenciones, las leyes de los hombres, atravesando un río, simbólico último límite del mundo “civilizado”, un río al que, mentalmente, atribuía proporciones de amplia frontera entre él y lo salvaje y la libertad que perseguía. El valle será para él, pues, un microcosmos, metáfora de la vida: El mundo exterior le venía a la mente de manera repentina y borrosa, como si lo estuviera soñando. Una parte muy importante de su vida estaba transcurriendo en aquel valle de montaña; y cuando lo contemplaba -el lecho llano, la exuberante hierba de un verde pajizo, las murallas donde crecían pinos de ramaje verde oscuro entreverado del dorado rojizo de los álamos temblones, los picos y las crestas rocosas, todo ello bajo la cúpula intensamente azul de aquel cielo parco de aire-, le parecía que los contornos del lugar fluían bajo su mirada, que eran sus ojos los que daban forma a cuanto veía, dando al mismo tiempo forma y lugar a su propia existencia. Andrews no se concebía ya a sí mismo fuera de aquel entorno.

El relato accede de esta manera a otras dimensiones si cabe más ambiciosas, que permiten caracterizarlo tanto de novela de iniciación como filosófica. El viaje de Andrews es un tránsito, de la juventud a la madurez, de la perplejidad al asombro, de las certidumbres al escepticismo, de la ignorancia al conocimiento. Viaja, pues, para hallar el sentido de su vida, para encontrarse a sí mismo, para “saber”; y se cuentan por decenas los ejemplos -reflexiones, dudas, intuiciones, pensamientos, pálpitos- en los que la agotadora y exigente peripecia “física”, crudamente “real”, encuentra su correlato en la aventura existencial. La extremosidad de las condiciones materiales, el hambre, la congelación, las jornadas enteras durmiendo en una forzada y heladora hibernación llevan en ocasiones al personaje a una suerte de lúcido delirio, en un relato por momentos onírico en el que parece que alcance una especie de reveladora clarividencia. Se miraba (piensa, mientras Miller se embriaga en la matanza de bisontes) y no era capaz de reconocerse ni de entender qué hacía allí. Y también: Era incapaz de verse a sí mismo. Una vez más, pensaba en el Andrews de unos meses atrás en Butcher’s Crossing como en un desconocido. ¿Qué había pensado entonces, cuando miraba desde el otro lado del río hacia la región donde ahora se encontraba? ¿Qué era? ¿Cómo se sentía? Ahora se consideraba una especie de ente sin forma que no hacía nada, que carecía de identidad. O aún de modo más nítido: Pensaba que ese era el principal significado que podía encontrarle a la vida, y le pareció que todo lo acaecido en su niñez y en su juventud había sido un preámbulo para el preciso instante en que ahora se encontraba, como un pájaro antes de alzar el vuelo. Miró otra vez el río. A este lado está la ciudad, pensó, y a ese otro lo salvaje. Y aunque tengo que volver, ese regreso es también otro medio que tengo de dejar atrás la ciudad, más todavía.

Y a partir de esta intensa experiencia de profundo descubrimiento íntimo, surge la lectura que podríamos llamar “metafísica” del libro, en tanto se refiere a lo que de universal tiene la indagación en el sentido último de la propia vida. Quiénes somos, qué otorga significado a nuestro paso por la tierra, para qué vivimos, cuál es, en realidad, nuestro lugar en el mundo; he ahí algunas de las preguntas que el joven (ahora ya no tanto, tras su vivencia casi un viejo) se formula y que salpican la última parte del libro: Le invadió una tristeza ambigua, como un anticipo de la pena; se puso a pensar en su padre, y aquella figura enjuta y austera pasó como un desconocido ante los ojos de su mente para desvanecerse, intangible, en una niebla gris. Un espasmo de pesar y compasión le hizo cerrar los ojos, y con aquel ligero movimiento de los párpados, la oscuridad se manifestó bruscamente. Supo que no iba a volver. No volvería (…) a la región que lo había visto nacer y crecer, que le había dado la forma en que se reconocía y el fondo en que apenas empezaba a reconocerse ahora, y que lo había puesto a merced de un territorio salvaje donde había creído encontrar una faceta más verdadera de sí mismo. No, nunca volvería. E igualmente: Pues no hay nada, ¿entiendes? Naces, mamas mentiras, te crías en casa con mentiras, aprendes otro tipo de mentiras en la escuela. Toda una vida llena de mentiras, y luego, cuando ya vas a morir, tal vez te des cuenta de que no hay nada, nada salvo tú mismo y lo que podrías haber hecho. Pero, claro, no lo hiciste porque esas mentiras decían que había algo más. Y entonces te das cuenta de que habrías podido tener el mundo entero, siendo el único que conoce el secreto… Pero ya es demasiado tarde. Te has vuelto viejo y no hay vuelta atrás. O aún con mayor desesperanza: Desperdicias todo un año de tu vida por tener fe en el sueño de un necio. ¿Y qué consigues? Nada.

En fin, no dejéis de leer esta magistral novela, Butcher’s Crossing, de John Williams. Estoy seguro de que os va a entusiasmar. Una canción tradicional del folklore norteamericano, The buffalo skinners, que ha conocido diferentes versiones -Bob Dylan, Woody Guthrie, Pete Seeger, Roger McGuinn, Ramblin’ Jack Elliott- en sus muchas décadas de existencia, ilustra musicalmente esta reseña. Van Wagner es su intérprete, elegido por el muy ilustrativo vídeo que acompaña a la canción en Youtube. 


Se sintió invadido por una extraña tristeza, una especie de presentimiento o de nostalgia. Contempló la pequeña fogata que ardía alegremente y luego desvió la vista hacia la oscuridad. Allí estaba el valle que había acabado conociendo como la palma de su mano; no podía verlo ahora, pero sabía que estaba allí; y estaban también los cadáveres corrompidos de los bisontes cuyas pieles tantos sudores, tiempo y energías les había costado reunir. No podía ver tampoco los almiares de aquellas pieles, pues estaban asimismo en la oscuridad; por la mañana los cargarían en el carromato y abandonarían el lugar. Tuvo la sensación de que jamás volvería -aun sabiendo que debía regresar con los otros para recoger las pieles que no pudieran llevarse-, la vaga sensación de que dejaría algo atrás, algo tal vez muy valioso de haber sabido de qué se trataba. Aquella noche, una vez la lumbre se hubo extinguido, Andrews se tumbó en el suelo, solo, fuera del refugio, y dejó que el frío le calara a través de la ropa; al final se quedó dormido, pero durante la noche se despertó varias veces y al hacerlo vio un cielo oscuro y sin estrellas.




John Williams. Butcher's Crossing

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